La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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enreaora

?—exclamó el hombre.—Siempre tehas de meter en lo que no te toca. Sí, señora. Hay otra tienda de vinosde un tal Pascual … sí, señora: ahí en el número 14.

La huérfana dió las gracias, y fué allá, palpitante de agitación yalegría. Antes de llegar al número 14, sintió ruidos de guitarras yvoces de hombres. Al acercarse á la puerta vió á muchos que cantaban ybailaban con la exaltación de la embriaguez; y aunque no vió á Pascuala,aunque aquella gente le inspiraba mucho recelo, subió el escalón de laentrada y presentándose preguntó por su antigua criada.

¡Ole ole

!—dijeron dos ó tres de aquellos insignes personajes,mientras uno de ellos avanzó hacia la joven, y abrazándolaestrechamente, la llevó al centro de la taberna.

—¡Viva el buen trapío!

Clara dió un grito de terror al encontrarse en los brazos de aqueldesalmado, y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Pascuala!

—¿Qué? ¿quién es?—dijo una voz de mujer;—¿á ver qué es eso?

Pascuala se presentó y al ver que había allí una mujer y que estaba enbrazos de su marido, dió á éste en la cara un mojicón, que, á ser másfuerte, no le dejara con narices.

—No fuí yo—contestó Pascual:—fué ese

dimomio

de Chaleco.

—Sí fué él, que la ha traído y la tenía escondida, señoraPascuala,—declaró Tres Pesetas con uno de sus frecuentes rasgosde malicia.

—¡Doña Clarita!—dijo Pascuala abrazando á Clara con más suavidad quesu marido y llevándola adentro.

Al encontrarse en el dormitorio de los Pascuales, la sobrina deColetilla, que había agotado todas las fuerzas de su cuerpo y de suespíritu en aquella noche, se dejó caer en una silla y perdió elconocimiento.

CAPÍTULO XXXIX

#Un momento de calma#.

Bozmediano y Lázaro hablaron poco por el camino. Al llegar á la casa de Pascual, serían las diez de la mañana, lo primero que vieron fué á Pascuala fregando vasos. Preguntáronle si había venido Clara á su casa, y ella contestó:

—Anoche, si, señor; después de media noche vino. Pero ya reconozco alcaballerito sobrino de mi amo, que estuvo allá á preguntarme por su tío.

—¡Gracias á Dios!—exclamó éste.—¡Qué suerte hemos tenido!

—La pobre llegó esta mañana y se desmayó—dijo Pascuala.—Está, muymalita; todavía no ha hablado palabra, si no es

pa

delirar. Vino queno se podía tener, toda mojada, temblando de frío, y las lágrimas lecorrían por la cara abajo.

—¿Dónde está?

—Allí, en mi alcoba y en mi cama. Pascual se quedó en el desván y yoen el suelo, al lado de ella. Está muy malita: empezó á dar unasmanotadas y á decir que venían volando unas … ¿cómo dijo? "Las tres,las tres volando", decía, y así estuvo hasta hace una hora, que calló yse quedó dormida.

Los dos jóvenes pasaron adentro, y cuando la tabernera abrió un poco laventana para que entrara alguna luz, pudieron ver acostada en el lechoaquella agraciada figura, en cuyo semblante extenuado y pálido sepintaban los síntomas de una postración y un malestar muy grandes.Dormía, y la violenta posición de su cabeza indicaba que antes del sueñola había atormentado uno de esos letargos dolorosos en que el cuerpoobedece con bruscos movimientos á todos los delirios de la menteenferma. Pascuala cogió entre sus manos la cabeza de la joven y lacolocó con menos molestia; la entró uno de los brazos, que colgaba fuerade las sábanas; arregló éstas y las almohadas, y cerró un poco más laventana, por que no entrara más claridad que la necesaria para no estará obscuras.

—Usted ya no sale de aquí—dijo Bozmediano á Lázaro.

—No—replicó éste, preocupado y contemplando á la enferma tan de cerca,que sentía su respiración agitada y difícil como si un pequeño volcánexistiera entre las sábanas.

—Creo que, al despertar, despertará con el delirio. Usted debe quedarseaquí hasta ver en qué para esto—

indicó Bozmediano;—yo me marcho. Si meve, creo que mi presencia no será lo que más la tranquilice.

