La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«El honor de la familia—decía luego Encarnación—está en los calabozosdel Saladero y ha de tener que ver con los señores de la Paz y Caridad.Ya que no nos es posible salvar el honor de la familia, ¡puñales!,escondámonos donde nadie

nos

vea,

metámonos

en

un

rincón

y

vivamostranquilas, diciéndole al Señor: «Señor, nosotras no fuimos, nosotras notuvimos culpa de aquella barbaridad, nosotras quisimos que fuera bueno;pero él se juntó con los pícaros... y sacó de su cabeza otraspicardías». Conque hija, vente a vivir conmigo y olvídate de tuslocuras, y si alguien quiere pleito, que lo siga con el Nuncio de PuertaCerrada».

No estaba aún completamente decidida Isidora a comprar la libertad conla renuncia total de sus pretensiones. Muñoz y Nones le hizo otravisita, en que charlaron mucho; mas los argumentos de ella eran tanendebles, que el hábil notario los destruía con poco esfuerzo. En cuantoal caso extraordinariamente horrible de Mariano, Nones dio pocasesperanzas, y el único consuelo que pudo ofrecer a la atribulada hermanadel delincuente fue que la corta edad y el evidente desorden cerebral deeste pesarían algo en la balanza de la Justicia.

Un mes después de la primera entrevista con el suegro de Miquis, Isidorahabía perdido ya la fe en sus derechos a la casa de Aransis. De ellos noquedaba en su alma sino una grande y disolvente ironía. Ya no creía ensi misma, o lo que es lo mismo, ya no creía en nada. Deshojada poco apoco por una lógica al principio tímida y por último irresistible,aquella

vistosa

flor

de

su

presunción

aristocrática, la cual, a falta deotras morales, desempeñaba en su alma un papel defensivo de primerorden, quedó completamente seca, muerta y más propia para irrisoriosambenito, que para adorno del cuerpo y del alma...

Un día llevó Muñozun papel, firmolo Isidora, después de negarse resueltamente a aceptar elauxilio que le ofrecía la marquesa, y a las dos semanas el juez decretóla absolución libre.

«¿A dónde vas ahora?»—pregunto con interés de padre D. José de Relimpio.

Isidora tenía un papel en que había apuntado varias cantidades. Eramujer de orden. Aquellos numeritos representaban deudas contraídas en laprisión.

«No se preocupe usted de eso, niña—dijo una voz, la voz áspera yantipática de un ser humano (por la figura) que apareció en la estanciacuando la joven fijaba su atención toda en el funesto papel—. ¿A quéhora sale usted? ¿A las tres? Dígolo por traer una carretela parallevarla a usted a mi casa. ¿Usted se entera?».

Isidora, sentada y apoyando la sien en el puño, parecía estar con supensamiento en el más lejano de los mundos posibles.

«Si usted no aceptara, me ofendería—prosiguió el ser humano a quienRelimpio miraba (dígase de paso) con la expresión más hostil—. Mi casaes una casa—palacio.

¿Usted se entera? No le haré a usted compañía estatarde, porque voy a comer con Frascuelo y el marqués de Torbiscón...Oigasté, Isidora, usted manda en mi casita, donde no faltará un roíopedazo de pan. Una persona que sale de la cárcel no puede hallarse endisposición de atender a las primeras necesidades. Así, cuando ustedentre por aquella puerta, hallará una modista y un chico de la tienda desombreros que irá con muestras..., ¿usted se entera?...

Tengo allí elgran cuarto de baño; usted calcule... Conque hasta las tres. Voy a ver ami hermana, que se va a quedar muy triste, usted calcule, con la marchade su amiga.

Adiós... Abur, Pepillo».

Y al salir hizo un gesto tan irreverente ante las barbas venerables deD. José de Relimpio, que este, furioso ya por oírse llamar Pepillo, nopudo contener su indignación, y cuando el ser humano estuvo fuera,exclamó:

«¡Canalla!... ¿Pero es posible, hija, que tú, tú, aceptes?...

