La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—II—

Y algunos días después de esto, Mariano estaba en la encrucijada quellaman las Cuatro Calles, mirando indeciso las vías que allí concurren,sin saber cuál escoger para entrar por ella. Oigámosle:

«¿Iré a casa de mi tía? No, que llama a los de Orden público y me cogen.¿Iré a ver a mi hermana? No, que estará allí Gaitica. ¿A dónde iré?...Dejémonos ir. Por aquí, por la Carrera abajo, veré la gente que va apaseo, veré los coches, subiré al Retiro, y me estaré allí toda latarde...

Hace buen tiempo, tengo dos duros y no se me da cuidado denada... Ya empieza a pasar la pillería. Allá va un coche..., y otro yotro. Toma, aquel es de ministro. Chupa—gente,

¿sabe el coche? Oigasté, ¿y si le dijeran: «Suelte lo que no es suyo?...». Ahí vaotro. ¡Cuánto habrá robado ese hombre para llevar cocheros con tantogalón!... Anda, anda, y allí va un cochero montado en el caballo de laderecha, con su gorrete azul y charretera... ¡Eh!, y en el coche van dosseñoras... ¡Vaya unas tías, y cómo se revuelcan en los cojines! Oiganustés, ¿de dónde han sacado tanto encaje? Y

qué abrigaditas con suspieles... Pues yo tuve anoche mucho frío, y ando con los zapatos rotos.Paren, paren el coche, que voy a subir un ratito. Estoy cansado.¡Valientes tías!...

Subiré por el Dos de Mayo. Por aquí va mucha gente apie.

»Este Retiro es bonito; sólo que..., de aquellas cosas que pasan,habiendo tantos que tienen frío, el pueblo debía venir aquí a cortarleña... Entro por este paseo de los muñecos de piedra con las manos ylas narices rotas. ¡Qué feos son!...

Hola, hola, ¿niñitos con guantes?¡Y cuántos perifollos gasta esta familia! Con lo que lleva encima lacriada había para vestir a cuatro mil pobres... El papá debe de haberrobado mucho. Está gordo como un lechón... De consiguiente, que lo abranen canal... Tomemos por aquí a la derecha, para ir a la Casa deFieras... Pero no entraré; estoy cansado de verlas. ¡Puño, cuánto coche!Allá va D.

Melchor acompañando a dos niñas. Sí, para ti estaban, bruto.Son las niñas de Pez. Y el Sr. Pez va también con la gran tripa llena debilletes de Banco, que ha tragado... Más coches, más coches, más. Biendice el maestro que lo bueno sería que toda esta gente no tuviera másque un solo pescuezo para ahorcarla toda de una vez... De consiguiente,todos viviríamos al pelo... Pero ¿qué es aquello que viene allí? ¡Ah!,ya sé. Primero un batidor a caballo. Después el gran coche con seiscaballos... Puño, y toda esa gente de galones, ¿para qué sirve? Miale,miale, cómo saluda a todo el mundo, sombrero en mano; y ella tambiénsaluda, moviendo la cabeza. Descuidar, que alguno habrá que vus arregle.Yo lo que digo es que muerto el perro se acabó la rabia, y que muerta lacabeza, manos y pies se mueren... Miales, miales; dan vueltas para queles vean mejor. Ahora vuelven para acá; ya vus hemos visto bien.

»¡Valientes perdularios! Si hubiera un hombre de corazón, ¿a dóndeiríais a parar todos? Todos os pasaríais al partido de los pobres.¡Vivan los pobres! digo yo, y caiga el que caiga. ¡Abajo losladrones!... Puño, vienen más coches, todos con tías brujas o con mozasguapas muy tiesas. Ya, ya; ¿sombrillita para que el sol no les queme lascaras? Pues yo, tías brujas, ando al sol y al aire, con los zapatosrotos, y la blusa rota, muerto de frío; con que... ¡Eh!... ¿Quién esaquel que va a caballo? ¿No es Gaitica? El mismo, un chulo vestido depersona decente. Y saluda a dos que van en un coche. Todo porque estosdías ha ganado al juego muchos miles. Ladrón, ruletero, chulapo,ordinario, canalla.

