La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Señor—murmuró,—ya, ya … Por el ruido parece como que vuelven.

—¿Vuelven? dijo el Rey con ansiedad.—¿De dónde?

—De allí. ¡Vuelven! Tal vez trayendo por trofeo….

Mucho tiempo estuvieron los dos escuchando con grande atención yansiedad. Pasaron media hora en silencio, sólo interrumpido por algunasfrases de Coletilla y algunos monosílabos del Deseado. Al fin sintieronel ruido de un coche que paraba á las puertas de Palacio.

—¿Quién será?—dijo el Rey con una gran alteración de semblante ypasando á la cámara.

Anunciaron al ministro de la Gobernación. Fernando volvió á la camarillay miró á Elías con una cara en que el consejero leyó despecho ydesaliento.

—¡El ministro de la Gobernación! ¿No me dijiste que iba también allí?

—Señor—dijo Coletilla, en la actitud de una zorra apaleada,—precisoes que haya acontecido algo extraordinario. Feliú también iba allá.

—¡Está aquí!—dijo Fernando, hiriendo fuertemente el suelo con elpie.—Todo se ha perdido. Feliú viene; escóndete por ahí cerca. Lerecibiré aquí mismo. Quiero que oigas lo que dice.

Escondióse Coletilla. El Rey hizo pasar al ministro á la camarilla.Venía Feliú muy agitado; pero Fernando estaba sereno, al menos enapariencia. Indicó que acababa en aquel momento de tener noticia de unaborrasca popular, y que la juzgaba de poca importancia.

—Señor—dijo el secretario,—más que un motín producido por eldescontento del pueblo, parece esto un complot ideado por personas quehacen de ese mismo pueblo un instrumento de disolución y anarquía.

—¿Pero quién, pero quién?—dijo Fernando fingiéndose incomodado, y loestaba en realidad, aunque por causa distinta.

—Esos exaltados, enemigos constantes del Gobierno de V.M., porque noles permite llevar el uso de los derechos hasta el desenfreno.

—¿Pero qué piden esta noche?

—Han pretendido allanar la casa de Álava; han intentado asesinarle, ájuzgar por la actitud de las turbas que allí se reunieron. Pero avisadooportunamente por un joven que estaba en el secreto de la conspiración,dió parte y se colocaron algunas fuerzas dentro de la casa, pudiendoevitar un horrible crimen.

—¿Y dónde ha sido eso?

—En la plazuela de Afligidos.

—¿No vivía Álava en la calle de Amaniel?—preguntó el Rey con unamirada que estuvo á punto de turbarle.

—Si, señor: allí vivía; pero desde algún tiempo se ha mudado á estaotra casa, que es suya también. Por fortuna, las turbas no han podidorealizar su infame designio. Al separarme yo de mis compañeros, elministro de la Guerra había dado las órdenes necesarias, y el ordenestaba restablecido completamente.

—Pero no puedo comprender que se amotinara todo un pueblo paraatropellar á un solo hombre. ¿No sería que en esa casa se reunían muchosde los que el pueblo odia? De cualquier modo que sea, es preciso unpronto castigo. Espero que no os dejaréis burlar por esa canalla. Caigael peso de la ley sobre ella, y á ver si de una vez se acaban estosmotines, Feliú, que bien se puede asegurar que desde que tienen libertadlos españoles no nos acostamos un día tranquilos.

—Señor, los esfuerzos del Gobierno son inútiles para conseguir ese fin.Es cosa que desespera y aturde ver cómo nos es imposible tranquilizar áciertas gentes. Por todas partes aparecen partidas de facciosos movidaspor una parte del clero. Hay todavía muchos espíritus apocados que noquieren creer que el interés de V.M. y de la nación consiste en elsistema que todos amamos y defendemos. Hay personas tan ciegas, que aúnno han llegado á comprender que es V.M. el que más ama y el que másdesea su cumplimiento.

Todas las leyes liberales que V.M. sanciona ypromulga con gran sabiduría, no bastan á convencerles. ¿Qué hacemoscontra tales gentes?

Fernando estaba ciego de furor al comprender adonde iban dirigidas lasembozadas alusiones del ministro.

Era tan rastrero y cobarde, que, ápesar de su ira, habló para fulminar anatemas contra los que aún soñabancon la restauración del absolutismo.

