La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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sies verano; los criados gastan calzón corto y peluca. Hay un elegante yespacioso comedor, sala de armas, gabinete de

toilette

, cuartos debaño y dos o tres habitaciones para dormir. Tiene el club, asimismo,servicio particular de coches y caballos de silla. El genio español semanifiesta en multitud de pormenores internos. El que más lo caracterizaes el de la ausencia de metal acuñado. Esto da origen a muchas yextrañas relaciones de los socios entre sí y de los socios con el mundoexterior, que constituyen una complicada y hermosa variedad que no sehallará en ningún otro pueblo de la tierra. Da lugar, sobre todo, a undesarrollo inmenso, inconcebible, de esa palanca poderosa con que elsiglo XIX ha llevado a término las más grandiosas y estupendas de susempresas, el

Crédito

. Realízanse dentro del

Club de los Salvajes

tantas operaciones de crédito como en el Banco de Londres. No sólo seprestan los socios entre sí dinero y juegan sobre su palabra, sino quetambién realizan la misma operación con el club, considerado comopersona jurídica, y hasta con el conserje en calidad de funcionario ycomo particular.

Fuera del círculo, los salvajes, arrastrados de suentusiasmo y veneración por el crédito, lo hacen jugar en casi todas susrelaciones con el sastre, el casero, el constructor de coches, elimportador de caballos, el joyero, etc., sin mencionar aquí otrasgrandes operaciones de la misma clase que de vez en cuando realizan conalgún banquero o propietario. Gracias, pues, a este inapreciableelemento económico, se había hecho casi innecesario, entre los sociosdel club, el numerario, reemplazándolo dichosamente por otro medioenteramente abstracto y espiritual, la palabra; la palabra oral oescrita. Vivían, gastaban lo mismo que sus colegas y modelos de Londres,sin libras esterlinas, ni chelines, ni pesetas, ni nada.

Es evidente, pues, la superioridad del club español sobre el inglés eneste respecto. También lo es en cuanto a la franqueza y cordialidad conque los socios se tratan entre sí. Poco a poco se habían ido alejando delas formas correctas, ceremoniosas, que caracterizan a los graves gentlemen

de la Gran Bretaña, dando a su trato cada vez más colorlocal, acercándolo en lo posible al de nuestros pintorescos barrios deLavapiés y Maravillas. El medio, la raza y el momento son elementos delos cuales no se puede prescindir, lo mismo en la política que en lassociedades de recreo.

El club empieza a animarse siempre después de las doce de la noche,llega a su período álgido a las tres de la madrugada, y desde esta horacomienza a descender. A las cinco o seis de la mañana se retiran todossantamente en busca de reposo. Durante el día suele verse pococoncurrido. Sólo dos o tres docenas de socios van por las tardes, antesdel paseo, a culotear sus boquillas. Embotados aún por el sueño, hablanpoco. Les hace falta la excitación de la noche para que muestren en todosu esplendor sus facultades nativas. Estas parecen concentradas en lanobilísima tarea de poner la boquilla de un hermoso color de caramelo.Si los objetos de arte han sido en otro tiempo objetos útiles, si elArte arrastra consigo la idea de inutilidad como algunos afirman, hayque confesar que los socios del Club de los Salvajes

, en materia deboquillas obran como verdaderos artistas. Hácenlas venir de París y deLondres; traen grabadas las iniciales de sus dueños y encima lacorrespondiente corona de conde o marqués si el fumador lo es;guárdanlas en preciosos estuches, y cuando llega el caso de sacarlaspara fumar lo realizan con tales cuidados y precauciones, que enrealidad se convierten en objetos molestos más que útiles. Hay salvajeque se estraga fumando sin gana cigarro sobre cigarro, sólo por el gustode ahumar la boquilla antes que alguno de sus colegas. Y si no es así,por lo menos, nadie se cuida de saborear el tabaco. Lo importante essoplar el humo sobre la espuma de mar y que vaya tomando color porigual.

