La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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), la idea de separar algo delgoce de hoy para evitarse el dolor de mañana. Dos pesetas para un obreroson lo mismo que dos mil para usted. ¿No puede usted separar algo de lasdos mil? Pues ellos pueden de igual modo separar algo de las dos.Considere usted que se trata de quince céntimos, de diez

… aunque seancinco céntimos. La cuestión es ahorrar algo. El que ahorra algo estásalvado.

—¡Oh Dios mío!—exclamó por lo bajo la condesa dando un suspiro—. Loque yo no comprendo es cómo se puede vivir con dos pesetas, cuanto másahorrar.

Los ingenieros les invitaron a visitar su sala de estudio y laboratorio.En éste había un magnífico microscopio, que fué lo que les llamó laatención. El médico era quien más lo manejaba por dedicarse con muchaafición a los trabajos de histología. El director le invitó a quemostrase a aquellos señores algunas de sus preparaciones. Vieron unaporción de diatomeas: las señoras se entusiasmaron con suscaprichosísimas formas. También vieron el gusano que había concluído conel célebre puente de Milán. No se cansaban de admirarse de que un bichotan pequeñísimo pudiese demoler una fábrica tan inmensa.

—Calculen ustedes los millones de estos seres que habrán tenido quetrabajar en la demolición—dijo un ingeniero.

Quiroga (que así se llamaba el médico) concluyó mostrándoles una gota deagua. Uno por uno todos fueron contemplando el mundo invisible quedentro de ella existe.

—Veo un animal mayor que los otros—manifestó el duque, aplicando conafán uno de sus grandes ojos saltones al agujerito del aparato.

—Observará usted que delante de él todos los demás huyen—dijo elmédico.

—Es cierto.

—Ese animal se llama el

rotífero

. Es el tiburón de la gota de agua.

—Aguarde usted un poco…. Me parece que ahora se oculta detrás de unacosa así como algas….

—Algas se pueden llamar en efecto. Quizá se ponga ahí para acechar unapresa.

—¡Sí, sí! ¡Ahora se arroja sobre otro bicho más pequeño!… El bichodesapareció; sin duda se lo ha comido.

El duque levantó su rostro, radiante de satisfacción, por haber tenidoocasión de observar aquella tragedia curiosa.

Quiroga fijó en él sus ojos atrevidos, y dijo con su eterna sonrisairónica:

—Es la historia de siempre. En la gota de agua, como en el mar, comoen todas partes, el pez grande se traga al chico.

La sonrisa del duque se apagó. Dirigió una mirada oblicua al médico, queno apartó la suya fija y misteriosa, y dijo bruscamente:

—Creo, señoras, que deben ustedes ir aburridas de ciencia. Es hora dealmorzar.

El gran atractivo de la excursión, el que había arrancado a casi todaaquella gente de sus palacios para trasladarla a región tan áspera ytriste, era un proyectado almuerzo en el fondo de la mina.

CuandoClementina lo anunció a los tertulios en uno de sus tresillos, hubo unaverdadera explosión de entusiasmo—. "¡Qué cosa tan original!… ¡Quéextraño!… ¡Qué hermoso!" Las damas, sobre todo, mostraban deseo tanvivo, que bien parecía antojo. A una indicación del duque, todas seproveyeron de magníficos impermeables y botinas altas, pues la minadestilaba agua por muchos sitios y formaba charcos.

Sin embargo, lanoche anterior, ante la proximidad del suceso, muchas, atemorizadas,habían desistido. El duque se vió precisado a dar órdenes para que sesirviese el almuerzo en la dirección y en la mina. Las valientes quepersistían en bajar, no pasaban de ocho o diez.

Toda la comitiva se dirigió a una de las bocas de la mina llamada "Pozode San Jenaro". Cerca de este pozo hay un edificio destinado a lainspección y al peso, donde las damas y los caballeros cambiaron decalzado y se pusieron los impermeables. Al verlos de aquel modoataviados, un estremecimiento de anhelo y de entusiasmo corrió por elresto de los excursionistas. Acometidas súbito de una ráfaga de valor,casi todas las damas declararon que estaban dispuestas a bajar con suscompañeras. Fué necesario enviar inmediatamente a Villalegre por losimpermeables.

