La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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fundar

un

buen

establecimiento de litografía.Pero sus economías y el establecimiento mismo naufragaron por lasliviandades de una mujer con quien, por obra del demonio sin duda, sehabía casado. Su señora tampoco era pueblo; era una sanguijuela delpaís, como vosotros los que esto leéis.

¡Quién le metería en la cabeza aJuan Bou casarse con la hija de un recaudador de contribuciones! Desemejante vampiro,

¿qué

podía

nacer

sino

una

hembra

disipadora,antojadiza, levantada de cascos? Enviudó Juan al fin, y para rehacer supeculio destruido, se puso a trabajar de nuevo. Pero con el sacudimientodel 68, encendiose el ánimo del obrero; de manso se hizo furibundo, dediscreto charlatán; creyó que el mundo se iba a volver del revés, y quela sociedad alteraría sus elementos inmortales; vio la eterna columnacon el ligero capitel en el suelo y el pesado plinto en el aire; imaginóque de allí en adelante se andaría con la cabeza y se pensaría con lospies; y llevado de estas ideas, tomó parte en todos los motines, trabajóen todas las sublevaciones,

fue

desterrado,

perseguido,

moró

encalabozos y arrastró durante algún tiempo vida penosa y miserable.

Cuando los acontecimientos políticos le dieron respiro, vino aestablecerse a Madrid, donde vivía su hermana, casada con el conserje dela casa de Aransis. Pero antes que pudiera empezar a trabajar, otrosacontecimientos le arrastraron de nuevo a las aventuras; cayó enfermo,tuvo que abandonar las luchas políticas, y en octubre del 73

estabadefinitivamente establecido en Madrid, mas no curado de su supersticiónredentorista.

Oyéndole contar sus proezas, era cosa de canonizarle. Él no era sólo unapóstol, era un mártir. La fama no tenía trompetas ni figles bastantespara llevar a todas partes la noticia de sus persecuciones. Lascelebridades del partido liberal no habían hecho nada... ¡Farsa, purafarsa! Él lo había hecho todo, y su gran vanidad no conocía freno cuandodaba en formular planes de Gobierno. Todo se lo sabía. Éranle familiarescosas y personas, y fácilmente lo arreglaba todo. Sus procedimientostenían el encanto de la sencillez. Lo primero era coger cuatro docenasde individuos y colgarlos de los faroles de la Puerta del Sol.

Despuésvenían los decretos, todos de Artículo único. ¡Si sabría él lo quetenía que hacer, un hombre que había leído tanto, un hombre que arrastrógrillos y cadenas y fue llevado de calabozo en calabozo!... Así como elsoldado muestra sus heridas, él mostraba la huella de las esposas en susmanos... ¡Había comido ratas! ¿Qué más títulos necesitaba para gobernarel mundo?

Sus primeros años de trabajo en Madrid fueron muy felices, y ganóbastante dinero. Entonces había algo de renacimiento industrial, yempezaba a desarrollarse el gusto por presentar los objetos mercantilescon primor, halagando los ojos del que compra. Hizo Bou muchos millaresde etiquetas para almacenes de vinos, tarjetas de anuncios, cartelillosde tres o cuatro tintas y cromos ordinarios para cajas de fósforos. ¡Quéiniciativa la suya! Fue el primero que imaginó hacer en gran escala lascenefas con que adornan las cocineras los vasares. Antes que él nadiehabía hecho el siguiente cálculo: Hay en Madrid 92.188

viviendas, queson 92.188 cocinas o lo que es lo mismo, 92.188 cocineras. Suponiendoque haya 70.000 que renueven el papel tan sólo una vez al mes, poniendosólo tres tiras resultan 210.000 tiras a cuarto. La resma de 1.000

tirasse vende a tres duros. Las 210 resmas hacen, pues, 630

duros mensuales.Ensayó, y bien pronto las cacharrerías todas de Madrid expendían papelpicado, que en comparación del antiguo era un modelo de elegancia, puestenía figuras de majas, toreros y tipos populares.

El único vicio de Juan Bou, si vicio puede llamarse, era la Lotería. Nohabía extracción en que no comprase su par de décimos. Era para él estejuego nacional una forma hipócrita de la administración socialista.Tenía muy mala suerte; pero no desmayaba, y sabía escoger siempre losnúmeros más bonitos. Con todo, no había tenido más ganancias que las desu trabajo. Así, desde que sacó adelante el negocio de las cenefas,estableciose en la calle de Juanelo, donde tenía un taller grande,aunque incómodo.

