#Presentación de la farándula.#
A las tres de la tarde el sol enfilaba todavía sus rayos por la calle deSerrano bañándola casi toda de viva y rojiza luz, que hería la vista delos que bajaban por la acera de la izquierda más poblada de casas.
Mascomo el frío era intenso, los transeuntes no se apresuraban a pasar a laacera contraria en busca de los espacios sombreados: preferían recibirde lleno en el rostro los dardos solares, que al fin, si molestaban,también calentaban. A paso lento y menudo, con el manguito de rica pielde nutria puesto delante de los ojos a guisa de pantalla, bajaba a talhora y por tal calle una señora elegantemente vestida. Tras sí dejabauna estela perfumada que los tenderos plantados a la puerta de suscomercios aspiraban extasiados, siguiendo con la vista el foco de dondepartían tan gratos efluvios. Porque la calle de Serrano, con ser la másgrande y hermosa de Madrid, tiene un carácter marcadamente provincial:poco tráfago; tiendas sin lujo y destinadas en su mayoría a la venta delos artículos de primera necesidad; los niños jugando delante de lascasas; las porteras sentadas formando corrillos, departiendo en voz altacon los mancebos de las carnicerías, pescaderías y ultramarinos. Asíque, no era fácil que la gentilísima dama pasara inadvertida como en lascalles del centro. Las miradas de los que cruzaban como de los que seestaban quietos posábanse con complacencia en ella. Se hacíancomentarios sobre los primores de su traje por las comadres, y se decíanchistes espantosos por los nauseabundos mancebos, que hacían prorrumpiren rugidos de gozo bárbaro a sus compañeros. Uno de los más salvajes ypringosos vertió en su oído, al cruzar, una de esas brutalidades queenrojecería súbito el cutis terso de una
miss
inglesa y le haríallamar al
policeman
y hasta quizá pedir una indemnización. Peronuestra valiente española, curada de melindres, no pestañeó siquiera:con el mismo paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvode la calle, continuó su carrera triunfal. Porque lo era a no dudarlo.Nadie podía mirarla sin sentirse poseído de admiración, más aún que porsu lujoso arreo, por la belleza severa de su rostro y la gallardía de lafigura.
Llegaría bien a los treinta y cinco años. El tipo de su rostroextremadamente original. La tez, morena bronceada; los ojos azules; loscabellos de un rubio ceniciento. Pocas veces se ve tan extraña mezcla derazas opuestas en un semblante. Si a alguna se inclinaba era a laitaliana, donde tal que otra, suele aparecer esta clase de figuras quesemejan
ladies
inglesas cocidas por el sol de Nápoles. En ciertoscuadros de Rafael hay algunas que pueden dar idea de la de nuestra dama.
La expresión predominante de su rostro en aquel momento era la de unorgulloso desdén. A esto contribuía quizá la luz del sol, que leobligaba a fruncir su frente tersa y delicada. Hay que confesarlo; enaquel rostro no había dulzura. Debajo de sus líneas correctas y firmesse adivinaba un espíritu altivo, sin ternura.
Aquellos ojos azules noeran los serenos y límpidos que sirven de complemento adorable a ciertasfisonomías virginales que pueden admirarse alguna vez en nuestro país ymás a menudo en el norte de Europa. Estaban hechos, sin duda, paraexpresar un tropel de vivas y violentas pasiones. Quizá alguna veztocara su turno al amor ardiente y apasionado, pero nunca al humilde ymudo que se resigna a morir ignorado. Llevaba en la cabeza un sombreroapuntado, de color rojo, con pequeño y claro velo, rojo también, que lellegaba solamente a los labios Los reflejos de este velo contribuían adar al rostro el matiz extraño que impresionaba a los que a su ladocruzaban. Vestía rico abrigo de pieles, con traje de seda del color delsombrero, cubierta la falda por otra de tul o granadina, que era porentonces la última moda.
