La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Ya que estuvo poblado, la marquesa les invitó apasar al oratorio y así lo hicieron. Las señoras se colocaron cerca delaltar, donde todas tenían preparados sendos y lujosos reclinatorios: loscaballeros permanecieron detrás y sólo tenían un almohadón de terciopelopara arrodillarse. Comenzó la sesión rezando todos el Rosario detrás delpadre Ortega. Las señoras lo hicieron con una compostura y unrecogimiento que edificaba: las ebúrneas manos, donde los diamantes yesmeraldas lanzaban destellos, cruzadas humildemente; la hermosa cabezahundida en el pecho. Estaban irresistibles.

Aunque no fuese más que porgalantería, el Supremo Hacedor estaba obligado a concederles lo quepedían. No era la menos humilde, la menos bella y edificante, PepaFrías. La mantilla negra iba admirablemente a sus cabellos rubios y a sutez blanca y sonrosada. Lo mismo decimos de Clementina Salabert, que eramás esbelta, más delicada de facciones y que no le cedía nada en latersura y brillo de la tez. Aquellas actitudes lánguidas y artísticasque las damas adoptaban, debían de estar destinadas a mover la VoluntadDivina. Pero como un fin enteramente secundario también tenían porobjeto la edificación de los fieles salvajes que las contemplaban. Y sipor casualidad hubiese entre ellos algún librepensador ¡qué confusión yvergüenza se apoderarían de su ánimo al ver que el Señor tenía de sulado a lo más distinguido y elegante de la

high life

madrileña!

Terminado el Rosario, dos de las más espirituales tertulianas subieron ala pequeña tribuna acompañadas de un salvaje barítono y de otro quetecleaba el piano y cantaron uno de los más preciosos números del

Stabat Mater

de Rosini. Al escucharles todas aquellas almas místicassintieron la nostalgia del teatro Real, de la Tosti y de Gayarre. Seconfesaron con dolor que si en el Paraíso celeste había tantosinteligentes como en el de la plaza de Isabel II, la

pita

que en aquelinstante estaban dando a sus amiguitos debía de ser monumental. Aseguida del canto vino la plática o conferencia del padre Ortega.Acomodóse el sabio escolapio en un rico sillón de ébano y marfil en elcentro de la capilla. Rodeáronle las señoras sentadas en sillitas ycojines; acercáronse los caballeros formando en segunda fila. Después demeditar unos minutos para recoger las ideas, comenzó a exponer con vozsuave y palabra lenta y solemne algunas consideraciones acerca de lafamilia cristiana. Ya sabemos que el padre Ortega era un sacerdote a laaltura de la civilización contemporánea.

Al hablar de la familia estuvoprofundo y elocuente. Para el padre Ortega lo que constituía la familiaera el respeto y el amor a la tradición, el respeto y el amor a losantepasados. "La familia es una tradición; tradición de glorias, denombres, de honores, de virtudes y de recuerdos; y todo eso significauna misma cosa; amor, estimación y respeto a los mayores, es decir, a lomás generoso y conservador que hay en la familia". Con este motivo elconferenciante tronó contra la revolución, contra ese viento que sopladel infierno para destruir todo lo antiguo y glorificar lo nuevo, contraese desprecio bárbaro de las costumbres, de las leyes, de lasinstituciones, de las glorias de nuestros antepasados. "La revoluciónlleva escrito en su bandera:

desprecio a los mayores

. ¿Cómo no, si lascreencias antiguas, las costumbres antiguas, las instituciones antiguas,las aristocracias antiguas, a pesar de lo que en ellas, como en todo lohumano, puede echarse de menos, representan el trabajo de nuestrosantepasados, la inteligencia, la gloria, el alma, la vida y el corazónde nuestros padres? Y siendo así, ¿cómo la ciencia revolucionaria quelanza sobre todas las cosas antiguas sus estúpidos desdenes, no había delanzar también sobre los antepasados sus groseros desprecios?"

Unprincipio de disolución de la familia es el ataque que se dirige por lasescuelas revolucionarias a la propiedad. Esta agresión no sólo es unatentado directo contra la sociedad, sino que es un atentado todavía másdirecto contra la familia. "La propiedad, la herencia y el patrimonio,¿qué son sino el culto de los antepasados y el amor a los hijos? Lapropiedad es el presente, el pasado y el porvenir de la familia; es ellugar donde crece y se dilata en el tiempo; es el suelo que aseguraronlos abuelos que se van, puesto hoy bajo las plantas de la posteridad quese eleva bendiciéndolos".

