La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Parte decidido a concluir la insurrección,para lo cual no procede llevar tropas a Cuba, sino traerse a Cuba aEspaña.

Habas contadas. Él se traerá de seguro las tres cuartas partesde la Isla, o las Antillas todas, dejando vacío el Mejicano Golfo.

Capítulo II

Liquidación

—I—

«Isidorita Rufete, ¿conoces tú el equilibrio de sentimientos, el ritmosuave de un vivir templado, deslizándose entre las realidades comunes dela vida, las ocupaciones y los intereses? ¿Conoces este ritmo que escomo el pulso del hombre sano? No; tu espíritu está siempre en estado defiebre. Las exaltaciones fuertes no cesan en ti sino resolviéndose endepresiones terribles, y tu alegría loca no cede sino ahogándose entristezas amargas.

¿Persistes en creerte de la estirpe de Aransis? Sí;antes perderás la vida que la convicción de tu derecho. Bien; sea.

Perodeja al tiempo y a los Tribunales que resuelvan esto, y no teatormentes, construyendo en tu espíritu una segunda vida ilusoria yfantástica. Ten paciencia, no te anticipes a la realidad; no te trabajesinteriormente; no saborees con falsificada sensibilidad goces de queestán privados tus sentidos. Miquis te ha dicho, bien lo sabes, que esoes un vicio, un puro vicio, como tantos otros hábitos repugnantes, comola embriaguez o el juego, y de ese vicio nace una verdadera enfermedad.El pensamiento se pone malo, como las muelas y el pulmón, y ¡ay de ti sillegas a un estado morboso que te impida disfrutar luego de la realidadlo que ahora quieres gozar, en sueños, contraviniendo a las leyes deltiempo y del sentido común!

»Sostienes que ese vicio, aberración o como quiera llamarle Miquis, esuna fuente de consuelos para ti. Ya, ya se conoce tu sistema. Después deun día de penas, apuros, celos y disputas, llega la noche, y paraconsolarte... das un baile. ¡Qué gracioso! Satisfaces tu orgullo y tusapetitos determinando en ti una gran excitación cerebral, de la cualirradian sensaciones y goces. Sabes vestir con tal arte la mentira, quetú misma llegas a tenerla por verdad. Te engañas con tus propias farsas,desgraciada. Te posees de tu papel y lo sientes. Enseñas a tus nervios afalsificar las sensaciones y a obrar por sí mismos, no como receptoresde la impresión, sino como iniciadores de ella. ¡Bonito juego!¡Violación de los órdenes de la Naturaleza!

»Mira, Isidorita; tu vida social está bastante desarreglada; pero tuvida moral lo está más aún. El principal de tus desórdenes es el amordesaforado que sientes por Joaquín Pez. Le amas con lealtad yconstancia, prendada más bien de la gracia y nobleza de su facha que delo que en él constituye y forma el ser moral. Bien dices tú que ya elamor no es ciego, sino tonto. Tienes razón: ya se le conoce el largotrato que ha tenido con los malos poetas.

¿Por qué no haces unesfuercito para desprenderte del cariño que tienes a Pez? Por ahí debeempezar tu reforma.

Tú le adoras y no le estimas. Él te ama y tampoco teestima gran cosa. Considera cuánto perjudican a tus planes deengrandecimiento tus relaciones con el hombre que ha manchado tuporvenir y deshonrado tu vida. Isidora de Aransis..., pues según tú, nohay más remedio que darte este nombre... Isidora de Aransis, mírate bienen ese espejo social que se llama opinión, y considera si con tu actualtrazo puedes presentarte a reclamar el nombre y la fortuna de unafamilia ilustre. Tonta, ¿has creído alguna vez en la promesa de queJoaquín se casara contigo? Advierte que siempre te dice eso cuando estámal de fondos, y quiere que le ayudes a salir de sus apuros... Casada ono con él, esperas rehabilitarte; dices que el mundo olvida. No te fíes,no te fíes, pues tal puede ser la ignominia que al mundo se le acabe laindulgencia. Se dan casos de estos.

»Hay otro desorden, Isidorita, que te hace muy desgraciada, y que tellevará lejos, muy lejos. Me refiero a las irregularidades de tupeculio. Unas veces tienes mucho, otras nada. Lo recibes sin saber dedónde viene; lo sueltas sin saber a dónde va. Jamás se te ha ocurridocoger un lápiz (que cuesta dos cuartos) y apuntar en un pedacito depapel lo que posees, lo que gastas, lo que debes y lo que te deben.