Apuesto a que pasa por junto a mí y no me saluda;¿apostamos? Aquí viene; me acercaré para que me vea. Le hablaré enflamenco. «Buenas tardes, zeñó Zurupa».

Esto decía Mariano acercándose a un jinete que avanzaba por la orilladel paseo, montado en un caballo español puro, de cuello corvo ymovimientos tan gallardos como pesados.

El jinete vio al chico, y entrebromas y veras, sacudió el siniestro brazo, y con el látigo, quizás sinpensarlo, le cruzó la cara, diciéndole: « Granujilla...».

—III—

En una casa, que por su desordenado aspecto, la suciedad de sus mueblesy la catadura ordinaria de sus habitaciones, parecía ser la misma en queJoaquín e Isidora pasaron las tristes horas que en otra parte de estahistoria quedan contadas, halláronse juntos otro día Mariano y elcaballero (llámase así porque iba a caballo) designado con el nombre de Gaitica. Entró Mariano en el cuarto en que el tal estaba y sinsaludarle le dijo:

«Vengo a por aquello.

—¡Ah!, que listo andas. Agradece que lo hay. Toma, roío niño».

Sacó tres duros del bolsillo y sin mirarle se los arrojó sobre la mesa.

«El otro día—dijo Mariano con timidez entre recelosa y salvaje—me diousted un latigazo.

—Niño, fue sin querer. Pues qué, ¿a un roío caballero como tú se le danlatigazos?... ¡Taco, y qué orgullo vas echando!... ¡Roer! Átame esamosca. Por ahora no necesito de ti. Si algún día necesitas una roíapeseta, vente acá. Si algún día no tienes qué comer, no faltará acá unroío pedazo de pan que darte. Comerás las sobras de la mesa. Eres unroío gandul, un roío holgazán, un roío bergante, y acabarás en presidio.

—Como usted—dijo Mariano con descaro.

—¡Roer!, no te me subas a las barbas, porque de un roío puntapié vas aparar a Flandes. Yo soy una persona decente.

Los holgazanes y gandulesme cargan, ¡taco! Porque la necesidad le obligue a uno a poner laruleta, no quiere decir que no sea persona decente. Ahora soy hombreformal, y voy a comprar mulas para venderlas a la Artillería; hombre denegocios, hombre que se puede poner delante del rey, sí, señor; porquees un hombre que paga la contribución, un hombre de orden, de ley, queno gusta de oír hablar del roío pueblo ni de la roía revolución; unhombre, en fin, más honrado que Dios, más caritativo que la roíaBiblia».

Mariano le oía espantado y con despecho. ¡También Gaitica, aquel serde la última gradación moral, aquel hombre a quien Pecado considerabacomo inferior, se sublimaba por la virtud de su pequeño capital,adquirido en infames juegos de azar, y quería revestirse de la dignidaddel burgués pacífico, del propietario conservador, y clasificarse entrelos ciudadanos probos, que son base, sustento del orden social! Era loúltimo que a Mariano le quedaba que ver.

«Sí—prosiguió aquel individuo, cuyo retrato no haremos porque una manomás hábil lo hará después—, soy hombre caritativo. Sabes que he visto atu hermana, y que la he amparado. La he conocido estos días, cuando heido al Modelo a ver a una prima que está allí por unas roías lesiones...Tu hermana es muy guapa. La he amparado; la vi muy afligida porque se lehabía acabado el dinero y tenía que pasar a la sala común. ¡Roer!, ¡unhombre como yo ver esas cosas!... Al momento arreglé con el alcaide elpago del cuarto. Yo soy un hombre generoso, un caballero que sabe gastarlas roías pesetas en beneficio del pobre y necesitado... Tu hermana esmuy buena y muy señora. Voy a visitarla todos los días y a ofrecerle misservicios. ¡Oh!, no es como tú, que eres de lo que llaman un parásito,la polilla del orden social, un vago. Tú y tus compañeros debéis serexterminados, porque la roía sociedad..., en fin, yo me entiendo.Márchate. ¡Roer!, ¿qué haces ahí como una estatua? Tú no tienesinteligencia, no comprendes lo que yo hablo... Abur».