Compró algunas piedras más de gran tamaño, una hermosamáquina de Janiot, guillotina, glaseadora, buenas tintas, aparatos dereducciones y otras cosas. Su iniciativa no descansaba. Comprendiendoque algo de imprenta no venía mal como auxilio de la litografía,adquirió cajas y máquinas, y se quedó con todas las existencias de unacasa que trabajaba en romances de ciegos y aleluyas. El material deplanchas y grabados era inmenso, y se lo dieron por un pedazo de pan.Montó también esta especulación en gran escala, y los ciegos pudieroncomprar la mano de romances a un precio fabulosamente barato. Lascacharrerías, las tiendas de arena y estropajo y los vendedoresambulantes se surtían

por

muy

poco

dinero

de

aleluyas

del

antiguorepertorio, y de otras nuevas con soldados franceses o españoles, moroso cristianos.

El establecimiento era un verdadero laberinto, como formado de distintaspiezas, que se habían ido agregando poco a poco, según las necesidadesde ensanche lo pedían.

Ocupaba la imprenta destinada a romances yaleluyas la peor y más lóbrega parte. Todo allí era viejo, primitivo ymohoso. La máquina, sonando como una desgranadora de maíz, teníaquejidos de herido y convulsiones de epiléptico.

Consagrada durante seisaños a tirar un periódico rojo, subsistía en ella un resto, un dejo dela fiebre literaria que por tanto tiempo estuvo pasando entre susrodillos y su tambor. Las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caosde la palabra humana, eran desvencijadas, polvorientas y sudaban tinta.Habían servido para componer papeles clandestinos, y conservaban elaspecto de la negra insidia, que trama sus actos en la sombra. Lahorrible guillotina, cuya enorme cuchilla lo mismo podía cortar unlibrillo de papel de fumar que una cabeza humana, ocupaba el ángulo mássombrío de la sucia estancia, que más parecía una bodega o sótano quetaller del Arte de imprimir, soberano instrumento de la Divinidad,vicario de la Providencia en la Tierra. Viendo aquellos trebejos, sepodría sospechar que el tal Arte había sido encarcelado allí para expiarlas culpas que alguna vez, por andar en malas manos, ha podido cometer.

—II—

En esta mazmorra de Gutenberg fue metido Mariano para su aprendizaje.Primero le había puesto Juan Bou a copiar dibujos fáciles con tintaautógrafa; pero mostró tan escasa disposición para esto, que le confirmóa la imprenta, mandándole adiestrarse en la caja. Sus primeras torpezas,sus descuidos, sus malas respuestas, fueron castigadas tan severamentepor el maestro, ayudado de una correa, que bien pronto el muchacho lecogió miedo, y con el miedo vino el respeto y cierta convicción de quela obediencia y el trabajo le convenían por el momento más que laholganza y la maldad. En poco tiempo adquirió alguna destreza, al amparode un cajista viejo casi inválido y de un chico listísimo, a quien añosatrás conocimos y conoció mejor Mariano con el nombre de Majito.

Esteganaba cuatro reales, y Pecado tan sólo dos; pero aquella honradaganancia llevaba semanalmente a su alma como un grano de legítimoorgullo, el cual bien podía con el tiempo, ser base sobre que seconstruyera la dignidad de que carecía.

El rigor del castigo y la obligación de ocuparse en un ejerciciosedentario y monótono, en local de mediana luz y nada alegre, hicieron aMariano taciturno; palideció su rostro y adelgazó su cuerpo. A loscuatro meses ya componía él solo, si no con ligereza, con exactitud, lasleyendas de las aleluyas, que eran en número fabuloso.

Se las sabíatodas de memoria y le bastaba ver la tosca viñeta para adivinar ycomponer en seguida los pareados. Él y su compañero el Majito sedisparaban a cada instante los versillos, aplicándolos a cualquier ideao suceso del momento. Tan pronto sacaban a relucir alguna oportuna citade la Vida del hombre flaco, a saber: El verlo en pañosmenores—causaba risa, señores, como aquella de la Vida de donEspadón, que dice: Todo el día está bailando—

y a su dama acariciando. El aburrimiento de los dos chicos les llevaba por una especie de procesopsicológico que enlaza el bostezo con el arte, a poner en música lostales pareados, y cuando el Majito cantaba los de la Procesión delViernes Santo, que dicen: Muchos niños en seguida—

van con velitaencendida, le contestaba Pecado: Delante van con decencia—los de laBeneficencia.