—Provisionalmente—dijo Isidora, como si despertara de un desagradablesueño—. ¡Estoy tan mal...! Necesito...».

¡Necesito! ¡Cómo sonó este verbo en el cerebro del santo varón! Lo habíaoído tantas veces en momentos terribles, que era para él como una voz dealarma que le erizaba el cabello y le detenía la circulación de lasangre. Su abatimiento era tan grande, que si tuviese allí la botella,quizás, quizás la apurase valientemente de un trago.

¡Libertad, comodidades, buena ropa, baño, casa, lujo, dinero!... Asícomo a D. José le entraba el mareo con lo que el lector sabe, a Isidorale atacaba el mismo mal con sólo la probabilidad de hacer efectivas lasideas expresadas por aquellos mágicos vocablos. Cada ser tiene susimanes.

¡Oh pena de las penas! Cuando D. José la vio salir y entrar en lacarretela de aquel ente que le llamaba Pepillo, cuando la vio partir...¡Oh, qué horrores alumbra el desvergonzado sol, esa cínica lumbrera queno sabe llenar de tinieblas la tierra cuando se consumen hechos tancontrarios a las hermosas leyes del bien! El pobre hombre olvidaba queel error tiene también sus leyes, y que en la marcha del universo cadaprurito aspira a su satisfacción y la consigue, resultando la armoníatotal, y este claro—obscuro en que consiste toda la gracia de lahumanidad y todo el chiste del vivir.

Pero el buen viejo no podía ver aquello. Su espíritu se enardecía, sussentimientos se sublevaban, quiso darse un fuerte golpe en la cabezacontra la pared de la iglesia de Montserrat para concluir allí supreciosa y fatigada existencia;

pero

no

tuvo

valor

para

ello.

Necesitabamarearse, sí, darse un buen paseo por las doradas regiones de lo ideal.Esta necesidad se impuso a su naturaleza de un modo tan imperioso, queno tuvo paciencia para salvar la distancia que le separaba de su casa, yse metió en la primera taberna que encontró al paso.

—III—

Y un día Emilia y Juan José Castaño vieron entrar en su casa a la granIsidora elegantemente vestida de negro, con un lujo, con un señorío, conun empaque tal, que ambos esposos se quedaron perplejos, como quien vevisiones, y no acertaron a contestar a sus primeras preguntas. Iba lamadre a ver a su hijo, al noble, al precioso y cabezudo Riquín, querecogido y amparado en casa de Castaño durante los cinco meses deprisión, miraba a Emilia como madre y a los niños de aquella como sushermanitos. Muy afligida Emilia al ver la resolución de Isidora dellevarse a su hijo, no se atrevió a poner resistencia; pero Juan José,hablando con firmeza y tesón, dijo que no entregaría a Joaquinito,porque Isidora, con su mala conducta, perdía los derechos de madre, yque él estaba decidido a llevar la cuestión a los Tribunales, seguro deque el juez le autorizaría para retener al desgraciado niño en su poder.

Irritada Isidora, manifestó que no admitía tales ideas, y ya se agriabala cuestión, cuando abriose una puerta y apareció un señor obispo...,digo, era Riquín, el cual traía en la cabeza una gran mitra de papel,y echando la bendición graciosamente con su mano derecha, cantó en ellatín más estropajoso que se ha oído jamás: Dominis vobiscum.