La jaula, movida por vapor, estaba preparada para recibir a los ilustresexpedicionarios. Constaba de dos pisos, en cada uno de los cuales cabíanocho personas en pie. Se la había tapizado con franela y se le habíanañadido algunas argollas de bronce para sujetarse. Acomodáronse en ellael director, el duque y las damas valientes que no habían vaciladonunca, para bajar los primeros. Dióse orden al maquinista para que eldescenso fuese lento. La jaula se estremeció subiendo y bajando algunoscentímetros con rapidez. De pronto se sumergió de golpe en el agujero.Las señoras ahogaron un grito y quedaron mudas y pálidas. Las paredesdel agujero eran sombrías, desiguales y destilaban agua. En cadadepartamento de la jaula un minero sujetaba, con su mano trémula demodorro, una lámpara. Todos, menos el director y los mineros avezados asubir y bajar, sentían cierta ansiedad en el estómago. Un vago terrorles imposibilitaba de hablar y les crispaba las manos con que seagarraban a las argollas.

—El primer piso—dijo el director al pasar por delante de una aberturanegra.

Nadie hizo observación alguna. Aquella suspensión en el abismo, en lodesconocido, paralizaba su lengua y hasta su pensamiento.

—El segundo piso—volvió a decir el director al cruzar rápidamente otroagujero negro.

Y así fué dando cuenta de todos hasta llegar al noveno. Allí percibieronruido de voces y vieron iluminada la abertura.

—Aquí es donde vamos a almorzar. Antes visitaremos el onceno para verlos trabajos.

Después de pasar el décimo, gritó con toda su fuerza:

—¿Están echados los taquetes?

Se oyó una voz lejana en el fondo que decía:

—No.

—¡Echarlos ahora mismo!—gritó el director agitado.

—¡No puede ser!—respondieron de abajo.

—¡Cómo! ¡Cómo!… ¡Esos taquetes! ¡Echar esos taquetes!

Y con las mejillas inflamadas, agitado, convulso, gritaba como unenergúmeno mientras la jaula descendía lentamente.

Un frío glacial penetró en el corazón de todos. En el compartimiento dearriba algunas damas lanzaban chillidos penetrantes. Las de abajogritaban también y se cogían con fuerza al brazo de los caballeros.Algunas se desmayaron. Fué un momento de angustia indescriptible. Creíanllegado el fin de su vida.

Y el director no cesaba de gritar:

—¡Esos taquetes! ¡Esos taquetes!

Y las voces de abajo se oían cada vez menos distantes:

—¡No puede ser! ¡No puede ser!

Cuando ya se creían rodando por el abismo, la jaula se detuvotranquilamente. Oyeron unas frescas carcajadas y sus ojos espantadosmiraron, a la trémula luz de los candiles, un grupo de mineros cuyosrostros risueños cambiaron repentinamente de expresión reflejando eltemor y el asombro.

—¿Qué es eso? ¿Qué broma es ésta?—exclamó el director saltando furiosode la jaula y dirigiéndose a ellos.

Los obreros se despojaron del sombrero respetuosamente. Uno de ellos,sonriendo avergonzado, balbució:

—Perdone usted, señor director…. Creímos que eran compañeros yqueríamos darles un susto….

—¿No sabíais que bajábamos ahora nosotros?—volvió a decir conirritación.

—Señor director, nosotros pensábamos que se detenían en el noveno,donde han hecho preparativos estos días….

—¡Creíais, creíais!… Pues tened cuidado con creer estupideces.

El duque recobró el uso de la palabra.

—¡Sabéis, hijos míos, que gastáis unas bromas ligeras con vuestroscompañeros!… ¡Ponerles la muerte delante de los ojos!

—¡La muerte!—exclamó el minero que había hablado.

—No, señor duque—dijo el director—. Si no echan los taquetes noshubiéramos bañado hasta la cintura.

—¿Nada más?

—¿Le parece a usted poco meternos en agua sucia?

—Hombre, no era plato de gusto; pero al verle a usted tan agitado yfurioso, todos creímos en un peligro de muerte, ¿verdad, señoras?