Cerca de una hora estuvo el sabio escolapio asentando sobre sólidasbases la existencia de la familia cristiana. Estas bases no eran otrasque la religión, la propiedad y la tradición. Hablaba con autoridad, enun tono sencillo y persuasivo, con palabra atildada y correcta. Elauditorio le escuchaba atento, sumiso, convencido de que era el EspírituSanto quien por boca del venerable sacerdote les ordenaba tener muchocuidado con la tradición, con la religión, y sobre todo con lapropiedad. Este sublime pensamiento les edificaba de tal modo, que elconde de Cotorraso y algunos otros grandes propietarios que allí había,se sentían unidos eternamente al Ser Supremo por el vínculo sagrado dela propiedad territorial y se prometían combatir por ella heroicamente yoponerse en el Senado a toda ley que directa o indirectamente atentara asu integridad.

Al terminar el escolapio se le cumplimentó con sonrisas y reprimidasexclamaciones de entusiasmo.

Todos hablaban en voz de falsete respetandoel sagrado del recinto. La señorita correosa que había preguntado antesqué sería de ella si el padre Ortega le faltase, corrió a tomarle lamano y se la besó repetidas veces con arrebato que hizo cambiar algunasmiradas de burla a los circunstantes. El padre se la retiró bruscamentecon visible desagrado. Y otra vez subieron a la tribuna varias damas ycaballeros, y

ejecutaron

, en toda la extensión de la palabra, algunasmelodías religiosas de Gounod.

Al fin salieron del oratorio todas aquellas almas beatas y se dirigieronal salón.

La marquesa de Alcudia, cuya voluntad no podía estar jamás en reposo, sedispuso a cumplir lo que había prometido a su sobrino. Este la vióllamar aparte a Mariana y salir con ella. Al cabo de un rato ambasvolvieron. Castro comprendió que se había hablado de él, en la miradatímida y afectuosa que la esposa de Calderón le dirigió al entrar. Luegoobservó que la marquesa se retiraba hacia un rincón con el padre Ortegay hablaban reservadamente. Sospechó que también él estaba sobre eltapete. El sacerdote le dirigió dos o tres miradas con sus ojos vagos demiope. No se había acercado a Esperancita en todo el tiempo, pero delejos se miraban y se sonreían. La niña parecía sorprendida de aquellaactitud reservada.

Pepe la había festejado bastante en los últimos días.Comenzó a inquietarse. Al fin, ella misma vino hacia él.

—No ha estado usted anoche en el Real. ¿Guarda usted la Cuaresma?

—¡Oh, no!—dijo riendo el joven—. Es que me dolía un poco la cabeza yme acosté temprano.

—¡Claro! ¿qué había de suceder? Por la tarde montaba usted un caballoque no cesaba de saltar. Hubo un momento en que pensé que le tiraba.

Castro sonrió lleno de condescendencia. La niña se apresuró a decir:

—Ya sé que es usted un gran jinete; pero de todos modos, siempre puedesuceder una desgracia.

—¿Qué hubiera usted hecho si me hubiese tirado?—preguntó él mirándolaa los ojos fijamente.

—¡Qué sé yo!—exclamó la niña alzando los hombros y ruborizándose.

—¿Daría usted un grito?—insistió sin dejar de mirarla.

—¡Vaya unas preguntas extrañas que usted hace!—dijo Esperancita másruborizada cada vez—. Lo daría quizá … o no lo daría….

En aquel momento se acercó la marquesa de Alcudia llamándola.

—Esperanza, tengo que decirte una cosa….

Y al pasar junto a su sobrino, murmuró muy bajo:

—¡Prudencia, Pepe! Esos apartes no están en el programa.

Al verlas alejarse y salir de la estancia, otro hombre menos superiorsentiría alguna inquietud, cierto anhelo por saber lo que iba a pasar enaquella conferencia memorable. Pero nuestro joven estaba tan por encimadel vulgo en estas y otras materias, que se puso a bromear con las damascon la misma tranquilidad que si Esperancita y la marquesa se hubiesenido a hablar de modas. Cuando al cabo de un rato tornaron a entrar, laniña de Calderón tenía la carita encendida, los ojos brillantes, con unaexpresión sumisa y dichosa a la vez, que si no temiéramos cometer unaprofanación en viernes de Cuaresma, compararíamos a la de la VirgenMaría cuando el ángel Gabriel le anunció que concebiría del EspírituSanto.

