La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Ya lo creo. Y cuantos más años tengas, más caros te irán saliendo….

Dame un cigarro.

El duque sacó la petaca.

—No traigo más que tabacos.

—No quiero eso…. Ahí, sobre ese chisme de escribir, debe de haber.

Tráeme.

El banquero tomó de encima de un pequeño escritorio taraceado algunoscigarritos y se los presentó. La joven preparó uno con la destreza de unconsumado fumador y lo encendió con el fósforo que el duque se apresuróa sacar. Este intentó otra vez aproximar sus labios repugnantes alhermoso rostro de la fumadora, pero fué rechazado con violencia.

—¡Mira, o te estás quieto o te vas!—dijo ella con energía—. Siéntateahí.

Y le señaló la butaquita próxima al lecho.

El banquero se dejó caer en ella, mirando a la joven con sus grandesojos saltones, que expresaban temor.

—Eres una gatita cada día más arisca. Abusas de mi cariño, mejor dicho,de mi locura.

Poseía, en efecto, uno de los temperamentos más lúbricos que pudieraencontrarse. Toda la vida había sido, en achaque de mujeres, ardiente,voraz. En vez de corregirse con los años, esta afición fué creciendohasta dar en una manía repugnante. Era notoria en Madrid. Sabíase quepara satisfacerla, después que había llegado a la opulencia, tuvo milextraños caprichos que pagó con enormes caudales. Se le habían conocidoqueridas de extraños y remotos países, entre ellas una circasiana y unanegra. Era en realidad esta pasión la compuerta por donde se escapabacomo un río su dinero. Pero era al mismo tiempo el único que no le dolíagastar. El boato de su casa le causaba dolor, un cosquilleo punzante: lomantenía por cálculo y por fanfarronería, pero le pesaba en el alma,aunque aparentase otra cosa. Allá, en las intimidades secretas de sucasa, cuando no había de trascender al público, escatimaba, regateaba,sustraía de una cuenta cualquier cantidad por insignificante que fuese;no tenía inconveniente en mentir descaradamente para escamotear a uncomerciante algunas pesetas. El dinero que las mujeres le costabanentregábalo sin vacilaciones ni remordimientos, como si todos sustrabajos y desvelos, sus grandes y continuos cálculos para extraer eljugo a los negocios no tuviesen otra significación ni otro destino queel de adquirir combustible para aumentar el fuego de su liviandad.

Entre las muchas queridas pagadas que había tenido, ninguna adquiriótanto ascendiente sobre él como la que tenemos delante. Era ésta unajoven de Málaga, llamada Amparo, que hacía tres o cuatro años vendíaflores por los teatros y tenía su kiosco en Recoletos. Desde luego llamóla atención por su belleza y desenvoltura y se hizo popular entre loselegantes. Festejáronla, persiguiéronla, y aunque al principio resistióa los ataques, cuando éstos vinieron en forma positiva, se dejó vencer.Fué, durante algún tiempo, la querida del marqués de Dávalos, un jovenviudo con cuatro hijos, que gastó con ella sumas cuantiosas que no lepertenecían. Por gestiones activas de su familia, por escasearle ya eldinero y por desvío de la misma Amparo, que halló otro pollo mejor paradesplumar, se rompió esta relación, no sin sentimiento tan vivo deljoven marqués que le produjo cierto trastorno intelectual. Después delsustituto de éste, tuvo Amparo otros varios queridos en la aristocraciade la sangre y el dinero. Fué conocida y popular en Madrid con el nombrede Amparo la malagueña. En los paseos, en los teatros, adonde acudía conasiduidad, constituyó durante tres o cuatro años un precioso elementodecorativo. Porque a más de su hermosura singular, había llegado aadquirir en poco tiempo, si no distinción, elegancia. Sabía vestirse,facultad que no es tan común como parece, sobre todo en esta clase demujeres. Tenía bastante instinto para buscar la armonía de los colores,la sencillez y pureza de las líneas. No pretendía llamar la atención,como la mayor parte de sus iguales, por lo exagerado de los sombreros yel vivo contraste de los colores. Por ésta razón había entre las damasmadrileñas cierta indulgencia hacia ella. En sus natos de murmuración leguardaban más consideraciones que a las otras; la reconocían un cutismuy fino, unos ojos muy hermosos, y gusto.