Las damas se deshacían en exclamaciones, llorando unas, riendo otras. Seprodigaron cuidados a dos que se habían desmayado, refrescándoles lassienes con agua y haciéndoles aspirar el frasco de sales de la condesade Cotorraso. Volvieron por fin al sentido. Las demás se fueron calmandofelicitándose con alegría de haber escapado de aquel espantoso peligro,pues no se resignaban a no haberlo pasado. Todas se proponían conmover asus amigas de Madrid con el relato de tan horrible aventura. Creíanse yaheroínas de una novela de Julio Verne.

El espectáculo que se ofreció a su vista cuando tuvieron ojos paracontemplarlo era grandioso y fantástico.

Inmensas galerías embovedadascruzándose en todas direcciones e iluminadas solamente por la pálida luzde algunos candiles colgados a largos trechos. Y por aquellas galeríasdiscurriendo con tráfago incesante una muchedumbre de obreros, cuyasgigantescas siluetas allá a lo lejos temblaban a la vacilante y tenueluz que reinaba. Oíanse sus gritos unidos al chirrido de lascarretillas: parecían presa de un vértigo, como si tuvieran que cumplirsu labor misteriosa en plazo brevísimo. Las paredes de algunas galerías,tapizadas con los cristales del mercurio, que en muchos puntos sepresentaba nativo, brillaban cual si fuesen de plata.

Escuchábansedetrás de aquellas paredes golpes sordos, acompasados. Por ciertasaberturas que de trecho en trecho tenían, caminando algunos pasos en laoscuridad, veíase al fin una cueva iluminada, donde cuatro o seishombres desgreñados y pálidos agujereaban el mineral con barrenos. Apoco que se reposasen, observábase en sus miembros el temblorcaracterístico del mercurio.

Creíase uno transportado al hogar mismo de los gnomos, al centro de sustrabajos profundos y misteriosos.

El hombre roía aquella tierra conesfuerzo incesante como un topo, llenándola de agujeros. Pero almorderla se envenenaba. Sin ayuda de gato, los dioses se desembarazabanperfectamente del ratón humano.

Lola Madariaga dió un grito penetrante que hizo volver la cabeza atodos. Luego soltó una carcajada. Un hilito de agua que caía del techose le había introducido por el cuello. Hizo reir el suceso, pero sinespontaneidad. En el fondo, todos experimentaban un vago temor, ciertaansiedad que trataban de ocultarse. La jaula trajo de la superficie otromontón de gente. La tercera vez llegó casi vacía. El resto de lacomitiva había optado por quedarse en el noveno piso: el trabajo de losmineros no les interesaba. Los que habían descendido hasta allí tambiénsentían vivos deseos de encontrarse en paraje más cómodo.

Preguntaban acada instante al director si aquello estaba seguro; si no había casos dehundimientos.

—¡Oh, no!—decía el director sonriendo—. Los hundimientos son de lasminas particulares. Esta perteneció al Estado, y todo se hace con lujode seguridad.

—En ciertas minas donde yo he estado—apuntó un ingeniero—tenía queir una cuadrilla detrás de los mineros para desenterrarlos.

—¡Qué horror!—exclamaron a una voz todas las damas.

Acomodáronse al fin de nuevo en la jaula, y subieron al noveno piso.Aquí la decoración era distinta. En este piso no se trabajaba hacíatiempo. Habíase tomado en la galería más ancha un trozo; se habíacerrado, tillado y luego alfombrado. De suerte que parecía el salón deun palacio. El techo y las paredes estaban tapizados con telaimpermeable, adornados con trofeos de minería. Veíase una mesaespléndida en medio de él para cincuenta o más cubiertos. Estabaprofusamente iluminado por medio de grandes arañas con centenares debujías. Se habían prodigado, en suma, todos los refinamientos del lujo yla elegancia en aquel recinto. De tal modo, que una vez dentro de élcostaba trabajo representarse que se estaba en el fondo de una mina, atrescientos metros de la superficie.

Los convidados se sentaron en medio de una agitación entre placentera yangustiosa, que se revelaba en sus caras risueñas y pálidas a la vez.Los criados, correctamente vestidos, ocupaban sus puestos como si sehallasen en el palacio de Requena. Al empezar el servicio del primerplato, la orquesta, que estaba oculta en una de las galerías contiguas,empezó a tocar un precioso vals, cuyos sones, amortiguados por ladistancia, llegaban dulces y halagüeños. Las damas, con las manostrémulas, los ojos brillantes, murmuraban a cada instante—: "Quéoriginal es todo esto!… ¡Cuánto me alegro de haber venido!… Ha sidoun capricho magnífico el de Clementina". Y todas procuraban encontrar elequilibrio de espíritu charlando de cosas indiferentes. Mas no lolograban. La idea de tener encima tanta tierra pesaba sobre supensamiento y lo turbaba. Con algunos hombres pasaba lo mismo. Otrosestaban perfectamente serenos.