—El atentado de esta noche se ha reprimido—dijo el ministro.—¡QuieraDios que podamos impedir los que traten de perpetrar mañana! Es precisobuscar en su origen el remedio de este mal. Yo creo que el partidoexaltado no es el único autor de estos desórdenes.

—¿Pues quién?—preguntó el Rey, que, á pesar de su cobardía, sintióen aquel momento herida su dignidad, y se puso muyencendido.—¿Quién,Feliú?

—Señor, yo me encargaré de averiguarlo, y propondré á V.M. los mediosde darles un ejemplar castigo. Se sabe que entre la juventud másacalorada se ingieren ciertas personas que jamás tuvieron nota deliberales ni mucho menos. Dicen que esas personas trabajan continuamentepara llevar al pueblo á los excesos que lamentamos. Esas gentes, señor,son, á mi modo de ver, los enemigos de V.M. Sobre ellos debemos dirigirlos ojos de la vigilancia y la mano de la justicia.

—Sí—contestó Fernando con su acostumbrada hipocresía.—Si; hayinsensatos que juzgan que para mi hay gloria, hay dignidad fuera de laConstitución, y estoy dispuesto á castigar á ésos con más rigor que álos frenéticos demagogos. Energía, energía es lo que quiero.

—Señor, no tengo palabras con que abominar bastante la conducta de unhombre muy conocido en Madrid; uno que ha tenido la osadía de usar,profanándolo, el nombre de V.M. para disculpar sus horriblesmaquinaciones. Ese hombre es más criminal que los mayores asesinos, quelos más rabiosos anarquistas; ese hombre corrompe al pueblo, corrompe ála juventud exaltada; frecuenta los clubs … Pero nada de esto seríagrave si no se atreviera á tomar en boca un nombre que aman todos losespañoles como símbolo de paz y libertad. Ese hombre se llama Elías, yes conocido por Coletilla en los clubs.

—Pues á ése y á otros como ése es preciso exterminarlos—dijo el Rey,usando su palabra favorita.—Esa canalla es la que más daño hace á misintenciones, extraviando la opinión del pueblo.

—Yo respondo, señor, que de esta vez haré todo lo posible para que esehombre no se escape. Ya otras veces se ha procurado prenderle; pero nosé cómo consigue evadirse de la Justicia, y pasea después su cinismo portodas las calles de Madrid, por todos los clubs. Esta vez no creo que senos escape. Ya daremos con él. Precisamente esta noche, Bozmediano, quese hallaba en casa de Álava, me ha dicho que tuvo noticia del complotpocas horas antes de haber sido intentado, por un sobrino del mismoColetilla, joven que el infame quiso poner al servicio de sus vilespropósitos.

—Pues es preciso premiar á ese joven—dijo Fernando, empeñado cada vezmás en disimular la agitación que le dominaba.

—Si, señor; es un joven de mérito, según me ha dicho Bozmediano, y muybuen liberal. Antes de ocurrir este lance me lo había propuesto para unaplaza de oficial en el Consejo de Estado, y lo he concedido.

—Bien; me gusta que se premie esa clase de servicios.

—Mañana podré traer á V.M. un parte detallado de lo ocurrido estanoche. Además, creo que el ministro de la Guerra no tardará, y élenterará á V.M. de las precauciones que hemos tomado.

—¿Esta noche?—dijo el Rey con hastío.

—Veo que V.M. quiere descansar. Por esta noche no hay nada que temer.

Puede V.M. reposar tranquilo.

—Bien; puedes retirarte.

Fuése el ministro, y es de creer que se fué satisfecho por haber dichocosas que sólo en aquellos momentos de irritación y sobresalto sehubiera atrevido á decir al Soberano. Feliú era hombre tímido, y es laverdad que á su indecisión se debieron muchos de los lamentables sucesosocurridos en aquel trastornado período.

Cuando Fernando se encontró solo abrió una mampara, y Elías, que estabaoculto, se presentó. La imagen del consejero áulico daba pavor. Estabalívido; le temblaban los labios, secos por el calor de un aliento quesacaba del pecho el fuego de todos sus rencores. Crispaba los puños, yaun se hería con ellos en la frente, produciendo el sonido desapacibleque resulta de la seca vibración de dos huesos que se chocan.

—¿Ves?—le dijo el Rey, encendido de furor y dando en el suelo unareal patada, que estremeció la sala.—

¿Ves lo que ha pasado? ¿Oíste?Vuelve á decirme que todo era cosa segura, que confiara en ti, que tú loharías todo. ¡Ah, qué desgraciado soy!—añadió con desaliento.—¡Que noencuentre yo un hombre! ¡Un hombre es lo que yo necesito, un hombre!