Nohaces cuentas más que con la cabeza, ¡y tu cabeza es tan inepta paraesto!... La Aritmética, hija, no cabe dentro de la jurisdicción de lafantasía, y tú fantaseas con las cantidades; agrandas considerablementeel activo y empequeñeces el pasivo. De vez en vez parece que quieresordenar tu peculio; pero tus apetitos de lujo toman la delantera a tusdébiles cálculos, y empiezas a gastar en caprichos, dejando sin atenderlas deudas sagradas.

»Tu generosidad te honra porque indica tu buen corazón; pero te perturbalo indecible. Has sido estafada por algunos que, conociéndote el flaco ytu índole liberal, se han fingido menesterosos. Y dime ahora: ¿qué hashecho de los dos mil duros que a ti y a tu hermano os dejó D. SantiagoQuijano?

Ya los has gastado en el pleito, en vestidos, en la educaciónde Mariano, y.... confiésalo, que si es un misterio para todo el mundo,no lo es para quien te habla en este momento... No lo ocultes, pues nohay para qué. Más de la mitad de aquel dinero te lo ha distraído JoaquínPez».

Voz de la conciencia de Isidora o interrogatorio indiscreto del autor,lo escrito vale.

—II—

Una mañana de diciembre de 1875, estaba Isidora triste y sin sosiego.Sus idas y venidas dentro de la casa, sin motivo aparente de talactividad, indicaban que algo muy grave ocurría. Se sentaba, leía unacarta, lloraba un poco, guardaba luego la carta, arrugándola en elbolsillo de la bata; iba en seguida al comedor, regresaba al gabinete,repetía la lectura, la lágrima y el estrujamiento del dichoso papel...¿Qué es eso, señora? ¿Qué pasa?

Desde el gabinete se veía toda la cavidad de la alcoba, donde la grancama dorada se alzaba como un catafalco, elevando hasta muy cerca deltecho su armadura de cobre, sin cortinas. La alcoba se comunicaba conotro cuarto, del cual venían dos voces distintas, pero acordadas en untono de candorosa alegría. Era la una dulce, angelical y ternísima. Erala otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D.José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete sebesaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves.

Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró... nada menos que laSanguijuelera.

«Gracias a Dios que viene usted, tía—le dijo Isidora reconviniéndola—.Siéntese usted; tenemos que hablar detenidamente.

—¡Hablar detenidamente!—exclamó la vieja puesta en jarras—. No digasmás; ya entiendo tus detenidamentes. Ya sé que es para pedir dinero.Sí, en cuanto llegó a casa tu D.

José y vi su cara de carnero a mediomorir, dije: «Ojo al Cristo...». Pues mira, hija, toca a otra puerta».

Isidora, harto afligida, no pudo seguir a su tía por el camino de lasbromas. Con la concisión de los grandes apuros, dijo que era cuestión devida o muerte para ella reunir en aquella mañana cierta suma, y quecontaba con la generosidad de su tía, a quien otras veces había pedidocaudales, reembolsándoselos con buenos intereses.

«Cierto que te he consolado; cierto que me has pagado; pero no lo hay.Ya sabes que aquí murió el fiar... Pues sí; que están unos tiemposdivinos... Pero di, quimerilla, ese hombre, ese hombre, ¿en qué piensaque no te da...?

—Lea usted—replicó Isidora alargando la carta con un gesto y tono que seusan mucho en los dramas.

—¡Oh!, no; ya sabes que me estorba lo negro.

—Pues dice... En fin, hemos reñido. Él está mal.

Probablemente tendráque irse con un empleo a La Habana... ¿Qué le parece a usted eso?

—Sopas en queso. ¿A mí qué más me da que se vaya a La Habana o a Sierra—Ullones, o al Infierno?

—En fin, hemos reñido. Todo se acabó. No hablemos más de eso. Hoy tengoun gran compromiso.

—¡Anda, anda, frutilla temprana!... ¡En la que te has metido!—dijoEncarnación encendida de ira—. ¿Y qué vas a hacer ahora? Ya no tienessalvación, ya estás perdida.

Bien me lo temí y bien te lo dije cuando tevi en estos andares. Yo tengo mucho mundo—añadió señalando del modo másinsinuante su ojo derecho—; aquí dentro hay mucho quinqué. Pues, claro,a esto habías de venir a parar.

Ahora empiezas, ahora. ¡Y quieres que tedé dinero!...