Llevaba, como hemos dicho, el manguito levantado a la altura de losojos: éstos posados en el suelo, como quien nada tiene que ver ni partircon lo que a su alrededor acaece. Por eso, hasta llegar a la calle deJorge Juan, no advirtió la presencia de un joven que desde la aceracontraria y caminando a la par con ella la miraba con más admiración aúnque curiosidad. Al llegar aquí, sin saber por qué, levantó la cabeza ysus ojos se encontraron con los de su admirador. Un movimiento bienperceptible de disgusto siguió a tal encuentro. La frente de la dama sefrunció con más severidad y se acentuó la altiva expresión de sus ojos.Apretó un poco el paso: y al llegar a la calle del Conde de Aranda sedetuvo y miró hacia atrás, con objeto sin duda de ver si llegaba untranvía. El mancebo no se atrevió a hacer lo mismo: siguió su camino, nosin dirigirla vivas y codiciosas ojeadas, a las que la gentil señora nose dignó corresponder. Llegó al fin el coche, montó en él dejando ver,al hacerlo, un primoroso pie calzado con botina de tafilete, y fué asentarse en el rincón del fondo. Como si se contemplase segura y librede miradas indiscretas, sus ojos se fueron serenando poco a poco y seposaron con indiferencia en las pocas personas que en el carruaje había;mas no desapareció del todo la sombra de preocupación esparcida por surostro, ni el gesto de desdén que hacía imponente su hermosura.
El juvenil admirador no había renunciado a perderla de vista. Siguió,cierto, por la calle de Recoletos abajo; mas en cuanto vió cruzar eltranvía se agarró bonitamente a él y subió sin ser notado. Y procurandoque la dama no advirtiese su presencia, ocultándose detrás de otrapersona que había de pie en la plataforma, se puso con disimulo acontemplarla con un entusiasmo que haría sonreír a cualquiera. Porqueera grande la diferencia de edad que había entre ambos. Nuestro muchachoaparentaba unos diez y ocho años. Su rostro imberbe, fresco y sonrosadocomo el de una damisela; el cabello rubio; los ojos azules, suaves ytristes.
Aunque vestido con americana y hongo, por su traje revelaba seruna persona distinguida. Iba de riguroso luto, lo cual realzabanotablemente la blancura de su tez. Por esa influencia magnética que losojos poseen y que todos han podido comprobar, nuestra dama no tardomucho tiempo en volver los suyos hacia el sitio donde el joven vibrabarayos de admiración apasionada. Tornó a nublarse su rostro; volvió aadvertirse en sus labios un movimiento de impaciencia, como si el pobrechico la injuriase con su adoración. Y ya desde entonces empezóclaramente a dar señales de hallarse molesta en el coche, moviendo lahermosa cabeza ora a un lado, ora a otro, con visibles deseos deapearse. Mas no lo hizo hasta llegar a San José, frente a cuya iglesiahizo parar y bajó, pasando por delante de su perseguidor con unaexpresión de fiero desdén capaz de anonadarle.
O muy temerario era o muy poca vergüenza debía de tener éste cuandosaltó a la calle en pos de ella y comenzó a seguirla por la delCaballero de Gracia, caminando por la acera contraria para mejordisfrutar de la figura que tanto le apasionaba. La dama seguíalentamente su marcha haciendo volver la cabeza a cuantos hombrescruzaban a su lado. Era su paso el de una diosa que se digna bajar porun momento del trono de nubes para recrear y fascinar a los mortales,que al mirarla se embebían y daban fuertes tropezones.
—¡Madre mía del Amparo, qué mujer!—exclamó en voz alta un cadeteagarrándose a su compañero como si fuese a desmayarse del susto.
La hermosa no pudo reprimir una levísima sonrisa, a cuya luz se pudopercibir mejor la peregrina belleza de que estaba dotada. En carruajedescubierto bajaban dos caballeros que le dirigieron un saludoreverente, al cual respondió ella con una imperceptible inclinación decabeza. Al llegar a la esquina, en la misma red de San Luis, se detuvovacilante, miró a todas partes, y percibiendo otra vez al rubio mancebole volvió la espalda con ostensible desprecio y comenzó a descender conmás prisa por la calle de la Montera, donde su presencia causó entre lostranseuntes la misma emoción. Tres o cuatro veces se detuvo delante delos escaparates aunque se advertía que más que por curiosidad se parabapor el estado nervioso en que la persecución tenaz del jovencito lahabía puesto. Cerca de la Puerta del Sol, sin duda para huirla,resolvióse a entrar en la joyería de Marabini. Sentóse con negligenciaen una silla, levantó un poquito el velo del sombrero y se puso aexaminar con distracción las joyas recién llegadas que el dependiente dela tienda fué exhibiendo. Era lo peor que pudo hacer para librarse delas miradas de su adolescente adorador. Porque éste, con toda comodidad,sobre seguro, se las enfilaba por los cristales del escaparate con unainsistencia que la encolerizaba cada vez más.