Mañana leespero á usted en mi casa sin falta: tenemos que hablar.

Lázaro no contestó. Si su susceptible desconfianza no se había extirpadocompletamente, en aquellos momentos no podía pensar en tan delicadoasunto. Experimentaba emoción muy grande para detenerse en dudas cruelesy rencores poco generosos, que un alma elevada deja siempre á un lado alcontemplar los grandes infortunios.

Cuando Claudio se marchó, Lázaro se sentó junto al lecho, y allí estuvomucho tiempo inmóvil mirando á la enferma, estatua que contemplaba otraestatua, casi tan pálido como ella, esperando á cada expansión delaliento que despertara, observando con la atención moribunda de amantela oscilación de aquella vida comprometida en una crisis. Por fin Clarase movió, pronunciando algunas voces mal articuladas. El joven pudodistinguir claramente: "¡Señora, por Dios!…" Después agitó una de susmanos como quien quiere retirar algo, y por fin abrió los ojos. Seapartó los cabellos que en desorden le cubrían la cara; tuvo un granrato la mano ante los ojos, y la apartó después. Sus ojos se clavaron enla persona que tenía delante, y por mucho tiempo permaneció mirándole,cual si no tuviera conocimiento de lo que veía, ó como si su sorpresafuera tal que no pudiera creer lo que estaba viendo. Después extendió elbrazo lentamente hacia él y le nombró con voz muy débil.

—¿No sabes por qué estoy aquí?—dijo Lázaro conmovido.—Me parece queno nos hemos visto desde mi pueblo. Aún no creo que hayas podido estaren aquella maldita casa.

—¿En qué casa?—dijo Clara, como afectada de profunda confusión.

—Allí, en casa de esas mujeres—contestó él con tristeza, recordandolos dolores de aquella vivienda.

—¡Ay!—exclamó Clara.—Yo no quiero volver; quiero morirme aquí antesque volver. Estoy en casa de Pascuala, ¿no?

Al decir esto, reconocía el sitio con ansiosa mirada.

—Sí; ya no estás, ya no estamos allí—dijo él, acercándose más.

—No volveré, no me llevarán. ¿No es verdad? Tú no volverás tampoco.

—¡Qué he de volver! Si aquella casa ha sido más terrible para mi que elinfierno mismo. La detesto, y detesto á los que la habitan. Allí hepadecido en una sola noche más que en toda mi vida. Ya no vuelvo, no.

Clara pareció escuchar esto con mucha atención; después le estuvomirando fijamente por largo rato con cierto asombro.

—¿Por qué me miras así?—preguntó Lázaro.

La huérfana tardó en responder; pero al fin, con voz lenta ycariñosa, dijo:

—¿Hace mucho tiempo que no te he visto?

—No hace tanto. Me viste una tarde: el domingo.

—Sí … ya me acuerdo. ¡Qué día! ¿Sabes que me echaron porque decíanque había entrado un hombre en la casa? ¿Sabes? … ¡Qué malas son!

—¿Y no entró?

—Sí entró, sí … ¿pero yo qué culpa tenía? Ellas dicen que entró pormí. ¡Qué malas son!

—¿Y no entró por ti?

—¿Por mi?—contestó Clara con la voz entrecortada y muydébil.—¿Por mi?

Después se detuvo como recordando, y dijo:

—Sí, por mi. El me dijo que iba á sacarme de allí, que quería hacermefeliz. Me dió mucho miedo.

Decía todo esto con una vaguedad que indicaba cuán débiles estaban susfacultades mentales.

—Me dió mucho miedo—continuó;—aún me parece que le estoy viendo. Alprincipio pensé que me iba á matar; pero … no me mató. Dijo que mequería llevar consigo; que él me quería ver feliz … Me había escritouna carta.

—¿Una carta?—dijo Lázaro vivamente.

—Si; me la dió aquel viejo feo, feo, feo….

—¿Dónde está la carta?

—¿La carta … la carta…? No sé. Yo la tenía en el bolsillo.

—¿Dónde está tu ropa?

—No sé … La carta … ¡Ah!, ya me acuerdo … la rompí toda, y lahice unos pedacitos muy chicos, muy chicos.