—Señor—murmuró Elías, alejado del Rey como el perro que ha recibido unpalo de su amo.—Señor, nos han vendido!… ¡Ese sobrino mío, ese infamenos ha vendido!

—No—dijo Fernando con repentino acceso de ira;—tú, con tu imprudenteconducta, me has comprometido.

Ya ves, todo el mundo sabe que eresagente mío. ¿No viste cómo con buenas palabras me lo dijo Feliú?

¡Oh, lehubiera arrancado la lengua! ¡Tú me has vendido!

—Señor—replicó Coletilla con voz en que había algo de llanto,—señor,traspasadme el corazón, pero no digáis que os he vendido. Yo no puedovenderos. Abofeteadme; escupidme, señor, antes que decirme tal cosa …Vuestra causa ha sido siempre mi único pensamiento; á ella me hededicado con toda la actividad de que soy capaz. Es que Dios, señor,permite ciertas cosas; Dios pone á prueba nuestro temple y nuestrovalor.

No me culpéis á mí, señor; yo os he servido como un perro.

En aquel momento, podemos asegurarlo, Coletilla habría quedado muysatisfecho si Fernando hubiera cogido en su cobarde mano la espadaaugusta de sus mayores, atravesándole con ella. Pero Fernando no hizotal cosa. Coletilla sintió todo el menosprecio de su amo, y aquelpuntapié moral le lastimó más que una puñalada. El fanático realistahubiera visto con terror, pero no con asombro, que el Deseado le mandaracolgar de una almena ó le hiciera apoyar la cabeza sobre el tajo feudalpara recibir el hachazo del verdugo. Acercóse al Rey, se le arrodillódelante, y dijo con gran energía:

—Señor: yo os juro, en nombre de vuestros mayores, que esta derrotaaparente que hemos sufrido no es más que el preludio de la gran victoriaque ha de poner remate á nuestra empresa. ¡Yo os lo juro! Despreciad lasalusiones de Feliú, despreciadlo todo. Seguid; sigamos. Los lealesexisten; sólo falta el primer paso.

¿Tropezamos esta noche? Mañana notropezaremos: os respondo de ello, os lo juro.

Levantóse lentamente; hizo una profunda reverencia, inclinándose lo másque pudo, y se dirigió á la puerta, volviendo el rostro varias veces áver si el Rey le miraba. El Rey no le miró. Estaba muy ensimismado; devez en cuando hería el suelo con el pie, ocultando la cabeza entre lasmanos sin decir palabra. Coletilla, desde la puerta, esperó una miradadel Deseado; no la consiguió, y fuése, sintiendo, al par de suconcentrada rabia, dolorosa impresión de agravios y desconsuelo que leponía en el corazón un dolor inaudito.

CAPÍTULO XLII

#Virgo potens#.

Lázaro quedó dentro de la casa de Álava durante los breves y angustiososmomentos que duró la tentativa de lucha entre el pueblo y la tropa.Sentían desde allí el rumor popular, y por instantes creyeron que habíallegado la última hora de todos ellos. El objeto que allí reunía á losilustres personajes era tratar de los medios que podían emplearse paraimpedir las frecuentes conspiraciones de Palacio. Pueden burlarse lascábalas de un partido, de dos; pero contra las del Soberano, símbolo delegalidad, ¿qué fuerza puede tener un Ministerio? Si hay algo másterrible que la anarquía, son las camarillas. Contra esto no hay armaeficaz, á no ser el arma de un regicida. No podemos asegurar si enaquellas reuniones se trató de poner en práctica el artículo de laConstitución; idea que después, con gran escándalo de Europa, se realizóen las Cortes de Sevilla del año 23. Pero sí podemos asegurar queaquellos hombres se ocuparon, con la aflicción y desaliento que eranatural, de los rumores de intervención francesa, de las relacionessecretas de Fernando con Luis XVIII, y, por último, del ejército deobservación puesto por el Gobierno francés en la frontera con elpretexto de cordón sanitario.

Volvamos á nuestro cuento. Cuando terminó el peligro y se alejó lamultitud, la mayor parte de las personas permanecieron en lahuerta, subiendo á la casa tan sólo los tres que habían de figuraren el reconocimiento ordenado por la autoridad. Todo se arregló demodo que en el parte del capitán general que había de publicarseal día siguiente, no figurara la existencia de reunión secreta nicosa parecida.