De vez en cuando sacan el fino pañuelo de batista, y con unadelicadeza que les honra se dedican largo rato a frotarla mientras suespíritu reposa dulcemente abstraído de todo pensamiento terrenal.Graves, solemnes, armoniosos en sus movimientos, los socios másdistinguidos del Club de los Salvajes

chupan y soplan el humo deltabaco de dos a cuatro de la tarde. Hay en esta tarea algo de íntimo ycontemplativo, como en toda concepción artística, que les obliga a bajarlos párpados y a subir las pupilas para mejor recrearse en la puravisión de la Idea.

En este elevadísimo estado de alma se hallaba nuestro amigo Pepe Castroahumando una que figuraba la pata de un caballo, cuando le sacó de suéxtasis la voz de Rafael Alcántara que desde lejos le gritó:

—¿Conque es verdad que has vendido la jaca, Pepe?

—Hace ya unos días.

—¿La inglesa?

—¿La inglesa?—exclamó levantando los ojos hacia su amigo con asombro yreconvención—. No, hombre, no; la cruzada.

—Chico, como no hace dos meses siquiera que la has comprado, no creíaque te deshicieses de ella.

—Ahí verás tú—replicó el bello calavera adoptando un continentemisterioso.

—¿Algún defecto oculto?

—A mí no se me oculta ningún defecto—dijo con orgullo.

Y todos lo creyeron; porque en este ramo del saber humano no tenía rivalen Madrid, si no era el duque de Saites, reputado como el primer mayoralde España.

—Ah, vamos, falta de

luz

.

—Tampoco.

Rafael Alcántara se encogió de hombros y se puso a hablar con los quetenía cerca. Era un joven rubio, de fisonomía gastada, ojos pequeños yverdosos, malignos y duros. Como otros tres o cuatro de los que asistíana diario al club, entraba en él y alternaba con toda la altaaristocracia, sin derecho alguno. Alcántara era de familia humilde, hijode un tapicero de la calle Mayor. En muy poco tiempo se había gastado lapequeña hacienda que le dejó su padre y después vivió del juego y apréstamo. A todo Madrid debía y hacía gala de ello. La condición que lemantenía abiertas las puertas de la alta sociedad era su valor y sucinismo. Alcántara era hombre bravo de veras, se había batido tres ocuatro veces y estaba apercibido a hacerlo por el más mínimo pretexto.Además, era un desvergonzado, hablaba siempre en tono despreciativo,aunque fuese a la persona más respetable, dispuesto a burlarse de todoel mundo. Estas cualidades le habían hecho adquirir gran prestigio entrelos jóvenes salvajes. Se le trataba como a un igual, se contaba con élen todas las francachelas; pero nadie preguntaba por su dinero.

—Mi general, le habrá a usted gustado ayer la Tosti, ¿eh?—dijo Ramoncito Maldonado dirigiéndose a Patiño.

—En la romanza solamente,—repuso el guerrero sensible después dedirigir con destreza una larga bocanada de humo a su boquilla querepresentaba un obús montado sobre su cureña.

—No diga usted que el dúo ha estado mal.

—¡Vaya si lo digo!

—Pues, señor, entonces declaro que no entiendo una palabra porque me haparecido sublime—replicó el joven con señales de hallarse picado.

—Esa declaración te honra, Ramón. Sabes hacerte justicia—dijo Cobo Ramírez, que no perdía ocasión de vejar a su amigo y rival.

—¡Ya lo creo, como que sólo tú eres el inteligente!—exclamó vivamenteel concejal—. Mira, Cobo, aquí el general puede hablar porque tienemotivo, ¿estamos?… pero tú debes callarte porque me gastas una orejacomo la de una cocinera.

—Pero hombre, ¿por qué se picará tanto Ramoncito, en cuanto usted ledice algo?—preguntó el general riendo.

—No sé—repuso Cobo dando un chupetón al cigarro mientras sus faccionesse contraían con una leve sonrisa burlona—. Si le contradigo se enfada,y si repito lo que él dice, lo mismo.

—¡Se entiende, chico, se entiende! Si ya sabemos que eres un guasón deprimera fuerza. No necesitas esforzarte más delante de estos señores….Pero lo que es ahora, has dado una buena pifia.

—Yo sostengo lo mismo que el general. El dúo estuvo muy malcantado—dijo con calma provocativa Cobo.