—¿Por qué la has roto? … dijo Lázaro, deplorando no tener aqueldocumento.—¿Y no recuerdas haberme visto á mi aquella tarde?

—Si, sí; sí lo recuerdo—contestó, mostrando que nunca había olvidadotal cosa. Entraste muy enfadado. Yo estuve llorando toda la noche.Después me dió un mareo en la cabeza … Yo creí que me iba á morir, yme alegré.

La melancólica serenidad que había en estas declaraciones conmovió áLázaro de tal modo, que no se atrevía á preguntar más, porque herir ladelicadeza de aquel ángel le parecía crueldad sin ejemplo. Aún quisohacer la última pregunta de este modo:

—¿Y qué te dije aquella tarde?

—¿Qué me dijiste? … Eso sí que se me ha olvidado … No, ya lorecuerdo: me dijiste….

Aquí se detuvo; sin duda le faltó el habla ó el entendimiento. Tenía losojos húmedos, y se apartaba otra vez el cabello que le cubría parte dela frente. Lázaro se sintió humillado. Casi le avergonzaba la cruel ybrusca acusación que su conducta en aquella tarde memorable había hechoá la inocencia. No había prescindido aún enteramente de la ley socialque exige pruebas positivas para la aclaración de ciertos hechos; peroaun poseyendo aquella susceptibilidad irreflexiva, no podía resistir ála fuerza de persuasión que en las respuestas de la huérfana había. Ensu corazón no cabía, no era posible que cupiera la duda, después deoírla; y si la voz de un demonio atormentador resonaba internamente pararecordarle el deber social de no darse por satisfecho, él parecería comoque aplazaba para más tarde la investigación de la evidencia en aquelasunto, abandonándose por entonces á la efusión consoladora del afectoque sentía tan vivo como antes.

—No me expliques más—dijo Lázaro, viéndola llorar.—Veo que aquellosdemonios tienen la culpa de todo. ¡Maldito sea quien te llevó allá!Ellas te han calumniado, estoy seguro de ello. Siempre estaban hablandode faltas cometidas, de pecados … y qué sé yo. Lo mismo decían de mi.Las dos aseguraban que yo era un malvado, y que había cometido no sé quécrimen. Esto me admiraba, porque yo no había cometido ninguna faltagrave. Lo mismo juzgué de ti. Tú eras la víctima de su rigor, de sususpicacia, de su disciplina, como ellas decían.

—Yo no las quiero ver más—decía Clara;—anoche las estuve viendo todala noche en sueños. Me parecía que doña Salomé estaba revoloteandoencima de mi, mostrándome sus ojos rencorosos y sus uñas terribles; meparecía que doña Paz estaba detrás de la cama, y que de tiempo en tiemposacaba el brazo para abofetearme. Estuve temblando y envuelta en missábanas para no verlas; pero siempre las veía. ¡Qué feas son!

—Tranquilízate dijo Lázaro, viendo en el tono de su amiga los síntomasde un nuevo delirio. Ya no volverás á casa de esas fieras. Yo estoyaquí; tú te has creído abandonada, mientras yo existía. No sé si tengola culpa de, esto; si la tengo, descuida, que sabré remediarlo. ¡Y yoque no he vivido sino por ti, que te he tenido por guía y porinspiración de todos mis actos! Bien te dije, cuando nos conocimos, queDios nos había puesto en camino de encontrarnos para que no nosseparáramos nunca. Adondequiera que he ido te he llevado siempre en micorazón y en mi cabeza, creyendo por ti y esperando por ti. Desde quenos conocimos no hemos cesado de estar juntos, de caminar juntos por lasenda de la vida, á lo menos en lo que á mí corresponde.

Cuando vine áMadrid, aunque no nos vimos inmediatamente, no di un paso por estascalles que no fuera dado hacia ti. Me prendieron por una ligereza mía,que no fué ningún crimen, como decían aquellas mujeres; y si soportéaquel contratiempo, si no me suicidé estrellándome la cabeza contra losmuros de la cárcel, fué porque en la obscuridad me parecía siempre quete estaba mirando en un rincón, en pie, con el rostro sereno, como es tucostumbre. Yo no he podido, después que te conozco, pensar nada futurosin que á mis ideas acompañara la idea de tu persona como parte de mímismo. No he podido pensar en la adquisición de alguna cosa, de algúnobjeto, de alguna felicidad, sin que pensara en que tú disfrutarías detodo eso antes que yo. No he tenido desgracia alguna ni pérdida sinfigurarme que estabas á mi lado llorando conmigo. Si he aspirado áalguna hora feliz, siempre he tenido presente que nuestras dos vidasllegarían juntas á esa hora.