Fuera de esta dote natural que la acercaba a las señoras de verdad,Amparo era en su trato tan tosca, tan incivil, tan bestia y tanignorante como lo son casi siempre en España las criaturas de sucondición, al menos en el presente momento. Más adelante quizá lleguen aser tan cultas y refinadas como las cortesanas de la Grecia. Hoy son loque arriba se ha dicho, sin ánimo, por supuesto, de ofenderlas. Despuésde pertenecer al marqués de Dávalos y a otros tres personajes, sinperjuicio de los devaneos furtivos que se autorizaba, vino al poder delduque de Requena, o éste al poder de ella, que es lo más exacto.Salabert, según iba envejeciendo y menguando en energía (para todo loque no fuese adquirir dinero, se entiende), crecía en sensualidad. Elvicio se transformaba en desorden vergonzoso, en pasión desenfrenada,como suele acaecer a los viejos y a los niños viciosos. Amparo dió conél en esta última etapa y logró apoderarse de su voluntad sinpremeditación. Era demasiado necia para concebir un plan y seguirlo. Sucarácter desigual, brutalmente soberbio, su misma estupidez, que lahacía no prever las consecuencias de sus actos, la ayudaron a dominar alcélebre banquero. Hacía un año que era su querida y que estaba instaladaen aquel hotelito del barrio de Monasterio. Al principio procurabarefrenar su genio y tenerle contento mostrándose dulce y amable.

Perocomo esto le costaba un esfuerzo, y como, por otra parte, pudocerciorarse en seguida de que los desdenes, el mal humor v hasta losinsultos, lejos de enfriar la pasión del duque la encendían más, diórienda suelta a su genio. Apareció la criatura salida del cieno, con sugrosería, sus inclinaciones plebeyas, su carácter agresivo ydesvergonzado. El duque, que hasta entonces había logrado mantener suindependencia frente a sus queridas y eso que de algunas llegó aprendarse fuertemente, se encaprichó de tal modo por ésta, que al pocotiempo le toleraba frisos que ajaban su dignidad y tiempo adelante actosque aún más la escarnecían. Por supuesto, este dominio duraba solamentelos momentos de sensualidad, las horas que consagraba al placer. Así quesalía del templo de Venus, recobraba su razón el imperio, volvía a susempresas con creciente ambición.

Amparo fumaba tranquilamente en silencio, enviando pequeñas nubes dehumo al techo. De pronto hizo un movimiento brusco, e incorporándosedijo:

—Voy a vestirme. Toca ese botón.

El duque se levantó para cumplir el mandato. A los pocos instantes sepresentó Petra a vestirla. Mientras lo llevaba a cabo, ama y doncellacambiaron algunas impresiones con excesiva familiaridad, mientras elbanquero seguía con fijeza entre atento y distraído, los movimientos dela faena.

—Señorita, ¿ha visto usted ayer a la Felipa guiando dos jaquitas queparecían ratones? Por aquí pasó….

¡Qué preciosidad! No he visto cosamás mona en la vida…. A ver cuándo el señor duque le compra otrapareja así—dijo Petra mirando con el rabillo del ojo al banquero,mientras ataba las cintas de la bata a su ama.

—¡Ps!—exclamó ésta alzando los hombros con desdén—. No me ha dadonunca por guiar. Es oficio de los cocheros. Pero si me diese, ¡ya locreo que me compraría un tronco igual!

Y al mismo tiempo se volvió un poco, con media sonrisa, hacia el duque,que dejó escapar un gruñido corroborante, pasando con su peculiarmovimiento de boca el cigarro al lado contrario.

—Pues son muy lindas para ir a los toros. ¡Y que no estaría bien laseñorita con su mantilla blanca guiando!

—¿Mantilla para guiar? ¡Estás aviada, hija!

—Bueno, pues de sombrero. El caso es que estaría de mistó: no como esadesorejada de la Felipa que ya no tiene carne para hartar a un gato….

La doncella, mientras le recogía el pelo, charlaba por los codos. Elfondo de su charla era constantemente adulador. Amparo escuchaba concierta complacencia. Alguna vez la interrumpía con frases del mismo jaezque las que la doméstica usaba, en más de una ocasión, acompañadas deinterjecciones que aquélla no se atrevía a pronunciar. Contaba que eldía anterior había tropezado en la calle con Moratini, y que el famosotorero le había dicho al pasar: "Recuerdos a tu ama". Al mismo tiempo lamaligna doncella miraba de reojo al duque. Amparo sonrió lisonjeada;pero hizo una fingida mueca de desdén.