—¡Qué importa que tú sostengas uno u otro!—exclamó ya fuera de sí Maldonado—. ¡Si no conoces una nota de música!

—¡Alto! Tengo más derecho a hablar de música, puesto que no cencerreocomo tú el piano. Por lo menos soy un ser inofensivo.

Siguió una disputa larga entre ambos, viva y descompuesta por parte deRamoncito, tranquila y sarcástica por la de Cobo, que se gozaba en sacara aquél de sus casillas. No poco se divertían también los presentes,poniéndose unos de parte del concejal y otros de su competidor para másprolongar el recreo.

—¿Sabéis que esta tarde se bate Alvaro Luna?—dijo uno cuando ya ibanhastiados de los dimes y diretes del concejal y Cobo.

—Eso me han dicho—respondió Pepe Castro cerrando los ojos convoluptuosidad, mientras chupaba el cigarro—. En el jardín de Escalona,¿verdad?

—Creo que sí.

—¿A sable?

—A sable.

—Vamos, un chirlo más—manifestó León Guzmán desde su asiento.

—Con punta.

—¡Oh! ya es otra cosa.

Y los salvajes presentes mostraron entonces interés en el duelo.

—Alvaro tira poco. El coronel debe llevarle ventaja. Es más hombre, yademás tira con energía.

—Con demasiada—dijo Pepe Castro sacando el pañuelo después de haberarrojado la punta del cigarro y poniéndose a frotar con esmero laboquilla.

Todos volvieron los ojos hacia él porque tenía fama de habilísimotirador.

—¿Crees tú?

—Desde luego. La energía es conveniente hasta cierto límite. Pasando deél, muy expuesta, sobre todo cuando los sables tienen punta. Si se lascortasen, todavía redoblando los ataques sin descanso se puede haceralgo. Por lo menos, es posible aturdir al contrario. Pero cuando lallevan hay que andarse con ojo.

Alvaro no tira mucho; pero es frío,tiene un juego cerrado y estira el pico que es un primor. Que no sedescuide el coronel.

—¿La cuestión ha sido por la cuñada de Alvaro?

—Al parecer.

—¿Y a él qué diablos le importa?

—¡Ps … ahí verás!

—Como no esté enamorado, no comprendo….

—Todo podría ser.

—¡La niña es de oro! Este verano, en Biarritz, ella y el chico deFonseca se ponían de un modo por las noches en la terraza del casino,que era cosa de sacar fotografías iluminadas.

—Allá Cobo, antes de irse, hizo también algunos cuadros disolventes enlos jardinillos.

—¡Sí, sí; bien me ha comprometido esa chica!—manifestó Cobo en tonocómicamente desesperado.

—Ya no tenías mucho que perder. Desde el negocio de Teresa estásdeshonrado—dijo Alcántara.

—Siempre va la desgracia con la hermosura—apuntó con tonillo irónico Ramoncito.

—¿También tú, Ramón?—exclamó con afectado asombro Cobo—. Vamos, llegóel momento de que los pájaros tiren a las escopetas.

—Pues, señores, confieso mi debilidad. No puedo estar al lado de esachica sin ponerme malo—dijo León Guzmán.

—Ni esa niña puede tampoco estar al lado de un chico tan guapo y tanrisueño como tú sin ponerse enferma también—dijo Rafael Alcántara.

—¿Me quieres seducir, Rafael?

—Sí, chico, para que me dejes mañana la llave de tu cuarto y noparezcas en toda la tarde por allá. Lo necesito.

—Es que tengo una colcha preciosa de raso.

—Se cuidará de la colcha.

—Y hay además un criado que se dedica, con gran afición, al dibujo porlas tardes.

—Se le darán dos duros al criado para que vaya a dibujar a otro lado.

—Y una vecinita que pasa la vida acechando desde su ventana lo que hayy lo que no hay en mi habitación.

—Se la convidará … digo, se bajarán las persianas…. Oye, Manolito,¿te vas a pasar toda la juventud tirado en ese diván sin decir palabra?

Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría ymelancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza losdichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor.

—Si tú te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías debromear, Rafael!—dijo exhalando un suspiro.