La verdad es que aquella tiendecita primorosamente adornada, dondebrillaban por todas partes los metales y las piedras preciosas, eradigno aposento para la bella; el estuche que mejor convenía a joya tandelicada.
Así debió de pensarlo el joven rubio, a juzgar por el éxtasisapasionado de sus ojos y la inmovilidad marmórea de su figura. Al fin ladama, no pudiendo vencer la irritación que esto la producía, alzósebruscamente de la silla y despidiéndose con una frase seca deldependiente, que le guardaba extraordinarias consideraciones, salió delcomercio y llegó hasta la Puerta del Sol a toda prisa. Aquí se detuvo;luego dió algunos pasos hacia un coche de punto, como si fuese a entraren él; pero de pronto cambió de rumbo, y con paso firme se dirigió hacíala calle Mayor, escoltada siempre y no de lejos por el joven. Al llegara la mitad de ella próximamente, entró en una casa de suntuosaapariencia, no sin lanzar antes una rápida y furibunda mirada a superseguidor, que la recibió con entera y rara serenidad.
El portero, que estaba plantado en el umbral atusándose gravemente suslargas patillas, despojóse vivamente de la gorra, le hizo una profundareverencia y corrió a abrir la puerta de cristales que daba acceso a laescalera, apretando en seguida el botón de un timbre eléctrico. Subiólentamente la escalera alfombrada, y al llegar al principal la puertaestaba ya abierta y un criado con librea al pie de ella esperando.
La casa pertenecía al Excmo. Sr. D. Julián Calderón, jefe de la casa debanca Calderón y Hermanos
, el cual ocupaba todo el principal de ella,sirviéndose por escalera distinta de los demás pisos, que teníaalquilados. Este Calderón era hijo de otro Calderón muy conocido en elcomercio de Madrid, negociante al por mayor en pieles curtidas, que conellas había hecho una buena fortuna y que en los últimos años de su vidala había acrecentado, dedicándose, a la par que al comercio, al giro ydescuento de letras. Fallecido él, su hijo Julián continuó su obra sinapartarse un punto, manejando con el suyo el haber de sus dos hermanascasadas, la una con un médico, la otra con un propietario de la Mancha.A su vez estaba casado, bastantes años hacía, con la hija de uncomerciante de Zaragoza, llamado D. Tomás Osorio, padre también delconocido banquero madrileño del mismo nombre, que tenía su hotel conhonores de palacio en el barrio de Salamanca, calle de Ramón de la Cruz.La hermosa dama que acaba de entrar en la casa es la esposa de estebanquero, y hermana política, por lo tanto, de la señora de Calderón.
Pasó por delante del criado sin aguardar a que éste la anunciase, avanzóresueltamente como quien tiene derecho a ello, atravesó tres o cuatrograndes estancias lujosamente decoradas, y alzando ella misma la ricacortina de raso con franja bordada, entró en una habitación más reducidadonde se hallaban congregadas varias personas. En el sillón más próximoa la chimenea estaba arrellanada la señora de la casa, mujer de unoscuarenta años, gruesa, facciones correctas, ojos negros, grandes yhermosos, pero sin luz, la tez blanca, los cabellos de un castaño claroexcesivamente finos. Al lado de ella, en una butaquita, estaba otraseñora, que formaba contraste con ella; morena, delgada, menuda, deextraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos penetrantes que entoda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la primer nobleza deEspaña. Las tres jóvenes que sentadas en sillas seguían la fila, eransus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si bien no laimitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos, conmodestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver elrégimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá. Conuna de ellas hablaba de vez en cuando en voz baja la hija de los señoresde Calderón, niña de catorce o quince años, carirredonda, de ojospequeños, nariz arremolachada y algunos costurones en el cuello,pregoneros de un temperamento escrofuloso. Esta niña gastaba aún loscabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo quela última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitenteconversación.