No he podido concebir que uno de los dosexistiera solo en el mundo: esto me ha parecido siempre imposible.¿Sabes que ahora me parece que fué ayer cuando saliste de mi casa paravolver aquí? Y lo que ha pasado después yo quiero borrarlo de misrecuerdos. Aborrezco estos días como se aborrece una pesadilla.

¿Tú nome has dicho también que aborreces aquella casa y aquella gente? Y locreo. No puedo acostumbrarme á la idea de que pensemos de distintamanera. Si yo llegara á creer de una manera evidente que no me querías,no sé cómo podría vivir; y si aún vivo después de aquella tarde, esporque la duda me ha dado vida, duda en que ya no quiero pensar: la hetenido como un deber, me la impuse yo mismo; pero ya rechazo estatiranía. Cuando te he visto, me parece que ha retrocedido el tiempo.Dudar de ti se me figura un crimen; y si lo he cometido, no te pidoperdón, porque sé que ya me lo has perdonado.

Durante esta expansiva manifestación, le escuchaba la enferma con unaespecie de trastorno. Al fin lloraba con tan deshecho llanto como si enaquel momento y con aquellas lágrimas se desahogaran los dolores de todasu vida, desde el incidente del pajarito en casa de la madre Angustiashasta la escena de la expulsión en casa de las Porreñas.

El joven no quiso menoscabar con una palabra más la elocuencia deaquellas lágrimas. El calor y la pulsación precipitada de la mano deClara, que tenía entre las suyas, le indicaron que la fiebre aumentaba,tal vez por la agitación de aquel diálogo, en que él había puesto todasu elocuencia, y ella toda su sinceridad.

—Es preciso cuidarte mucho—dijo Lázaro.

—Sí—contestó ella;—quiero vivir.

CAPÍTULO XL

#El gran atentado#.

Por la tarde llegó un médico enviado por Bozmediano. Vió á la enferma, ydespués de prescribirle mucho reposo, se retiró, dando muy pocaimportancia á aquella crisis, originada de una fuerte agitación moral.Durmióse Clara, entrando en un período de calma, de que hasta entoncesno había disfrutado. En tanto Lázaro, que ardía en deseos de tomar unadeterminación decisiva en su vida, pensaba hablar con su tío aquellamisma noche, romper con él, separarse de un hombre que era autor detodas sus desventuras.

Deseaba ver á las dos Porreñas, echarles en carasu crueldad y su hipocresía. Si la dignidad de varón no se lo impidiera,seguramente su primer acto aquella noche hubiera sido coger por el moñoá doña Paz y hacerle inclinar la cabeza hasta el suelo.

Lo urgente y decoroso era suspender relaciones con aquel hombrefanático, que le parecía más repugnante después que se reuníadescaradamente con los jóvenes exaltados, y hasta llegaba á darse eltítulo de liberal.

No le importaba quedar solo y sin apoyo, pobre, máspobre que antes. Pero él se encontraba con fuerzas para trabajar;trabajaría en una profesión, en un oficio cualquiera. Y si en Madrid nopodía conseguirlo, se volvería á su pueblo, donde por lo menos teníaseguro el pan.

Salió, pues, ya entrada la noche, dejando á Pascuala el encargo de noapartarse de Clara; y recordando que su tío había hablado de no volver ácasa de las Porreñas hasta después de tres días, pensó dirigirse á LaFontana

ó á casa del abate. Fué á

La Fontana

: entró en el cuartointerior, donde se reunían confidencialmente los principales políticosdel club, y no lo encontró. No había allí otra persona que el señorPinilla, que se paseaba muy agitado con las manos metidas en losbolsillos y el sombrero enterrado hasta los ojos.

—¡Hola, amiguito!—dijo al ver á Lázaro.—¿Cómo usted por aquí áestas horas?