También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances

dematones,

guapezas,

robos,

asesinatos,

anécdotas del patíbulo.

Cuando Mariano ganó tres reales, Juan Bou, haciendo justicia a susprogresos, atendió sus reclamaciones. El muchacho aborrecía la caja.Quería trabajar en litografía; pero como no tenía aptitud ni pulso parael dibujo, quiso ser estampador. Púsose a ello, ayudando al oficial dela prensa y máquina, y bien pronto conoció Bou que Mariano habíaescogido bien. Aprendió a manejar con habilidad el ácido y la grasa, ytambién sabía marcar con precisión. La máquina gustaba tanto a Pecado,que siempre que podía no se quitaba de alrededor de ella, atento a susordenados movimientos. Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes ycoyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba elvértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezasde hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de laMecánica.

A pesar de sus baladronadas políticas y de su aspecto feroz, Juan Bou,el ursus spelæus, era lo que vulgarmente se llama un infeliz, unbuenazo, un alma de Dios. Tenía corazón tierno, bondadoso y sensible, yno podía ver una desgracia sin tratar de aliviarla. Si cuando estabapicado de mala mosca su lenguaje era conciso y brutal y se comía a losniños crudos, cuando le volvía el buen humor su dicción se fluidificaba,adornándose con toda la hojarasca de la fanfarronería.

Conversabafamiliarmente

con

los

muchachos, mostrándoles, ya la expresión seductorade sus sabidurías políticas, ya los dramáticos pasajes de su historia demártir.

Cuando Mariano llevaba seis meses de aprendizaje con jornal de seisreales, era, ¡cosa rara!, el oficial con quien más simpatizaba Juan Bou.¿Había entre ellos semejanza grande o disparidad absoluta? No se sabebien. No se sabe tampoco cuál de estas dos cosas engendra la simpatía.Conste, sin embargo, que también Mariano era fanfarrón, y que en eltrato de seis meses con Bou se le había comunicado la idolatría del entePueblo. En cuanto a las sanguijuelas del país, que chupan la sangre delobrero, y en cuanto a todos nosotros, que no tenemos callosidades enlas manos, Mariano creía aborrecerlos tanto como su maestro; pero lo quehacía era envidiarlos, pues la envidia suele usar la máscara del odio.

En el fondo de su alma, Pecado anhelaba ser también sanguijuela ychupar lo que pudiera, dejando al pueblo en los puros huesos; sedesvivía por satisfacer todos los apetitos de la concupiscencia humana ypor tener mucho dinero,

viniera

de

donde

viniese.

En

esto

se

distinguíaradicalmente de su maestro, amantísimo del trabajo. Bou no quería galas,ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todosfuésemos pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta enla mano; que no hubiera más que talleres y se cerraran los lugares deholganza; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales;que cada cual no fuera propietario nada más que de la cuchara con quehabía de comer la sopa nacional.

En la sala donde estaba la máquina, tenía Bou su mesa de trabajo, y enesta la piedra en que dibujaba, puesta sobre un disco de maderagiratorio, con cuyo mecanismo él le daba vueltas como si fuera un papel.A poca distancia veíase la prensa de mano donde se sacaban las pruebas yse hacían los reportes. El estampador era un joven muy aficionado a lacharla, hablaba sin ton ni son, escapándose de él el discurso y lapalabra como se escapa el aire de un fuelle agujereado. Era un intellectus lleno de roturas. Mariano tenía en su laconismo unabrutalidad sentenciosa.

«¿Que habláis ahí, muchachos?—dijo de pronto Juan Bou, que estaba aqueldía de bonísimo talante, por haber cobrado una antigua cuenta.

—Este—replicó el estampador con el sentimiento de modestia que leinspiraban sus pocas luces al ponerlas frente a la sabiduría delmaestro—, este dice que el año que viene ya no trabaja más.

—Eso lo dirá la correa—manifestó Bou sonriendo y sin levantar los ojosde la piedra—. ¿Y qué vas a comer si no trabajas?... Me parece que túeres de casta de sanguijuela...

Y algo he oído yo. No sé quién me dijosi eres noble o no eres noble...

—Dice este—prosiguió el estampador, gozoso de que el maestro pensasecomo él—que cuando su hermana gane el pleito, será caballero.