Al amanecer se fueron todos custodiados por la tropa y con mucho sigilo.Lázaro, sin que nadie le custodiara, se fué á la calle del Humilladero.Clara, que había tenido noticia del alboroto de aquella noche, estaba enla mayor inquietud. A cada ruido que sonaba en la calle se incorporabacon grande agitación y sobresalto. Decíale Pascuala mil cosas divertidaspara distraerla, y á cada momento le contaba las estratagemas que tuvoque poner en juego para que su Pascual no se echara á la calle, teniendoque encerrarle en la casa y esconderle la escopeta en lo más profundodel sótano. El tabernero, que en realidad era un hombre pacífico, viendoque le cerraban la puerta y le impedían ir á cubrirse de gloria en lascalles, se bebió lo mejor de su comercio, y sin hacer alborotos, porquetambién eran pacíficas las monas que cogía, se tendió en el banco yempezó á roncar de tal modo, que parecía su voz una burla durmiente delronquido popular que sonaba en las calles.

Esperó Clara toda la noche con mortal inquietud; pasó una hora y otrahora, y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar las que le habíaenseñado doña Paulita. Su buen amigo no volvió hasta la mañana.

Cuandoella vió que no estaba herido, que no le faltaba ningún brazo, ni mediacabeza, ni tenía en el pecho ningún tremendo, sangriento agujero, comoella había soñado con horror, se quedó tranquila y en extremo contenta.

—¡Si vieras lo que he hecho esta noche!—dijo Lázaro, sentándosefatigado y sin aliento junto al lecho.—He salvado la vida á más deveinte personas, los hombres más esclarecidos de España. Iban á servillanamente asesinados esta noche.

—¡Jesús!—exclamó Pascuala, llevándose las manos á la cabeza.—¡Qué mealegro de que mi Pascual no hubiera salido! Si sale, me lo asesinan.

—Una infernal maquinación estaba preparada para matarlos en un sitioen que estaban reunidos. Todo por ese hombre malvado … ¡Si vierasqué tumulto!

—¡Ah, no salgas, por Dios!—dijo Clara.

—Es preciso salir. Sé que tratan de prender á mi tío, que tratan dehacerle justicia. Lo merece, es cierto; pero yo que hice cuanto pudepara impedir la realización de sus inicuos planes, trataré también desalvarle á él. Es hermano de mi madre. Si avisándole que tratan deprenderle se salva, y no le aviso, mi conducta es criminal. Es uninfame, con vergüenza lo confieso; pero si no impido su persecución y sumuerte, tendré remordimientos toda mi vida.

La huérfana no pudo resistir un sentimiento de lástima y piedad haciaaquel hombre excéntrico que, sin dejar de ser su tirano, había sido suprotector y el amparo de su niñez.

—Sí, sí; ve—dijo.—¡Pobre hombre! ¿Qué ha hecho? Pero no vayas tú; ¿nopodrías mandarle un recado?

—Yo mismo debo ir. Volveré pronto; no temas nada. ¿Qué me puedesuceder?

—¡Ay, Dios mío! Todavía me parece que siento aquellos gritos de anoche

… ¿Y si se enfada contigo y te riñe?

—¿Quién?

—¡Él! Ese hombre, que debe estar más rabioso que nunca.

—No me importa. Hoy será la última vez que le vea.

—¿Y si vas á la casa y encuentras á las dos señoras, y doña Salomé tedice algo que te ofenda, y te habla de mi diciendo que soy incorregible?

—Si me dice algo que me ofenda, me importará poco; pero si me habla deti, pienso que será la última vez que se atreva á pronunciar tu nombre.

—¿Y si descubren que estoy aquí y vienen las tres á atormentarmediciéndome que soy muy mal educada?

¡Oh!, si las veo entrar, me muero.

—No vendrán—indicó Lázaro sonriendo.—Y si vienen, estaré yo aquí.

—Ve entonces—dijo Clara con una melancolía que detuvo al aragonés unmomento y quebrantó un poco su resolución irrevocable.

—Adiós … es preciso. Volveré pronto.

No quiso esperar más tiempo; salió y dirigióse á la inquisición de lacalle de Belén. Las ocho serían cuando entró en casa de lasnobilísimas damas. Paz y Salomé no estaban allí, porque habían salidoá buscar casa.