Continuó la reunión con un carácter semirreligioso. Aquellos espíritusascéticos no podían olvidarse de que era un día consagrado por laspenitencias de Jesús en el desierto. En su consecuencia, las niñas quese acercaron al piano abstuviéronse de cantar el vals de La BujíaElegante

. Sus gargantas piadosas no modularon más que el

Ave María

deSchubert, la de Gounod y otras piezas donde se exhala el amor divino. Sehablaba y se reía con discreción, bajando el tono. Si algún pollo sedesmandaba un poco de palabra, las damas le llamaban al ordenrecordándole que en viernes de Cuaresma no se debe aludir a ciertascosillas prohibidas. El espíritu de Dios estaba en la asamblea, a juzgarpor la gran conformidad, por la dulce serenidad con que todos seresignaban a vivir en este valle de lágrimas. Una sonrisa feliz vagabapor los labios de ellas y ellos. Entre cánticos melodiosos, entre amenaspláticas y bromas delicadas se pasó la tarde. Los revisteros podíandecir, sin faltar a la verdad al día siguiente, que los "viernes delSupremo Hacedor"

eran deliciosos, y que la marquesa de Alcudia hacía loshonores en su nombre con exquisita amabilidad.

Al cabo, la piadosa reunión se dispersó. Todas aquellas almasbienaventuradas y temerosas de Dios salieron del palacio de Alcudia y sedirigieron a sus moradas, donde les aguardaba la sopa de tortugahumeante, el salmón con salsa mayonesa, las ricas ensaladas de col deBruselas y las apetitosas bouchées de crevettes

. La oración dequietud, aquellas horas de unión contemplativa con la Divinidad, leshabía abierto de par en par el apetito. No hay nada que vigorice elestómago como la convicción de tener de su parte al Omnipotente y laesperanza fundada de que más allá de esta vida, si hay fuego ytormentos eternos para los pelagatos y descamisados que se atreven adiscutirle, para las familias cristianas, esto es, para las que tienenreligión y propiedad y antepasados, no puede haber más que bienandanza,una eternidad de salmón con mayonesa y de

crevettes a la parisienne

.

XIII

#Viaje a Riosa.#

El duque de Requena había dado la última sacudida al árbol. La naranjacayó en sus manos dorada y apetitosa. En un momento dado sus agentes deParís, Londres y Madrid adquirieron más de la mitad de las acciones deRiosa. La gerencia vino pues a sus manos, o, lo que es igual, la mina.Algunos habían sospechado ya el juego; se resistían a vender, sobre todoen Madrid, donde el carácter del banquero era conocido. A no apresurarsea dar el golpe decisivo, seguramente las acciones hubieran subido. Lleraolfateó el peligro y dió la señal de avance. ¡Qué día más feliz para elasturiano aquel en que se recibieron los telegramas de París y Londres!Su cara angulosa resplandecía como la de un general que acaba de ganaruna batalla. Sus largas, descomunales extremidades se movían como lasaspas de un molino, al dar cuenta del suceso a los hombres de negociosque había acudido a casa del duque en demanda de noticias.

Fluíansonoras, homéricas carcajadas de su pecho levantado de esternón como elde un pollo: abrazaba a los amigos hasta asfixiarlos, y cuando el duquele dirigía alguna pregunta respondíale con cierto desdén desde la alturade su gloria. Y sin embargo, en aquel colosal negocio, él no llevaba niun medio por ciento. Ni una sola peseta de tantos millones de ellas comoiban a salir por la boca de la mina, vendría a caer en sus manos.

¡Peroqué importa! Sus cálculos se realizaban, aquella intriga seguida consigilo, con perseverancia, con maravillosa actividad y talento llegó aldesenlace apetecido. Su alegría era la del artista que triunfa,comparados con la cual todos los goces sórdidos de la tierra no valen uncomino.