Anda, anda, castaña pilonga, que otra cosa podrá faltarteahora; pero dinero... No, no cuentes con tu tía; no te acuerdes más deesta perla vieja de la honradez».

Las groserías de su tía Encarnación enfadaban atrozmente a Isidora.Queriendo concluir pronto, expuso en términos tan concretos comopavorosos su situación, y luego hizo una protesta enérgica de sus ideasmorales. Ella quería y se proponía ser honrada. Las reticencias de sutía la herían en lo más vivo del alma.

«No vengas con andróminas—replicó la cacharrera—. Tú podrás tener buenasideas; pero has dado el pasito, y ya no puedes volver atrás. ¡El pasito,hija! ¡Repuñales! De todo tiene la culpa ese hombre, ese hombre... Es unlameplatos.

Siento que no esté aquí para despotricarme con él y decirlelas del barquero... Total, chica, que yo no tengo un real partido pormedio.

—No, no creo que usted me vea en tales agonías y no me favorezca.

—¿Yo?... ¿Y de dónde lo voy a sacar?

—Del arca.

—No estás tú mal arca de Noé.

—¡Tía!

—¡Si debes más que el Gobierno; si te has metido en unos belenes...!Suponte tú, y es mucho suponer, que yo, echando por zancas y barrancas,arañando aquí y allá, reúna mil reales...

—Mil reales es muy poco.

—¿Pues qué?... ¿Creías que te iba a dar un ojo de buey?—gritó la viejariendo a todo reír—. ¡Mira ésta!...

—Yo quería lo menos dos mil—dijo Isidora con terror.

—¡Jo... sús! ¡Los dos mil los tienes tú en el canto de la memoria! Yolos quisiera para mí. En fin, y mismamente..., si me prometesdevolvérmelos pronto, podré buscarte mil...

¡Ay! arrastrada, ¿en quégastas tú el dinero? Si hubieras hecho lo que yo te aconsejé... Yo tedecía: «Guarda, aprovéchate; sácale a ese hombre el redaño y ve poniendoen el Monte para el día de mañana...». Pero tú, grandísima pandorga, congastar y gastar... Aquí parece que siempre está la gata de parto, segúnse gasta y derrocha.

—¡Tía, dos mil!

—Dos mil puñales...

—Ande usted...

—No, no te caerá esa breva.

—No la dejaré a usted en paz hasta que me los dé...

—Trabajo tienes... Ganas de trasquilar la marrana.

—Pues vengan los mil; pero pronto, al momento».

Instantáneamente formó Isidora un plan distinto del que había hechocontando con los dos mil.

«Te los traeré para las doce. ¡Ay! ¿En qué parará esto?...

—Antes de las doce, si puede ser. Váyase usted pronto para que vuelvapronto... Coja usted un coche.

—Venga la peseta.

—Tome usted la peseta.

—Otra para el papel del recibo..., porque no te pienses que te los voy adar sin recibo.

—¿Otra peseta?... Ahí va. Váyase usted pronto. ¡Ay!,

¡qué día está!—dijoIsidora mirando con tristeza al balcón, cuyos cristales, azotados por lalluvia, sonaban con estrépito de perdigonada.

—¡Si fueran monedas de cinco duros...! Voy a dar un beso a Riquín.

—Después, después.

—¡Jo... sús! ¡Qué prisa!... Agur, agur».

Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda uncofrecillo y del cofrecillo un libro. Era una novela entre cuyas hojashabía varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden yclasificación. No debían de ser ciertamente billetes de Banco, porqueIsidora, al volver de cada hoja, daba un suspiro y ponía cara de malhumor.

Después de pasar revista a su tesoro negativo, gritó: «D.

José»,y como D. José, a causa del ruido que él mismo hacía, jugando conJoaquín, no pudiera oír la voz de su ahijada, esta tuvo que levantarse allamarle por la puerta de la alcoba.

«¡Venga usted acá, por Dios!...

—¡Hija, no te había oído!».

Veríais entonces aparecer al gran D. José, fatigado de tanto andar acuatro pies, ligeramente encendido el rostro; pero hecho todo miel, ytan risueño y bondadoso como antaño. Traía en brazos a Riquín, que eramuy lindo, gracioso y dicharachero. Su deformidad incipiente no era talque le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verleerguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlantepredestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandespesos.

«Deje usted al niño... Riquín, hijito; vas a irte un rato conRamona... ¡Ramona!».