Cuando la devota abrió la puerta y vió á Lázaro, susorpresa y su turbación fueron tales, que permaneció buen rato sindecirle palabra, mirándole bien, como si creyera que aquella imagenera el efecto de una visión.

—¡Ah!—exclamó, cerrando la puerta, una vez que Lázaro estabadentro.—Yo creí que no le vería á usted más.

Sintió el joven un alivio cuando supo que las dos arpías estaban fuera.Doña Paulita le inspiraba respeto y gratitud, pues no había oído jamásla menor recriminación en su boca, ni Clara le había dicho que tuvieraqueja ninguna de ella. El recuerdo de la escena y diálogos misteriososocurridos algunas noches antes, le puso muy pensativo. Sin saber porqué, cuando se vió solo en aquella casa sombría, en compañía de aquellamujer pálida, con la vista extraviada y el rostro enflaquecido por tresdías de delirio y calentura; cuando notó sus ligeras convulsiones, suagitada respiración, su mirada viva, sin saber por qué, lo repetimos,tuvo miedo.

—¿Está mi tío?—preguntó.—Tengo que verle.

—No está; desde ayer no parece.

—¡Qué contrariedad! Tengo que verle hoy mismo.

—Tal vez venga á la hora de comer.

—No quisiera esperar; he de verle antes. Además, yo no como aquí; yo novuelvo acá, señora … Ahora me despido de usted para no volver más.

Doña Paulita se quedó mirando al joven como si oyera de sus labios lacosa más inverosímil y más absurda.

—¡Para no volver!—dijo cerrando los ojos.—No, no lo puedo creer; noes cierto.

—-Sí, señora; es cierto. Yo no puedo estar en esta casa ni un día más.

Adiós, señora.

—Lázaro—murmuró la devota, asiéndose al brazo derecho del joven comoun náufrago que encuentra una tabla en momentos desesperados.—¡Usted seva … se va! Y yo me quedo aquí para siempre. ¡Oh!, quiero morirme milveces primero.

El joven estaba confundido. Aterrábale la actitud dolorida de la mujermística, sus labios trémulos y secos, la expresión de su rostro, queanunciaba la más grande desesperación.

—Yo soy una muerta, yo no vivo—dijo ella.—Yo no puedo vivir de estamanera … Ya le dije á usted que no era santa, y ¡cuán cierto es! Hacetiempo que me he transformado … Puedo nacer á la verdadera vida, puedosalvarme, puedo salvar mi alma, que va á sucumbir si permanezco de estemodo. Yo espero vivir….

Al ver que usted tardaba, la esperanza comenzóá faltarme; pero usted ha venido. ¿No puedo creer que Dios me lo haenviado? Hay cosas que nosotras no podemos decir; pero yo las digo,porque me siento destrozada interiormente. Ha llegado para mí el momentode dejar una ficción que me mata; yo no sé fingir. Creí que Dios mereservaba para una vida ejemplar, de continua devoción y tranquilidad;pero Dios se ha burlado de mi, me ha engañado, me ha hecho ver que lavirtud con que yo estaba tan orgullosa no era otra cosa que una farsa, yaquella aparente perfección un desvarío. Yo no había vivido aún, ni mehabía conocido. No puedo estar más aquí; porque esto sería prolongareste engaño, que antes fué mi mayor placer y ahora mi mayor martirio.

—Señora—dijo Lázaro, que comprendió al fin toda la profundidad delnuevo carácter de la devota, y vió claro en lo que antes era para él unmisterio.—No se agite usted sin razón. Sea usted libre y no sacrifiquesu felicidad á exigencias de familia. Las dos señoras que viven conusted son muy intransigentes.

Quería el joven evadirse, con esta salida, de la contestación enojosaque las palabras y la actitud de la santa parecían exigir.

—No me importa su carácter—dijo ésta.—Yo las quiero, son misparientas y compañeras de toda mi vida.

Después que yo tome unaresolución irrevocable, poco me importa lo que ellas puedan decir óhacer. Yo estoy decidida, Lázaro.

Y en vano buscaban sus ojos en el semblante del joven indicios de lossentimientos que con tanta ansiedad le pedía. El hacía esfuerzos porpermanecer inmutable ante aquella santa mujer, agitada por lasalternativas de un arrebato místico; y no sabiendo qué decir, dió unpaso hacia la puerta.