—Busco á mi tío.

—¡Ah! No le hallará usted. Está en una parte … Ya sé yo dónde está.

Está donde entran pocos.

—¿No vendrá esta noche?

—¿Esta noche? ¡Quia! ¿Cómo ha de venir esta noche?

—¿Pues qué hay esta noche?

—Lo gordo—dijo Pinilla con misterio.—Pero, ¡bah!, usted lo sabe mejorque yo. Si es su sobrino….

—No, no sé nada—dijo Lázaro sorprendido.

—¿Pero no le han designado á usted su puesto? ¿No le han dicho lo queha de hacer? ¿No trabaja usted como todos en esta gran obra?

—¿Qué obra?

—Esta noche, amigo, esta noche es ella.

-¿Qué? ¿Hay algo? Efectivamente, he notado, al venir, cierta agitaciónen la villa.

—Pues ya verá usted á eso de las diez….

—¿Y no hay sesión esta noche?

—¡Sesión! ¡Brrr!—exclamó Pinilla, haciendo con la boca unestrambótico sonido.—Esta no es noche de palabras, es noche de hechos.Mucho se ha hablado ya.

Pues no estoy enterado de nada. Ello es que desde anoche no vengo poraquí.

—Pues busque usted al Doctrino, que debe estar allá por Lavapiés, y ledirá lo que tiene que hacer; porque supongo, amigo, que usted no querráquedarse atrás. ¡Fuera miedo! Yo sé que la primera vez esto es algoimponente, sobre todo para el que nunca ha oído tiros. Pero, en fin,teniendo ánimo….

—Pero explíqueme usted lo que hay—dijo Lázaro, fingiendo ciertacomplacencia para que el otro no vacilara en contarle todo.

—Hay—dijo Pinilla—que esta noche es el gran golpe, el golpedecisivo, el último esfuerzo del liberalismo vergonzante. Es precisoarrollar á los

discretos

que nos cierran el paso. Sí, amigo mío; alfin tendremos libertad.

—Vaya—dijo Lázaro, afectando incredulidad para saber más,—algúnmotincillo insignificante….

—¿Motincillo? Algo más—dijo el otro, sentándose y avivando con unabadila el escaso fuego que en un brasero había.

Robespierre subió sobre sus rodillas de un salto y se acurrucó allí conadmirable franqueza republicana.

—Pues yo voy también allá—dijo Lázaro, deseando que Pinilladesembuchara.

—Vaya usted en busca del Doctrino y le designará su puesto. Yo creo quehasta estará mal visto que usted no figure en este asunto, después dehaber pronunciado el discurso que oímos anoche. ¡Qué discurso, amigo! Esusted un gran orador. Si viera usted cuánto gustó: está la genteentusiasmada. Hoy he oído á un zapatero de la calle de la Comadrerepetir de memoria un trozo largo de lo que usted dijo anoche.

—Pero cuénteme usted. ¿Qué habrá?

—Es muy sencillo. Es preciso pasar por encima de los falsosliberales que están hoy en el Poder. Es preciso pasar; pues bien:esta noche se pasará.

—¿Y de qué manera?

—Estas cosas no se hacen sino de una sola manera. Usted bien lo sabe.La revolución necesita estas medidas prontas y decisivas. Se pasa porencima de ellos exterminándolos.

—¡Exterminándolos!—dijo Lázaro horrorizado.

—Pues ya. Sólo así se puede arrancar de raíz una mala semilla. Es elúnico medio; convengo en que es terrible, pero es eficaz.

—¿De modo que va á haber aquí una matanza?

—El pueblo está irritado, y con razón. Se derribó la tiranía; se creyóque íbamos á tener libertad, y nos han engañado. Cuatro tiranuelos nosmandan constitucionalmente, y constitucionalmente nos persiguen comoantes. Esto no nos satisface; queremos más. Adelante, pues.

—Pero el medio es espantoso. Yo no quiero para mi patria los horroresde la Revolución francesa. Después de un Terror no puede venir sino ladictadura. Yo no quiero que pase aquí lo que en Francia, donde á causade los excesos de la Revolución, la libertad ha muerto para siempre.

—Eso es música, amigo, música.