El sucesor de los Rufetes (o Aransis, que ello está por saber) declarócon un gesto de fastidio y preludio de llanto el agravio que a sudignidad se hacía pasando de los brazos de D. José a los de la niñera.Pero no le valieron sus artimañas. Cargó con él la moza, y D. José y suahijada se quedaron solos en presencia de las papeletas.

«Es preciso echar un esfuerzo, echar mano de todo.

—¡Cuánta papeleta!»—exclamó el santo varón cruzando sus manos con ademánpiadoso.

Isidora las pasaba, las leía, las iba contando. ¡Ay! Cuando se entregabaa la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual siestuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritméticatenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbíacon su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se poníapálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinerosin que haya cifras! Los hombres lo empequeñecen todo. Desdichadas lasalmas que siendo hermanas de lo infinito, tienen que entroncarse a lafuerza con estas miserias del planeta llamadas cantidad, relación,gravedad. Verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a lo infinito y a loideal que aquellos nefandos papeles?

«Esta es del Monte—murmuró Isidora con el corazón oprimido—. Esta... ¿aver?.... es la de mi calabrote.

—El calabrote está en la calle del Clavel—manifestó Relimpio con elaplomo de un agente de Bolsa, que tiene en la memoria las colocacionesde fondos realizadas en todo el año.

—Es verdad... ¿Y el brillante?

—También, hija. ¿No te acuerdas? Lo llevé el mes pasado. Del Monte ha dehaber cinco papeletas.

—Justo, cinco... Hay además ocho...

—Tu reloj... Si no recuerdo mal, está en treinta duros.

¿Pero qué tepasa hoy? ¿Vas a sacar todo?

—¿A sacar?—repitió Isidora, herida por aquella ironía como por unporrazo.

—¿Qué cálculos haces?».

Isidora se auxiliaba de sus dedos para calcular. La tersura y fineza deaquellas extremidades de sus manos indicaban no estar ocupadas ya másque en trabajos matemáticos.

«Ya comprendo, hija—dijo él entre dos suspiros.

—¿Cuánto darán por esto?—preguntó ella, mostrando aquellas cédulas quepor su nombre debían ser montaraces.

—Eso no puedo decirlo. Se las llevaré a Rodríguez, el de la calle deCádiz. Es amigo mío...; buena persona. Por papeletas, ya sabes que no secorren mucho».

Isidora se llevó las manos a las orejas.

«¿Tus pendientes?... Espera, te vas a hacer daño. Yo te losdestornillaré».

Y con suma delicadeza realizó la operación, gozoso de que sus dedosjugaran, siquiera por un momento, con los pulpejos de las orejitas de suahijada.

«Ya están aquí.

—Pongámoslos en el estuche.

—Estos te los regaló cuando vino al mundo Riquín. Por estos tedarán... darán...».

Se cogió entre los dedos el labio inferior, y moviendo la cabeza yhundiendo la barba en el pecho, metía los ojos debajo de las cejas.

«En fin..., yo hablaré con Rodríguez... Es amigo mío..., buena persona.

—¡Dos mil quinientos!—murmuró la joven ensimismada en sus cálculos, comoun calenturiento sumergido en el doloroso caos de su estupor febril.

—Veremos... Quizás se pueda...

—Ahora—dijo Isidora con resolución alargando la mano hacia el chalecodel buen hombre—, venga el reloj...

—¿El mío?... ¿Y la cadena?

—Todo».

Algo se desconcertó el viejo al verse privado del uso de aquella prenda,no de mucha valía, que Isidora le había regalado el 19 de marzo del añoanterior. Pero como la voluntad de su ahijada era ley para él, no dijomás que lo siguiente:

«Déjamelo puesto, pues yo lo he de llevar... Darán diez y ocho o veinte.Recordarás que la otra vez...

—Ahora los cubiertos de plata.

—¿Los...?

—Sí—afirmó

ella

levantándose

con

expresión

triunfante—. Creo que estávencida la situación por hoy.

Pero la semana que entra...

—Dios dirá.

—La semana que entra—declaró Isidora—vendo la sala.

—¡Vendes la sala!

—Sí. Pásese usted luego por casa de la prendera. Que venga a verla.Veremos lo que da».

Después echó una mirada de cariñoso desconsuelo al armario de luna.

«¿Y el armario también?

—También.

—¿Y la cama dorada?».

Isidora meditó un rato. Después dijo:

«No; me quedo con la cama».

En esto andaban cuando reapareció la Sanguijuelera.

Entró sacudiéndoseel mantón, calado de agua.

«¡Jo... sús, qué tiempo! Llueven capuchinos de bronce.

—Pero ¿no ha venido usted en coche?