Esta, y sus hermanas, llevaban en la cabeza sendos ycaprichosos sombreros, mientras Esperancita (que así nombraban a la hijade los amos) andaba con su cabecita redonda al descubierto. El traje una matinée
azul, demasiadamente corta para sus años. Los señores deCalderón solo tenían esta hija y un niño de dos años. Frente a laseñora, reclinado en una butaca igual, estaba el general Patiño, condede Morillejo.
Hállase entre los cincuenta y sesenta, pero conserva ensus ojos el fuego de la juventud; sus cabellos grises estánesmeradamente peinados, los largos bigotes a lo Víctor Manuel, laperilla apuntada, la nariz aguileña le dan un aspecto simpático ygallardo. Es el tipo perfecto del veterano aristócrata. A su lado, enotra butaca, estaba Calderón, hombre de unos cincuenta años, grueso, decara redonda y sonrosada, adornada por cortas patillas grises; los ojosredondos, vagos y mortecinos. Cerca de él una señora anciana, que era lamadre de la esposa de Calderón, aunque mucho se diferenciaba de ella enel rostro y la figura: delgada al punto de no tener más que la pielsobre los huesos, morena, ojos hundidos y penetrantes, revelando entodos los rasgos de su fisonomía inteligencia y decisión. Hablando conella está Pinedo, el inquilino del cuarto tercero. Aunque su bigote notiene canas, se adivina fácilmente que está teñido: su rostro es el deun hombre que anda cerca de los sesenta: fisonomía bonachona, ojossaltones que se mueven con viveza, como los que poseen un temperamentoobservador. Viste con elegancia y manifiesta extraordinaria pulcritud entoda su persona.
Al ver en la puerta a nuestra bellísima dama, la tertulia se conmovió.Todos se alzan del asiento, excepto la señora de Calderón, en cuyorostro parado se dibujó una vaga sonrisa de placer.
—¡Ah, Clementina! ¡Qué milagro el verte por aquí, mujer!
La dama se adelantó sonriente, y mientras besaba a las señoras y daba lamano a los caballeros, respondía a la cariñosa reprensión de su cuñada.
—¡Anda! Aplícate la venda, hija, tú que no pareces por mi casa más quepor semestres.
—Yo tengo hijos, querida.
—¡Miren ustedes qué disculpa! Yo también los tengo.
—En Chamartín.
—Bueno; el tener hijos no te priva de ir al Real y al paseo.
Clementina se sentó entre su cuñada y la marquesa de Alcudia. Los demásvolvieron a ocupar sus asientos.
—¡Ay, hija!—exclamó aquélla respondiendo a la última frase.—¡Sivieras qué catarrazo he pillado la otra noche en el teatro! El tonto deRamoncito Maldonado es el que ha tenido la culpa. Con tanto saludo ytanta ceremonia, no acababa de cerrar la puerta del palco. Aquel airecolado se me metió en los huesos.
—Ha tenido fortuna ese aire—manifestó con sonrisa galante el general Patiño.
Todos sonrieron menos la interesada, que le miró con sorpresa abriendomucho los ojos.
—¿Cómo fortuna?
Fué necesario que el general le diese la galantería mascada; sóloentonces la pagó con una sonrisa.
—¿No es verdad que ha estado muy bien Gayarre?—dijo Clementina.
—¡Admirable! como siempre—respondió su cuñada.
—Yo le encuentro falto de maneras—expresó el general.
—¡Oh, no, general!… Permítame usted….
Y se empeñó una discusión sobre si el famoso tenor poseía o no poseía elarte escénico, si era o no elegante en su vestir. Las señoras sepusieron de su parte. Los caballeros le fueron adversos.
Del tenor pasaron a la tiple.
—Es toda una hermosa mujer—dijo el general con la seguridad y elacento convencido de un inteligente.
—¡Oh!—exclamó Calderón.
—Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ¿no le parece austed, Clementina?
Esta corroboró la especie.
—No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa noindica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinciónen las maneras—se apresuró a decir el general, echando al mismo tiempouna miradita a la señora de Calderón.
—Ni yo sostengo eso, general; no tome usted el rábano por lashojas—manifestó la marquesa con extraordinaria viveza, atacando despuéscon brío y un poquillo irritada la gracia y buen talle de la tiple.