—Lo mismo da. Ya sabes que me carga.

—Pues tiene muchos partidarios.

—¡Calla! ¡calla! que ni tú ni él valéis un perro chico…. Anda; tráemepronto esa gorra, y lárgate.

Así que la doncella se hubo marchado, el duque, en quien los recuerdosdel torero despertaron los celos y el mal humor, dijo saliendo algabinete y tendiéndose groseramente en el sofá:

—Parece que esta noche has tenido media juerga. ¿Quién ha estado aquí?

Amparo dirigió la vista a la licorera, donde el duque la tenía posada.

—Pues han estado Socorro y Nati hasta cerca de las tres.

—¿Nadie más?

—Con sus amigos León y Rafael.

—¿Nadie más?

—Nadie más, hombre. ¿Me vas a examinar?

—Es que yo he sabido que ha estado también Manolito Dávalos.

El duque no lo sabía. Quiso sacar de mentira verdad.

—Cierto: también ha estado Manolo—replicó con indiferencia.

—Bueno, pues será la última vez—dijo mordiendo con rabia el cigarro.

—Eso será si a mí se me antoja—manifestó la bella ex floristalevantando hacia él los ojos con expresión provocativa.

Salabert dejó escapar ciertos gruñidos que Amparo consideró ofensivos.Hubo una escena violenta. La bella reclamó con fiereza su independencia;le cantó lo que ella llamaba con clásica erudición "verdades delbarquero". El banquero, excitado, contestó con su grosería habitual. Elera quien pagaba; por lo tanto, tenía derecho a prohibir la entrada enaquella casa a quien le pareciese. La disputa se fué agriando entérminos que ambos levantaron bastante la voz, sobre todo Amparo, enquien a poco que la rascaran aparecía la criatura de plazuela.Cruzáronse frases de pésimo gusto, aunque pintorescas. La malagueñallamó al duque tío lipendi, gorrino, y concluyó por arrojarle delgabinete. Pero aquél no hizo maldito el caso, antes enfurecido la faltóabiertamente al respeto, empleando en su obsequio algunos epítetosexpresivos de su exclusiva invención y otros recogidos con cuidado de sularga experiencia. Por último, quiso dejar sentado de un modoincontrovertible que allí era el amo. Con este fin, puramente lógico,dió una tremenda patada a la mesilla dorada donde reposaba la aborrecidalicorera, que se derrumbó con estrépito y se hizo cachos.

Amparo, que nose dejaba sobar por nadie, según decía a cada momento, aunque a cadamomento se pusiese en contradicción consigo misma, presa de un furorirresistible, con los ojos llameantes de ira, alzó la mano tomando vueloy descargó en las limpias y amoratadas mejillas del prócer una sonorabofetada.

Los cabellos del lector se erizarán seguramente al representarse lo queallí pasaría después de este acto bárbaro e inaudito. Acaso seríaconveniente dejarlo en suspenso como la famosa batalla del héroemanchego y el vizcaíno. Sin embargo, para no atormentar su curiosidadinútilmente, nos apresuramos a decir lo que pasó desdeñando este recursode efecto. El caso no fué trágico, por fortuna, si bien digno deatención y de meditarse largamente. El duque se llevó la mano al sitiodel siniestro y exclamó sonriendo con benevolencia:

—¡Demonio, Amparito, no creí que tuvieras la mano tan pesada!

Aquélla, que se había puesto pálida después de su irreflexivo arranque,quedó estupefacta ante la extraña salida del banquero. Tardó algunossegundos en darse cuenta de su sinceridad.

—Eres una gran chica—siguió aquél echándole un brazo al cuello yobligándola a sentarse de nuevo, y él junto a ella—. Esta bofetada nola tasaría en menos de cien pesos cualquier perito inteligente. Fuerte,sonora, oportuna…. Reúne todas las condiciones que se puedenapetecer….

—Vamos, no te guasees, que tengo hoy muy mala sangre—dijo la Amparo,escamada y presta otra vez a enfurecerse.

—No es broma, y la prueba de ello es que voy a pagártela en el acto.Pero mucho ojo con que vuelva por aquí Manolito Dávalos, porque novuelves tú a ver el color de mis billetes.

—¡Si fué una casualidad, hombre!—dijo la Amparo dulcificándose—. Vinoesta noche porque había ido de juerga con León y Rafael, y a última horase le ocurrió a Nati hacerme una visita.