—Esa es la verdad. ¿Pero es posible que mis amigos, los individuos deese club, que han predicado el uso de los derechos adquiridos como únicomedio de llegar á la libertad…? No lo puedo creer.

—Amigo—dijo Pinilla, mirándole con mucha sorna,—usted lo dijo; ¿no seacuerda usted ya de aquella parte de su discurso en que decía: "¿Nosdetendremos con timidez, asustados de nuestra propia obra? No.

Estamosen un intermedio horrible. La mitad de este camino de abrojos es elmayor de los peligros.

Detenerse en esta mitad es caer; es peor que nohaber empezado."

—Si—dijo Lázaro confundido;—pero yo no quise decir que se llegara áese fin quitando, puñal en mano, todo obstáculo; yo quiero que se llegueá ese fin por los medios legales.

—Sí, usted quiso decir eso; pero la gente lo entendió de otramanera, y esta noche va usted á ver cómo se entienden esas cosas.Desengáñese usted, amigo: no hay otro camino más que ése; los medioslegales son pamplinas, créame usted. Esta noche se verá; hay laocasión más propicia … Figúrese usted que se reúnen todos en unsitio. Sí; se reúnen fatalmente, y no es preciso ir marcando consangre las casas de cada uno.

—¿Quién se reúne?—preguntó Lázaro con agitación.

—¡Ellos! Los

prudentes

. Tienen ahora unas reuniones secretas, sinduda con objeto de fraguar algún complot para quitarnos la poca libertadque tenemos. Por una casualidad se ha descubierto que algunos ministrosy diputados de los más influyentes de la mayoría se reúnen en una casade la plaza de Afligidos.

—¿Pero es cierto?—dijo Lázaro, procurando disimular su turbación.

—Sí; no sé quién lo ha descubierto. Lo que sé es que se lo dijeron alDoctrino, y él fué allá y les vió salir.

Después no sé por qué medio seha enterado de quiénes son todos ellos. Allí van Quintana, Martínez dela Rosa, Calatrava, Álava, y hasta Alcalá Galiano se ha metido entreesa gente.

Lázaro quedó mudo de terror.

—Lo que más me complace—continuó Pinilla—es que cae también el joven Bozmediano, que también se ha metido á político, educado por su padre.

—¡Bozmediano!

—Sí; es un hombre tan odioso para mi, que me parece que si no le veoensartado me muero de un berrinche.

—¿Y qué le ha hecho á usted?

—Ahí tuvimos una pendencia en

Lorencini

. Reñimos. Fué por un discursomío; es cuento largo. Este no escapa, ni el padre tampoco, que es elorgullo mismo, y fué el que pidió en el Congreso que se cerraran lasSociedades secretas. ¡Buenos están los dos! Pero no escapan, eso no.Para eso estaré yo allí. A las doce no hay quien me arranque de laplazuela de Afligidos.

—¿De modo que van á asesinar á esos hombres, cogiéndolos á todosdesprevenidos?

—En buen castellano, eso es. El pueblo de Madrid lo hará bien; losdetesta, y allá irán unas turbas que ya, ya … ¿Conque al fin no vausted á que le designen su puesto?

—Sí—dijo Lázaro para disimular su propósito.—Voy.

—Yo espero aquí un recadillo del amo del café.

—Adiós—dijo Lázaro, saliendo con precipitación.

Su resolución era irrevocable. No podía permitir que se llevara á efectoaquel complot infame. Por él, sólo por él, habían tenido noticia de lareunión que en aquel sitio celebraban las víctimas indicadas, y á élcorrespondía evitarlo. Corrió hacia la plazuela de Afligidos con objetode llamar en aquella casa misteriosa y prevenirles contra el atentadoque se preparaba.

Por el camino encontró muchos grupos de gente sospechosa. Iban algunosarmados de trabucos, ceñida la cabeza con el pañuelo aragonés, cómodotocado de las revoluciones. Su actitud y sus rumores anunciaban laagitación que en el pueblo reinaba. Iba á cometerse un gran crimen.¿Sabía el pueblo lo que iba á hacer y á qué principio obedecíahaciéndolo? Lázaro meditaba todas estas cosas por el camino y decía:"No, no es esto lo que yo prediqué"; y al mismo tiempo la idea de que elviolento discurso pronunciado por él la noche anterior hubiera tenidouna parte de complicidad en la actitud del pueblo, le desesperaba.