En el cerebro de Mariano se repercutían, como vibraciones de unacampana, aquellos execrables conceptos, que son fiel copia de los textosauténticos del célebre Gaitica. Conocido de todo Madrid, este tipo havenido a nuestra narración por la propia fuerza de la realidad.

Elnarrador no ha hecho más que limpiar todo lo posible su lenguaje altranscribirlo, barriendo con la pluma tanta grosería y bestialidad, parano dejar sino la escoria absolutamente precisa.

Cuando Mariano se retiró aquella noche a su miserable alojamiento,después de vagar toda la tarde y parte de la noche por las calles sintomar alimento, sufrió un ataque epiléptico. Parecía que se desbaratabaen horrorosas convulsiones, y se mordió las manos y se golpeó todo,quedándose maltrecho. Por fin le pasó, Dios sabe cómo, y al volver en síencontrose con una gran novedad en su cerebro: tenía una idea; pero unaidea grande, clara, categórica, sinceramente adherida a su inteligencia.No durmió en toda la noche, no comió nada a la mañana siguiente. Teníamomentos de gran temblor y confusión, y otros en que una actividadfebril obligábale a correr por las calles, sin ver a nadie, sin fijarseen nada más que en los coches que iban y venían.

Tomaba un bocado en cualquier taberna, y paseaba, paseaba. Pasear era suvida y el pasto de su idea. Rompió toda clase de relaciones, dejó de vera su hermana, a su tía, a Bou, a Gaitica, y con quien únicamentecambiaba alguna palabra era con Modesto Rico, que vivía con él y estabacasi siempre embriagado. Las noches siguientes las pasó también sindormir. Un malestar inexplicable que a veces tomaba formas como deentusiasmo, a veces como de abatimiento letal, actuaba sin cesar dentrode él, absorbiendo todas sus fuerzas y pensamiento. Repitiole el ataqueepiléptico, y cuando le pasó, disparataba cual si hubiera perdido larazón. Durmió luego profundamente; levantose alegre, salió, ydirigiéndose al Rastro detúvose en un puesto a comprar algo. Regateó condiscreción y tacto, y de vuelta en su casa con el objeto que habíacomprado, lo escondió, lo agazapó debajo del colchón, diciendo estaspalabras:

«Estáte quieta, ahí, quieta».

Capítulo XV

¿Es o no es?

—I—

¡Generoso señor aquel que evitó a Isidora la angustia y el bochorno dela sala común, apresurándose a pagar la miserable cuota! ¿Quién eraaquel ser benéfico que practicaba la caridad tan oportuna y noblemente?La agraciada no le conocía más que de haberle visto dos o tres veces enel cuarto de su vecina (una tal Antoñita Surupa, que por ciertosporrazos, calificados de lesiones graves, estaba en la casa purgando laimpetuosidad de su naturaleza meridional), y por lo mismo que era tansuperficial el conocimiento, era mayor su gratitud. Al día siguiente deaquel rasgo, merecedor de los mayores encomios, el autor de él,Frasquito Surupa, a quien por mote llamaban Gaitica en círculos queapenas es lícito nombrar, visitó solemnemente a Isidora.

Según él mismo dio a entender, era persona notable y acaudalada, hombrede gran mérito, que todo se lo debía a sí mismo, pues abandonado de susnobles padres y desheredado por sus nobilísimos abuelos (¡miserias ybribonadas del mundo y de la ley!), había tenido que crearse unaposición con su ingenio y su trabajo. Motivos diferentes halló Isidoraen su nuevo amigo para sentir hacia él simpatía y antipatía, enporciones casi iguales, porque si bien aquello de ser hijo natural yabandonado, víctima del egoísmo de sus padres, le hacía sobremanerainteresante, en cambio sus modales y su lenguaje eran de lo más soez ychabacano que imaginarse podría. Su figura hermosa, juvenil y hastacierto punto elegante, que recordaba la de Joaquín Pez, perdía todas susventajas con lo que del alma salía a los labios de tan singularcriatura, en esa florescencia del ser que se llama conversación. Pormomentos Isidora le encontraba

agradable,

por

momentos

aborrecible.

