La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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Manuel salió conmovido enjugándose los ojos, a pesar de haber vistotanta sangre y tantas agonías en su carrera militar;

¡tan cierto es, queel alma más estoica se ablanda a vista de la muerte, cuando no se fuerzaal hombre a considerarla como un átomo lanzado en el insondable abismo,que abren a tantos miles el orgullo y la ambición de los que sinautoridad, sin derecho ni razón, han querido imponer al mundo supersonalidad o sus ideas!

Al día siguiente reinaba uno de aquellos violentos, ruidosos y animadostemporales que consigo trae el equinoccio. Oíase el viento soplar endiferentes tonos, como una hidra cuyas siete cabezas estuviesen silbandoa un tiempo.

Estrellábase contra la cabaña, que crujía siniestramente: oíase esteinvisible elemento, lúgubre entre las bóvedas sonoras de las altasruinas del fuerte; violento entre las agitadas ramas de los pinos;plañidero entre las atormentadas cañas del navazo; y se desvanecíagimiendo en la dehesa, como se disipa la sombra gradualmente en unpaisaje.

La mar agitaba las olas de su seno, con la ira y violencia con quesacude una furia las sierpes de su cabellera. Las nubes, cual lasDanaides, se relevaban sin cesar, vertiendo cada cual su contingente,que caía a raudales sobre las ramas, que se tronchaban, abriendo suscorrientes hondos surcos en la tierra.

Todo se estremecía, temblaba o sequejaba. El sol había huido y el triste color del día era uniforme ysombrío como el de una mortaja.

Aunque la cabaña estaba resguardada por la peña, la tempestad habíaarrebatado parte de su techo durante la noche. Para impedir su totaldestrucción, Manuel, ayudado por Momo, lo había sujetado con el peso dealgunos cantos traídos de las ruinas. «Ya que no quieras albergar más atu dueño—le decía Manuel—, aguarda al menos a que muera, parahundirte.»

Si alguna otra mirada que la de Dios hubiera podido llegar a aqueldesierto, cruzando la tempestad que lo azotaba, habría descubierto unacuadrilla de hombres que caminaba en dirección paralela al mar,arrostrando los furores del temporal, envueltos en sus capas, en actitudrecogida y silenciosa, los cuerpos inclinados hacia adelante y lascabezas bajas. Seguíalos grave y mesuradamente un anciano, cruzados losbrazos sobre el pecho a la manera de los orientales, precedido por unmuchacho que agitaba de cuando en cuando una campanilla. Se oía porintervalos, y a pesar de las ráfagas del huracán, la voz tranquila ysonora del anciano, que decía: Miserere mei Deus, secundum magnammisericordian tuam. El coro de hombres respondía: Et secundummultitudinent miserationum tuarum, de iniquitatem meam.

Penetrábalos la lluvia, azotábalos el viento y ellos seguían impávidosen su marcha grave y uniforme.

Esta comitiva se componía del cura y de algunos católicos piadosos,hermanos de la cofradía del Santísimo Sacramento, que presididos porManuel, iban a llevar a un cristiano moribundo, con los últimosSacramentos, los últimos consuelos del cristiano.

Nada podía, como lo que acabamos de describir, dar realce y vida a estaverdad moral: que en medio del tumulto y de las borrascas de las malaspasiones, la voz de la religión se deja oír por intervalos, grave ypoderosa, suave y firme, aun a aquellos mismos que la olvidan y lareniegan.

El cura entró en el cuarto del enfermo.

Los niños que habían acudido, recitaban estos versos, que aprendieronal mismo tiempo que aprendieron a hablar.

Jesucristo

va

a

salir,

yo

por

Dios

quiero

morir,

porque

Dios

murió

por

mí.

Los

ángeles

cantan,

todo

el

mundo

adora

al

Dios

tan

piadoso

que

sale

a

estas

horas.

Jesucristo va a salir, etc.