Los del duque no fueron todos de esta especie. También su vanidad sesintió halagada por aquel ruidoso triunfo. Pensaba sinceramente quehabía llevado a cabo una empresa maravillosa digna de ser esculpida enmármoles y cantada por los poetas. Lo que en pura verdad no pasaba deuna estafa consentida por las leyes, por una extraña aberración delsentido moral se transformaba en gloriosa manifestación de lainteligencia, no sólo a sus propios ojos, sino a los de la sociedad.Para festejar el éxito y también para enterarse por sí mismo de lasreformas que debían llevarse a cabo a fin de que la mina produjese loque tenía pensado, proyectó una excursión con los ingenieros y algunaspersonas de su intimidad. Al principio no pensó en llevar consigo más deocho o diez. Poco a poco se fué ampliando el número, de suerte que alllegar el día de la marcha pasaban de cincuenta los convidados. Esteaumento era debido principalmente a la iniciativa de Clementina, a quiensedujo la idea de aquel viaje. Lo que en el pensamiento del duque habíasido una excursioncita modesta, familiar, en el de su encopetada hijaadquirió el carácter de un acontecimiento público, un viaje resonante yostentoso que preocupó algunos días a la sociedad elegante.

Salabert hizo poner un tren especial para sus convidados. Unos díasantes había mandado los criados y las provisiones. Todo debía estarpreparado para recibirles dignamente. Corría el mes de mayo.

Empezaba asentirse el calor. A las nueve de la mañana se veía en las inmediacionesde la estación de las Delicias una multitud de carruajes de lujo, de loscuales salieron las damas y los caballeros ataviados según lascircunstancias; ellas con vistosos trajes de fantasía para lasexcursiones campestres, ligeros y claros; ellos de americana y hongo,pero imprimiendo en este sencillísimo traje el sello de su capricho,procurando, como es justo, apartarse de los hongos y americanasconocidos hasta el día. Quién llevaba un terno de franela blanca como elampo de la nieve con guantes y sombrero negros; quién lo lucía de colorde lagarto con un sombrerito azul de alas microscópicas; quién, por fin,había creído oportuno vestirse de

tricot

negro con guantes, botines ysombrero blancos. Muchos llevaban colgados de los hombros por correascharoladas magníficos gemelos para que no se les escapasen los mínimosdetalles del paisaje. Y

abundaban asimismo los bastones alpestres comosi marchasen a alguna expedición peligrosa al través de las montañas.

El tren especial constaba de dos coches-salón, un

sleeping-car

y unfurgón. Con la algazara que el caso requería se fué acomodando en losprimeros aquella crema delicada de la salvajería madrileña. Predominabanlos hombres. Las damas se habían retraído por no hallar suficiente gratala perspectiva de visitar una mina. Pero aún había bastantes paraamenizar la excursión, y entorpecerla también. Estaban allí las que dealgún modo por sus padres o maridos se relacionaban con el negocio, comola esposa y la hija de Calderón, la chica de Urreta, la señora de Biggs,Clementina Salabert y otras. Al lado de éstas algunas que por amistadíntima con ellas se habían decidido a acompañarlas, como Pacita yMercedes Alcudia, cuya amistad con Esperancita era notoria.

Estabantambién aquellas que no podían faltar dondequiera que hubiese holgorio,verbigracia: Pepa Frías, Lola Madariaga, etc. Había hombres de negocios,personajes políticos, títulos rancios y nuevos.

Al montar en el trenpodía observarse la solicitud servil de los empleados de la estación, laextrema turbación que en aquel recinto producían los poderosos de latierra.

Al fin, el más poderoso de todos, el egregio duque de Requena sacó elpañuelo y lo agitó en la ventanilla.

Sonó un pito, respondió la máquinacon prolongado y fragoroso ronquido, y resoplando y bufando, el trencomenzó a mover sus anillos metálicos y a arrastrarse lentamentealejándose de la estación. Los convidados, desde las ventanillas,saludaban con los pañuelos a los que habían ido a despedirles.