—Pues basta de casualidades. Yo no aspiro a que me adores, ¿sabes?;pero no quiero pagar las queridas a esos perdularios de sangre azul. ¿Lohas oído, salero?

Al mismo tiempo llevó la mano al bolsillo en busca de la cartera. Susemblante, que sonreía con la expresión triunfal del que lleva en elbolsillo la llave de todos los goces de este mundo, se contrajo depronto. Una nube de inquietud pasó súbito por él. Buscó con afán. Lacartera no estaba en aquel sitio.

Pasó a los demás bolsillos. Lo mismo.

—¡F….! ¡me han robado la cartera!

Amparo le miró con ojos donde se reflejaba la duda.

—¡F….! ¡me han robado la cartera!—volvió a exclamar con másenergía—. ¡Me han robado diez mil y pico de duros!

—¡Vaya, vaya, qué guasoncillo está el tiempo!—dijo Amparo ya enojadaotra vez. No tuvo penetración para distinguir el susto verdadero delfingido.

—¡Sí, sí; no ha sido mala guasa! ¡Maldita sea mi suerte! ¡Si cuando undía principia mal!… Tres mil duros de la fianza y cerca de once milahora…. ¡Pues señor, no ha sido mal empleada la mañana!

Se levantó bruscamente del sofá y principió a dar vueltas por laestancia, presa de una agitación sorprendente en quien tantos millonesposeía. Un torrente de palabras, de gruñidos, de sucias interjeccionesque expresaban demasiado a lo vivo su disgusto, se escapó de sus labios.Arrojó con furia el cigarro, que en él era signo de gravísimapreocupación. Amparo, viéndole tan excitado, se rindió a la evidencia, ypreocupada también por el caso le dijo:

—Quizá no te la hayan robado. Puede ser que la perdieses…. ¿Dónde hasestado?

—¿Crees tú que alguna vez se hayan perdido once mil duros?—repuso entono amargo parándose frente a ella—. Es decir, se pierden, sí; perootros los encuentran antes de llegar al suelo.

Acabando de decir esto, quedó repentinamente suspenso, como si brillaseuna luz salvadora en su cerebro.

Miró con ojos escrutadores por algunosinstantes a su querida, y haciendo un esfuerzo por sonreír, dijo,tornando a sentarse al lado de ella:

—¡Pero qué animal soy! ¡Vaya una bromita salada, y qué bien que tehabrás reído de mí!

—¿Qué dices?—preguntó la Amparo estupefacta.

—¡Venga esa cartera, picaruela! Venga esa cartera.

Y el duque, riendo sincera o fingidamente, la echó un brazo al cuello ycomenzó por un lado y por otro a manosearla como buscando el sitio dondetuviera oculto el dinero.

Dando una fuerte sacudida la joven se desprendió de sus brazos y selevantó:

—Oye, tú…. ¿Me tomas por una ladrona?—exclamó enfurecida.

—No, sino por una guasoncilla. ¿Te has querido reir de mí, verdad?

La joven replicó con energía que el guasón era él y que bastaba debromas, que no estaba dispuesta a tolerarlas en esa materia. El duqueinsistió todavía; pero viendo la indignación real de su querida y noteniendo dato alguno para suponer que fuese ella quien le sustrajo lacartera, recogió velas. En cuanto perdió esta esperanza, su rostro senubló de nuevo. Aunque dió satisfacciones a Amparo, no fueron éstas muycalurosas. Quedábale, en el fondo, la duda. Bien lo echó de ver ella,por lo que siguió enojada.

Concluyó por decirle:

—Mira, lo mejor que puedes hacer es irte a almorzar. No quiero máshistorias…. ¡Ah! y no dejes de traerme esta noche guita, que me estáhaciendo mucha falta…. A no ser que prefieras que te mande a casa lascuentas….

Salió el duque echando pestes del coruscante hotelito. Como por lasinmediaciones no había coches y no quería utilizar el de su querida, pormás que él lo pagara, encaminóse a pie hacia su casa. Cayó en ella comouna bomba, no de pólvora o dinamita, porque no entraban en sutemperamento los procedimientos fragorosos, sino de ácido sulfúrico osublimado corrosivo que se extendió por toda ella molestando yrequemando a los habitantes. Su mujer, el portero, el cocinero, Llera ycasi todos los empleados recibieron en mitad del rostro alguna frasegrosera pronunciada en el tono cínico y burlón que caracterizaba sudiscurso. Después de almorzar encerróse en el escritorio con su malhumor a cuestas. No hacía una hora que allí estaba, cuando entraron aavisarle que un cochero de punto deseaba hablar con él.