Aquella pobre morada se había aseado y dispuesto con esmero y decencia,gracias a los cuidados de la tía María y del hermano Gabriel. Sobre unamesa se había colocado un crucifijo con luces y flores, porque las lucesy los perfumes son los homenajes externos que se tributan a Dios. Lacama estaba limpia y primorosa.

Concluida la ceremonia, nadie quedó con el enfermo, sino el cura, labuena tía María y fray Gabriel. Tío Pedro yacía tranquilo. Al cabo dealgún tiempo abrió los ojos, y dijo:

—¿No ha venido?

—Tío Pedro—respondió la tía María, mientras corrían por sus arrugadasmejillas dos lágrimas que no alcanzaba a ver el enfermo—, hay muchotrecho de aquí a Madrid. Ha escrito que iba a ponerse en camino y prontola veremos llegar.

Santaló volvió a caer en su letargo. Una hora después recobró elsentido, y fijando sus miradas en la tía María, le dijo:

—Tía María, he pedido a mi divino Salvador, que se ha dignado venir amí, que me perdone, que la haga feliz y que le pague a usted cuanto pornosotros ha hecho.

Después se desmayó; volvió en sí, abrió los ojos que ya cristalizaba lamuerte y pronunció con acento ininteligible estas palabras:

—¡No ha venido!

En seguida dejó caer la cabeza en la almohada y exclamó en voz alta yfirme:

—Misericordia, Señor.

—Rezad el credo—dijo el cura tomando entre sus manos las del moribundoy acercándose a su oído para hacer llegar a su inteligencia algunaspalabras de fe, esperanza y caridad, en medio del entorpecimientocreciente de sus sentidos.

La tía María y el hermano Gabriel se postraron.

Los católicos conservan a la muerte todo el respeto solemne que Dios leha dado, adoptándola él mismo como sacrificio de expiación.

Reinaban un silencio y una calma llena de majestad, en aquel humilderecinto donde acababa de penetrar la muerte.

Fuera, seguía desencadenada y rugiente la tempestad.

Adentro todo era reposo y paz. Porque Dios despoja a la muerte de sushorrores y de sus inquietudes cuando el alma se exhala hacia el cielo algrito de ¡misericordia!, rodeada de corazones fervorosos, que repiten enla tierra: «¡Misericordia, misericordia!»

Capítulo XXVI

El mundo es un compuesto de contrastes. No es muy nueva ni muy originalesta observación; pero cada día se nos presentan a la vista la aurora yel ocaso, y cada vez nos sorprenden y admiran, a pesar de su repetición.

Así es que mientras el pobre pescador ofrecía a sus humildes y piadososamigos el grande y augusto espectáculo de la santa muerte del cristiano,su hija daba al público de Madrid, frenéticamente entusiasmado, el deuna prima donna sin una gota de sangre italiana en las venas, y queeclipsaba ya en el ejercicio de su arte al mismo gran Tenorini. Había lobastante con esto para restablecer el antiguo y noble orgullo de lostiempos de Carlos III, para libertarnos por siempre jamás amén de larabia y comezón de imitar, recobrando nuestra inmaculada y puranacionalidad; en fin, había lo bastante para decir al monumento del Dosde Mayo, a la estatua de Felipe IV y a la de Cervantes: «Humillaos,sombras ilustres, que aquí viene quien sobrepuja vuestra grandeza yvuestra gloria.» No faltaron entusiastas que pensasen acudir a la reina,para que se dignase ennoblecer a María, dándole un escudo de armas, cuyolema, imitando el de los duques de Veragua, en lugar de: «A CASTILLA Y ALEÓN, NUEVO MUNDO DIO COLÓN», dijese: «A ALTA Y BAJA ANDALUCÍA, NUEVAGLORIA DIO MARÍA.» En fin, tal era la impresión hecha por la cantatrizen el público de Madrid, que ya no se escribía en las oficinas ni seestudiaba en los colegios: hasta los fumadores se olvidaban de acudir alestanco. La fábrica de tabacos se estremeció con indignación en suscimientos, a pesar de que, como es público y notorio, son tan profundosque llegan hasta América.