Hay que advertir que el joven marqués de Dávalos, que nunca habíaposeído una inteligencia muy clara, teníala de algún tiempo a esta partebastante perturbada. Según la expresión vulgar estaba un poco chiflado otocado. Sus amigos sabían todos que este trastorno procedía de laruptura con la Amparo, que le había comido en poco tiempo su fortuna yde quien estaba aún profundamente enamorado. Tratábanle con ciertaprotección entre burlona y benévola; pero se abstenían, si no es muyembozadamente y con precauciones, de bromearle con su ex-querida, porquealguna vez que se propasaron, Manolito fué víctima de ataques de cóleramuy semejantes a la locura. Tenía poco más de treinta años; estabacalvo, la tez y los labios marchitos, los ojos apagados. Sus cuatrohijos habíalos recogido la suegra. Vivía en una fonda con la pensión quele pasaba una tía vieja de quien era presunto heredero. Sobre laesperanza de esta herencia algunos usureros le prestaban dinero.

—Si yo me encontrara en tu caso, ¿sabes lo que haría, Manolo?…

Casarme con mi tía.

Los amigos rieron, porque la tía de Dávalos tenía cerca de ochenta años.

—Bueno, bueno—exclamó éste con acento doloroso. Bien se conoce que nohas tenido que luchar con indecentes usureros toda la mañana paraconcluir por dejarles algo … que es una infamia empeñar—añadió por lobajo.

—¡A mí con ingleses!… ¿Tú no sabes, Manolito, que todos los mesestengo que renovar el timbre de la puerta de mi casa porque lo gastanellos de tanto tirar?… Pero yo lo tomo con más filosofía. Lejos dedisgustarme, experimento una gran satisfacción cada vez que viene avisitarme un acreedor, porque es la prueba de que soy un buen hijo, deque cumplo la última voluntad de mi padre.

Los salvajes de los dos grupos le miraron con curiosidad, sonriendo.

—¿Cómo es eso, Rafael?—preguntó Pepe Castro.

—Habéis de saber que mi padre se murió diciéndome: "¡El deber, hijo!¡el deber! ¡Ante todo el deber!"…

Fueron sus últimas palabras. Yo,cumpliendo con este sagrado consejo, procuro deber todo lo posible.

Hizo gracia a sus compañeros este rasgo cínico; lo celebraron conalgazara. Rafael, sustrayéndose modestamente a sus aplausos, se acercó aDávalos, y pasándole una mano por encima del hombro le dijo, bajando lavoz aunque no tanto que no pudiesen oirle los amigos:

—Pues sí, Manolito, no es broma. Yo me casaría con mi tía. ¿Qué sepierde con ello? Es una vieja….

¡Mejor! Así se morirá más pronto. Peroen cuanto te cases entras a manejar su fortuna y no tienes necesidad deaguardar los años que a ella se le antoje vivir. A ti lo que te hacefalta como a mí es guita

. Desengáñate; si la tuviéramos nos pondríamosmás gordos que Cobo Ramírez…. Además, en cuanto seas rico, le birlasla Amparo a Salabert, ¿no comprendes?

El marquesito levantó la vista hacia su amigo abriendo mucho los ojos,donde se reflejaba la duda de si hablaba en serio o en broma. Noadvirtiendo en el rostro imperturbable de Alcántara señal de burla,comenzó a enternecerse. Habló de su antigua querida con tal entusiasmo yveneración que haría reir a cualquiera. El proyecto ya no le pareció taninsensato. Se entretuvo en pensarlo largamente y estudiarlo por todassus fases.

Mientras tanto Rafael le escuchaba con afectada atención,animándole a proseguir con signos y frases de afirmación. Nadie pensaríaque se estaba mofando de él, a no ser porque de vez en cuando,aprovechando los instantes en que el tocado marqués miraba a la punta desus botas buscando alguna frase bastante expresiva para ponderar suamor, hacía guiños maliciosos a los amigos que los contemplaban concuriosidad burlona.

Abrióse la mampara del salón. Apareció Alvaro Luna. Los salvajes leacogieron con exclamaciones de afecto y burla.

—¡Bravo, bravo! Aquí está el reo en capilla.

—Mirad qué cara trae.

—¡Como que está al borde de la tumba!

