No legustaba hacer ruido ni llamar la atención de las tertulias sobre sí. Nodaba ni admitía bromas, ni tenía el temperamento abierto y jaranero quesuele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si eraintrigante, debía de serlo de un modo distinto de lo que suele verse enel mundo. Discreto y afable, humilde, grave y silencioso cuando sehallaba en sociedad, procurando borrar y confundir su personalidadentre las demás, adquiría relieve cuando subía a la cátedra del EspírituSanto, lo que hacía a menudo. Allí se expresaba con desenfado yverbosidad sorprendentes. No lograba conmover al auditorio ni lopretendía, pero demostraba un talento claro y una ilustración poco comúnen su clase.
Porque era de los poquísimos sacerdotes que estaban altanto de la ciencia moderna, o al menos semejaba estarlo. En vez de laspláticas morales que se usan y de las huecas y disparatadasdeclamaciones de sus colegas contra la ciencia y la razón, los sermonesde nuestro escolapio trascendían fuertemente a lecturas modernísimas: entodos ellos procuraba demostrar directa o indirectamente que no existeincompatibilidad entre los adelantos de la ciencia y el dogma.
Hablabade la evolución, del transformismo, de la lucha por la existencia,citaba a Hegel alguna vez, traía a cuento la teoría de Malthus sobre lapoblación, el antagonismo del trabajo y el capital. De todo procurabasacar partido en defensa de la doctrina católica. Para rechazar losnuevos ataques era necesario emplear nuevas armas. Hasta se confesaba,en principio, partidario de las teorías de Darwin, cosa que teníasorprendidos e inquietos a algunos de sus timoratos amigos y penitentes,pero esto mismo contribuía a infundirles más respeto y admiración.Cuando hablaba para las señoras solamente, prescindía de toda erudiciónque pudiera parecerles enfadosa; adoptaba un lenguaje mundano.
Leshablaba de sus tertulias, de sus saraos, de sus trajes y caprichos, comoquien los conoce perfectamente; sacaba comparaciones y argumentos de lavida de sociedad, y esto encantaba a las damas y las postraba a suspies. Era el confesor de muchas de las principales familias de lacapital. En este ministerio demostraba una prudencia y un tactoexquisitos. A cada persona la trataba según sus antecedentes, posición ytemperamento. Cuando tropezaba con una devota escrupulosa, viva yardiente como la marquesa de Alcudia, el buen escolapio apretaba defirme las clavijas, se mostraba exigente, tiránico, entraba en losúltimos pormenores de la vida doméstica y los reglamentaba. En casa deAlcudia no se daba un paso sin su anuencia. Y en estos sitios, como sise gozase en mostrar su poder, adoptaba un continente grave y severo queen otras partes no se le conocía. Cuando daba con alguna familiadespreocupada, con poca afición a la iglesia, ensanchaba la manga, sehacía benigno y tolerante, procurando nada más que guardasen las formasy no diesen mal ejemplo a los otros. Hacía cuanto le era posible porafianzar esa alianza dichosa establecida de poco tiempo a esta parteentre la religión y el
"buen tono" en nuestro país. Cada día sacaba unamoda que a ello contribuyese, traducidas unas del francés, otras nacidasen su propio cerebro. En la capilla u oratorio de alguna familia ilustrereunía ciertos días del año por la tarde a las damas conocidas. Eranunas agradabilísimas matinées
, donde se oraba, tocaba el órganoexpresivo la más hábil pianista, decía el padre una plática familiar,departía después amigablemente con las señoras acerca de asuntosreligiosos, se confesaba la que quería, y por último pasaban al comedor,donde se tomaba te, cambiando de conversación. Cuando fallecía algunapersona de estas familias, el padre Ortega se hacía poner en laspapeletas de defunción como director espiritual, rogando que laencomendasen a Dios. Luego repartía entre todos los amigos unospapelitos impresos o memorias con oraciones, donde se pedía al SupremoHacedor con palabras encarecidas y melosas que por tal o cual mérito queresplandeció en su sagrada pasión perdonase al conde de T*** o a labaronesa de M*** el pecado de soberbia o de avaricia, etc. Generalmenteno era aquel en que más había sobresalido el difunto, lo cual hacía elpadre con buen acuerdo para evitar el escándalo y una pena a la familia.También se encargaba de gestionar la adquisición del mayor númeroposible de indulgencias, la bendición papal
in articulo mortis
, laspreces de algún convento de monjas, etc. Siendo su amigo y penitente sepodía tener la seguridad de no ir al otro mundo desprovisto de buenasrecomendaciones. Lo que no sabemos es el caso que Dios hacía de ellas,si escribía encima de las memorias con lápiz azul, como los ministros,"hágase", o si preguntaba al padre Ortega, como la señora del cuento:"¿Y a usted quién le presenta?"
Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos lostertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición lecorrespondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándolea uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó ahablarle en voz baja como si se estuviese confesando. El clérigo, con elcodo apoyado en el brazo del sillón, cogiendo con la mano su barbarasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez encuando profería también alguna palabra en voz de falsete, que lamarquesa escuchaba con profundo respeto y sumisión, lo cual no impedíaque al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sinalzar la voz.
Había entrado poco después que el padre un joven gordo, muy gordo,rubio, con patillitas que le llegaban poco más abajo de la oreja, muchacarne en los ojos y fresco y sonrosado color en las mejillas. La ropa leestallaba. Su voz era levemente ronca y la emitía con fatiga. Al entrarnublóse la descolorida faz de Ramoncito Maldonado. El recién llegado erahijo de los condes de Casa-Ramírez y uno de los pretendientes a la manode la primogénita de Calderón. Jacobo Ramírez o Cobo Ramírez, como se lellamaba en sociedad, pasaba por chistoso por el mismo motivo que PepaFrías, aunque con menos razón. Caracterizábale una libertad grosera enel hablar, un desprecio cínico hacia las personas, aun las másrespetables, y una ignorancia que rayaba en lo inverosímil. Sus chisteseran de lo más burdo y soez que es posible tolerar entre personasdecentes. Alguna vez daba en el clavo, esto es, tenía alguna ocurrenciafeliz; mas, por regla general, sus chuscadas eran pura y lisamentedesvergüenzas.
La tertulia, no obstante, se regocijó con su entrada. Una sonrisa felizse esparció por todos los rostros, menos el de Ramoncito.
—Oiga usted, Calderón—entró diciendo, sin saludar—. ¿Cómo se arreglausted para tener siempre criados tan guapos?… A uno de ellos, el de laentrada, con la poca luz que había y la voz de mezzo-soprano que megasta, le he confundido con una muchacha.
—¡Hombre, no!—exclamó riendo el banquero.
—¡Hombre, sí! A mí no me importa nada que usted traiga todos los Romeosque guste…. ¿Viene por aquí su amigo Pinazo?
Los que entendieron adónde iba a parar, que eran casi todos, soltaron lacarcajada.
—¡No viene! ¡no viene!—dijo Calderón casi ahogado por la risa.
—¿De qué se ríen?—preguntó Pacita por lo bajo a Esperanza.
—No sé—respondió ésta con acento de sinceridad, encogiéndose dehombros.
—De seguro Cobo ha dicho una barbaridad. Se lo preguntaré después a Julia que no dejará de haberla cogido.
Volvieron ambas la vista hacia la mayor de Alcudia y la vieron inmóvil,rígida, con los ojos bajos como siempre. En el ángulo de sus labios, sinembargo, vagaba una leve sonrisa maliciosa que mostraba que no sin razónla hermanita fiaba en sus profundos conocimientos.
—Hola, Ramoncillo—dijo acercándose a Maldonado y dándole una palmadaen la mejilla con familiaridad—. Siempre tan guapote y tan seductor.
Estas palabras fueron dichas en tono entre afectuoso e irónico, que lesentó muy mal al joven.
—No tanto como tú…, pero en fin, vamos tirando—respondió Ramoncito.
—No, no, tú eres más guapo…. Y si no que lo digan estas niñas…. Unpoco flacucho estás, sobre todo desde hace una temporada, pero yadoblarás en cuanto se te pase eso.
—No tiene que pasarme nada…. Ya sé que nunca podré ser de tantaslibras como tú—replicó más picado.
—Pues tienes más hierbas.
—Allá nos vamos, chico; no vengas echándotelas de
fanciullo
, porquees muy cursi, sobre todo delante de estas niñas.
—¡Pero hombre, que siempre han de estar ustedes riñendo!—exclamó PepaFrías—. Acaben ustedes pronto por batirse, ya que los dos no caben enel mundo.
—Donde no caben los dos—le dijo por lo bajo Pinedo—es en casa de Calderón.
—Nada de eso—manifestó Cobo en tono ligero y alegre—. Los amigos másreñidos son los mejores amigos. ¿Verdad, barbián?