Todo el entusiasmo que hemos procurado bosquejar sin haberlo conseguido,se manifestaba una noche a la puerta del teatro, en un grupo de jóvenesque se esforzaban en comunicárselo a dos extranjeros recién venidos.Aquellos inteligentes no sólo encomiaron, examinaron y analizaron lacalidad del órgano, la flexibilidad de garganta y todo lo que hacía tansobresaliente el canto de María, sino que también pasaron revista deinspección a sus prendas personales. Otro joven, embozado hasta los ojosen su capa, estaba cerca de aquel grupo y se mantenía inmóvil y callado;pero cuando se trató de las dotes físicas, dio colérico con el pie ungolpe en el suelo.

—Apuesto cien guineas, vizconde de Fadièse (fa sostenido)

decíanuestro amigo sir John Burnwood (que no habiendo obtenido licencia parallevarse el Alcázar, pensaba en renovar la misma demanda con respecto aEl Escorial)—, apuesto a que esta mujer hará más ruido en Francia quemadame Laffarge; en Inglaterra, que Tom Pouce, y en Italia, que Rossini.

—No lo dudo, sir John—respondió el vizconde.

—¡Qué ojos tan árabes!—añadió el joven don Celestino Armonía—. ¡Quécintura tan esbelta! En cuanto a los pies, no se ven, pero se sospechan;en cuanto al cabello, la Magdalena se lo envidiaría.

—Estoy impaciente por ver y oír ese portento—exclamó con exaltación elvizconde, el cual siempre estaba, como lo indicaba su nombre, montadomedio tono más alto que todos los demás vizcondes—. Preparemos losanteojos y entremos.

Entre tanto el joven embozado había desaparecido.

María, en traje de Semíramis, estaba preparada para salir a escena.Rodeábanla algunas personas.

El embozado, que no era otro que Pepe Vera, entró a la sazón, seaproximó a ella y sin que nadie lo oyese, le dijo al oído:

—No quiero que cantes—y siguió adelante con impasible aire deindiferencia.

María se puso pálida de sorpresa y enrojeció de indignación en seguida.

—Vamos—dijo a su doncella—; Marina, ajusta bien los pliegues delvestido. Van a empezar—y añadió en voz alta para que lo oyese PepeVera, que se iba alejando—; con el público no se juega.

—Señora—le dijo uno de los empleados—, ¿puedo mandar que alcen eltelón?

—Estoy lista—respondió.

Pero no bien hubo pronunciado estas palabras, cuando lanzó un gritoagudo.

Pepe Vera había pasado por detrás, y cogiéndole el brazo con fuerzabrutal, había repetido:

—No quiero que cantes.

Vencida por el dolor, María se había arrojado en una silla llorando.Pepe Vera había desaparecido.

—¿Qué tiene? ¿Qué ha sucedido?—preguntaban todos los presentes.

—Me ha dado un dolor—respondió María llorando.

—¿Qué tenéis, señora?—preguntó el director, a quien habían dado avisode lo que pasaba.

—No es nada—contestó María, levantándose y enjugándose las lágrimas—.Ya pasó; estoy pronta. Vamos.

En este momento, Pepe Vera, pálido como un cadáver, y ardiéndole losojos como dos hornillos, vino a interponerse entre el director y María.

—Es una crueldad—dijo con mucha calma—sacar a las tablas a unacriatura que no puede tenerse en pie.

—¡Pero qué!, señora—exclamó el director—, ¿estáis enferma?

¿Desdecuándo? ¡Hace un momento que os he visto tan rozagante, tan alegre, tananimada!

María iba a responder, pero bajó los ojos y no despegó los labios. Lasmiradas terribles de Pepe Vera la fascinaban, como fascinan al ave lasde la serpiente.