—¿Qué quiere?

—No lo sé. Desea hablar con el señor duque.

Este, iluminado repentinamente por una idea, dijo:

—Que pase.

El cochero que entró era el mismo que le había conducido desde casa de Calderón a la de su querida. Salabert le miró con ansiedad.

—¿Qué traes?

—Esto, señor duque, que sin duda debe de ser de vuecencia—dijopresentándole la cartera perdida.

El banquero se apoderó de ella, la abrió prontamente, y sacando elmontón de billetes que contenía, se puso a contarlos con la destreza yrapidez propias de los hombres de negocios. Cuando concluyó dijo:

—Está bien: no falta nada.

El cochero, que, como es natural, esperaba una gratificación, quedósealgunos instantes inmóvil.

—Está bien, hombre, está bien. Muchas gracias.

Entonces, con el despecho pintado en el semblante, el pobre hombre diólas buenas tardes y se dirigió a la puerta. El duque le echó una miradaburlona, y antes de llegar a ella le dijo, sonriendo con sorna:

—Oye, chico. No te doy nada, porque para los hombres tan honrados comotú, el mejor premio es la satisfacción de haber obrado bien.

El cochero, confuso e irritado a la vez, le miró de un modo indefinible.Sus labios se movieron como para decir algo; mas al fin salió de laestancia sin articular palabra.

V

#Precipitación.#

Raimundo Alcázar, que así se llamaba aquel joven rubio tan pertinaz yenfadoso que siguió a Clementina cuando hemos tenido el honor deconocerla al comienzo de la presente historia, recibió la miradairacunda que aquélla le dirigió al entrar en casa de su cuñada conadmirable sosiego y resignación. Esperó un momento a ver si sólo iba adejar algún recado, y como no saliese se alejó tranquilamente endirección a la plazuela de Santa Cruz. Se detuvo en un puesto de flores.La florista, al verle llegar, le sonrió como a un antiguo parroquiano yechó mano al ramo de rosas blancas y violetas que sin duda estaba yapreparado para él. Dirigióse a la Plaza Mayor y tomó el tranvía deCarabanchel. Dejólo donde se bifurca con el camino que conduce alcementerio de San Isidro y siguió hacia éste a pie. Ascendió con rapidezla cuesta, llegó y penetró en el nuevo recinto, donde, como exige laley, a los muertos se les da tierra, no se les encajona en largas ysombrías galerías. Con paso rápido avanzó hasta una sepultura con losade mármol blanco rodeada de una pequeña verja, y se detuvo. Permanecióalgunos minutos inmóvil contemplándola. Sobre la losa estaba escrito concaracteres negros este nombre: ISABEL MARTÍNEZ DE ALCAZAR. Debajo de élestas dos fechas separadas por un guión: 1842-1883, que indicaban sinduda las del nacimiento y la muerte de la persona allí enterrada. Habíasobre la losa algunas flores marchitas. Raimundo las recogió concuidado, deshizo luego el ramo que traía, esparció las frescas floressobre la tumba, y con la misma cuerda hizo otro ramo con las marchitas.Con éste en una mano y el sombrero en la otra, permaneció otra vez algúntiempo de pie contemplando con ojos húmedos aquella sepultura. Luego sealejó rápidamente y salió del cementerio sin echar una mirada decuriosidad en torno suyo.

Raimundo Alcázar había perdido a su madre hacía ocho o nueve meses. Nohabía conocido a su padre, o, por mejor decir, no tenía recuerdo de él,pues desapareció de este mundo cuando sólo contaba él cuatro años.Llamábase también Raimundo, y era, al morir, catedrático de laUniversidad de Sevilla. Cuando se casó con su madre nada más que unjoven en espera de colocación. Por eso el padre de Isabel, comercianteen ferretería en la calle de Esparteros, se había negado a autorizaraquellos amores, los persiguió con tenacidad y sólo consintió en elmatrimonio cuando Alcázar llevó por oposición la cátedra mencionada. Erahombre de excepcional inteligencia, publicó algunos libros de la cienciaa que se había dedicado, que era la Geología. Su muerte, acaecida cuandosólo contaba treinta y dos años de edad, fué llorada en la pequeñaesfera en que los hombres de ciencia viven en España. Isabel, con suhijo Raimundo, se volvió a Madrid a la casa paterna, donde tres mesesdespués de fallecido su esposo, dió a luz una niña que tomó el nombre deAurelia.