Al mismo tiempo tomó la cabeza de Ramoncito con ambas manos y se lasacudió cariñosamente. Este le rechazó de mal humor.
—Quita, quita, no seas sobón.
Cobo y Maldonado eran íntimos amigos. Se conocían desde la infancia.Habían estado juntos en el colegio de San Antón. Luego en la sociedadsiguieron manteniendo relaciones estrechas, principalmente en el
Clubde los Salvajes
, adonde ambos acudían asiduamente. Como ambos ejercíanla misma profesión, la de pasear a pie, en coche y a caballo; como ambosfrecuentaban las mismas casas y se encontraban todos los días en todaspartes, la confianza era ilimitada. Siempre había habido entre ellos,sin embargo, una graciosa hostilidad, pues Cobo despreciaba a Ramoncito,y éste, que lo adivinaba, manteníase constantemente en guardia. Estahostilidad no excluía el afecto. Se decían mil insolencias, disputabanhoras enteras; pero en seguida salían juntos en coche como si no hubierapasado nada, y se citaban para la hora del teatro.
Maldonado tomaba lascosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria encuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas elafecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica deCalderón. No quedó más que la hostilidad. Sus relaciones parecía queeran las mismas; reuníanse en el club diariamente, paseaban a menudojuntos, iban a cazar al Pardo como antes.
En el fondo, sin embargo, seaborrecían ya cordialmente. Por detrás decían perrerías el uno del otro;Cobo con más gracia, por supuesto, que Ramoncito, porque le tenía,fundada o infundadamente, un desprecio verdadero.
—Vamos, les pasa a ustedes lo que a mi hija y su marido….—dijo lade Frías.
—¡No tanto! ¡no tanto, Pepa!—interrumpió Ramírez afectando susto.
—¡Pero qué sinvergüenza es usted, hombre!—exclamó aquélla tratando decontener la risa, que no cuadraba a su mal humor característico—. Separecen ustedes en que siempre están regañando y haciendo las paces.
Y se puso a describir con bastante gracia la vida matrimonial de suhija. Lo mismo ella que el marido eran un par de chiquillos mimosos,insoportables. Sobre si no la había pasado el plato a tiempo o no lahabía echado agua en la copa, sobre los botones de la camisa, o si nocepillaron la ropa, o tenía la ensalada demasiado aceite, armabancaramillos monstruosos. Los dos eran Igualmente susceptibles yquisquillosos. A veces se pasaban seis u ocho días sin hablarse. Paraentenderse en los menesteres de la vida se escribían cartitas y en ellasse trataban de usted—. "Asunción me ha pasado un recado diciéndome quevendrá a las ocho para llevarme al teatro. ¿Tiene usted inconveniente enque vaya?"—escribía ella dejándole la carta sobre la mesa deldespacho—. "Puede usted ir adonde guste"—respondía él por el mismoprocedimiento—.
"¿Qué platos quiere usted para mañana? ¿Le gusta austed la lengua en escarlata?"—"Demasiado sabe usted que no comolengua. Hágame el favor de decir a la cocinera que traiga algún pescado,pero no boquerones como el otro día, y que no fría tanto las tortillas".Ninguno de los dos quería humillarse al otro. Así que, esta tirantez seprolongaba ridículamente, hasta que ella, Pepa, los agarraba por lasorejas, les decía cuatro frescas y les obligaba a darse la mano. Luego,en las reconciliaciones, eran extremosos.
—¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de lareconciliación?—dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidadbrutal.
—Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizoreir—. Pero ¡qué quiere usted!
Soy suegra, que es lo último que sepuede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que ustedno sabe.
—Me las figuro.
—No se las puede usted figurar.
—Pues, querida, a mí me gustaría muchísimo ver a mis hijosreconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido—dijo labendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.
—También a mí … pero después que pasa la reconciliación—respondió Pepa, cambiando miradas risueñas con Cobo Ramírez y Pinedo.
—¡De qué buena gana me reconciliaría yo con usted, Mariana, del mismomodo que esos chicos!—dijo en voz muy baja el almibarado generalPatiño, aprovechando el momento en que la esposa de Calderón se inclinópara hurgar el fuego con un hierro niquelado. Al mismo tiempo, comotratase de quitárselo para que ella no se molestase, sus dedos serozaron, y aun puede decirse, sin faltar a la verdad, que los delgeneral oprimieron suave y rápidamente los de la dama.