—¿El pleito?... ¿Sabéis como haría yo que se ganaran de una vez todoslos pleitos?—dijo Bou, regocijándose con el efecto que sus admirablesideas causaban en los dos muchachos—. Pues mandaría pegar fuego a todoslos archivos, a la escribanía A y a la escribanía B. Total, que nodejaría un papel vivo. La humanidad no necesita de papeles. Hay queliquidar..., ¿estáis? Hay que decir: «Hasta aquí llegó la cosa»..., y palante... Yo diría a los jueces, escribanos, alguaciles, magistradosy demás pillería:

«¿Queréis almorzar? Pues ahí tenéis la azada, elarado, el escoplo o lo que más os convenga. Pero con papeles no se comeaquí, señores...». ¿Que no querían? Pues hacia un estanque de tinta, losahogaba en él..., y palante.

—Dice este—repitió el oficial, que se pirraba por delatar los disparatesde su amigo—que todos no son iguales y que él está ya cargado de serpobre.

—No hay pobreza en la honradez, no hay honra como la del trabajo—afirmóJuan Bou incorporándose y dejando ver el esplendor lumínico de su ojorotatorio, que parecía una rueda de fuegos artificiales—. ¡Pobre!¿Quéere decir esto?

Es una necedad, una... lucubración contraria a losgrandes principios. ¿Tienes satisfechas tus necesidades? Sí.

¿Tieneshambre? No. ¿Estás vestido? Sí. Pues eres tan rico como el duque A oel conde B, o quizá más».

Y de este lenguaje sencillo y lapidario, que a la altura de MarcoAurelio le ponía, pasó por gradación suave a otro más acentuado, másenérgico, si bien no más elocuente, diciendo:

«Todo lo demás es superfluidad y lujo, es explotar al obrero, chupar susangre, alimentarse de su sudor bendito, comerse los refinados manjaresamasados con las lágrimas del pobre. Ved esos que andan por ahí, todaesa chuma de esos señores y holgazanes. ¿De qué viven? De nuestrotrabajo. Ellos no labran la tierra, ellos no cogen una herramienta,ellos no hacen más que pasear, comer bien, ir al teatro y leer librosllenos de bobadas... Comparémonos ahora. Nosotros somos las abejas,ellos los zánganos; nosotros hacemos la miel, vienen ellos y se lacomen. Nos dejan las sobras, nos echan un pedazo de pan, por lástima,como a los perros... Pero todo se andará, tunantes, todo se andará;vendrá la cosa y haremos cuentas, sí, la gran cuenta, el Juicio Final dela humanidad. ¡Oh, pillos!, también nosotros tenemos nuestro valle deJosafat. Allí se os aguarda. Allí estaremos. Con un pedazo de lápiztamaño así, y un papel de cigarro, basta para hacer el gran balance.

Esla liquidación fácil, porque es la última... y palante».

Mariano y su colega le oían absortos.

«Dice este—continuó el estampador, incansable en la denuncia—que él hade poder poco o ha de soltar pronto la blusa.

—Vamos a ver—manifestó el maestro volviendo a su trabajo—; explícanos loque tú piensas... ¿A qué aspiras tú?

¿Qué deseas tú?

—¿Yo?—dijo Mariano con terrible laconismo—. Tener dinero.

—¡Tener dinero! El dinero es una fórmula, un medio de cambio—declaró conolímpica suficiencia Juan Bou—. ¿Y

si llega un día en que no hayadinero, en que no represente nada el dinero, porque las cosas, o mejordicho, el servicio A y el servicio B se cambien directamente sinnecesidad de ese intermediario?

—Chúpate esa—dijo por lo bajo el estampador a compañero.

—Sí, se suprimirá el dinero, que no sirve más que para negociosindecentes. Suprimiendo el numerario, quedarán suprimidos losladrones... y palante».

Ambos abrieron medio palmo de boca.

«Pero el dinero—se aventuró a decir Mariano—no se ha de quitar hoy nimañana...

—Quién sabe... La cosa está mal. Dicen que esto se va.

Me escriben deBarcelona que se está trabajando...

—El dinero no se suprime—afirmó Pecado rebelándose tenazmente contrala incontrovertible sabiduría del maestro.

—Hombre, que sí.

—Pues yo quiero ser rico.

—¡Ser rico! ¿Y qué es la riqueza, bruto? Es una cosa convencional,acémila. Hay por ahí unos cuantos tunos que se comen lo que no es suyo,lo que es de todos, del común, y el día en que se diga: «Ea, bastante hadurado la mamancia...», va a ser bueno, va a ser bueno.