Conviene hacer constar que los dos chicos de Castaño tenían loca aficióna los juguetes de Iglesia, que es un jugar muy común en la infancia deestos tiempos, en los cuales cada cosa grande tiene su manifestaciónpueril. En el comedor de la casa tenían su magnífico altar, y cada díaponían en él un objeto nuevo, bien araña, bien cáliz o manga—cruz. Pordistintas partes de la casa se veían retablos diminutos, sagrarios yhasta púlpitos improvisados con sillas. Últimamente habían hechocasullas de papel, y decían sus misas como unos canónigos, echando cadalatín que metía miedo y observando todas las reglas de aquel acto connotorio puntualidad. Que el misal fuese una novela y el copón unahuevera, no era motivo de escándalo, porque la inocencia lo santificabatodo con su carácter altamente divino. Riquín hacía al principio desacristán; pero empezó a mostrar tales disposiciones, que pronto dijotambién sus misas y echaba graciosos sermones. Las reyertas frecuentes yel mucho ruido con que a menudo se disputaban allí las jerarquíaseclesiásticas, exigían en ocasiones la intervención de Emilia, que másde una vez se prestó a ser monaguillo para apaciguar los ánimos yllevarlos a honrosas capitulaciones. Aquel día, que era domingo, Riquín había sido elevado a la silla metropolitana, y estaba oficiandode pontificial cuando su mamá y Juan José disputaban.

«Ven—le dijo Isidora sentándole sobre sus rodillas, dándole muchosbesos—, y te haré una casulla de oro y un altar de plata».

El chiquillo la miraba espantado.

«Que él decida—indicó Juan José tomando al muchacho y poniéndole enmedio de la sala—. Riquín, ¿quieres irte con tu madre?».

Tan fuertemente negó con su cabezota, que se le cayó la mitra. Enrealidad es fuerte cosa que le propongan a un hombre abandonar sudiócesis para irse con una mala mujer...

«¿Que no, dices que no?».

El chico dijo entonces claramente:

«No quielo».

Y echó a correr para dentro.

«No vale, no vale, eso no vale—gritó Isidora con afán—.

Mi hijo vendráconmigo».

A esto siguieron algunas lágrimas, y tomando entonces Castaño un tonoconciliador, manifestó a la afligida madre que estando el niño en laortopedia mejor que en ninguna parte, le dejase aquí. Quizás ella, porsus muchas ocupaciones de señora principal, no podría cuidar y atender aSu Ilustrísima como merecía, y así, quedándose él donde estaba, ganabantodos: los ortopedistas, porque conservaban a Riquín, a quien mirabancomo hijo; Isidora, porque estaría más ancha y podría campar por susrespetos libremente, y Riquín porque no se vería separado de sucabildo. Isidora cedió, mas no sin obtener permiso para ir a ver a suhijo cuando quisiera.

Y en efecto, venía dos, tres y hasta cuatro veces por semana, trayendogolosinas para Riquín y sus camaradas, y además velas de cera, cálicesde plomo, efigies, estampas del Sagrado Corazón, mitras, estolas, y porúltimo un monumento de Semana Santa tan completo y hermoso que no habíamás que pedir. Algunas veces se encontraba allí con la Sanguijuelera,que también a menudo visitaba a su adorado Anticristo; y ambasregañaban, si bien Encarnación había perdido el humor festivo, y estabamuy caduca y suspirona, no pudiendo apartar de su mente ni un instantela deshonra que había caído sobre la familia. Cuando se hablaba de esto,las dos lloraban, y, olvidando toda rencilla, confundían sus almas en unsolo sentimiento.

Miquis no vivía ya frente a la ortopedia, ni visitaba tan frecuentementea sus buenos amigos; pero siempre que iba a casa de Castaño preguntabacon mucho interés por Isidora.

Pasados tres meses desde que la Rufetesalió de la cárcel, Emilia, dando noticia al médico de las observacionesque hacía en la persona de aquella, le decía una noche:

«Desde la primera vez que vino en esta temporada hasta ahora ha variadotanto... Y parece que va descendiendo, que cada día baja un escaloncito.La primera vez parecía una gran señora: traía un vestido de gro negro yun sombrero, que ya, ya... Poco después venía vestida de merino y conmantilla, algo desmejorada la cara. A la semana siguiente me pareció quesu traje tenía algunas manchas, y sus botas algunos agujeros. Por fin ellunes de la semana pasada vino muy pálida y quejándose del pecho, con lavoz ronca. El sábado creí observar en su cara algunos cardenales, ytraía una mano liada. Ayer, señor doctor, vino con pañuelo a la cabeza,con bata de percal, zapatillas, la voz muy ronca, y lo más salado detodo fue... que me pidió dos reales... Debe de andar mal. Comosiempre..., ¡qué carácter y qué vida!».

