La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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—Sí—dijo Pepe—, suelta el trapo, que ese es el Refugium peccatorum de las mujeres. Tú te fías del refrán «mujer, llora y vencerás». No,morena; hay otro que dice «en cojera de perro y lágrimas de mujer, nohay que creer». Guarda tus lágrimas para el teatro, que aquí no estamosrepresentando comedias. Mira lo que haces: si juegas falso, peligra lavida de un hombre. Conque, cuenta con lo que haces. Mi amor no es cosade recetas ni de décimas. Yo no me pago de hipíos, sino de hechos. Enuna palabra, si no vas esta tarde a los toros, te ha de pesar.

Diciendo esto, Pepe Vera se salió de la habitación.

Estaba a la sazón combatido por dos sentimientos de una naturaleza tanpoderosa, que se necesitaba un temple de hierro para ocultarlos, como éllo estaba haciendo, bajo la exterioridad más tranquila, el rostro mássereno y la más natural indiferencia.

Había examinado los toros quedebían correrse aquella tarde; jamás había visto animales más feroces.Había concebido preocupación extraordinaria hacia uno de ellos, achaqueque suele ser común entre los de su profesión, que se creen salvos yseguros si de aquel libran bien, sin cuidarse de los demás de lacorrida.

Además, estaba celoso; ¡celoso él, que no sabía más que vencer y recibiraplausos! Le habían dicho que le estaban burlando, y dentro de pocashoras iba a verse entre la vida y la muerte, entre el amor y latraición. Así lo creía al menos.

Cuando salió Pepe Vera de la alcoba de María, esta desgarró lasguarniciones bordadas de las sábanas; riñó ásperamente a Marina, lloró;después se vistió, mandó recado a una compañera de teatro y se fue conella a los toros.

María, temblando con la fiebre y con la agitación, se colocó en elasiento que Pepe Vera le había reservado.

El ruido, el calor y la confusión aumentaron la desazón que sentíaMaría. Sus mejillas siempre pálidas, estaban encendidas; un ardor febrilanimaba sus negros ojos. La rabia, la indignación, los celos, el orgullolastimado, la ansiedad, el terror y el dolor físico se esforzaban envano por arrancar una queja, un suspiro, de aquella boca tan cerrada yapretada como el sepulcro.

Pepe Vera la vio. En su rostro se bosquejó una sonrisa, que no hizo enMaría la menor impresión, como si resbalase en su aspecto glacial,debajo del cual su vanidad herida juraba venganza.

El traje de Pepe Vera era semejante al que sacó en la corrida de que enotra parte hemos hecho mención, con la diferencia de ser el raso verdey las guarniciones de oro.

Ya se había lidiado un toro, y lo había despachado otro primer espada.Había sido bueno, pero no tan bravo como habían creído losinteligentes.

Sonó la trompeta; abrió el toril su ancha y sombría boca, y salió untoro negro a la plaza.

—¡Ese es Medianoche!—gritaba el gentío—. Medianoche es el toro dela corrida; como si dijéramos, el rey de la función.

Medianoche, sin embargo, no salió de carrera, cual salen todos, comosi fuesen a buscar su libertad, sus pastos, sus desiertos. Él quería,antes de todo, vengarse; quería acreditar que no sería juguete deenemigos despreciables; quería castigar. Al oír la acostumbrada griteríaque lo circundaba, se quedó parado.

No hay la menor duda de que el toro es un animal estúpido.

Pero contodo, sea que la rabia sea poderosa a aguzar la más torpe inteligencia,o que tenga la pasión la facultad de convertir el más rudo instinto enperspicacia, ello es, que hay toros que adivinan y se burlan de lassuertes más astutas de la tauromaquia.

Los primeros que llamaron la atención del terrible animal fueron lospicadores. Embistió al primero y le tiró al suelo. Hizo lo mismo con elsegundo sin detenerse y sin que la pica bastase a contenerle ni hiciesemás que herirle ligeramente. El tercer picador tuvo la misma suerte quelos otros.

Entonces el toro, con las astas y la frente teñidas en sangre, se plantóen medio de la plaza, alzando la cabeza hacia el tendido, de donde salíauna gritería espantosa, excitada por la admiración de tanta bravura.

Los chulos sacaron a los picadores a la barrera. Uno tenía una piernarota y se le llevaron a la enfermería. Los otros dos fueron en busca deotros caballos. También montó el sobresaliente; y mientras que loschulos llamaban la atención del animal con las capas, los tres picadoresocuparon sus puestos respectivos, con las garrochas en ristre.