Granagitación y algazara en los coches, apenas se encontraron corriendo porlos campos yermos de la provincia de Madrid. Todo el mundo hablaba envoz alta y reía: esto y el ruido del tren hacía que apenas seentendieran. Poco a poco se fué operando, sin embargo, en aquellaasamblea el fenómeno químico de la afinidad electiva. El duque se viórodeado, en una berlina o mirador que había en la trasera del coche, devarios personajes de la banca y la política. Clementina, Pepa Frías,Lola Madariaga y otras damas formaban grupo conversando con losaficionados a la charla desenvuelta y picante, Pinedo, Fuentes,Calderón. Las niñas y los pollastres se decían mil frases espiritualesque les regocijaba hasta un grado indecible. Una de las cosas que másalegría les causó fué la aparición de Cobo Ramírez en la ventanilla conla gorra galoneada de un empleado exigiéndoles el billete. Cobo estabaen el otro salón y había venido por el estribo, arriesgándose un poco,pues el tren llevaba extraordinaria velocidad. Se le acogió conaplausos. Las chicas enviaron recaditos a sus vecinas las del otrocoche. Los pollos escribieron cartas de declaración. De todo se encargóel primogénito de Casa-Ramírez, quien iba y venía de un coche a otro congran firmeza a pesar de su obesidad. Esto les divirtió un rato. Losbilletes amorosos escritos con lápiz se leían en voz alta y provocabanlos aplausos y la risa.

Raimundo charlaba con el mejicano de las vacas y con Osorio. Este habíallegado a mirarle con cierta benevolencia. De los amantes de su mujerera el que había hallado más simpático y más inocente.

Aunque niño en laapariencia, observaba que era inteligente, instruído, cualidades quehasta entre salvajes concede cierto prestigio a la persona. Nuestrojoven había concluído por adaptarse bastante bien al medio en que hacíatiempo vivía. No sólo en su traje podían observarse los refinamientos dela moda secundada por la propia fantasía, sino que en su trato y en susmodales se iba operando un cambio visible. En sus relaciones conClementina continuaba siendo el niño tímido, el mismo esclavo sumiso quevivía pendiente de un gesto o una mirada de su dueño. El amor echaba ensu corazón cada vez más hondas raíces. Pero en el comercio social sehabía ido atemperando a lo que en torno suyo veía. Hizo lo posible porreprimir los ímpetus de su naturaleza expansiva y afectuosa: adoptó uncontinente grave, impasible, ligeramente desdeñoso: procuró burlarse decuanto se decía en su presencia, como no tocase a los usos y fueros dela salvajería: adquirió un cierto tonillo irónico, semejante al de suscompañeros de club. Y sobre todo se guardó muy bien de emitir ningunaidea científica o filosófica, pues por experiencia sabía que esto era loque no se perdonaba en aquella sociedad. Hasta procuró refrenarse cuandoalguno de aquellos jóvenes le inspiraba más simpatía y afecto que losotros. El cariño es en sí ridículo y precisa guardarlo en el fondo delcorazón. De otra suerte se exponía a que el mismo objeto de susexpansiones cariñosas le respondiese con alguna cuchufleta como lesucedió más de una vez. Gracias a estas diligencias y a tal aprendizajeque fué para él rudo, logró que se le respetase algo más, que se lemirase como hombre chic

, suprema felicidad a que no es fácil llegar enesta mísera existencia planetaria.

Cuando Cobo hubo realizado varios de aquellos viajes de un coche a otro, que no dejaban de ser peligrosos por la velocidad del tren, Lola Madariaga, fijando una mirada burlona, primero en Clementina, luego en Alcázar, dijo a éste:

—Alcázar, ¿se atreve usted a ir a pedir a la condesa de Cotorraso sufrasco de sales? Me siento un poco mareada.

Raimundo era, como ya sabemos, un chico débil, que no había tenido laeducación gimnástica de los jóvenes aristócratas, sus amigos. Aquelviajecito por el estribo, con la marcha rapidísima del tren, que paraellos era cosa baladí, para él, que sentía vértigos al atravesar unpuente o subir a una torre, era realmente peligrosísimo. Así locomprendió y vaciló un instante, pero la honrilla le hizo responder:

—Voy al momento, señora.

Y se dispuso a dar cumplimiento al encargo. Pero Clementina, que habíafruncido el entrecejo al oir la exigencia de su amiga, le detuvoexclamando con energía:

—¡No vaya usted, Alcázar! Ya se lo encargaremos a Cobo cuando vuelva.

El joven vaciló todavía con la mano en la portezuela; pero Clementinarepitió aún con más fuerza, y ruborizándose:

—No vaya usted. No vaya usted.

Raimundo manifestó sonriendo a Lola:

—Perdone usted, señora. Hoy no puedo ser lacayo sino de Clementina.