Nosotrosdiremos: «A ver, señor duque de Tal, ¿de dónde sacó usted las tierras A y las dehesas B? Señor banquero Cuál, ¿de dónde sacó usted losmillones A y B que tiene en el

Banco?».—«Hombre,

dirán

ellos,

puesyo...».—

«Valientes pillos están ustedes, acaparadores, por no decir otracosa...». Conque ya ves. No habrá entonces dinero, ni Banco, ni Bolsa;no habrá más que servicios mutuos, toma y daca. Que yo necesito unjamón, el comestible A o el comestible B: me voy a la tienda, y meencuentro que el tendero necesita etiquetas, anuncios. Pues ahí va, yvenga.

El sastre hará pantalones al zapatero, y el zapatero le harázapatos al sastre. Es un organismo sencillísimo, brutos.

Vosotros nohabéis estudiado la cosa, no habéis trabajado por la cosa, no habéisestado en calabozos, no habéis comido ratas desabridas... Se trata de unorganismo; ¿sabéis lo que es un organismo?».

Ambos callaron. Creían que se trataba de un organillo; pero no seatrevían a decirlo.

«Este dice también—añadió el denunciador sin poder contener la risa—quequiere ser célebre.

—¡Célebre! Ta, ta, ta—exclamó Juan Bou, radiante, al considerar eltriunfo que a su oratoria se preparaba—.

¿Conque célebre y todo..., esdecir, hombre grande?

¡Valiente papamoscas! ¿Y qué entiendes tú porcelebridad?

La de los guerreros y capitanes, la de esos bobos que llamanpoetas, escritorzuelos... Los unos son los verdugos de la humanidad: nohan hecho más que matar gente. Los otros han engañado y extraviado a lahumanidad, contándola mil mentiras y embelecos. Cógeme a tal o cualguerrero, al poeta A o al prosista B. ¿Qué han hecho por el pueblo?Nada. Su celebridad se acabará también, porque se suprimirá la Historia.Se hará una Historia nueva, en que no figuren más que los que haninventado una máquina o perfeccionado la herramienta A o B. Esos sí,esos sí que tendrán estatuas.

—¿Y quién... va a hacer las estatuas?—preguntó con gran viveza depensamiento Mariano.

—Toma—dijo

Bou,

reponiéndose

después

de

desconcertarse un poco—, losescultores. Habrá escultores que harán las estatuas de los obreroscélebres, de los padres de la patria, y se les pagará con comestibles,mano de obra...

Parece que eres tonto... Ahora, si tú quieres sercélebre inventando la dirección de los globos, o cosa así, entonces nadate digo. Por ahí, por ahí... Pero no envidies a los personajes del día,a esas sanguijuelas del pueblo. Mira tú qué tipos. ¿Prim?, un tunante.¿O'Donnell?, un pillo.

Tiranos todos y verdugos. Olózaga, Castelar,Sagasta, Cánovas. Parlanchines todos. ¿Y ese Thiers de Francia?

Otro quetal. Cuando toquen a barrer, veréis cómo queda esto... Nada, nada;aplícate a este oficio y puede que llegues a notabilidad. Ya sabes,comerás y vestirás con tu trabajo.

Toma y daca... y palante.

—Pero este dice que quiere ser célebre, aunque para ello tenga que haceruna barbaridad.

—Hombre, hombre, ¿tú quieres dar golpe? Valiente papamoscas. Pues dalo,hombre, dalo. No te faltará ocasión, cuando se grite «abajo la tiranía»,pórtate bien. Inventa cualquier cosa, aunque sea una barbaridad, comodices.

Puede que no lo sea. Hoy se tiene por barbaridad lo que mañanaquizá se mire como una gran acción. Nada, hombre... palante, palantito...».

Siguió hablando en este tono y desarrollando su idea con tal copia deaudaces juicios, que los muchachos le oían como si fuera una sibila.

«Lo que yo quiero es moneda—volvió a decir Mariano con rudeza concisa.

—¡Ah!, ya no quieres celebridad, sino plata. No era como tú el célebreErostrato.

—¿Quién?

—Uno que pegó fuego—dijo Bou reventando de erudición—a un templo... nosé si de Babilonia, de Venecia o de dónde.

—¿Y sacó dinero?

—Vuelta con el dinero.

—Con dinero se tiene todo.

—Y tú quieres tener todo: gozar, disfrutar; lo mismo que cualquiera deesos pillos, lo mismo que la sanguijuela A o la sanguijuela B.