Entre éstos, el que menos pensaba en susituación corporal era, sin duda, Raimundo, absorto por completo en laque ocupaba moralmente. Clementina, a despecho de su amor y de suspromesas, no dejaba de coquetear con Escosura. Estaban sentados en dossillas contiguas, frente al asiento que él ocupaba. Veíalos charlaranimadamente, reir a cada momento: veíale a él rendido, obsequioso,prodigándola mil atenciones galantes; a ella complacida, risueña,aceptando con gratitud sus finezas. Y aunque de vez en cuando le clavabauna larga mirada amorosa para indemnizarle, Raimundo la consideraba comouna limosna, el mendrugo que se arroja a un pobre para que no se muerade hambre. ¡Qué le importaba a él en aquel instante hallarse en lasuperficie o en el centro de la tierra, ni aun que ésta se hundiese y leaplastase como un insecto!

Otro que tampoco se preocupaba poco ni mucho con la situación geográficaera Ramoncito, aunque por contrario modo. Esperancita estaba con élamabilísima, tal vez porque creyera con ello guardar mejor la ausencia asu prometido Pepe Castro. El concejal, ebrio, loco de alegría, no seapartaba de ella ni un milímetro más de lo que exige la decencia.

Pio,feliz, triunfador

, dirigía de vez en cuando al concurso vagas miradasde piedad y condescendencia. Y cuando sus ojos tropezaban con la fazrentística de Calderón, se enternecía visiblemente y le costaba yatrabajo no llamarle papá.

A medida que el almuerzo avanzaba, la tierra pesaba menos sobre ellos.Los ricos vinos enardecían su sangre, la charla los animaba. Todo elmundo se olvidaba de la mina, creyéndose, como otras veces, en algúncomedor aristocrático. Rafael Alcántara se divertía en emborrachar aPeñalver. Animado por la risa de sus compañeros, que le contemplaban,hacía lo posible por burlarse del filósofo, tuteándole en voz alta,guiñando el ojo a sus amigos cada vez que profería una cuchufleta,abusando, en fin, groseramente del carácter benévolo y la inocencia delinsigne pensador. Era el encargado de vengar a todos aquellos ilustres

culoteadores

de pipas, de las altas dotes intelectuales que todaEspaña reconocía en Peñalver.

Al llegar los postres levantóse a brindar Escosura. A éste le respetabanalgo más los salvajes por su corpulencia, por su carácter fogoso y sobretodo por su dinero. Presumía de orador tribunicio. Con voz potente ycampanuda hizo el panegírico del duque, a quien llamó "genio financiero"unas cuantas veces.

Habló del trabajo, del capital, de la producción,pasando en seguida a la política, que era su fuerte.

Escosura no vivíahacía tiempo más que para la política. Desde el fondo de aquella galeríasubterránea dirigió terribles dardos contra el presidente del Consejo deministros, que no le había dado una cartera en la última crisis.Salabert contestó con palabra estropajosa dando las gracias, echándosepor los suelos.

Para llegar al puesto que ocupaba no tenía otros méritosque el trabajo y la honradez. (

Murmullos de aprobación.

) La nación, elsoberano, al ennoblecerle a él había ennoblecido a un hijo del trabajo.Luchando toda su vida contra infinitos obstáculos había logrado reunirun puñado de oro. Este oro le servía ahora para alimentar a algunosmiles de obreros. Era su mayor satisfacción. (

Aplausos.

) Brindaba porlas hermosas damas que con tal valentía habían llegado hasta aquelagujero, dejando en él un perfume de caridad y alegría que no seborraría jamás del corazón de los mineros.

En aquel instante, al destaparse algunas botellas de

champagne

, seoyeron en la mina algunas detonaciones estruendosas que hicieronempalidecer a los comensales.

—No hay que asustarse—dijo el director—. Son los barrenos. Ha llegadola hora de darlos.