Dos minutos después de haberlos divisado el toro, yacían los tres en laarena. El uno tenía la cabeza ensangrentada y había perdido el sentido.El toro se encarnizó en el caballo, cuyo destrozado cuerpo servía deescudo al malparado jinete.

Entonces hubo un momento de lúgubre terror.

Los chulillos procuraban en vano, y exponiendo sus personas, distraer laatención de la fiera; mas ella parecía tener sed de sangre y querersaciarla en su víctima. En aquel momento terrible un chulo corrió haciael animal y le echó la capa a la cabeza para cegarle. Lo consiguió poralgún instante; pero el toro sacó la cabeza, se desembarazó de aquelestorbo, vio al agresor huyendo, se precipitó en su alcance, y en suciego furor, pasó delante, habiéndole arrojado al suelo. Cuando sevolvió, porque no sabía abandonar su presa, el ágil lidiador se habíapuesto en pie y saltado la barrera, aplaudido por el concurso conalegres aclamaciones. Todo esto había pasado con la celeridad delrelámpago.

El heroico desprendimiento con que los toreros se auxilian y defiendenunos a otros, es lo único verdaderamente bello y noble en estas fiestascrueles, inhumanas, inmorales, que son un anacronismo en el siglo que seprecia de ilustrado. Sabemos que los aficionados españoles y losexóticos como el vizconde de Fadièse, montados siempre medio tono másalto que los primeros, ahogarán nuestra opinión con sus gritos deanatema.

Por esto nos guardamos muy bien de imponerla a otros y noslimitamos a mantenernos en ella. No la discutimos ni sostenemos, porqueya lo dijo San Pablo con su inmenso talento:

«Nunca disputéis conpalabras, porque para nada sirve el disputar»; y Mr. Joubert afirmatambién «que el trabajo de la disputa excede con mucho a su utilidad».

El toro estaba todavía enseñoreándose solo, como dueño de la plaza. Enla concurrencia dominaba un sentimiento de terror.

Pronunciábansediversas opiniones: los unos querían que los cabestros entrasen en laplaza y se llevasen al formidable animal, tanto para evitar nuevasdesgracias, como a fin de que sirviese para propagar su valiente casta.A veces se toma esta medida; pero lo común es que los toros indultadosno sobrevivan a la inflamación de sangre que adquirieron en el combate.Otros querían que se le desjarretase para poder matarle sin peligro.

Pordesgracia, la gran mayoría gritaba que era lástima, y que un toro tanbravo debía morir con todas las reglas del arte.

El presidente no sabía qué partido tomar. Dirigir y mandar una corridade toros no es tan fácil como parece. Más fácil a veces es presidir uncuerpo legislativo. En fin, lo que acontece muchas veces en estos,sucedió en la ocasión presente. Los que más gritaban, pudieron más; yquedó decidido que aquel poderoso y terrible animal muriese en regla ydejándole todos sus medios de defensa.

Pepe Vera salió entonces armado a la lucha. Después de haber saludado ala autoridad, se plantó delante de María y la brindó el toro.

Él estaba pálido; María, encendida, y los ojos saltándosele de lasórbitas. Su aliento salía del pecho agitado, como el ronco resuello delque agoniza. Echaba el cuerpo adelante, apoyándose en la barandilla yclavando en ella las uñas. María amaba a aquel hombre joven y hermoso, aquien veía tan sereno delante de la muerte. Se complacía en un amor quela subyugaba, que la hacía temblar, que le arrancaba lágrimas, porqueese amor brutal y tiránico, ese cambio de afectos profundos, apasionadosy exclusivos, era el amor que ella necesitaba; como ciertos hombres deorganización especial, en lugar de licores dulces y vinos delicados,necesitan el poderoso estimulante de las bebidas alcohólicas.

Todo quedó en el más profundo silencio. Como si un horriblepresentimiento se hubiese apoderado de las almas de todos los presentes,oscureciendo el brillo de la fiesta, como la nube oscurece el del sol.

Mucha gente se levantó y se salió de la plaza.

El toro, entre tanto, se mantenía en medio de la arena con latranquilidad de un hombre valiente que, con los brazos cruzados y lafrente erguida, desafía arrogantemente a sus adversarios.

Pepe Vera escogió el lugar que le convenía, con su calma y desgaireacostumbrados y señalándoselo con el dedo a los chulos:

—¡Aquí!—les dijo.