Mariano gruñía, dando a conocer, con bárbaro modo, su ardiente anhelo deser sanguijuela.

«Ea, bastante se ha charlado—dijo el maestro echando un vistazo a laprensa—. Palante... Sacadme esos reportes ahora mismo».

Y siguió un silencio sólo turbado por los rumores de la actividadtaciturna. Oíase el gemido de la prensa, el roce del pegajoso rodillonegro y el rascar de la pluma del maestro sobre la piedra. Juan Bou, queaunque buen catalán tenía un oído infernal, destrozaba entre dientes LaMarsellesa, como destroza el fumador la colilla del cigarro. Despuésescupía unas cuantas notas, y callaba para empezar de nuevo al pocorato. Se había contagiado de la afición de sus aprendices a cantorrearlos pareados de las aleluyas, y así, sin pensarlo, cantaba con la músicade Rouget de L'Isle estos versos: Muchos niños pequeñitos—van vestidosde angelitos.

Capítulo V

Entreacto en el café

Mariano pasó algún tiempo en esta vida, sin que ocurriera cosa algunadigna de ser contada. Pero en la primavera del 76 ya empezó afastidiarse. Dejaba de asistir al taller con harta frecuencia, y sepasaba horas y más horas en el café del Sur. Por el afán de aumentar supeculio había contraído el vicio del juego, frecuentando innoblesgaritos, o agregándose a los nefandos círculos que al aire libre, en laspuertas de los ventorros de extramuros funcionan. Su suerte era mala, seaturdía y perdía casi siempre. Cuando ganaba se permitía lujosdesenfrenados, como ir al teatro de la Infantil y ver todas lasfunciones desde la primera a la última, convidarse a chuletas con tomateen cualquier taberna, ir a los bailes vespertinos de criadas ycostureras, donde

danzaba y

hacía conquistas.

Cuando

las

gananciashabían sido por ventura fenomenales, alquilaba un jamelgo, se ibatrotando hasta la Puerta de Hierro, o daba la vuelta a Madrid paseandopor el Retiro entre las filas de coches de lujo y jinetes ricos. Paraque esta parodia vil y nauseabunda de las disipaciones de la clasesuperior fuese más completa, tenía sus pequeñas deudas con el mozo delcafé y con los amigos.

Ya faltase todo el día al taller de Bou, ya asistiese puntualmente,nunca dejaba de ir al café del Sur. A veces no estaba más que un rato, aveces cuatro o cinco horas. Se le veía solo, en blusa azul y gorra, conlos codos sobre la mesa, el vaso de café delante y en la boca un puro dea cuarto, mirando las nubecillas de humo con estúpida somnolencia.

¿Pero quién es aquel señor que abre la puerta del café y esparce suvista por el local, como buscando a alguien, y desde que ve a Marianoviene hacia él, y se le sienta enfrente? ¿Quién ha de ser sino elbendito D. José? Bien se conoce en su faz su martirio y las tristezasque está pasando.

Ved su cara demacrada y mustia, sus ojos impregnadosde cierta melancolía de funeral; ved también sus mejillas, antescompetidoras de las rosas y claveles, ahora pálidas y surcadas dearrugas. ¿Qué le pasa? Él nos lo dirá. Durante algún tiempo su únicoconsuelo ha sido agregarse a Mariano en el café del Sur y frente a élexhalar sus quejas, semejantes a las de los pastores de antaño; y asícomo las ovejas (dicho está por los poetas) se olvidaban de pacer paraescuchar los cantos de los Salicios y Nemorosos, Mariano dejaba enfriarel café por atender a lo que D. José le refería.

«Hoy tampoco la he podido ver—dijo aquel día (abril de 1876)—. Ese Sr.Botín es un verdugo: no la deja salir de casa; no la deja asomarse albalcón... Te digo que me gustaría que el señor Botín y yo nos viéramosun día las caras... Yo soy padrino de tu hermana, yo soy su segundopadre, y debo velar por ella... ¡Luego el pobre Riquín estará tansolo, extrañará tanto no verme a todas horas y no jugar conmigo, comoantes!... Porque has de saber que Riquín no quiere a nadie más que amí; me quiere más que a su propia madre. Lo que es a Botín no le puedever».

Al decir esto, Relimpio dejaba conocer, al trasluz de su pena, elregocijo de la venganza. ¡ Riquín no quería al otro!

¡Oh placer de losdioses!

«Mi her