Momento grandioso e imponente a la verdad. El estrépito de cada uno,centuplicado por los mil ecos y resonancias que las galerías producían,no podía menos de infundir alguna chispa de pavor hasta en el corazón delos más bravos. Todos guardaron silencio. Por algunos segundosescucharon con recogimiento y ansiedad aquellos ecos formidables quehacían retemblar la tierra. La mesa se estremecía y el cristal de lavajilla y el de las arañas cantaban con agudo repiqueteo.

En tal momento se alzó de su silla el médico de las minas, y después depasear su negra mirada agresiva por los comensales, alzó una copa ydijo:

—El egregio duque de Requena nos acaba de decir, con una modestia quele honra, que el secreto de su fortuna estaba simplemente en el trabajoy la honradez. Permitidme que lo dude. El señor duque de Requenarepresenta algo más que estas cualidades vulgares; representa la fuerza¡la fuerza!, único sostén del Universo. Esta fuerza está repartidadesigualmente entre los organismos. A unos les ha tocado una partemayor, a otros menor. Y en esta batalla incesante que sostienen los unoscontra los otros perecen los más débiles; se salvan los más aptos y losmás fuertes. Adoremos, pues, en nuestro ilustre anfitrión, a la fuerza.Merced a esta fuerza de que la Naturaleza le ha dotado, ha podidosometer y aprovechar el esfuerzo particular de millares de hombres queinconscientemente sirven a sus planes. Merced a esta fuerza ha podidoreunir su inmenso capital. Al tender la vista por esta distinguidaasamblea, observo con júbilo que todos los que la componen han sidodotados también de una buena parte de esta fuerza nativa o acumulada porla herencia. Por ello les felicito con toda mi alma. Lo esencial en estemundo que habitamos es nacer aptos para la lucha. Para no ser aplastadoses menester aplastar. Y yo me felicito, repito, de encontrarme entre loselegidos de los dioses, aquellos que su providencia ha marcado con elsello de la felicidad….

—Oye, chica—dijo Pepa Frías acercando su boca al oído de

Clementina:—esto parece el brindis de Mefistófeles.

Clementina sonrió ligeramente.

En efecto, en el rostro pálido y fino del médico, en sus cabellos negrosy revueltos, y sobre todo en sus ojos que, aunque pretendían aparecerinocentes, estaban cargados de ironía, había algo de mefistofélico.

—En todos los tiempos ha existido en una u otra forma la esclavitud. Hahabido hombres destinados a vivir en el refinamiento de los gocesespirituales, en el cultivo de las artes, en el lujo y la elegancia, enlos placeres que proporciona el comercio entre personas inteligentes ycultas, y otros hombres también dedicados a proporcionarles los mediosnecesarios para vivir de tal modo con un trabajo rudo y doloroso.

Losparias trabajaban para los bramanes, los ilotas para los espartanos, losesclavos para los romanos, los siervos para los señores feudales. ¿Y hoyno sucede lo mismo? ¿Qué importa que en las leyes esté abolida laesclavitud? Los que trabajan en el fondo de esta mina y absorben elveneno que les mata, si no son esclavos por la ley lo son por el hambre.El resultado es idéntico. Es ley de la naturaleza, y por lo tanto santay respetable, que para que unos gocen padezcan otros…. Vosotras,hermosas señoras, sois las herederas de aquellas ilustres damas romanasque enviaban a estas minas sus esclavos a arrancar el bermellón paraembellecer su rostro, y de aquellas otras árabes que lo hacían traerpara decorar sus minaretes en los alcázares de Córdoba y Sevilla. Porvosotras brindo, pues, embargada el alma de admiración y respeto, comorepresentantes en la tierra de lo que hay en ella más sublime, el amor,la belleza, la alegría.

El brindis, aunque galante, pareció estrambótico.

Algunos de los más avisados murmuraron. Creció la hostilidad que contrael joven médico existía. Hubo quien dijo por lo bajo que aquel quídamhabía querido "quedarse con ellos".

Rafael Alcántara tuvo conatos de decirle alguna frase provocativa; peroadvirtió en sus ojos que no la soltaría sin proporcionarse un seriodisgusto y prefirió quedarse con ella en el cuerpo. Las damas le miraroncon más benevolencia. Le encontraban muy original.