Generalizóse la disputa, y sucedió lo contrario que en la anterior. Loscaballeros se mostraron benévolos con la cantante mientras las señorasle fueron hostiles. Pinedo la resumió, diciendo en tono grave y solemne,donde se notaba, sin embargo, la socarronería:
—En la mujer, las buenas formas son más esenciales que en el hombre.
Clementina y el general cambiaron una sonrisa y una miradasignificativas. La marquesa miró al pulcro caballero con dureza ydespués se volvió rápidamente hacia sus hijas, que seguían con los ojosbajos, en la misma actitud rígida y silenciosa de siempre. Pinedopermaneció grave e indiferente, como si hubiese dicho la cosa másnatural del mundo.
—Pues yo, amigo Pinedo, creo que los hombres deben tener también buenasformas—manifestó la pánfila señora de Calderón.
Al decir esto se oyó un resuello débil, como de risa reprimida contrabajo. Era la última niña de la marquesa de Alcudia, a quien su mamádirigió una mirada pulverizante. La fisonomía de la niña volvióinstantáneamente a su primitiva expresión tímida y modesta.
—Es una opinión …—respondió Pinedo, inclinándose respetuosamente.
Este Pinedo, que ocupaba uno de los cuartos terceros de la misma casapropiedad de Calderón, desempeñaba un empleo de bastante importancia enla Administración pública. Los vaivenes de la política no lograbanarrancarle de él. Tenía amigos en todos los partidos, sin que se hubiesejamás decidido por ninguno. Hacía la vida del hombre de mundo; entrabaen las casas más aristocráticas de la corte; trataba familiarmente a lamayoría de los personajes de la banca y la política; era socio antiguodel
Club de los Salvajes
, donde se placa en bromear todas las nochescon los jóvenes aristócratas que allí se reunían, quienes le tratabancon harta confianza que no pocas veces degeneraba en grosería. Erahombre afable, inteligente, muy corrido y experto en el trato de loshombres; tolerante con toda clase de vanidades por el mismo desprecioque sentía hacia ellas. No obstante, con la apariencia de hombre cortése inofensivo, guardaba en el fondo de su alma un fondo satírico que leservía para vengarse lindamente, con alguna frase incisiva y oportuna,de las demasías de sus amiguitos los sietemesinos del Club
. Estos leprofesaban una mezcla de afecto, desprecio y miedo. Nadie conocía suprocedencia, aunque se daba por seguro que había nacido en humilde cuna.Unos le hacían hijo de un carnicero de Sevilla; otros le declarabangranuja de la playa de Málaga en su juventud. Lo que se sabía depositivo, era que hacía ya muchos años había aparecido en Madrid comoparásito de un título andaluz, el cual, después de haber disipado sufortuna, se saltó los sesos. En la compañía de éste, nuestro Pinedoadquirió gran número de relaciones útiles, llegó a conocer y tratar atoda la gente que hacía viso, entre la cual era popular. Tenía el buentacto de echarse a un lado cuando tropezaba con un hombre inflado ysoberbio, dejándole paso. No excitaba los celos de nadie y esto es medioseguro de no ser aborrecido. Al mismo tiempo su ingenio, su caráctersocarrón, que procuraba mantener siempre dentro de ciertos límites,despertaba a menudo la alegría en las tertulias; bastaba para darle enellas cierta significación, que de otro modo no hubiera disfrutado.
No tenía más familia que una hija de diez y ocho años llamada Pilar. Sumujer, a quien nadie conoció, había muerto muchos años hacía. Su sueldoera de cuarenta mil reales, y con él vivían económicamente padre e hija,en el tercero que Calderón les dejaba por veintidós duros al mes. Losgastos mayores de Pinedo eran de representación. Como frecuentaba unasociedad muy superior a la que, dada su posición, le correspondía, erapreciso vestir con elegancia y asistir a los teatros. Comprendiendo lanecesidad absoluta de seguir cultivando sus relaciones, que eran laspilastras en que su empleo se sustentaba, imponíase tales dispendios sinvacilar, ahorrándolo en otras partidas del presupuesto doméstico. Vivía,pues, en situación permanente de equilibrio. El empleo le permitíafrecuentar la sociedad de los prepotentes, mientras éstos le ayudabaninconscientemente a mantenerse en el empleo. Ningún ministro se atrevíaa dejar cesante a un hombre con quien iba a tropezar en todas lastertulias y saraos de la corte. Luego Pinedo tenía el honor de hablaralguna vez con las personas reales: ciertas frases suyas corrían por lossalones y se celebraban más quizá de lo que merecían, por lo mismo queen los salones suele haber poco ingenio: tiraba bastante bien concarabina y con pistola y era inteligentísimo y poseía una copiosabiblioteca tocante al arte culinario. Los más altos personajes sesentían lisonjeados cuando oían decir que Pinedo elogiaba a su cocinero.