—No—dijo la devota, deteniéndole con más fuerza. ¿Marcharse usted? ¡Quéidea! ¿Qué va á ser de mi?

¡Sola para siempre! La muerte lenta que meespera es peor que si ahora mismo me matara usted … ¡Y decía que eraagradecido! Usted es la misma ingratitud. Siempre lo he creído. Haypersonas que no merecen recibir la más ligera prueba de afecto. Usted esuno de ésos. Y, sin embargo, por una fatalidad que nos cuesta tantaslágrimas, siempre van dirigidos los más grandes tesoros de amor á laspersonas que menos los merecen.

—No, por Dios; no me llame usted ingrato respondió Lázaro, viendo queera ya imposible evadirse á las declaraciones que la teóloga exigía deun modo tan apremiante.—Yo no soy ingrato, y menos con usted, que tanbondadosa ha sido conmigo.

—Si usted olvidara eso, sería el más infame de los hombres. A pesar detodo, siempre creí que no era usted tan malo como decían. Usted serábueno; la felicidad hace buenas á las personas. Yo también espero serlo…

¡Ah! ¿No sabe usted en qué he pensado? He tenido estos días llena lacabeza con unas ideas … No lo puedo contar. ¿Sabe usted? Pienso queestoy destinada á largos días de paz y felicidad, de que disfrutaráalguien conmigo.

—¿Qué es eso?—preguntó Lázaro, algo tranquilizado por la esperanza deque aquella nueva idea apartaría la conversación del fastidioso tema porque había empezado.

—Es—continuó la santa con una amabilidad forzada que la hacía máslúgubre,—es que yo he pensado que no puede existir perfección mayor quela que ofrece la vida doméstica con todos los deberes, todos los goces,todos los dolores que en sí lleva la familia. ¡Ay!, meditando sobre estohe comprendido la esterilidad de mis rosarios, de mis rezos. ¿Qué estadopuede igualarse por su dignidad y nobleza al estado de la esposa, decuya solicitud penden tantas felicidades, la vida de tantos seres?

—Efectivamente, señora—dijo Lázaro muy confuso;—eso es cierto. Perolas personas que, como usted, se elevan tanto por la meditación y laabstracción; que se libran de las flaquezas humanas por su fortaleza,son mucho más perfectas.

—¿Perfectas? ¡Qué loco es usted! ¿Y qué ha dicho usted de flaquezas?¿Llama usted flaquezas á la verdad de nuestra naturaleza, que semanifiestan como Dios las ha criado?

El aturdimiento del joven no tuvo límites.

—Aspirar á hacer la felicidad—continuó ella—de muchos seres por elamor y los lazos de la familia, ¿es eso lo que usted llama flaquezas?

—No, señora; eso no.

—¡Oh! Usted se va á asustar de lo que le voy á decir. No lo creeráusted; es inconcebible.

Lázaro, que creía ya que doña Paulita Porreño no podía decir nada másinconcebible, tembló ante la promesa de nuevas y más extrañasconfidencias.

—Para realizar la felicidad y la paz con que yo he soñado, no basta elamor; es decir, que para evitar mil irregularidades y disgustos esnecesaria además otra cosa. Cuando en la vida ocurren dificultades, elmutuo amor se ve diariamente acibarado. Tiembla el uno por el otro;tiemblan los dos por los hijos; la felicidad se ve comprometida á cadainstante; asusta el día de mañana; se tienen remordimientos de haberseunido. Yo he comprendido esto á fuerza de imitación, y también me pareceque lo he leído en no sé qué libro.

—Es verdad, señora; yo comprendo lo que usted quiere decir—observó Lázaro, admirado de tanta sabiduría.

—Pues yo voy á decir á usted una cosa que le sorprenderá mucho,Lázaro—dijo Paulita, dirigiendo hacia el joven toda la melancolía y elsuave interés de su mirada. Voy á decirle á usted una cosa que lesorprenderá sobremanera: yo soy rica.

Efectivamente, Lázaro se quedó absorto.

—Sí—continuó ella,—yo soy rica. Usted se maravilla. Conociendo lavida que llevamos … Este es un secreto que sólo confío á quien deboconfiarlo: á usted, única persona que … El uso que yo pienso hacer deesa riqueza, ya usted lo ha comprendido. Yo no debo hacer declaracionesinnecesarias. Nosotros nos hemos comprendido, hemos confundido nuestrospropósitos en uno sólo, ¿no es verdad?