Los chulos partieron volando, como los cohetes de un castillo depólvora. El animal no vaciló un instante en perseguirlos. Los chulosdesaparecieron. El toro se encontró frente a frente con el matador.

Esta formidable situación no duró mucho. El toro partió instantáneamentey con tal rapidez, que Pepe Verano pudo prepararse. Lo más que pudohacer, fue separarse para eludir el primer impulso de su adversario.Pero aquel animal no seguía, como lo hacen comúnmente los de su especie,el empuje que les da su furioso ímpetu. Volvióse de repente, se lanzósobre el matador como el rayo y le recogió ensartado en las astas:sacudió furioso la cabeza y lanzó a cuatro pasos el cuerpo de Pepe Vera,que cayó como una masa inerte.

Millares de voces humanas lanzaron entonces un grito, como sólo hubierapodido concebirlo la imaginación de Dante; un grito que desgarraba lasentrañas: hondo, lúgubre, prolongado.

Los picadores se echaron con sus caballos y garrochas sobre el toro,para impedir que recogiese a su víctima.

Los chulos, como bandada de pájaros, le circundaron también.

—¡Las medialunas!, ¡las medialunas!—gritó la concurrencia entera. Elalcalde repitió el grito.

Salieron aquellas armas terribles y el toro quedó en brevedesajarretado; el dolor y la rabia le arrancaban espantosos bramidos.Cayó por fin muerto, al golpe del puñal que le clavó en la nuca elinnoble cachetero.

Los chulos levantaron a Pepe Vera.

—¡Está muerto!—tal fue el grito que exhaló unánime el brillante grupoque rodeaba al desventurado joven, y que de boca en boca subió hasta lasúltimas gradas, cerniéndose sobre la plaza a manera de fúnebre bandera.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Transcurrieron quince días después de aquella funesta corrida.

En una alcoba, en que se veían todavía algunos muebles decentes, aunquehabían desaparecido los de lujo; en una cama elegante,

pero

cuyasguarniciones

estaban

marchitas

y

manchadas, yacía una joven pálida,demacrada y abatida. Estaba sola.

Esta mujer pareció despertar de un largo y profundo sueño.

Incorporóseen la cama, recorriendo el cuarto con miradas atónitas. Apoyó su mano enla frente, como si quisiese fijar sus ideas, y con voz débil y roncadijo:

—¡Marina!—entró entonces no Marina, sino otra mujer, trayendo unabebida que había estado preparando.

La enferma la miró.

—¡Yo conozco esa cara!—dijo con sorpresa.

—Puede ser, hermana—respondió la que había entrado, con muchadulzura—. Nosotras vamos a las casas de los pobres como a las de losricos.

—Pero ¿dónde está Marina? ¿Dónde está?—dijo la enferma.

—Se ha huido con el criado, robando cuanto han podido haber a lasmanos.

—¿Y mi marido?

—Se ha ausentado sin saberse adónde.

—¡Jesús!—exclamó la enferma, aplicándose las manos a la frente.

—¿Y el duque?—preguntó después de algunos instantes de silencio—.Debéis conocerle, pues en su casa fue donde creo haberos visto.

—¿En casa de la duquesa de Almansa? Sí, en efecto, esa señora meencargaba de la distribución de algunas limosnas. Se ha ido a Andalucíacon su marido y toda su familia.

—¡Conque estoy sola y abandonada!—exclamó entonces la enferma, cuyosrecuerdos se agolpaban a su memoria, siendo los primeros los máslejanos, como suele suceder al volver en sí de un letargo.

—¿Y qué? ¿No soy yo nadie?—dijo la buena hermana de la caridad,circundando con sus brazos a María—. Si antes me hubieran avisado, noos hallaríais en el estado en que os halláis.

De repente salió un ronco grito del dolorido pecho de la enferma.

—¡Pepe!..., ¡el toro!... ¡Pepe!..., ¡muerto!..., ah!

Y cayó sin sentido en la almohada.

Capítulo XXX

Seis meses después de los sucesos referidos en el último capítulo, lacondesa de Algar estaba un día en su sala en compañía de su madre.Ocupábase en adornar con cintas y en probar a su hijo un sombrero depaja.

Entró el general Santa María.

—Ved, tío—dijo—, qué bien le sienta el sombrero de paja a este ángelde Dios.

—Le estás mimando que es un contento—repuso el general.

—No importa—intervino la marquesa—. Todas mimamos a nuestros hijos,que no por eso dejan de ser hombres de provecho.

No te mimó poco nuestramadre, hermano, lo cual no te ha impedido ser lo que eres.