De todos modos el brindis produjo cierta penosa impresión que no logródesvanecer Fuentes, aunque soltó el chorro de sus paradojas másgraciosas.

—Señoras, yo no brindo—decía a las que tenía cerca—, porque no soyorador. Espero que pronto será esto una distinción honorífica en España;que no tardará en decirse con respeto al pasar un individuo por lacalle:

"Ese no es orador", como ya se dice: "Ese no tiene la gran cruzde Isabel la Católica…."

Las damas reían y celebraban los chistes. Pero en el fondo, sea por eldiscurso del médico o porque la mina volviera a inspirarles temor,sentíase un vago malestar. Todos los ojos brillaron con alegría cuandose anunció que la jaula les esperaba. Los últimos que ascendieron oyeronpoco después de comenzar la ascensión un canto lejano que rápidamente sefué aproximando, sonó muy cerca de ellos como si cantaran a su lado yrápidamente también se alejó perdiéndose allá en el fondo sin quehubiesen visto a nadie. Fué de un efecto fantástico. Lo que oyeron erauna playera andaluza cuya letra decía: Río arriba, río arriba, nunca el agua subirá; que en el mundo, río abajo, río abajo todo va.

Un ingeniero manifestó con indiferencia:

—Es una cuadrilla de mineros que baja en la jaula que sirve decontrapeso a ésta.

—¡Lo ve usted, condesa!—exclamó Salabert en tono triunfal dirigiéndosea la condesa de la Cebal—.

Cuando tienen humor para cantar, no serántan desgraciados como usted supone.

La condesa calló un instante, y dijo al cabo sonriendo tristemente:

—La copla no es muy alegre, duque.

Esto se hablaba en el compartimiento superior. En el inferior, Escosuradecía con tono desdeñoso al director de las minas:

—¿Sabe usted que ese jovencito médico ha estado bastante imprudente alemitir sus ideas materialistas?

—Materialista no sé si es. Lo que hace gala de ser, y por eso le adoranlos operarios, es socialista.

—¡Peor que peor!

—La verdad es—dijo Peñalver dando un suspiro—que del fondo de unamina se sale siempre un poco socialista.

A las nueve de la noche, después de comer en Villalegre, partió el trenespecial que debía conducirlos a Madrid. Todos volvían muy contentos dela excursión. Esperaban extasiar a sus amigos con el relato del banquetesubterráneo. El único que padecía entre ellos era Raimundo. Lasalternativas de alegría y dolor por que Clementina le hacía pasar con sucoquetería le tenían destrozado el corazón.

Ultimamente, viéndole tan triste, tan fatigado, la hermosa había tenidopiedad, le había hecho sentar a su lado en el coche, y sin escándalo delconcurso (porque estaban curados de espantos) había charlado casi todala noche con él y al fin se había dormido dejando caer la cabeza sobresu hombro.

Aunque el tren arrastraba un

sleeping-car

, pocos habían hecho uso deél. La mayor parte prefirió quedarse en los salones de tertulia. Sólo alamanecer, el sueño los fué rindiendo a todos y se quedaron transpuestosen su asiento adoptando posturas caprichosas, algunas de ellas pocoestéticas.

Ramoncito Maldonado estaba en el pináculo de su gloria y fortuna.Esperancita, a juzgar por todas las apariencias, le amaba. Encontrábasedespegado, por decirlo así, de la tierra, no sólo a causa de laelevación natural de su alma, sino por la voluptuosidad del triunfo. Sufaz municipal resplandecía como la de un dios.

¡Atrás para siempre todaslas luchas, todos los obstáculos que amargaran su preciosa existenciahasta entonces! Exento para siempre de la servidumbre del dolor, comolos inmortales, gozaba sereno, majestuoso, de su apoteosis.

También se había sentado al lado de la amada de su heroico corazón, y lehabló durante algunas horas, con dulce sosiego, de las jacas inglesas yde las grandes batallas que a la sazón se libraban en el seno de lacorporación municipal, en las cuales él tomaba una parte tan activa.Hasta que, mecida por aquella plática suave, insinuante, la cándida niñaquedó dulcemente dormida con la cabeza reclinada en el almohadón.