Otro día tendré el honor de serlo de usted.

Ni la carcajada de Lola, ni la sonrisa burlona de las otras damasconsiguieron extinguir la emoción gratísima que el vivo interés de suamada le hizo experimentar.

Ramoncito Maldonado se hallaba en el otro coche acompañando aEsperancita, a su madre y a otras damas y damiselas a quienes tenía eldecidido propósito de encantar con su plática. Les contaba, esforzándoseen dar a su palabra un giro parlamentario, ciertos curiosos incidentesde las últimas sesiones del Ayuntamiento. Manejaba ya perfectamentetodos los lugares comunes de la oratoria municipal y conocía hasta lomás profundo el tecnicismo reglamentario. Hablaba de orden del día,votos de confianza, particulares, nominales, secretos, proposicionesincidentales, previas, y de no ha lugar a deliberar, interpelaciones,preguntas

, etc., etc., como si fuese el inventor de este aparatomaravilloso del ingenio humano. Conocía ya las Ordenanzas municipalescomo si las hubiese parido. Trataba las cuestiones de aforos, rasantes,alcantarillado, decomisos, etc., etc., que daba gloria oirle.Finalmente, como hombre desmedidamente ambicioso que era, se habíametido en una conjuración contra el alcalde, de la cual pensaba sacar sunombramiento de individuo de la comisión de paseos públicos. Hacía yatiempo que sostenía una lucha sorda, pero terrible, con Pérez, otroconcejal no menos ambicioso, para obtener este puesto, en el cual susgrandes dotes de innovador podrían brillar espléndidamente. El Retiro,Recoletos, la Castellana, el Campo del Moro esperaban un redentor queles diese nueva y deslumbrante vida, y este redentor no podía ser otroque Maldonado. En el fondo de su cerebro, entre otros mil proyectosportentosos, había uno audacísimo que no se atrevía a comunicar a nadie,pero que incubaba con particular cariño, resuelto a luchar por él hastael fin de sus días. Este proyecto era nada menos que el de trasladar lafuente de Apolo del Prado al centro de la Puerta del Sol. ¡Y que unmercachifle indigno como Pérez, de criterio estrecho, sin gusto y sinestética, se atreviese a disputarle el puesto!

Cuando más embebido estaba, dando cuenta de la habilísima intriga quehabían urdido para dar un voto de censura al alcalde, Cobo ¡su eternoestripacuentos! acercóse al grupo, y después de escuchar un momento, leatajó diciendo:

—Vaya, Ramón, no te des tono. Ya sabemos que en el Ayuntamiento norepresentas nada. González te lleva por las narices adonde le da lagana.

Fué aquél un golpe rudo para Maldonado. Considérese que estaba delantede Esperancita y de otra porción de señoras y señoritas. Tan rudo fuéque le aturdió como si le hubiesen dado en la frente con una maza.

Sepuso lívido, sus labios temblaron antes de poder articular una palabra.Por fin, dijo con voz alterada:

—¿A mí González?… ¿Por las narices? ¡Estás loco!… A mí no me llevanadie por las narices … y mucho menos González.

Pronunció las últimas palabras con afectado desprecio. Negó a Gonzálezpor la misma razón que San Pedro negó a su Maestro, por el pícaroorgullo. La conciencia le decía que faltaba a la verdad, aunque nocantase el gallo. González era el

leader

de la minoría municipal, yRamoncito le tenía en el fondo del alma una gran veneración.

—¡Anda, anda! ¡si querrás negarme que González te maneja como unmaniquí! ¡Estaríais buenos los disidentes si no fuese por él!

Ramoncito recobró súbito el uso de la palabra, y tan plenamente quepronunció más de mil en pocos minutos, con ímpetu feroz, soltandoespumarajos de cólera. Rechazó como debía aquella absurda especie delmaniquí y explicó cumplidamente la significación que González teníadentro del municipio y la posición que él mismo ocupaba. Pero lo hizocon tal exaltación y ademanes tan descompuestos que las damas lecontemplaban sorprendidas y risueñas.

—¡Pero este Ramoncito qué genio tiene!… ¡Quién lo diría!… Vamos, Cobo, no le maree usted más, que puede ponerse malo.

La compasión de las señoras le llegó al alma al enfurecido concejal.Callóse de pronto, y crujiendo los dientes de un modo lamentable, seencerró lo menos por una hora en un silencio digno y temeroso.