—¿Cuándo has estado en el colegio, Pacita?—le preguntó en voz baja Esperanza a la menor de la marquesa de Alcudia.
—Pues el viernes; ¿no sabes que mamá nos lleva todos los viernes aconfesar? ¿Y tú?
—Yo hace lo menos tres semanas que no he estado. Mamá y yo nosconfesamos cada mes.
—¿Y se conforma con eso el padre Ortega?
—A mí no me dice nada…. No sé si a mamá….
—No le dirá, no: ya sabe muy bien dónde pone el pie. ¿Has visto a lasde Mariani?
—Sí; hace pocos días, en el Retiro.
—¿No sabes que María se ha echado un novio?
—No me ha dicho nada.
—Sí, de caballería … hijo del brigadier Arcos…. ¡Un tío másdesgalichado! Feo no es; pero le tiemblan las piernas cuando anda comosi saliese del hospital…. Ya ves, como la mamá es querida delbrigadier … todo queda en casa.
—Y tú, ¿sigues con tu primo?
—No te lo puedo decir. El lunes se marchó enfadado y no ha vuelto porcasa. Mi primo no es lo que parece; no es una mosquita muerta, sino unpillo muy largo, que si le dan el pie se toma la mano…. ¡Anda! pues sino anduviese yo con ojo, no sé adonde hubiera parado con la marcha quellevaba…. ¿Sabes que estaba empeñado en que le regalase mis ligas?
—¡Jesús!—exclamó la niña de Calderón riendo.
—Lo que oyes, hija…. Por supuesto que yo le puse de sucio y degorrino que no había por dónde cogerle….
Se marchó muy amoscado, peroya volverá.
—Tu primo monta muy bien. Le he visto ayer a caballo.
—Lo único que sabe hacer. Las letras le estorban. Se ha examinado yaseis veces de Derecho romano y siempre ha salido suspenso.
—¡Qué importa!—exclamó la niña de Calderón con un desprecio quehubiera estremecido a Heinecio en su tumba. Y añadió en seguida:
—¿Esos sombreros os los ha hecho Mme. Clement?
—No, los ha encargado mamá a París por la señora de Carvajal, que hallegado el sábado.
—Son muy bonitos.
—Más que los que hace Mme. Clement ya son.
Y se enfrascaron por breves momentos en una plática de moda.
La niña de Calderón, que era bastante fea, poseía, no obstante, ciertoatractivo que provenía acaso de sus cortos años, acaso también de unaboca de labios gruesos y frescos y dientes iguales y blancos, donde lasensualidad había dejado su sello. La última de Alcudia era una chicuelade temperamento enfermizo, que no tenía más que huesos y ojos.
—Oye—le dijo Esperanza cuando se hubieron cansado de hablar desombreros—, ¿sabes que el último día que he estado en el colegio lesllevé el retrato de mi hermanito?… Verás qué paso más gracioso. Lo hanretratado desnudo, y como tiene aquello descubierto, la hermana María dela Saleta no quería enseñarlo a las niñas. Las chicas comenzaron agritar: "¡queremos verlo! ¡queremos verlo!" ¿Sabes lo que hizo entonces?Pues lo fué enseñando con la mano puesta encima, dejando sólo ver elpecho y la cabeza.
—¡Chica, qué gracia tiene eso!—exclamó Pacita soltando la carcajada.
Esperanza la secundó, riendo ambas de tan buena gana que concluyeron porllamar la atención de la tertulia, sobre todo de la marquesa, que volvióa dirigir a su hija una mirada severísima.
Entraba en aquel momento una señora que representaba cuarenta años; elrostro, hermoso aún, pintado, con señales impresas más que de los años,de una vida agitada y galante.