El recién llegado sonrió vagamente y tendió una mirada escrutadora porel salón. Alvaro Luna, conde de Soto, era hombre de treinta y ocho acuarenta años, delgado, de mediana estatura, ojos vivos y duros y rostrobilioso.

—¿Habéis visto a Juanito Escalona?—preguntó.

—Sí—dijo uno—. Aquí ha estado hace una media hora. Me ha dicho quele aguardases, que a las cuatro menos cuarto en punto vendría.

—Bueno, esperaremos—repuso avanzando con calma y sentándose al lado deellos.

La broma continuó.

—Veamos, veamos cómo está ese pulso—dijo Rafael cogiéndole por lamuñeca y sacando al mismo tiempo el reloj.

El conde entregó su mano sonriendo.

—¡Jesús, qué atrocidad! ¡Ciento treinta pulsaciones por minuto! Ningúncondenado a muerte las ha tenido.

No era verdad. El pulso estaba normal. Así lo manifestó el mismoAlcántara a los amigos haciendo una seña negativa. Alvaro no se alterópor la mentira. Poseído de su valor y convencido de que no dudaban deél, siguió con la misma vaga sonrisa en los labios.

—Vaya, mañana a las cuatro de la tarde el entierro. Lo siento, porquetenía que ir de caza con Briones—dijo uno.

—¡Y que no es pequeña la carrera desde la casa mortuoria a San Isidro!—respondió otro.

—No, hombre, no—apuntó un tercero—; lo llevarán a la estación del Norte para conducirlo a Soto, al panteón de familia.

Las bromas no eran de buen gusto. Sin embargo, el conde no seimpacientaba, quizá temiendo que el más pequeño signo de impaciencia, enaquella ocasión, hiciese dudar de su serenidad. Alentados con estapaciencia, los jóvenes salvajes cada vez le apretaban más con su vaya,repitiendo con variantes la misma idea del entierro. La verdad es que seiban haciendo pesados; pero no lograron ahuyentar su fría y vagasonrisa. Respondíales pocas veces. Cuando lo hacía era con brevespalabras displicentes. Al fin, sacando el reloj, dijo:

—Son las tres. Quedan tres cuartos de hora. ¿Quién quiere echar untresillo?

Era un pretexto para librarse de aquellas moscas y al mismo tiempo unacto que confirmaba su sangre fría.

Tres de los amigos se fueron con éla la sala de juego. No tardaron en rodearles los demás. La broma siguiólo mismo que en el salón.

—¡Miradle, cómo le tiembla la mano!

—Dentro de una hora ese hombre habrá dejado de existir.

—Oyes, Alvaro, debías de legarme la Conchilla.

—No hay inconveniente—repuso aquél arreglando sus cartas.

—Ya lo oyen ustedes, señores; la Conchilla es mía por testamento….

¿Cómo se llama este testamento, León?

—Testamento nuncupativo—dijo éste, que sabía algo de leyes por andaren pleito hacía tiempo con unos primos.

—La Conchilla me pertenece por testamento nuncupativo. Gracias, Alvaro.

Haré que vista luto y respetaremos tu memoria hasta donde se pueda.

¿Tienes algo que encargarme?

—Sí, que la sacudas el polvo cada ocho o diez días. Si no sueltaalgunas lágrimas todas las semanas se pone enferma.

—Corriente. Así se hará.

—¡Ah! y que sea con el bastón. Se ha acostumbrado a ello y no lo toleracon la mano.

—Perfectamente.

Cada vez era mayor la algazara. La imperturbabilidad del conde hacía muybuen efecto. Detrás de aquellas bromas se adivinaba que sus amigos lequerían y respetaban su valor. En esto apareció un criado y le presentóuna carta en bandeja de plata. La tomó y la abrió con curiosidad. Alrecorrerla volvió a sonreír y la pasó a los que tenía al lado. Era deldueño de la Funeraria ofreciéndole sus servicios y remitiéndole unprospecto con los precios. Alguno de aquellos chicos se había divertidoen pasarle aviso. Tampoco se ofendió: parecía interesado en el juego.

Al fin entró en la sala Juanito Escalona en su busca. Después de ajustarcuentas se levantó de la silla. Todos le rodearon.

—¡Buena suerte, Alvaro!