Después hablaron del ser humano con quien Isidora vivía, y acerca de éldijo Miquis cosas tan atroces como verdaderas, de que se escandalizaronmucho Emilia y su marido. Aquel tal era jefe de garito, ruletista yempresario de ganchos, un caballero de condición tan especial, que si lemandaran a presidio (y no le mandarían), los asesinos y ladrones secreerían deshonrados con su compañía.

«Nuestra pobre amiga—dijo Augusto—, llevada de su miserable destino, osi se quiere más claro, de su imperfectísima condición moral, hadescendido mucho, y no es eso lo peor, sino que ha de descender mástodavía. Su hermano y ella han corrido a la perdición: él ha llegado,ella llegará. Distintos medios ha empleado cada uno: él ha ido con trotede bestia, ella con vuelo de pájaro; pero de todos modos y por todaspartes se puede ir a la perdición, lo mismo por el suelo polvoroso quepor el firmamento azul».

Desde que fueron dichas por el sabio Miquis estas sentenciosas frases yotras que omitimos, Isidora estuvo muchos días sin presentarse en lacasa de Emilia. Don José también se había eclipsado, por lo que estabanlos de Castaño disgustadísimos y llenos de temor. Un día, por fin, entróRelimpio en casa de Miquis, y entre lloroso y turbado, le dijo:

«Venga usted, venga usted, Sr. D. Augusto, a ver si la sana.

—¿Qué hay, pero qué...? ¿está mala?—preguntó Miquis encasquetándose elsombrero y tomando el bastón.

—No, señor..., sí, señor..., quiero decir que no está buena, aunquetampoco está enferma, porque ya se levanta.

—Es decir, que ha estado mala.

—Sí, señor.

—¿Y por qué no me avisó usted, hombre de Dios, mejor dicho, hombre detodos los demonios?

—Porque ella no quiso... Hoy, sin su permiso, vengo a buscarle a ustedpara que le quite de la cabeza...

—¿Qué le he de quitar, hombre?

—Una idea—dijo Relimpio, cuando ambos andaban aprisa por la calle.

—¿Y cree usted que yo soy quitador de ideas?... Vamos a ver: ¿usted estáen su sano juicio, o se ha mareado hoy?

—No, Sr. D. Augusto; hace tiempo que no me mareo.

Ella no me deja. Desdeque vivimos juntos...

—¿Cómo?

—Sí; ese salvaje, ese canalla, ese asqueroso reptil, ese inmundo...,perdone usted, Sr. D. Augusto; me faltan palabras apropiadas... Para nocansar, ese basurero animado, la abandonó después de darle tantosgolpes, que por poco la mata; después de cruzarle la cara... mire usted,por semejante parte, con un navajazo. Por fortuna su herida no fuegrave, aunque le ha dejado una cicatriz que desfigura bastante aquelrostro celestial, aquel encantador palmito...».

Se limpió una lágrima con la mano.

«Pues sí; desde este suceso, la pobrecita, con los pocos cuartos quepudo salvar y la escasa ropa..., en fin, tomó un cuarto en la calle dePelayo, número 93, piso cuarto, puerta número 6, y allí ha estado un mesretirada del mundo sin tratarse con nadie más que conmigo..., perohonradamente, Sr. D. Augusto, honradamente. Yo le juro a usted por lomás sagrado...».

Y con la mano derecha abierta y puesta sobre el pecho como unacondecoración, los ojos en blanco, protestó el anciano de su honestaconducta.

«Lo creo, hombre, lo creo.

—Yo la acompañé, yo la asistí, mientras se curaba; yo la he servido...¡Qué días, qué noches! Yo: «Voy a llamar a Miquis»; y ella: «No llameusted a Miquis ni a nadie; no quiero que nadie me conozca, soy unapersona anónima, yo no existo». En fin, esta mañana me dijo unas cosasque me han partido el corazón.