Era Isabel una mujer singularmente hermosa. Como hija única de uncomerciante que pasaba por bien acomodado, no le faltaron pretendientes.Rechazó todas las proposiciones de matrimonio. Pasaba por románticaentre las amigas, quizá porque poseía alguna más inteligencia y corazónque la mayor parte de ellas. Era admiradora del talento: le repugnabanlos seres prosaicos que constituían casi la totalidad de las relacionesde su padre. Idolatraba la memoria de su marido a quien había adorado envida como a un hombre superior, eminente. Conservaba como preciosotesoro todas las frases de elogio que la prensa había tributado a susobras. El único deseo, el único afán de su vida era que su hijo siguieselas huellas de su padre, fuese un hombre respetado por su talento eilustración. Dios quiso colmar sus votos. Primero comenzó a ver alzarseante sus ojos la imagen corporal de su marido reproducida en el hijo. Nosólo en el rostro, sino en los ademanes, los gestos y el timbre de vozparecía una copia exacta. Luego el niño, por su comportamiento en elcolegio, principió a causarle vivos placeres: era inteligente yaplicado. Los maestros se mostraban de él muy satisfechos. Cada frase deelogio que llegaba a sus oídos, cada nota de sobresaliente que veíaescrita debajo del nombre de su hijo, producía a la pobre madre espasmosde alegría. Ya no abrigaba duda alguna de que heredaba el talento de supadre.

Alguna vez sentía remordimientos pensando que distribuía con pocaequidad el cariño entre sus dos hijos. Por más esfuerzos que hacía paramantener el equilibrio, no podía menos de confesarse que amaba mucho mása Raimundo. Su inmenso cariño se traducía en constantes caricias, ennimios cuidados que enervaban y enmollecían el temperamento del niño. Lecriaba, en suma, con demasiado mimo. El, por su parte, le profesaba unaafición tan ardiente, tan exclusiva, que en ciertos momentos seconvertía en verdadera fiebre. Cada vez que tenía que apartarse de susfaldas para ir al colegio le costaba lágrimas. Exigía que se pusiera albalcón para despedirle. Antes de doblar la esquina de la calle, sevolvía más de veinte veces para enviarle besos con la mano. Era yahombre y estudiante de Facultad, y todavía Isabel conservaba estacostumbre de salir al balcón para despedirle cuando iba a sus clases.Por su natural, o tal vez por esta educación un poco afeminada, Raimundofué un niño tímido, retraído de los juegos de sus compañeros, luego unadolescente melancólico, por fin un joven serio y de pocas palabras.Apenas tuvo amigos. En la Universidad paseaba con sus condiscípulosantes de entrar en cátedra; pero en cuanto daba la hora tornábase a casay no le gustaba salir sino acompañando a su madre y hermana. Mucho antesde esta época, cuando contaba solamente diez años, había muerto suabuelo. Así que, en cuanto llegó a los diez y seis, comenzó a desempeñarel papel de hombre en la casa. Llevaba a su madre al teatro, laacompañaba a hacer visitas: algunas noches, cuando hacía buen tiempo,salía de paseo con ella por las calles, dándole el brazo como un maridoo un galán. La belleza de Isabel no disminuía con la edad. Al verlosjuntos, nadie imaginaba que eran madre e hijo, sino hermanos, cuando noesposos. Esto era causa para el joven de cierto malestar. Porque como enMadrid los hombres no se distinguen por un excesivo respeto a las damas,oía, a su pesar, frases de admiración, requiebros, lo que ha dado enllamarse

flores

, que los transeuntes dirigían a su madre. Sentía, alescucharlas, una mezcla extraña de vergüenza y placer, de celos y deorgullo que le agitaba.