Él,hablando sin cesar de las injusticias humanas y contando los martirios ypersecuciones de que había sido víctima, cautivaba más la atención de laprisionera.

La soledad de Isidora era cada vez mayor. Emilia y Castaño no lavisitaban ya; Bou había roto con ella; Miquis iba muy rara vez. Sóloeran constantes D. José y la Sanguijuelera, que llevaba a Riquín.Joaquín Pez, cuyo trato en aquella soledad habría sido muy grato aIsidora, estaba en la Habana, desde donde le había escrito algunascartas cariñosas. Riquín, Encarnación y Relimpio eran, pues, losúnicos que llevaban la alegría, la distracción y la esperanza a latriste celda durante un rato, que se alargaba todo lo posible, contandocon la bondad de la celadora.

Miquis fue a verla un día para anunciarle la visita definitiva de Muñozy Nones.

«Oye tú, gran mujer—le dijo—: mañana viene mi querido suegro. Recíbelocomo se merece. Le hablé de ti y viene dispuesto a favorecerte todo loposible. Te hablará largo de tu pleito y de tu causa criminal, yponiendo las cosas en su verdadero lugar, te las hará ver claras y sintelarañas. No te asustes de su franqueza. Es un hombre que dice lascosas como las siente. Dice a veces barbaridades; pero sus barbaridadesvalen más que el oro, la plata y las piedras preciosas, porque sonverdad pura. Lo que él te diga tómalo como el Evangelio. Si trata deencarrilarte por el camino A o el camino B (aquí de nuestro Ipecacuana), marcha adelante con los ojos cerrados. Deja el orgullo aun lado, como se deja una corona de teatro después de acabada larepresentación. Así como se hace examen de conciencia antes de confesar,haz ahora examen de tonterías para que las abjures todas. Acopia sentidocomún y ensáyate toda esta noche en apreciar la extensión verdadera, elnúmero y peso exacto de las cosas humanas. Siempre que tu fantasíaquiera llevarte a una apreciación falsa de la realidad, date un granpellizco..., y por último, no coquetees delante de mi suegro, porque,aunque muy bueno, es medianamente aficionado a las muchachas guapas, ypodría suceder...».

La primera impresión de Isidora al ver entrar a Muñoz y Nones fue muygrata, porque el notario era un hombre admirablemente dotado por laNaturaleza en figura, modales, gracia de expresión y don de gentes. Suedad no pasaba de cincuenta años, y vestía con pulcritud y corrección.Gran calva lustrosa, bajo la cual actuaba sin cesar el prurito de lafundación de una Penitenciaría para jóvenes delincuentes, lecaracterizaba, en primer término.

Era además hombre que miraba conextraordinaria penetración a las personas con quienes hablaba, y quepara aprobar y afirmar decía siempre: Mucho, mucho, y para negarempleaba irrevocablemente la frase no hay tal cosa, ni ese es elcamino. No usaba más que una comparación.

Para él, todo era... como laluz del mediodía. Si la costumbre de usar chalecos blancos, aun eninvierno, significaba algo, Muñoz y Nones era un hombre singularísimo enesta materia. Si el deseo de no parecer barrigudo distingue a un hombregrueso de otro, Muñoz y Nones debe ser puesto en la categoría de los queviven decididos a morirse esbeltos. Decir que era un tanto presumido yun mucho simpático, acabará de pintarle por fuera. Su franqueza le habíavalido algunos disgustos, pero también grandes triunfos, porque el cultode la verdad, proclamando la honradez, trae siempre ventajas, las cualesno se concretan a la conciencia y a la moral, sino que se extienden a laesfera utilitaria de la vida. Por esto, y relacionando sus virtudes consus éxitos, decía el gran notario que también la honradez es negocio.

«La señora marquesa—dijo Muñoz después de los saludos—está en lasmejores disposiciones respecto a usted.