—¿Qué cosas?—preguntó Miquis deteniéndose en el portal de la casa ymirando atentamente al desgraciado viejo.

—¡Ay!, ¡no puedo repetirlas!»—exclamó Relimpio llorando como un niño.

—IV—

Augusto subió y entró en la casa. Si pasmada y llena de turbación sequedó Isidora al verle, mayor fue el asombro y pena del joven médico alver en deplorable facha y catadura a la que conoció en forma tandistinta. No sólo había perdido grandemente en el aspecto general de supersona, en su aire distinguido y decoroso, sino que su misma hermosurahabía padecido bastante, a causa del decaimiento general, y más aún delchirlo que tenía en la mandíbula inferior, bajo la oreja izquierda.Estaba ella planchando unas chambras, y la ligereza de su vestidopermitía ver sus bellas formas enflaquecidas. Dejó la plancha y se sentóen un miserable sofá de paja. Un ratito no muy largo estuvo llorando, ydespués dijo así:

«No quería que nadie me viese en este estado. Como pienso salir de él yhallarme en mejor posición, porque todavía... A ver, ¿qué tal meencuentras?

—Muy mal, muy mal.

—¿He perdido mucho? ¿No me respondes? He estado muy mala, ¡quépuño!...».

Miquis no dijo nada. La sorpresa que le causó la voz ronca de Isidora, ymás que la voz oír algunas expresiones que de la boca de ella seescaparon, túvole perplejo y mudo por breve rato.

«Te encuentro muy variada; tú no eres Isidora.

—Te diré... Yo misma conozco que soy otra, porque cuando perdí la ideaque me hacía ser señora, me dio tal rabia, que dije: «Ya no necesitopara nada la dignidad, ni la vergüenza». ¿Tú te enteras?... Por una idease hace una persona decente, y por otra roía idea se encanalla. Pero nocreas, todavía hay algo en mí que no perderé nunca, algo de nobleza,aunque me esté mal el decirlo... Mira tú, chavó, qué quieres..., el airehace a la persona. He vivido tres meses entre perros de presa. No teasombres de que muerda alguna vez...

—Sí, esa voz, esas expresiones, ese acentillo andaluz...

Dime, ¿qué eslo que te queda de nobleza?

—No sé, no sé...—dijo Isidora aturdida, cual si registrara en su corazóny en su pensamiento—. Me queda el delirio por las cosas buenas, lagenerosidad... ¿Sabes? Ayer no tenía más que dos duros; esta mañana vinouna amiga a llorarse aquí..., total, que quedé sin un cuarto.

—¿Necesitas algo?»—dijo Augusto llevándose la mano al bolsillo.

Y sacó algunas monedas. Mirolas Isidora con codicia, alargó su manohacia la mano de Augusto... De repente se contuvo diciendo:

«No; todavía soy noble.

—¿En qué consiste tu nobleza?

—En que no recibo limosna... Pero por ser de ti...».

Vacilaba, mirando alternativamente al rostro y la mano de Miquis. Desúbito lanzó una exclamación no muy delicada y dijo:

«¿Sabes?..., ya se me ha ido la delicadeza. Venga el dinero».

Y antes que Miquis se lo diera, ella lo tomó de la mano de su amigo.

«¿De qué te espantas, bobo?... ¿de mis nuevas maneras?

Ahora soy así. Tediré... A los hombres, desplumarlos y sacarles

las

entrañas;

quererlos,nunca.

Sois

muy

antipáticos; os desprecio a todos.

—¿Vas a meterte monja...?

—¿De veras?... ¡Qué sombra! ¿Monja yo?

—Ya sabes que Joaquín Pez ha venido de la Habana, casado con unaamericana muy rica. Da gusto verle, según está de contento ysatisfecho».