—Aquí está Pepa Frías—dijo sonriendo Mariana, la esposa de Calderón.
—Eso es; aquí está Pepa Frías—respondió con afectado mal humor lamisma—. Una mujer que no tiene pizca de vergüenza al poner los pies enesta casa.
Los tertulios rieron.
—¿Tú te crees por lo visto que soy de la Inclusa? ¿que no tengo casa?Pues sí que la tengo, Salesas, 60, principal…. Es decir, la tiene elcasero…. Pero le pago, lo que no harán seguramente todos tusinquilinos.
Perdone usted, Pinedo; no le había visto…. Y también tengomis sábados … y no hay tanto calor como aquí
¡uf! y doy chocolate yté, y conversación y todo … lo mismo que aquí.
Mientras decía esto, iba saludando a los circunstantes con semblantefurioso. Pero como todos sabían a qué atenerse, reían.
Era una mujer metida en carnes, los cabellos artificialmente rubios, losojos un poco saltones, pero hermosos, la boca fresca y sensual; unamujer agradable, en suma, que había tenido y que seguía teniendo, apesar de sus años, muchos apasionados.
—Lo que no hay—añadió acercándose a la señora de Calderón y dándoledos sonoros besos en las mejillas—es una mujer tan ingrataza y taninsignificante como tú…. Por supuesto, que yo no vengo ya a verte ati, sino a mi señor D. Julián, que alguna vez que otra sube a darme lasbuenas tardes y a decirme cómo anda la cotización…. Y a propósito decotización, Clementina, dile a tu marido que suspenda aquello hasta quele avise…. Mejor dicho, no le digas nada; yo pasaré esta noche por tucasa.
—¡Pero hija, qué líos traes siempre con el papel y la Bolsa y lasacciones!—exclamó Mariana.
—Pues los mismos que tú traerías si no tuvieses un marido tan activoque se encarga de calentarse la cabeza para que tú la tengas fresca ydescansada….
—Vaya, Pepa, no me eche usted piropos, que voy a ponerme colorado—dijo Calderón.
—No digo más que la verdad. ¡Si creerán que es plato de gusto estarpensando en si baja o si sube el papel, escribir cartas y endosos yandar camino del Banco!
—Imagino yo, Pepa—manifestó el general con sonrisa galante—que pormás que diga, usted tiene afición a los negocios.
—¿Imagina usted? ¡Qué raro!
—No tengo tanta imaginación como usted, pero alguna sí—respondió elgeneral un poco molestado por la risa que la frase de Pepa habíaproducido.
Esta Pepa era una mujer que gozaba fama de chistosa en sociedad, aunquerealmente su gracia se confundía a menudo con la desvergüenza. Hablarsiempre con rostro enojado, llamar a las cosas por su nombre, por crudoque fuese, decir una fresca al lucero del alba; tales eran lascualidades que habían logrado darle popularidad en los salones. Habíaquedado viuda bastante joven, con dos hijos, un varón que había seguidola carrera de marino y que a la sazón estaba navegando, y una hija aquien había casado hacía un año. Su marido había sido comerciante, y enlos últimos años jugaba en la Bolsa con fortuna. En esta temporada, Pepacontrajo la misma pasión. Una vez viuda siguió alimentándola. Laprudencia, o por mejor decir la timidez que caracteriza a las mujeres enlos negocios, la habían librado de la ruina, que suele ser, tarde otemprano, inevitable para los apasionados al juego. Algo se habíamermado su fortuna, pero aún disfrutaba de un envidiable bienestar.
—Pepa, el asunto marcha admirablemente—dijo Pinedo—. De Zaragoza hanpedido un volcán y en la Coruña ha resuelto el Ayuntamiento establecerdos, al oriente y al poniente de la ciudad.
—Me alegro, me alegro muchísimo. ¿De manera que no suelto las acciones?
—Nunca; el sindicato tiene seguridad de que antes de un mes subirán atrescientos.
Los pocos que estaban en la broma rieron. Los demás fijaron en ellos susojos con curiosidad.
—¿Qué es eso de los volcanes, Pinedo?—preguntó la esposa de Calderón.
—Señora, se ha formado una sociedad para establecer volcanes en laspoblaciones.
—¡Ah