Ramoncito Maldonado velaba. Velaba y meditaba en su suerte feliz. Laaurora divina, escalando las alturas de la sierra lejana, cruzando convuelo raudo la llanura, levantaba con sus rosados dedos las cortinillasdel carruaje y esparcía una tenue y discreta claridad, sin que élhubiese dejado de pensar en su dicha.

Esperancita abrió los ojos y le dirigió una tierna sonrisa de amor, quehizo vibrar hasta las últimas cuerdas de su alma poética.

La alondra cantó en aquel instante. Entonces, en Ramoncito, el dios sefué separando cada vez más del hombre. Ebrio de amor y felicidadtambién, cantó en el oído de la niña, con voz temblorosa, una porción defrases incoherentes, hijas de su locura divina. La niña cerró los ojospara escuchar mejor aquella música armoniosa….

Cuando hubo agotado los superlativos del diccionario para pintar suamor, el sublime concejal quiso terminar su obra de seduccióndesplegando ante la hermosa todas las grandezas que podíaproporcionarle, como hizo Satanás con Jesús. "Era hijo único: sus padrestenían ciento diez mil reales de renta: en las próximas elecciones adiputados a Cortes se presentaría candidato por Navalperal, donde teníafamilia y hacienda, y saldría con poco que el Gobierno le ayudase: comoel partido conservador estaba necesitado de jóvenes de valer, creía queen breve plazo podría ser subsecretario: y ¡quién sabe! acaso más tarde,en una combinación, podría obtener siquiera la cartera de Ultramar…."

La niña escuchaba siempre con los ojos cerrados. Ramoncito, cada vez másinflamado, al terminar esta brillante enumeración se inclinó hacia suadorada y le preguntó en voz baja y conmovida:

—¿Me quieres, preciosa, me quieres?

La niña no contestó.

—¿Me quieres? ¿me quieres?—volvió a preguntar.

Esperancita, sin abrir los ojos, respondió al fin secamente:

—No.

XIV

#Una que se va.#

Algunas semanas después, la enfermedad de D.ª Carmen se agravóextremadamente. Ya no cabía duda a los médicos de que su fin estaba muypróximo. La postración era absoluta. No le quedaba en el rostro más quela piel y sus grandes ojos tristes y benévolos que se fijaban conextraña intensidad en cuantos se acercaban a ella, cual si tratase deleer en las fisonomías el terrible secreto de su muerte. Con tal motivoasomaban la cabeza mil pasiones sórdidas en el alma de los que másdebieran tenerla atribulada.

Salabert pensaba con disgusto en laherencia que revertía a su hija. Hizo nuevos esfuerzos para que suesposa revocase el testamento, pero inútilmente. Por primera vez en suvida D.ª Carmen daba señales de gran firmeza de carácter. Aunque incapazde vengarse había tal vez en su empeño cierto deseo de terminar laexistencia con un acto de justicia. Una vida de completa sumisión, sinoponer el más mínimo obstáculo a la voluntad de su marido, a sus planeseconómicos, ni a sus pasiones ilícitas, bien merecía que a la hora de lamuerte reivindicase su libertad para satisfacer los impulsos delcorazón. Osorio espiaba silenciosamente, con disimulada ansiedad, losprogresos de la enfermedad, cuyo desenlace arrastraría consigo a la vezel término de sus apuros. D.ª Carmen se desprendería de su envolturacarnal y él de sus acreedores. La misma Clementina, objeto predilecto dela ternura de la angelical señora, no podía menos de gozar con laperspectiva de tanto millón como iba a caer en sus manos. Procurabasofocar sus deseos, apagar la impaciencia; mas a despecho suyo un diablotentador hacía brincar su corazón de gozo cada vez que tal pensamientole acudía al cerebro.

Con astucia infernal, Salabert hacía lo posible por introducir ladesconfianza en el ánimo de su esposa. Unas veces de un modo solapado,otras cínico y brutal, vertía en su alma el veneno de la sospecha.Clementina y Osorio esperaban su muerte como agua de Mayo. ¡Quédesahogados quedarían cuando pagasen todas sus trampas! Y hasta otra: ¡avivir, a gozar con el dinero de la infeliz señora! Esta permanecía muda,indignada ante las malévolas insinuaciones de su marido. Pero en su almaentristecida y debilitada por la enfermedad, la punta de aquella aceradaflecha se rev

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