—Sí, señora—dijo Lázaro, por contestar de algún modo á aquellaprofundísima y grave pregunta.

—Yo soy rica. Hace poco hubiera dejado perder mi fortuna sin cuidadoninguno. Siempre he despreciado todo eso. Pero hoy no; hoy pienso en esetesoro como un medio de vida. Para mí nada quiero; pero los hombres quetienen ambición necesitan todo eso. Lo necesitamos, ¿no es cierto?

Lázaro, después de un momento de angustiosa vacilación, dijo otra vez:

—Si, señora.

—Era yo muy niña—continuó la dama;—había muerto mi tío; reinaba enla casa la mayor desolación; nos preparábamos á mudar de habitación; yaéramos pobres. Mi tía y mi prima estaban llorando; pero al mismo tiempomuy ocupadas en la mudanza y en recoger los pocos muebles que nosquedaron después del embargo. En un viejo reclinatorio de nogal habíahecho yo un altar, donde rezaba mucho. Teníalo cerrado por las noches,y al abrirlo por las mañanas, al ver mis santos y mis imágenes, meparecía tener allí un pedazo de cielo. Aquel día fué muy triste paramí, porque tuve que desclavar mi altar del sitio donde estaba, y muchossantos se me rompieron, dejando en el mueble el pedazo por dondeestaban pegados. En esta operación sentí que cedía bajo mi mano latabla del fondo, y quedaba descubierto un hueco. En este hueco habíauna cajita muy bella de madera labrada. Traté de abrirla y la abrí sinesfuerzo: estaba llena de dinero, casi todo en onzas muy antiguas.Cerré la caja; ajusté la tabla que cubría el hueco, dejándolacuidadosamente como estaba, y me callé. Trajeron el mueble á esta casa,y en mi cuarto ha estado hasta hoy. Al principio miré aquello como unjuguete, como una reliquia. De noche, en el silencio de esta casa, loabría, contemplando con estupor las hermosas monedas que dentro había.Varias veces traté de revelarlo; pero me detenía un recelosupersticioso. A veces soñaba con fundar algún día una obra piadosa. Nohe tocado nunca aquel dinero, y á pesar de la estrechez con que hemosvivido, jamás me atreví á gastar ni un solo doblón. Me parecía quedebía guardar aquello para otros dias, que yo esperaba sin saberpor qué. Por instinto lo conservaba intacto, aunque pensaba que jamáscambiaría de estado. El tesoro existe en el mismo sitio en que loencontré. Ha llegado el momento de usarlo para las necesidades denuestra vida. Es mío; ¿puedo dudarlo? Pertenecía á alguno de misparientes, que lo depositó allí para tenerlo seguro. A mí me perteneceahora; á mí, que lo encontré. Daré, sin embargo, la mitad á mi prima yá mi tía, y si me acusan de no haberlo mostrado antes, les diré que, áno haberlo conservado, me sería hoy imposible labrar las felicidadesque pienso labrar, y dar á mi vida y á la vida de otros la expansiónque necesitan. Lázaro no quiso agravar la situación, y repitió:

—Sí, señora.

La devota entró en su cuarto y volvió al poco rato con una cajita quemostró al joven, diciendo cariñosamente:

—Aquí está. Es mía, es nuestra.

Y al decir esto se acercó á él con la caja, sostenida en las dos manos yapoyada en el seno. La caja tocaba al pecho de Lázaro, y éste sentía elempuje con tanta fuerza, que, por no caer, tuvo que dar un paso atrás yextender los brazos hasta tocar los hombros de la santa.

—Hace usted bien—dijo el aragonés.—¿De qué sirve guardar ese dinero,que puede ser útil á usted y á otros?

—Si—contestó Paulita con efusión.—Es nuestro. Ya no sabía Lázaro quépartido tomar. Se decidió á concluir de una vez aquella penosasituación.

—Señora—dijo,—yo me retiro. Es preciso que me retire….

—Sí—contesta ella,—y yo también. Vamos. Nos iremos juntos.

—¡Usted, señora, usted…!—exclamó Lázaro descompuesto.

—Sí, los dos. Vamos.

—Señora, usted delira. Eso es imposible.

—¡Imposible, imposible! No podemos quedarnos aquí.

—Es preciso que nos separemos, señora. Otra cosa sería unainconveniencia y una desgracia tal vez.

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