El viejo Martínez, después de retirado del comercio, había tenidoquiebras en su fortuna, consistente en acciones de una fábrica depólvora que sufrieron depreciación, y en valores del Estado. Sólo lesdejó una renta de siete a ocho mil pesetas. Con ella vivían los tres coneconomía, pero sin faltarles lo necesario, en un cuarto segundo de lacalle de Gravina. Raimundo siguió la carrera de ciencias. Quería sercatedrático como su padre, y, dada la brillantez con que salía en losexámenes, nadie dudaba que lo consiguiera pronto. Mostraba también, comosu padre, decidida afición a las ciencias naturales; pero en vez dededicarse a la Geología, fijóse con predilección en la Zoología, y deésta en aquella parte que comprende el estudio interesantísimo de lasmariposas. Comenzó a hacer acopio de ellas, y desplegó un afán y unainteligencia que pronto le hicieron poseedor de una rica colección.Antes de terminar la carrera, era ya un notable

entomólogo.

Se habíahecho construir escaparates que cubrían las paredes de su habitación,donde estaban expuestos los cartones con las más raras y preciosasespecies. Estuvo ahorrando dos años para comprar un microscopio, y porfin adquirió uno bastante bueno que le proporcionó grato solaz al parque utilidad.

Porque si bien aquel estudio particular no era suficientepara obtener una cátedra, le ayudaba no poco, dado que no es posibleprofundizar cualquier ramo de la ciencia sin estudiar las relacionesque mantiene con los demás, sobre todo con los más próximos.

El día que se hizo doctor, y fué justamente acabados de cumplir losveintiún años, la pobre Isabel experimentó una de esas alegrías sólocomprensibles para las madres. Le abrazó derramando un raudal delágrimas.

—Mamá—le dijo Raimundo—. Estoy ya en aptitud de hacer oposición a unacátedra. Me voy a dedicar con ahinco a prepararme, y en cuanto la lleve,renuncio a lo que puedas dejarme en herencia para que hagas una dote aAurelia. Yo tengo pocas necesidades y me bastará con el sueldo.

Estas palabras generosas conmovieron a la madre. Cada día hallaba másrazones para adorar aquel hijo modelo.

Dedicóse Raimundo con ardor al estudio, profundizando las materias dealgunas asignaturas, sin abandonar por eso sus aficiones entomológicas.Gracias a éstas y al nombre glorioso que su padre le había legado, sedió a conocer pronto entre los hombres de ciencia. Escribió algunosartículos, se puso en relación con varios sabios extranjeros y tuvo lasatisfacción de recibir de ellos frases de elogio que le alentaron.

Bienpuede decirse que era un muchacho feliz. Sin deseos imposibles que leroyeran las entrañas, sin amores tormentosos ni amistades molestas,disfrutando de la tranquilidad del hogar, del cariño de la familia y delos puros goces de la ciencia, deslizábanse sus días serenos y dichosos.A las amigas de su madre les sorprendía tanta formalidad. ¿No teníanovia Raimundo? ¿No le gustaban siquiera las muchachas? Isabelcontestaba sonriendo y con transparente satisfacción.

—No sé: creo que hasta ahora no le ha dado por ahí. Está tan metido pormis faldas que parece un niño de tres años…. La verdad es que le ha decostar trabajo hallar una mujer que le quiera tanto como yo.

Y así era como ella lo decía. Teníale envuelto en una atmósfera deprotección, de tibios y amorosos cuidados que le sería casi imposiblehallar al lado de una esposa por tierna que fuese. Sólo las madresposeen esa abnegación absoluta, infatigable, sin esperanza ni deseosiquiera de reciprocidad. Todo lo que la vida material exige, lo teníasatisfecho Raimundo con un refinamiento que pocos hombres disfrutarían.Jamás se le había ocurrido pensar ni en su alimento, ni en su ropa ocalzado, ni aun en aquellos menesteres de que las mujeres no suelenentender. Todo estaba previsto y regularizado perfectamente en su vida.Podía consagrarse con entera libertad al ejercicio de su inteligencia.Si se quejaba de mal sabor de boca, ya tenía a su madre por la mañana allado de la cama con un vaso de limón y polvos laxantes: si le dolía lacabeza, con el agua sedativa o los paños de leche y adormideras. Si porla noche tosía, por poco que fuese, ya estaba intranquila y no parabahasta que silenciosamente y en camisa iba a cerciorarse de que su hijono se había destapado. Cuando Aurelia estuvo en edad de hacerlo,también comenzó a ayudar a la madre en esta tarea de ahuyentar tododolor, de arrancar las espinas, por pequeñas que fuesen, del camino deljoven entomólogo.

Desgraciadamente, mejor pudiéramos decir naturalmente, pues que lafelicidad es imposible en este mundo, esta existencia dichosa tuvopronto un término. Isabel cayó enferma con pulmonía. No quedó biencurada por