—¡Reconciliarse!—dijo ésta en voz natural—. Para eso es necesarioantes estar enfadados y, a Dios gracias, nosotros no lo estamos.
El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendouna mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capazde repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.
—Por supuesto—siguió Pepa—que yo me meto lo menos posible en susreyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papelde suegra!
—Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegra—dijo Cobo,mirándola a los ojos codiciosamente.
—Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.
—¡No, si no es por su hija!… Es porque … me gustaría que usted semetiese en mis cosas.
—¡Bah, bah! déjese usted de músicas—replicó la de Frías medio enojada.
Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, quela frase la había lisonjeado.
Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre quesale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. Laópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. Noes el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constantepreocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. ParaRamoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, losseres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatroReal y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresanrealmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y laTosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegadoúltimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre ladisposición física de los dos cantantes.
Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la nocheanterior había sido presentado a la Tosti en su
camerino
. "Una mujermuy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidadsorprendentes.
Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y teníadeseos vivos de conocerle personalmente.
Cuando supo que era concejal,quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya venustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra aelegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutisque parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; elpecho levantado y ¡unos brazos!…"
La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabidaque cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calora otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se mirabansonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que eljoven concejal no observaba.
—Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?—le preguntó Pacita.
—Todavía no—respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona dela pregunta.
—Pero se declarará.
—Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió unamiradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria.
—¿De veras? Cuente usted … cuente usted.
—Es un secreto
—Bien, pero nosotras lo guardaremos…. ¿Verdad Esperanza que tú nodirás nada?
Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose ensu mal humor y en la inquietud de Ramoncito.
—Yo no tengo gana de saber nada.
—Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de susnovias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo….
—¡Qué tonta eres, chica!—exclamó aquélla con verdadero enojo.
El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de unaamiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación afin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria yceñuda.
—Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y queella responda que sí…. Y si no … ahí tienen ustedes a Pepe Castro,que puede dar fe de lo que digo.
—Es que Pepe Castro no es usted—manifestó la niña de Calderón conmarcada displicencia.
Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frasepunzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmentela superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que seimponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos ala de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegarjamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia,despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, quecaracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado.Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosaexistencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.
Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa desu cuñada, buscaba pretexto para irse.
Pero no lo hallaba. Era forzosoresignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos.Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta lahabía dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estabasecuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente elmodo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia quetenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando pormonosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritaciónse iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no sehubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos ylargarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó lacabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticenciade Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y,entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:
—Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua…. ¡Pobres mujeres enboca de ustedes!
—No se habla mal sino de la que lo merece, Clementina—respondió ésteanimado por el cable que impensadamente recibía.
—De todas hablan ustedes. Me parece que su amiguito Pepe Castro no esde los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra.
—Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres.
—¡No sé por qué!—replicó con un mohín de desdén la dama.
—Yo no soy inteligente en la hermosura de los hombres—manifestó eljoven riendo su frase—, pero todos dicen que Pepito es guapo.
—¡Ps!… Será según el gusto de cada cual … y que me dispense Pacita,que es su pariente. Yo formo parte de esos
todos
y no lo digo.
—La verdad es—apuntó Esperancita tímidamente—que Pepito no pasa porfeo…. Luego, es muy elegante y distinguido, ¿verdad tú?
Y se dirigió a Pacita, poniéndose al mismo tiempo levemente colorada.
Clementina le dirigió una mirada penetrante que concluyó de ruborizarla.
—¿De qué se habla?—preguntó Cobo Ramírez acercándose al corro.
Casi nunca se sentaba en las tertulias. Le placa andar de grupo engrupo, resollando como un buey, soltando alguna frase atrevida en cadauno. La faz de Ramoncito se nubló al aproximarse su rival. Este no dejóde notarlo y le dirigió una mirada burlona.
—Vamos, Ramoncillo, dí; ¿cómo te arreglas para tener tan animadas a lasdamas? Me acaba de decir Pepa que vas echando ingenio.
—No, hombre; ¿cómo voy a echarlo si lo tienes tú todo?—profirió conirritación el concejal.
—Vaya, chico, si es que te azaras porque yo me acerco, me voy.
Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostroanguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha desaberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de unacadémico de la lengua, que no se decía
azararse
, sino
azorarse
.
—Querido Cobo—dijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole confijeza burlona—. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo quedebieras aprender el castellano…. Digo … me parece….
—¿Pues?—preguntó el otro sorprendido.