—¿Por quién me tomas, tonta? La peseta del coche es para mí, por elmandado. Tengo más salud que el Botánico, hija, y ando más que un molinode viento... Conque toma...

Cuatrocientos y cuatrocientos sonochocientos... Nueve duros en plata...

—Falta un duro.

—¡Reparona! ¿Qué más da?

—Son novecientos ochenta—declaró D. José, haciendo gala de su saber decuentas.

—¿Quiere usted callar?... Usted, Sr. D. Pepe, no tiene que poner sucarne en este garfio.

—La equidad, amiga D.ª Encarnación...

—¡Amiga, doña!... Diga usted, tío Lilaina, ¿en qué bodegón hemos comidojuntos? ¿Se quiere usted meter en sus cosas y dejarme a mí?

—Falta un duro—repitió Isidora.

—Total, que no he podido reunir más. Aquí está el papel para elrecibo... Pon mil doscientos reales para el mes que viene.

—Mejor será para el otro mes.

—Mira, mira, no pintes el diablo en la pared. Pon el mes que viene».

Don José empezó a extender el recibo.

«Bien clarito, señor escribano... ¡Hola, hola!, ¿está aquí tuHolofernes?... ¡Vida! ¡Gloria!».

Había entrado Riquín paso a paso, porque sus piernas eran cortas ydébiles. Se le había desatado el faldellín, corriéndose por la cinturaabajo. Estaba, pues, en traje talar que le arrastraba, y por los bordesde él asomaban sus patitas vacilantes. Traía empuñado en ambas manos elbastón de D. José, y caminaba derecho a la Sanguijuelera, todo risas yalegría, con la evidente intención de darle un palo. Ella se dejó pegar,le cogió luego en brazos y le dio tantos y tan sonoros besos, que elmuchacho empezó a gruñir y a defenderse a cabezadas.

«Dale un palo a tu madre; anda, pégale...

—No, no, no se pega—dijo Isidora, atándole en su sitio la falda—. No legusta más que pegar. En las piernas no tiene fuerzas; pero en losbrazos...

Riquín, hijo mío, dile: «Yo voy a ser un hombre de puños...». ¡Leña aella!... Como te coja... Cuidado como riñen a mi cabezudito.

—El médico me ha dicho que ahora se le desarrollará bien elcuerpo—afirmó Isidora contemplándole con satisfacción de madre.

—Pues si no... ¡Y qué bonito es, qué rico, qué galán! ¡Le quiero más...!¡Qué tonta soy! Me da rabia conmigo misma.

Desde que veo un mocoso, yase me cae la baba».

Isidora reía. Cogió a Riquín y le hartó de besos.

«¡Pobrecito mío! Todos han de tener que decir algo sobre si tiene lacabeza grande. Pues yo digo que la tiene toda llena de talento.

—¿Sabes lo que te digo?—manifestó la Sanguijuelera en tono demisterio—. Pues digo que este chico es el Anticristo. No te rías. Sí;por lo que sabe, parece que tiene cuatro años.

—No, mi niño no es un fenómeno; mi niño no es el Anticristo—dijo Isidoraoprimiendo contra su garganta aquella cabeza, mayor de lo conveniente,pero muy hermosa.

—Te digo que este chico ha venido al mundo para alguna tremolina. ¿Vesesa cabeza? ¡Pues dentro debe de traer una cosa...! Hija, tu pimpollo escosa mala.

—No diga usted disparates.

—Anticristo o lo que seas—exclamó Encarnación volviendo a tomarle en susbrazos—, me tienes boba. Te voy a comer».

Y estallaban los besos como cohetes. En pie ya para marcharse, despuésde tomar su recibo, la Sanguijuelera, sin soltar a Riquín, dijo aIsidora:

«¡Pero qué alma tienes! Dijiste que le ibas a comprar un pandero, y nose lo has comprado... ¡Anda, mala madre! Yo se lo compraré, yo, yo.¿Verdad, hijo?...

—Ven acá, ven acá, que la tía se marcha.

—Oye tú..., dame una peseta.

—¿Para qué?

—Vaya que estás lela... Para el pandero».

Diole Isidora la peseta, y la Sanguijuelera se fue gruñendo.