No sé si sabrá usted que esaseñora es un ángel, una criatura celestial. Si no lo sabe, se lo digoyo, y basta. Imagínese usted el ser más bondadoso, más prudente, mássensible y cariñoso, y lo que resulte de ese esfuerzo de la imaginaciónserá siempre inferior a la marquesa de Aransis.

—No lo dudo—replicó Isidora, contrariada, porque habría querido oírhablar mal de su abuela, dado que lo fuese—. La señora marquesa será muybuena, aunque en este caso mío...

—Pero, criatura—dijo Muñoz sin poderse contener—,

¿todavía no se hacurado usted de la enfermedad de esa idea absurda?... ¿Todavía creeusted pertenecer a la casa de Aransis?

—¿Acaso me han probado lo contrario?

—¡Probado!... ¡Si está más claro que la luz del mediodía!

No se trata yadel pleito de filiación, ni Ese es el camino.

Eso es cosa juzgada.Empéñese usted en seguirlo adelante, y consumirá su vida, su dinero y susalud inútilmente».

Isidora sudaba.

«¿De modo—dijo esforzándose en vencer su abatimiento y espolear susánimos decaídos—, de modo que usted cree en esa gran paparrucha de lafalsificación?

—¿Conque paparrucha?... ¡Ay niña, niña, usted no sabe lo que se dice! Lafalsificación es tan clara, tan evidente como la luz del mediodía. ElTribunal lo ha declarado categóricamente. El pleito de filiación carecede base y se cae, como un castillo de naipes».

Isidora sintió que se mareaba, que se le iba la vista, que el cuartodaba vueltas, que Muñoz y Nones se reproducía en infinitas imágenes ocopias del mismo Muñoz y Nones.

«Explíquese usted...—balbució con voz dolorida, cerrando los ojos—Nopuedo entender...

—Pues muy sencillo... ¿Pero se pone usted mala? Un vasito de agua...

—No es nada. Usted qué entiende de estas cosas...

—Mucho, mucho. La falsificación existe. Que usted no es autora de ella,no tiene duda, pues se perpetró ese delito, según todas las apariencias,cuando usted tenía tres años.

—Entonces...

—Su padre de usted, Tomás Rufete, era un hombre ligero, de costumbresdesordenadas. Le conocí, le tuve de escribiente. Muchas veces le prestédinero que no me devolvió; pero esto no hace al caso ni ese es elcamino...

—¡Mi padre!... ¿Usted está seguro de que era mi padre?—exclamó Isidorasacando fuerzas no se sabe de dónde—. Estas cosas no se pueden apreciarasí, señor mío.

—¿Pues no se han de poder apreciar, señora mía? Yo me contento con decirque la casa de Aransis no ha tenido parte mínima en echarla a usted almundo. Dos chicos nacieron de una señorita desgraciada...

—¿Usted la conoció?—dijo Isidora con energía apelando a un recurso degran efecto.

—Sí.

—¿Me ha mirado usted bien?».

Muñoz y Nones, que ya la había mirado bien, consecuente con la dulceafición declarada por Miquis, la volvió a mirar.

«En efecto—dijo sonriendo—, es usted muy guapa.

—¿Y no halla usted semejanza...?

—En la Naturaleza—replicó Muñoz muy serio—se observan fenómenos desemejanza... Sin embargo, usted y Virginia sólo se parecen como dosmujeres hermosas. El cabello..., efectivamente. En los ojos hay algo...,pero no, no es tal la semejanza que pueda inducir a suponer parentesco».

Isidora no pudo contener su dolor. Se echó a llorar.

«Aunque se aflija, para mí la verdad es lo primero. No hay semejanza niese es el camino.

—¡Oh! Señor Muñoz—dijo ella con extraordinario énfasis—; si usted enesto que me dice, en esto que hace, no procede de buena fe, declaro quees usted el hombre más malo, el mayor monstruo...

—Crea usted lo que quiera. ¿Tengo yo fama de monstruo?

—No, no. Diré a usted...».

Impaciente, inquieta en su asiento, como si por todas partes estuvieserodeada de púas, movía los brazos queriendo expresar con ellos unaconvicción más enérgica que la que expresaban los labios.