—Me da el corazón que lo ensartas.

—No seas tonto; nada de ensartar. A concluir pronto, aunque sea con unrasguño.

En aquel momento terminaban las bromas y estallaba el compañerismo. Elconde encendió un cigarro puro con toda calma y dijo con la mayornaturalidad:

—Hasta luego, señores.

Había una parte efectiva de valor en aquella actitud serena,imperturbable del conde; pero había también buena porción de esfuerzo yestudio. Los jóvenes salvajes, aunque poco dados en general a laliteratura, recibían no obstante su influencia. Lo que entre ellos privason los folletines y las novelas de salón. Estas, novelas trazan lafigura de un hombre ideal lo mismo que los libros de caballería.Solamente que en las antiguas novelas, el hombre dechado era el que poramor a las nobles ideas de justicia y caridad acometía empresassuperiores a sus fuerzas. En las modernas es el que por temor alridículo se abstiene de todo entusiasmo y de toda acción generosa. Alhombre que arriesgaba su vida en todos los momentos por una causa útil asus semejantes, ha sustituído el que la arriesga por las nonadas de lavanidad o la soberbia. Al caballero ha sucedido el espadachín.

Quedáronse los contertulios comentando la serenidad del conde. Se leensalzó aunque no muy vivamente ni por mucho tiempo. Es regla primeradel buen tono no asombrarse jamás. La segunda hablar prolijamente de lascosas leves y con sobriedad de las graves. Deshízose al fin la tertuliavespertina. Salieron casi todos sus preclaros miembros y se esparcieronpor Madrid a difundir sus doctrinas, las cuales pueden resumirse de estemodo: "El hombre nació destinado a firmar pagarés y gastar bigotesretorcidos. El trabajo, la instrucción, el orden, son atentatorios alestado de naturaleza y deben proscribirse de toda sociedad bienorganizada".

Ramoncito Maldonado, como siempre, se agarró a los faldones de su amigoPepe Castro. El lector está enterado ya de la profunda admiración que leprofesaba. Ahora le toca saber que Pepe Castro se dejaba admirar llenode condescendencia, y que de vez en cuando se dignaba iniciarle enalgunos inefables secretos referentes a sus altas concepciones sobre lasyeguas inglesas y las boquillas de ámbar. Ramoncito iba poco a pocoadquiriendo nociones claras, no sólo de estas cosas, sino también delmodo más adecuado de combinar el idioma francés con el español en laconversación familiar. Pepe Castro poseía el don admirable de olvidar,en un momento dado, la palabra castellana, y después de algunasvacilaciones pronunciar la francesa con perfecta naturalidad. Ramoncitotambién lo hacía, pero con menos elegancia. Asimismo iba distinguiendobastante bien las ostras de Arcachón de las que no son de Arcachón, elChâteau-Laffite del Château-Margaux, la voz de pecho, en los tenores, dela voz de cabeza, y la pasta dentífrica de Akinson de las otras pastasdentífricas. No obstante, Ramoncito, como todos los neófitos, mucho mássi poseen un temperamento exaltado y entusiasta, exageraba la doctrinadel maestro. Sean ejemplo de esta exageración los cuellos de camisa.Porque Pepe Castro los gastase altos y apretados ¿había razón para queRamoncito anduviese por esas calles de Dios con la lengua fuera,padeciendo todo el día los preliminares de la pena del garrote? Y siPepe Castro, por motivo de una enfermedad nerviosa que había tenido deniño, cerraba el ojo izquierdo con frecuencia, lo cual sin duda leagraciaba, ¿con qué derecho pasaba el día Ramoncito haciendo guiños a lagente con el suyo? Además, el joven concejal cargaba de perfumes no tansólo el pañuelo y la barba, sino toda su ropa, de suerte que a los diezmetros aún trascendía y de cerca producía mareos. Pues bien, después deexaminadas detenidamente, no hemos hallado en las ideas de su veneradomaestro nada que justifique esta censurable tendencia. Los más bellos yelevados preceptos de los grandes hombres, degeneran y se pervierten alrealizarse por sectarios y continuadores. Pepe Castro, aunque advertíaestas deficiencias e imperfecciones de su discípulo, no se las echaba encara. Antes, con la nobleza propia de los grandes caracteres, extendíasobre él su clemencia para perdonarlas y ocultarlas. Nadie osaba, en supresencia, hacer burla de los cuellos ni de los guiños de Ramoncito.