Isidora palideció. Después dijo:

«Ya lo sabía... Toma, si le vi, le vi una tarde. Yo iba por la Red deSan Luis y pasó él en coche. Me vio, pero el tunante fingió que no meveía. El corazón me dio un brinco; aquella noche lloré, pero ya me voydominando y concluiré por aborrecerle también. Es un tipo.

—Pero Gaitica...

—¡Ah! Ese es de los que deben ser cogidos con un papel como se coge alas cucarachas, y luego tirados a la basura.

Vamos, que sólo de mirarlese te ensucian los ojos...

—Y sin embargo, le has querido.

—¿Yo?... Hombre, tú estás malo. Que se te quite eso de la cabeza. Condecirte que me acordaba de Juan Bou y este me parecía un ramillete derosas... ¡Pobre Gaitica! El día de la disputa ¡le escupí más...! Es unhombre con el cual no se debe hablar con palabras, sino con unazapatilla: es un bicho asqueroso. Aplastarlo y barrerlo luego. Pero quéquieres, mi destino, mi triste destino... Yo empeñada en ser bueno, yDios, la Providencia y mi roío destino empeñados en que he de ser mala.Salí de la cárcel, le debía dinero, no tenía sobre qué caerme muerta, mellevó a su casa, me dio cuanto necesitaba, mucho más de cuantonecesitaba... Yo tengo este defecto de volverme loca con el lujo. Vi lostrajes, el dinero y las comodidades, y no vi al hombre. Poco a poco seme fue dando a conocer el hombre. Principió por escatimarme los gastos.Cada día me parecía la vida más triste y él más horroroso. Y no lo digopor su cara, que no es mala, aunque sí de un tipillo afeminado que no megusta.

¿Le conoces? Ya ves qué carita de Pascua, qué patillas deazafrán, y qué barba afeitadita y qué labios de carmín.

Aquellasmejillas que parecen afeitadas me dan un asco...

Pero donde aparece deoro el tal es en el trato. Coge la desvergüenza, la traición, la rapiña,la crueldad, júntalo todo, añádele toda la basura que puedas encontrar,revuelve, haz un muñeco, sopla, dale vida y tendrás al que ha sido miseñor y dueño durante tres meses: peor que Bou, peor que Botín y queJoaquín, el cual era ya más malo que Judas.

En fin, los hombres soistodos unos. Hay que vengarse, perdiéndoos a todos y arrastrándoos a laignominia.

Nosotras nos vengamos con nosotras mismas.

«Isidora, Isidora—le dijo Augusto con profunda pena—: valdría mil vecesmás que te murieras.

—No pienso en tal cosa... Te diré. Cuando estaba en la cárcel quisematarme. La vida me pesaba como un sombrero de plomo. Cuando Gaitica me maltrató y no pude hacerle pedazos ni aplastarle con la zapatilla,también tuve un momento de bochorno, de ira y de desesperación en quequise suicidarme. Pero después me he serenado. Eso de matarse se dejapara los tontos. El que quiera viaducto, con su pan se lo coma. A vivir,vidita, que vivir es lo seguro.

Alma atrás... Lo quiere el mundo, puesadelante. Que la sociedad para arriba y la moral para abajo...; a hacerpuñales. Yo me basto y me sobro. ¿No era yo noble?

¿No tenía buenasinclinaciones? ¿Pues por qué me cerraron la puerta?

—Pobre mujer, todavía, todavía es tiempo...

—¿De qué?

—De adoptar una vida arreglada. Yo te buscaré trabajo.

—No sé hacer nada.

—Yo te pasaré una pequeña pensión...

—Dirán que soy tu querida. Concluiré por serlo...

—Búscate un modo de vivir. Vete con tu tía...

—No hay tu tía, no, no...; déjame. ¿Para que has venido acá? Nifalta... Aire, aire. No necesito consejos.

—Aborreces a Surupa, y, sin embargo, ¡cuánto se te ha pegado de él!Cuando recuerdo cómo eras y cómo eres, cómo hablabas y cómo hablas, nosé qué me da.