«De modo que según usted, según usted, señor Nones, yo soy, yo soy...una cualquiera.

—Según lo que usted entienda por una cualquiera. Lo que yo afirmo esque al declararse usted sucesora de la casa de Aransis, ha sido víctimade un gran engaño. Las indagaciones que hemos hecho nos han llevado aaveriguar que el autor de esa execrable comedia fue Tomás Rufete,logrando engañar primero a D. Santiago Quijano y después a su hija...

—¿Conoció usted a mi tío el Canónigo?

—Mucho, mucho, y tengo que decir a usted que era uno de los hombres mássencillos, hablemos claramente, más tonto que han comido pan en elmundo. Le traté mucho.

¡Qué hombre, Santo Dios! Una vez le hicimos creerque con miga de pan se quitaban las canas, y andaba con la cabeza hechauna panadería. También le hicimos creer que la baba del conejo eravenenosa, y consultó cuatro médicos y se cauterizó un brazo. Se le dabanlas bromas más extraordinarias

que

usted

pueda

figurarse.

Era

pocovaliente, como usted sabe, pero pundonoroso.

Armábamos una camorra porcualquier tontería. Uno de nosotros se fingía agraviado. Los demásacalorábamos la disputa. No había más remedio que batirse. Quijano hacíade tripas corazón. Le llevábamos al campo del honor, donde con muchomiedo, pero con tesón muy grande, apuntaba al pecho de su contrario; mascomo las pistolas estaban cargadas con sal, no pasaba nada... Lo extrañoes que siendo medianamente instruido, creyese en influencias de lasestrellas, en barruntos y aun en maleficios. Escribía clásicamente, leíanovelas, era muy apasionado de las cosas aristocráticas, se sabía dememoria el Becerro, y tenía en la punta de la uña todos los linajes deEspaña. Juzgue usted si ese santo varón era que ni pintado para sostenerun bromazo que Tomás Rufete quiso dar a sus hijos.

—Esas historias, señor Nones—dijo Isidora aparentando una firmeza que notenía—, nada me prueban.

—Mucho, mucho. Pero son datos preciosos. Vamos a otra cosa. Un coronelde Artillería, cuya nombre debe usted saber, se presentó en el despachode Andréu, primo y compañero mío, hace quince años, y le habló de unasunto penoso y delicado. Al día siguiente Andréu había extendido undocumento que llamamos acta de reconocimiento. En él reconocía comohijos suyos a una niña... (paciencia..., déjeme usted concluir), a unaniña y un niño, nacidos de quien usted sabe, de aquella desventuradajoven que, digámoslo otra vez, no tiene con usted semejanza defisonomía, ni ese es el camino. Adelante. En el mismo documento hacíaconstar que confiaba ambos mocosos al cuidado de un antiguo criado ydeudo suyo, retirado de la Guardia civil, el cual vivía... ¿sabe usteddónde?

—¿Yo qué he de saber?»—replicó Isidora con desvío y detestable humor.

Muñoz y Nones se levantó. Dirigiéndose a la reja, y mirando hacia lacalle, señaló una casa de la acera de enfrente hacia la plazuela de lasComendadoras.

«¿Quién vivía en aquella casa?

—Yo.

—Tomás Rufete tenía por vecino en el piso tercero a un licenciado de laGuardia civil. ¿Se acuerda usted?

—Yo no.

—¿Tampoco recuerda usted cuando se quemó esa casa?

—De eso tengo una idea; era yo muy niña. Mi hermanito empezaba a andarentonces.

—Mucho, mucho. Cuando se quemó la casa, Nicolás Font...

—¿El guardia civil?