—No se dice azarar, sino
azorar
, queridísimo Cobo. Te lo participopara tu satisfacción y efectos consiguientes.
La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante,su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento,preguntó con furia:
—¿Y por qué se dice azorar y no azarar?
—¡Porque sí!… ¡Porque lo digo yo!… ¡Eso!…—respondió el otro sindejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada detriunfo a Esperanza.
Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvoen sus trece sosteniendo con brío que no había tal
azorar
, que a nadiese lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar conpersonas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondíabrevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de sutriunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarledelante de la niña por quien ambos suspiraban.
Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido,llamó en su auxilio al general Patiño.
—Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército,¿cree que está bien dicho azorarse?
El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestódirigiéndose a Maldonado en tono paternal:
—No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en Españaazorar.
El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía,echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que sedecían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc…. Queestaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscaseun diccionario.
—El caso es, Ramoncito—dijo D. Julián rascándose la cabeza—, que elque había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se loha llevado…. Pero a mí me parece también, como al general, que se diceazarar….
Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya,tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.
—¡Azorar viene de
azor
, señores!
—¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!—exclamó Cobo soltando unainsolente carcajada—. Confiesa que has metido la patita y dí que no lovolverás a hacer.
El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavíaluchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero comose contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos,concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullandopalabras cargadas de hiel, los labios trémulos, la mirada torva. De vezen cuando dejaba escapar por la nariz un leve bufido de indignación.Cobo estuvo implacable: aprovechó todas las ocasiones que se ofrecieronpara dirigirle indirectamente una pullita envenenada que causaba elregocijo de las niñas y hacía sonreír discretamente a las personasgraves. Nadie en el mundo padeció más hambre y sed de justicia queRamoncito en aquella ocasión.
La llegada de un nuevo personaje puso fin o suspendió por lo menos sutormento. Anunció el criado al señor duque de Requena. La entrada deéste produjo en la tertulia un movimiento que indicaba bien claramentesu importancia. Calderón salió a recibirle dándole las dos manos conefusión. Los hombres se levantaron apresuradamente y se apartaron de losasientos para salir a su encuentro sonrientes, expresando en su actitudla veneración que les inspiraba. Las damas volvieron también sus rostroshacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó parasaludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantóinclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole consus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba.Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que
"queridoduque", "señor duque". "¡Oh, duque!"
El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, lafaz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y elbigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín.
Loslabios gruesos y sinuosos y manchados por el zumo del cigarro puro quetraía apagado y mordía paseándolo de un ángulo a otro de la boca sincesar. Podría tener unos sesenta años, más bien más que menos. Veníaenvuelto en un magnífico gabán de pieles que no había querido quitarse ala entrada por hallarse acatarrado. Mas al poner los pies en elsaloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor queallí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfíale dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vezque caracteriza a los hombres de cuello corto:
—¡Puf! ¡Esto echa bombas!…
Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f. Almismo tiempo hizo ademán de despojarse del abrigo. Veinte manos cayeronsobre él para ayudarle y esto retrasó un poco la operación.
Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas enel desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerrode oro. El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duquede Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno delos colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número yla importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocíaa su familia. Decían unos que había sido granuja del mercadal, otros queempezó de lacayo de un banquero y luego fué cobrador de letras yzurupeto, otros que había sido soldado de Cabrera en la primera guerracivil, y que el origen de su fortuna estuvo en una maleta llena de onzasde oro que robó a un viajero.
Algunos llegaban hasta a filiarle en unade las célebres partidas de bandoleros que infestaron a España pocodespués de la guerra. Pero él explicaba del modo más sencillo y gráficola procedencia de su fortuna, que no bajaba de cien mil millones depesetas. Cuando se enfadaba con los empleados de su casa, lo cualsucedía a menudo, y notaba que se ofendían con sus palabrotasinjuriosas, solía decirles gritando como un energúmeno:
—¿Sabéis, f…., cómo he llegado yo a tener dinero?… Pues recibiendomuchas patadas en el trasero. Sólo a fuerza de puntapiés se logra subirarriba. ¿Estamos?
Hay que confesar que este dato adolece de ser un poco vago; pero laperfecta autenticidad de que se halla revestido, le da un valorinapreciable. Tomándolo como base de la investigación, acaso se puedallegar a definir el carácter y a historiar la vida y las empresas delopulento banquero.
—Hola, chiquita—dijo avanzando hasta Clementina y tomándole la barbacomo se hace con los niños—.
¿Estás aquí? No he visto tu coche abajo.
?