Eran poco más de las cuatro cuando entrambos salvajes salieron del clubabrochándose los guantes. A la puerta estaba la

charrette

de Castro,que éste despidió dando hora al cochero para el paseo. Antes debía haceruna visita a ruego de Ramoncito. Caminaron por la calle del Príncipe,donde el club está situado, a paso lento, observando con fijeza a lasmujeres que cruzaban. Deteníanse a veces un instante para hacer algunasindicaciones luminosas sobre su garbo y elegancia, no como el tímidotranseunte que contempla y suspira, sino como dos bajaes que entrasen enun mercado de esclavas y antes de elegir discutiesen las cualidades decada una. A los hombres arrojábanles una rápida mirada despreciativa. Ypor si esto no bastaba se envolvían en una fuerte bocanada de humo parahacerles presente que ellos, Pepe y Ramón, pertenecían a un mundosuperior, y que si caminaban por la calle del Príncipe era sólo porcapricho y momentáneamente. Siempre que se dignaban pasear un poco a pieentre calles como ahora, en la expresión de su rostro había cierto matizde sorpresa al ver que su paso no era acogido por la muchedumbre conrumores de admiración.

Maldonado era más locuaz que su amigo. Sobre lo que iba y veníaexpresaba su opinión levantando el rostro sonriente hacia Castro. Estepermanecía grave, solemne, respondiendo con monosílabos y adecuadosgruñidos. Digamos que Ramoncito era mucho más bajo que su maestro, nosólo moral, sino también físicamente. Cuando paseaban a pierepresentaban verdaderamente, el uno al sabio profesor que va dejandocaer gota a gota el raudal de su ciencia; el otro al ardoroso neófitoávido de enterarse y penetrar cuanto abarca su vista.

—¿Adonde vamos?—preguntó distraídamente Castro al llegar a las cuatrocalles.

—Hombre, ¿no habíamos quedado en casar por casa de Calderón?—dijotímidamente y un poco despechado Ramoncito.

—¡Ah! sí; se me había olvidado.

El joven concejal suardó silencio, admirando en su fuero interno aquellasingular facultad de olvidarlo todo, que poseía su amigo. Y siguieronpor la Carrera de San Jerónimo hguardoa Puerta del Sol.

—¿Cómo estás con Esperancita?—se dignó preguntar Castro, soltando unabocanada de humo y parándose a mirar un escaparate.

Ramoncito se puso serio repentinamente, casi casi pálido, y comenzó abalbucir a tropezones:

—Lo mismo, chico…. Tan pronto arriba como abajo…. Unos días laencuentro muy amable … es decir, amable, no; pero al menos habladora.Otros con un hocico de tres varas: se marcha en cuanto entro: apenascontesta al saludo, como si la hubiese ofendido…. Comprendo que algunavez ha tenido motivos para estar enfadada. En el Real suelo ir al palcode las de Gamboa, y pienso que se le ha metido en la cabeza que me gustaRosaura…. ¡Mira tú qué tontería! ¡Rosaura!… Pero hace lo menos unmes que no subo a saludarlas

… y lo mismo; ¡lo mismo, chico, lomismo!… El otro día la pude pillar sola en el gabinete unos momentos,y de prisa y corriendo le he dicho que deseaba saber en qué quedábamos.Porque ya ves tú, no es cosa de estar haciendo el oso eternamente…. Meescuchó con paciencia…. Te advierto que yo estaba enteramentearrebatado y apenas sabía lo que iba diciendo. Cuando concluí me dijoque no tenía motivos para estar enfadado y se escapó a la sala. Despuésde esto ¿quién no había de entender que estaba el asunto arreglado?Vamos a ver, cualquiera en mi caso ¿no pensaría que íbamos a entrar enel terreno de la formalidad?… Pues nada, a los dos días voy por allá;intento hablarle aparte en calidad de novio y me da un bufido que medejó helado…. Y así estoy. Ni sé si me quiere o si deja de quererme,ni ten