—Mamá, dame un bizcocho—dijo con media lengua el niño.

—¿Qué significa eso de tutear a su madre, señor renacuajo?—

dijo elgeneral—. No se dice así; se dice: «Madre, ¿quiere usted hacerme elfavor de darme un bizcocho?»

El niño se echó a llorar, al oír la voz áspera de su tío. La madre ledio un bizcocho a hurtadillas y sin que el general lo viese.

—Es tan chico—observó la marquesa—que todavía no sabe distinguirentre el tú y el usted.

—Si no lo sabe—replicó el general—, se le enseña.

—Pero tío—dijo la condesa—, yo quiero que mis hijos me tuteen.

—¡Cómo, sobrina!—exclamó el general—. ¿También quieres tú entrar enesa moda que nos ha venido de Francia, como todas las que corrompen lascostumbres?

—Conque ¿el tuteo entre padres e hijos corrompe las costumbres?

—Sí, sobrina; como todo lo que contribuye a disminuir el respeto, sealo que fuere. Por esto me gustaba la antigua costumbre de los grandes deEspaña, que exigían el tratamiento de excelencia a sus hijos.

—El tuteo, que pone en un pie de igualdad, que no debe existir entrepadres e hijos, no hay duda que disminuye el respeto—dijo lamarquesa—. Dicen que aumenta el cariño; no lo creo. ¿Acaso, hija mía,me habrías amado más si me hubieras tuteado?

—No, madre—dijo la condesa, abrazándola con ternura—, pero tampoco oshubiera respetado menos.

—Siempre has sido tú una hija buena y dócil—dijo el general—, y lasexcepciones no prueban nada. Pero vamos a otra cosa. Traigo a ustedesuna noticia que no podrá menos de serles grata. La hermosa corbeta«Iberia», procedente de La Habana, acaba de llegar a Cádiz; conquemañana es probable que demos un abrazo a Rafael. ¡Qué afortunado es esemuchacho! Apenas nos escribe que tenía ganas de volver a la Península,cuando se le presenta la ocasión que deseaba y el capitán general leenvía de vuelta con pliegos importantes.

Aún estaban la marquesa y la condesa expresando la alegría que estanoticia les causaba, cuando se abrió la puerta y Rafael Arias seprecipitó en los brazos de sus parientas, estrechándolas repetidas vecesentre los suyos, y la mano al general.

—¡Cuánto me alegro de verte, mi bueno, mi querido Rafael!—

decía lacondesa.

—¡Jesús!—añadió la marquesa—; ¡gracias a Nuestra Señora del Carmenque estás de vuelta! Pero ¿qué necesidad tenías, con un buen patrimonio,de ir a pasar la mar, como si fuera un charco? Apuesto a que te hasmareado.

—Eso es lo de menos, porque es mal pasajero—respondió Rafael—; perotuve otro mal que empeoraba de día en día, y era el ansia por mi patriay por las personas de mi cariño. No sé si es porque España es unaexcelente madre o porque nosotros los españoles somos buenos hijos, locierto es que no podemos vivir sino en su seno.

—Es por lo uno y por lo otro, mi querido sobrino; por lo uno y por lootro—repitió con una sonrisa de gran satisfacción el general.

—¡Es La Habana país muy rico!, ¿no es verdad, Rafael?—

preguntó lacondesa.

—Sí, prima—respondió Rafael—; y sabe serlo, como una gran señora quees. Su riqueza no es como la del que se enriqueció ayer, que a manera detorrentes, corre, se precipita y pasa, haciendo gran estrépito. Allí laopulencia mana blandamente y sin ruido, como un río profundo y copioso,que deriva sus aguas de manantiales permanentes. Allí la riqueza está entodas partes, y sin necesidad de anunciarse con ostentación, todo elmundo la ve y la siente.

—Y las mujeres, ¿te han gustado?—preguntó la condesa.

—Regla general—contestó Rafael—: todas las mujeres me gustan en todaspartes. Las jóvenes porque lo son; las viejas porque lo han sido; lasniñas porque lo serán.

—No generalices tanto la cuestión, Rafael; precísala.

—Pues bien, prima; las habaneras son unos preciosos lazzaronis femeninos, cubiertas de olán y de encajes cuyos zapatos de raso sonadornos inútiles de los pequeñísimos miembros a que están destinados,puesto que jamás he visto a una habanera en pie. Cantan hablando comolos ruiseñores, viven de azúcar como las abejas y fuman como laschimeneas de vapor. Sus ojos negros son poemas dramáticos, y su corazón,un espejo sin azogar. El drama lúgubre y horripilante no se hizo paraaquel gran vergel, en donde pasan las mujeres la vida recostadas en sushamacas, meciéndose entre flores, aireadas por sus esclavas con abanicosde plumas.