Encontraba cada vez más grupos sospechosos, y aun oyó proferir algunos mueras

lejanos. Al llegar á la calle Ancha vió un grupo másnumeroso. Pasó cerca sin intención de pararse, cuando uno se adelantóhacia él y le detuvo. ¿Quién podía ser sino el pomposo Calleja, elbarbero insigne de

La Fontana

? Haciendo grandes aspavientos y dandoal viento su atiplada voz, puso sus pesadas manos sobre los hombrosdel joven, y dijo:

—¡Eh!, muchachos, aquí está el gran hombre, nuestro hombre. Bien decíayo que no había de faltar. ¡Eh!, muchachos, aquí lo tenéis.

Todo el grupo rodeó en un momento á Lázaro.—Es el que habló anoche.

¡Bien por el pico de oro!—dijo uno, agitando su gorra.

—Que venga con nosotros; nombrémosle capitán—dijo Tres Pesetas, que sehabía erigido en alférez y llevaba una cinta amarilla en la manga.

—No; que se ponga ahí, encima de ese barril y nos hable—exclamó otro,que por las señas debía ser Matutero, el que atropello á Coletilla,según referimos al principio.

—Que hable, que hable—gritó una mujer alta, huesosa, descarnada ysiniestra, que parecía la imagen misma de la anarquía.—¡Que hable,que hable!

—Señores—dijo Calleja alzando el dedo como si quisiera horadar elfirmamento.—Ya no es tiempo de hablar, es tiempo de obrar. Bien lo dijoeste señor anoche: "Adelante en el camino; retroceder es la muerte;pararse es la infamia." Yo lo hubiera dicho lo mismo; sólo que yo no mehe decidido á hablar todavía; pero si llego á enfadarme….

—¡Bien, bien!—chillaron muchas voces.

Lázaro sudaba con impaciencia y angustia. No sabía cómo romper aquelcírculo de atletas que le rodeaba.

Dió algunas excusas, empujó por unlado, abrió brecha por otro; pero aun así no consiguió versecompletamente libre, porque el barbero, echándole el brazo por encima yhablando en voz baja con la actitud y tono confidencialmente misteriosoque cuadra á dos grandes hombres al comunicarse una idea que ha desalvar al mundo, dijo:

—Yo, señor don Lázaro, tengo todo este barrio por mío. ¿A usted le handado órdenes para que mande aquí? Yo … francamente, le admiro á ustedmucho como orador, porque anoche dijo usted cosas que nos pusieron lospelos de punta; pero….

—¿Qué quiere usted decir?

—Que yo, señor don Lázaro, soy un hombre que ha salvado la patriamuchas veces y derramado mucha sangre en defensa de la libertad; y porlo mismo, yo … estoy encargado de este barrio, y me parece que elbarrio está en buenas manos. Por lo tanto, yo quiero saber si ustedtrae aquí la comisión de encargarse del barrio; porque como ustedhabló anoche y dijo … pudieran haberle designado un puesto de honor… y yo, francamente, aunque no hablo, soy hombre que sabe hacer lascosas; y si usted se encargase del barrio, yo protestaría … porqueya ve usted….

—No—dijo el joven tranquilizándole,—no le quitaré á usted el mando deeste barrio ni de otro ninguno; yo no mando barrios.

—Bien decía yo—repuso el barbero con la mayor satisfacción—que ustedno me quitaría el mando de mi barrio; pero creía que le habían mandadopor no tener confianza en mi. Pero ha de saber usted que donde estáCalleja la libertad está asegurada.

-¡Oh, si! ya lo supongo—dijo Lázaro, procurando quitarse de encima elpeso de aquel brazo, que le hundía de la manera más despótica.—Quédeseusted tranquilo.

—¿Va usted á alguna comisión del Doctrino ó de Lobo?

—No; voy á un asunto.

—Esta no es noche de asuntos.

—Buenas noches—dijo Lázaro apartándose.

La venganza que tomarían los exaltados, autores del complot, si sabíanque por él había fracasado su crimen, sería espantosa; pero ¿qué leimportaba la venganza? Era pre