—Así es el mundo: unos se quedan y otros se van Yo me fui, ¿te enteras?Yo me he muerto. Aquella Isidora ya no existe más que en tu imaginación.Esta que ves, ya no conserva de aquella ni siquiera el nombre.

—Pues aquella era mi buena amiga—dijo Augusto con tesón—; esta merepugna».

Isidora se conmovió al oír esto, pero disimulaba bien, esforzándose poruna inexplicable modificación de su orgullo en parecer peor de lo queera.

«Y no teniendo nada que hacer aquí—dijo Miquis levantándose—, meretiro».

Isidora le miró de un modo que indicaba deseos de que no se marchara;pero después se inclinó de hombros.

«Ya me han humillado tanto—murmuró entre dos suspiros—, que el ver saliral último amigo no me causa impresión.

—Señor D. Augusto de mi alma—dijo a la sazón Relimpio, que hastaentonces, testigo mudo y doliente, no se había atrevido a decir nada—;no se marche usted y exhórtela, predíquele, y amonéstele para que se lequite...

eso... de la cabeza.

—¿Qué?

—Eso.

—¿Y qué es eso?

—El disparate que quiere hacer. Vea usted cómo calla y se sonríe lapícara... A mí me lo ha dicho, pero a usted no se lo quiere decir.

—¿Suicidio?

—Por ahí...

—No, no es suicidio—exclamó el anciano con desesperación, arrancándose(o tratando de arrancarse, que es más verosímil) un mechón de cabellos—.¿Ve usted? Se ríe... Y que no diga que lo hace por no tener qué comer.Yo... aún puedo trabajar».

Isidora, sin desplegar los labios, clavaba sus ojos en las ascuas decarbón sobre que se calentaban las planchas.

Parecía que de aquelrescoldo ardiente y melancólico tomaba sus ideas.

«Pues yo le he de quitar de la cabeza esas tontunas—dijo el médicoinclinándose hacía ella y mirándola de cerca.

—¿Sabes lo que te digo?—replicó Isidora con el tono insolente que se lehabía pegado de la sociedad gaitesca—.

¿Sabes lo que te digo? Que no mevengas con dianas, que no me marees. No te hago caso; el corazón se meha hecho de piedra y mi cabeza es como esa plancha».

Levantose, y murmurando no se sabe qué palabras, aunque es de suponer noserían de las más finas, tomó el pesado hierro y se puso a planchar converdadera furia.

Miquis se fue sin añadir una palabra, y D. José lesiguió hasta la escalera con las manos cruzadas, el mirar compungido ysuplicante.

«Don Augusto de mi alma—le dijo—, por Dios, no la abandone usted... Mireusted que lo hace, y lo hace... y yo me muero...».

Capítulo XVIII

Muerte de Isidora.—Conclusión de los Rufetes Aunque Augusto no manifestó su propósito, lo tenía, y muy firme, de noabandonar a la infeliz mujer que tan sola y en peligro de ruina estaba.Volvió al día siguiente; mas quiso Dios que fuese aquel uno de esos díaslúgubres que anublan la perpetua alegría de los meses de Madrid, uno deesos días, por desgracia no muy raros, en que el vecindario estátristísimamente impresionado por una terrible solución de la justiciahumana, y encuentra, a su paso por ciertas calles, manifestacionespatibularias que llevan el pensamiento a cosas y personas de edad muyremota.

Y en la tarde del día anterior, una mujer vestida de negro con un mantónechado por la cabeza, alta, flaca, vieja, semejante a una momia animadapor la aflicción, acechaba en las proximidades del Palacio Real lasalida y paso de un coche. Su ansiedad era grande, su esperanza débil,aunque poseía el más vivo fervor monárquico que ha existido quizás en elpresente siglo. Su idea del poder, de la misión providencial de losreyes, y principalmente la semejanza que suponía entre el soberanovisible y el Rey de los cielos, dábanle un poco de aliento. Por esocuando salió el coche, avanzó ella a escape sin temor de ser atropelladapor los caballos, llegó hasta la portezuela, y con la presteza delasesino que a