En una estación secundaria, en medio de campos yermos y dilatados queformaban, como el mar, horizonte, se detuvo el tren para que losviajeros pudiesen almorzar. Los criados del duque, enviados delante, lotenían todo preparado a este fin. Ramoncito se convirtió en caballero servant

de Esperancita. Esta se dejaba obsequiar con semblantebenévolo, lo cual le tenía medio loco de alegría.

La razón de estacondescendencia era que Pepe Castro no había venido por mandato expresode su tía la marquesa de Alcudia. Las negociaciones matrimoniales,llevadas con gran sigilo, exigían cada vez más prudencia. Como Maldonadoera tan íntimo amigo del dueño de su corazón, Esperancita sentía ciertodeleite teniéndole a su lado. Al mismo tiempo evitaba que le fuesenllevando cuentos sobre si hablaba con el conde de Agreda o con Cobo.¡Pobre Ramón! ¡Cuán ajeno estaba de estas complicadas psicologías!

Montaron de nuevo en el tren. Siguieron caminando al través de llanurasinterminables, amarillentas, sin que a ninguno se le ocurriese enderezarhacia el paisaje los magníficos gemelos ingleses. Y llegaron a Riosapoco antes del oscurecer. Las minas de Riosa están situadas en el centrode dos cumbres poco elevadas, estribaciones de una famosa sierra.Rodéanlas por todas partes terrenos ásperos, lomas y colinas de escasaelevación, donde abundan, no obstante, las quebraduras y asperezas quele dan aspecto triste y siniestro. Entre aquellas dos cumbres hay unavilla edificada desde la más remota antigüedad. Nuestros viajeros nollegaron a ella. Detuviéronse dos kilómetros más atrás, en un burgodenominado Villalegre, donde los ingenieros y empleados habían situadosu domicilio para sustraerse a las emanaciones mercuriales y sulfurosasque envenenan lentamente, no sólo a los mineros, sino a los vecinos deRiosa. Se hallaba separado de ésta por una colina y ofrece, con la villade las minas, notable contraste. Riega sus terrenos un riachuelo y lofecunda y lo convierte en ameno jardín, donde crecen en abundancia loslirios silvestres, el jazmín y el heliotropo y sobre todo las rosas deAlejandría, que han tomado allí carta de naturaleza como en ninguna otraregión de España. Los aromas penetrantes del tomillo y del hinojoembalsaman y purifican el ambiente. Lo mejor y más florido de estosterrenos pertenecía a la Compañía. Separada de la aldea como unostrescientos pasos y en el centro de un parque se levanta soberbiafábrica de piedra. Es la habitación del director y el centroadministrativo de las minas. No lejos, diseminados a uno y otro lado,hay unos cuantos pabelloncitos con su jardín enverjado. Moran allíalgunos empleados de la administración y algunos facultativos, aunquelos más de éstos tienen su domicilio en Riosa.

Villalegre no tiene estación. El tren se detuvo cerca de la carreteraque va a la capital de la provincia. Allí les esperaban algunos cochesque los condujeron en diez minutos al palacio de la Dirección. A lapuerta del parque y en las inmediaciones había una muchedumbre quesaludó a la comitiva con vivas apagados. Eran los obreros, los que noestaban de tarea, a quienes el director había hecho venir desde Riosacon tal objeto.

Todos ellos tenían la tez pálida, terrosa, los ojosmortecinos: en sus movimientos podía observarse, aun sin aproximarsemucho, cierta indecisión que de cerca se convertía en temblor. Labrillante comitiva llegó a tocar aquella legión de fantasmas (porquetales parecían a la luz moribunda de la tarde). Los ojos de las hermosasy de los elegantes se encontraron con los de los mineros, y si hemos deser verídicos, diremos que de aquel choque no brotó una chispa desimpatía. Detrás de la sonrisa forzada y triste de los trabajadores, unhombre observador podía leer bien claro la hostilidad. El cortejo deSalabert atravesó en silencio por medio de ellos, con visible malestar,los rostros serios, y con cierta expresión de temor. Las damas seapretaron instintivamente contra los caballeros. Al entrar en el parquemurmuraron algunas: "¡Dios mío, qué caras!" Ellos respiraron consatisfacción al verse libres de aquellas miradas profundas ymisteriosas.

<