—III—

Decir cómo aquella casa llena de comodidades se deshizo en unos cuantosdías; contar cómo las feroces prenderas llegaban, venían, tasaban,huían, llevándose en las garras, cuál un dorado reloj, cuál la alfombrao lavabo, sería lacerar el corazón de nuestros lectores. Isidora, que nosabía regatear comprando, era vendiendo enemiga de entorpecer losnegocios con prolijas discusiones. Tomaba lo que le ofrecían, después depedir tímidamente un poco más. Así, pieza tras pieza, se desmontaba lacasa. Y esta, poco a poco, se iba quedando vacía, se iba agrandando. Elfrío y la soledad se apresuraban a invadir los polvorientos ytristísimos huecos que los muebles dejaban tras sí.

Cuando hubo concluido, la sala era un páramo. Para estar en ella habríasido necesario proveerse de tiendas de campaña. El gabinete conservabasu alfombra, la cómoda, un espejo pequeño y algunas sillas. La camadorada de la alcoba permanecía como núcleo y fundamento de la casa.Interiormente habían desaparecido la sillería y aparador de nogaltallado del comedor; subsistían intactos el cuarto de Riquín, el delbaño, parte principal de la casa; el que solía ocupar D. José Relimpiocuando allí pernoctaba, el de Mariano y el de la muchacha. La cocinera ydoncella habían sido despedidas; no quedaba más que la niñera, a quienIsidora revistió de las más extensas atribuciones.

«He pagado mis deudas y tapado la boca al procurador—

dijo Isidora a supadrino la noche del último día de liquidación—. Estoy tranquila. Mequeda esto».

Dio un gran suspiro mostrando un papel donde había varías monedas y unsucio billete de Banco.

«¿Cuánto es?

—Vamos a contar»—dijo ella extendiendo su tesoro sobre el veladorcitodel gabinete, mueble de hierro pintado que se salvó por milagro.

Don José puso la luz en el velador y tomó asiento.

«¡Si hay aquí un dineral! El billete es de doscientos...; veinte,cincuenta, ochenta. Total: setecientos veintiocho reales y dos perritos.

—Y no debo nada al casero... Estamos bien. Ahora se verá si soy mujer degobierno. Principio quieren las cosas...

Señor don José—añadió en eltono especial de las cuentas galanas—, desde hoy en adelante trabajaré.

—Si es lo que yo te vengo diciendo desde hace tres años, hija—replicó elanciano con las narices hinchadas por esa satisfacción vanidosa queacompaña a las ideas felices—¡Si es mi tema! Tú tienes grandeshabilidades. Si quieres entrar en una vida de orden, economía y trabajo,aquí me tienes para ayudarte.

—He sido muy tonta. Pero ya veo con claridad lo que me conviene. Si mipleito marcha adelante, como espero, es preciso que mientras dure, ydespués y siempre, nadie me tome en lenguas. Soy honrada, quiero serhonrada, honradísima, por respeto a mi nombre, a mi familia... ¡Ah!, mifamilia—añadió, suspirando otra vez...—. ¡Si me hubieran acogido conamor, no habría dado yo un mal paso!

Mi familia tiene la culpa, ¿no esverdad, padrino?

—Sí, sí, hija mía, ella tiene la culpa. Pero vamos a lo que importa...¿Con qué cuentas para mantenerte? ¿Qué te queda de lo que te dejó tutío?

—Nada—replicó con profunda tristeza la joven, haciendo con

sus

manos

unsignificativo

movimiento

que

representaba el vacío—. ¡Pero trabajaré!¿No tengo yo manos?».

Y diciendo esto se le representaron en la imaginación figuras y tiposinteresantísimos que en novelas había leído.

¿Qué cosa más bonita, másideal, que aquella joven, olvidada hija de unos duques, que en supobreza fue modista de fino, hasta que, reconocida por sus padres, pasóde la humildad de la buhardilla al esplendor de un palacio y se casó conel joven Alfredo, Eduardo, Arturo o cosa tal? Bien se acordaba tambiénde otra que había pasado algunos años haciendo flores, y de otra cuyosfinos dedos labraban deslumbradores encajes. ¿Por qué no había de serella lo mismo? El trabajo no la degradaba. ¡La honrada pobreza y lalucha con la adversidad cuán bellas son! Pensó, pues, que la costura, lafabricación de flores o encajes le cuadraban bien, y no pensó en ningunaotra clase de industrias, pues no se acordaba de haber leído que ningunade aquellas heroínas se ocupara de menesteres bajos, de cosasmalolientes o poco finas.

«¡A trabajar, a trabajar!—exclamó inundada de aquel entusiasmo que tanfácilmente se posesionaba de su alma.

—Yo te ayudaré. Si tuviéramos ahora la máquina... harías camisas dehombre...

?