—¿Sabes—dijo la condesa—que la voz pública anunció que te ibas acasar?

—Esa señora doña Voz pública, mi querida Gracia, se arroga hoy ellugar que ocupaban antes los bufones en las cortes de los reyes. Comoellos, dice todo lo que se le antoja, sin cuidarse de que sea cierto;así pues, doña Voz pública ha mentido, prima.

—Pues decía más—añadió la condesa riéndose—. Le daba a tu futura dosmillones de duros de dote.

Rafael se echó a reír.

—Ya caigo en la cuenta—dijo—; en efecto, el capitán general tuvo laidea de endosarme esa letra de cambio.

—¿Y qué tal era mi presunta prima?

—Fea como el pecado mortal. Su espaldilla izquierda se inclinabadecididamente hacia la oreja del mismo lado, y la derecha, por elcontrario, demostraba el mayor alejamiento por la oreja su vecina.

—¿Y qué respondiste?

—Que no me gustaban las píldoras ni aun doradas.

—Mal hecho—dijo el general.

—Mal hecho era su torso, señor.

—Y más sabiendo—dijo la condesa—que...—No acabó la frase al notarque una expresión penosa, como de amargo recuerdo, se había esparcidoen la abierta y franca fisonomía de su primo.

—¿Es feliz?—preguntó.

—Cuanto es posible serlo en este mundo—respondió la condesa—. Vivemuy retirada, sobre todo desde que se han presentado síntomas dehallarse en estado de buena esperanza, según la expresión alemana deque servía don Federico, expresión harto más sentida, y menos melifluaque la inglesa de estado

interesante,

a

la

cual

hemos

dados

carta

deconnaturalización...

—Con el ridículo espíritu de extranjerismo y de imitación que vive yreina—añadió el general—, y el pésimo gusto que los inspira y dirige.¿Por qué no ha de decirse clara y castizamente embarazo o preñez, enlugar de esas ridículas y afectadas frases traducidas? Lo mismo hacéisque hacían los franceses en el siglo pasado cuando representaban conpolvos y tontillos a las diosas del paganismo.

—¿Y él?—preguntó Arias.

—Cambiado enteramente, desde que se casó y se reconcilió con su cuñado.Este es el que le dirige en todo. Ahora labra por sí sus haciendas,aconsejado por mi marido, con el que pasa semanas enteras en el campo.En fin, es el niño mimado de la familia, donde ha sido recibido como elhijo pródigo.

—He aquí por qué—observó el general—nuestro sensato proverbio dice:«Más vale malo conocido, que bueno por conocer.»

—¿Y Eloísa?—tornó a preguntar Arias.

—Esa es una historia lamentable—dijo la condesa—. Se casó ensecreto con un aventurero francés que se decía primo del príncipe deRohan, colaborador de Dumas, enviado por el barón Taylor para comprarcuriosidades artísticas, y que por desgracia se llamaba Abelardo. Ellaencontró en su nombre y en el de su amante la indicación de su uniónmarcada por el destino. En él vio un hombre que era al mismo tiempoliterato, artista y de familia de príncipes, y creyó haber encontrado elser ideal que había visto en sus dorados ensueños. A sus padres, que seoponían a aquella unión, los miraba como tiranos de melodrama, de ideasatrasadas y sumisos en el oscurantismo...

—Y en el españolismo—añadió el general en tono de ironía—.

Y laseñorita ilustrada, nutrida de novelas y de poesías lloronas, se uniócon aquel gran bribón, casado ya dos veces, como después lo supimos.Pasados algunos meses, y después de haber gastado todo el dinero queella le llevó, la abandonó en Valencia, adonde fue a buscarla sudesventurado padre, para traerla deshonrada, ni casada, ni viuda, nisoltera. Ved ahí, sobrinos míos, adónde conduce el extranjerismoexagerado y falso.

—Rafael, tú habrías podido ahorrarle sus desgracias—dijo la condesa.

—¡Yo!—exclamó su primo.

—Sí, tú—continuó Gracia—. Tú sabes muy bien cuánto te estimaba ycuánto precio daba a tu opinión.

—Sí—dijo el general—, porque merecías la de los extranjeros.