—Estaba enfermo de gravedad. Lo que pasó aquel día no lo sé. Font mueremás tarde; la niña también; la viuda se va a vivir a Getafe; el niño esrecogido más adelante por la marquesa de Aransis. Pasa el tiempo y sepresenta usted con sus pretensiones apoyadas en el testimonio de supadre difunto, en una tradición de familia y en varios documentos. Laspartidas de bautismo de los dos hijos del coronel nada prueban. Debieronde ser substraídas de casa de Font el día del incendio. Pero hay otrodocumento: el acta hecha por Andréu. En ella aparece una novedad y esque el nombre de Nicolás Font aparece sustituido por el de Tomás Rufete.La falsificación está hecha con suma habilidad, y las circunstancias lefavorecen. Ha fallecido en Filipinas el coronel a quien usted tiene porsu papá, y que es tan papá de usted como mío; han muerto la mujer deFont y los tres testigos; pero por fortuna vive Andréu. Se busca en elprotocolo la matriz, y se encuentra la misma sustitución o enmienda.Tomás Rufete vivió en gran intimidad con un escribiente de micompañero... ¿Va usted atando cabos?...

—Yo no ato ningún cabo, ni ese es el camino, Sr.

Nones—dijo Isidora,dándose, en su despecho, el gusto de remedar un poco el estilo delnotario.

—Ahora lo veremos. Se busca al cómplice de Tomás Rufete, a quien Andréudespidió hace años por infiel. Es medio químico y muy hábil; pero suprincipal habilidad está en huir de la justicia. Se entrega el documentooriginal a los peritos calígrafos y químicos, y al instante la falsedadsalta a la vista. Hecha con precipitación, es mucho más grosera que lade la copia. El Tribunal ve claro, y como usted en el pleito defiliación ha presentado testimonios tan débiles; como la prueba ha sidotan flojísima; como ninguno de los recuerdos de su infancia favorece austed, es casi seguro que irá a presidio por delito de usurpación deestado civil.

—Yo no soy falsificadora—afirmó Isidora quedándose como una muerta...

—¡Qué gracia! No es usted falsificadora de un papel; pero lo es de underecho, y con testimonios débiles y documentos apócrifos trata deusurpar un puesto que no le corresponde».

La de Rufete estaba humillada y abatida. Difícilmente entraba en sucabeza la idea de no ser quien pensaba, y de la lucha que con sus dudassostenía, resultaba un decaimiento parecido a la agonía de morir. Nonesla miraba en silencio, esperando una palabra.

«Dígame usted—murmuró ella al fin con temor—, ¿qué tengo que hacer paraevitar... eso de ir a presidio?

—Declarar que ha sido engañada; descargar su responsabilidad sobre suseñor papaíto, reconocer que no tiene derecho alguno...

—¿Y quién me asegura que no lo tengo?...»—volvió a decir,reaccionándose.

El instinto de conservación de su error era tan grande, que estenecesitaba muchos y muy fuertes golpes para someterse. Muñoz y Nonestomó su sombrero.

«No se vaya usted, no—dijo ella, temiendo quedarse sola con sus fierasdudas—. Hábleme algo más. No estoy convencida, pero dudo. ¡Oh! Si memuriese hoy mismo, si me muriese antes que empezara a destruirse estafe, ¡qué dichosa sería! Señor Nones, usted es un hombre honrado.

Augustolo ha dicho. Usted no es capaz de fingir, ni de mentir, ni de engañar.Júreme usted por Dios, por su madre, por sus hijos, que no cree en miderecho; jureme usted que lo que dice es verdad, y entonces quizás puedayo empezar a acostumbrarme a esta idea...

—¡Jurar! Eso es anticuado. Basta la palabra de un hombre de bien... Nohay motivo para tanta aflicción ni ese es el camino. Una existenciahumilde y sin los desasosiegos de la ambición, puede hacerla a usteddichosa. La señora marquesa me ha autorizado para ofrecer a usted unauxilio siempre que se preste a dar a esta enojosa cuestión un corterápido y decisivo. La señora está disgustadísima; aborrece el escándaloy llora mucho al ver que el nombre de su pobre hija es traído y llevadopor las lenguas que gozan en resucitar deshonras pasadas. La señora noduda, ni puede dudar del resultado del pleito. Si usted espera aún,consulte a todos los abogados de Madrid, y como haya uno que aliente susesperanzas, me dejo cortar la cabeza. Pero nuestras leyes favorecen alos pleiteantes tercos, y usted, empeñándose en seguir adelante, puedeprolongar