—Hablando de otra cosa, ¿qué es de nuestro punto de admiración, elinsigne A. Polo de Mármol de los Cementerios?—

preguntó Arias.

—Se ha metido a hombre político—respondió Gracia.

—Ya lo sé—dijo Rafael—; ya sé que ha escrito una oda contra el tronobajo el seudónimo de la Tiranía.

—¡Pobre tiranía!—dijo el general—; de árbol caído todos hacen leña:¡ya recibió la coz del asno!

—Ya sé—prosiguió Rafael—que escribió otro poema contra laspreocupaciones, contando entre ellas el presagio fatal que se atribuyeal número 13, la infalibilidad del papa, el vuelco de un salero y lafidelidad conyugal.

—¡Vaya, Rafael!—exclamó la condesa riéndose—, que no ha dicho nada deeso.

—Si no son las mismas palabras—dijo Rafael—, tal es poco más o menosel espíritu de aquella obra maestra, la cual será clasificada por laopinión...

—Entre las polillas que están carcomiendo esta sociedad—dijo elgeneral—. ¡Cuando esté destruida veremos con qué la reemplazan!

—Además—prosiguió Rafael—, ya sé que nuestro A. Polo ha compuesto unasátira (se sentía inclinado a este género, y hace mucho tiempo quesintió brotar en su cabeza los cuernos de Marsías), una sátira, digo,contra la hipocresía, en la cual dice que es un rasgo de hipocresíareclamar el pago de la asignación del clero, de los exclaustrados y delas monjas.

—Pues bien, sobrino—dijo el general—, con esas bellas composicioneshizo bastantes méritos para que le recibiesen de colaborador en unperiódico de oposición.

—Ya caigo—dijo Rafael—, y adivino lo que sucedió, porque es una farsaque se representa todos los días. Cortó la pluma a guisa de mandíbulaasnal y, armado con ella, atacó a los filisteos del poder.

—Lo has acertado como un profeta—dijo el general—. No sé cómo se haingeniado; lo cierto es que en el día le tienes hecho un personaje: condinero, rebosando buen tono y reventando da forte.

—Estoy seguro—dijo Rafael—que va a ponerse otro nombre más, A. POLODE MÁRMOL DE CARRARA; y que, sin dejar de escribir contra la nobleza ylas distinciones, solicita y obtiene algún cargo honorífico de la corte,como, por ejemplo, CABALLERIZO MAYOR DEL PARNASO. Y al duque, ¿leencontraré en Madrid?

—No, pero podrás verle al pasar por Córdoba, donde se halla con toda sufamilia.

—El duque ha tomado por fin mi consejo—dijo el general—; se haseparado de la vida pública. Todas las personas de importancia deben enestos tiempos retirarse a sus tiendas, como Aquiles.

—Pero tío—dijo Rafael—, ese es el modo de que todo se lo lleva latrampa.

—Dicen—continuó la condesa—que el duque se ha dedicado enteramente ala literatura. Está componiendo algo para el teatro.

—Apuesto a que el título de la pieza será La cabra tira al monte—dijo Rafael en voz baja a la condesa.

Aludía esto a los amores de María con Pepe Vera, que todo el mundo sabíamenos aquellos dos hombres, tan parciales de María que nunca pudo ni lanobleza del uno ni la buena fe del otro sospechar algo malo en ella.

—Calla, Rafael—repuso su prima—. Debemos hacer con nuestros amigos loque hicieron los buenos hijos de Noé con su padre.

—¿Qué dice?—preguntó la marquesa.

—Nada, madre—respondió la condesa—; habla de la pieza sin haberlaleído.

—¿Y Marisalada?—pregunto Rafael—, ¿ha subido al Capitolio en uncarro de oro puro, tirado por aficionados?

—Ha perdido la voz—respondió la condesa—, de resultas de unapulmonía. ¿Lo ignorabas?

—Tan ajeno estaba de ello—respondió Rafael—, que le traigo magníficasproposiciones de ajuste para el teatro de La Habana.

Pero ¿en qué havenido a parar?

—Ya que no puede cantar—dijo el general—, seguirá probablemente elconsejo de la hormiga de la fábula, aprenderá a bailar.

—O lo que es más probable—dijo la condesa—, estará llorando susfaltas y la pérdida de su voz.

—Pero ¿dónde está?—repitió con instancia Rafael.

—No lo sé—respondió la condesa—, y lo siento, porque quisieraofrecerle consuelos y socorros si los necesita.

—Guárdalos para quien los merezca—dijo el general.

—Todos los desgraciados los merecen, tío—repuso