—¿Por qué no ha de decirse la verdad?—continuó Pepe Vera sinalterarse—¿Por qué no habéis de confesar que no os halláis en estado decantar? ¿Es pecado por ventura? ¿Sois esclava, para que os arrastren ahacer lo que no podéis?

Entre tanto, el público se impacientaba. El director no sabía qué hacer.La autoridad envió a saber la causa de aquel retardo; y mientras eldirector explicaba lo ocurrido, Pepe Vera se llevaba a María, bajo elpretexto de necesitar asistencia, agarrándola por el puño con tantafuerza que parecía romperle los huesos, y diciéndola con voz ahogada,pero firme:

—¡Caramba! ¿No basta decir que no quiero?

Cuando estuvieron solos en el cuarto que servía de vestuario a María,estalló la cólera de esta.

—Eres un insolente, un infame—exclamó con voz sofocada por laira—¿Qué derecho tienes para tratarme de esta suerte?

—El quererte—respondió Pepe Vera con flema.

—Maldito sea tu querer—dijo María.

Pepe Vera se echó a reír.

—¡Lo dices eso como si pudieras vivir sin él!—dijo volviendo a reír.

—¡Vete, vete!—exclamó María—, y no vuelvas jamás a ponérteme delante.

—Hasta que me llames.

—¡Yo a ti! Antes llamaría al demonio.

—Eso puedes hacer, que no tendré celos.

—¡Vete, marcha al instante, déjame!

—Concedido—dijo el torero—; de hilo me voy en casa de Lucía delSalto.—María estaba celosísima de aquella mujer, que era una bailarinaa quien Pepe Vera cortejaba antes de conocer a María.

—¡Pepe! ¡Pepe!—gritó María—, ¡villano! ¡La perfidia después de lainsolencia!

—Aquella—dijo Pepe Vera—no hace más que lo que yo quiero. Tú eresdemasiado señorona para mí. Conque... si quieres que hagamos buenasmigas, se han de hacer las cosas a mi modo.

Para mandar tú y noobedecer, ahí tienes a tus duques, a tus embajadores, a tus desaboridasy achacosas excelencias.

Dijo y echó a andar hacia la puerta.

—¡Pepe! ¡Pepe!—gritó María, desgarrando su pañuelo entre sus dedosagarrotados.

—Llama al demonio—le respondió irónicamente Pepe Vera.

—¡Pepe! ¡Pepe!, ten presente lo que voy a decirte. Si te vas con laLucía, me dejo enamorar por el duque.

—¿A que no te atreves?—respondió Pepe, dando algunos pasos atrás.

—¡A todo me atrevo yo por vengarme!

Pepe se quedó plantado delante de María, con los brazos cruzados y losojos fijos en ella.

María sostuvo sin alterarse aquellas miradas penetrantes como dardos.

Aquellos amores parecían más bien de tigres que de seres humanos. ¡Ytales son, sin embargo, los que la literatura moderna suele atribuir adistinguidos caballeros y a damas elegantes!

En aquel corto instante, aquellas dos naturalezas se sondearonrecíprocamente y conocieron que eran del mismo temple y fuerza. Erapreciso romper o suspender la lucha. Por mutuo consentimiento, cada cualrenunció al triunfo.

—Vamos, Maruja—dijo Pepe Vera, que era realmente el culpable—. Seamosamigos y pelillos a la mar. No iré en casa de Lucía; pero en cambio, ypara estar seguros uno de otro, me vas a esconder esta noche en tu casa,de modo que pueda ser testigo de la visita del duque y convencerme pormí mismo de que no me engañas.

—No puede ser—respondió altiva María.

—Pues bien—dijo Pepe—, ya sabes dónde voy en saliendo de aquí.

—¡Infame!—contestó María apretando los puños con rabia—, me ponesentre la espada y la pared.

Una hora después de esta escena, María estaba medio recostada en unsofá; el duque, sentado cerca de ella; Stein en pie, tenía en sus manoslas de su mujer, observando el estado del pulso.

—No es nada, María—dijo Stein—. No es nada, señor duque: un ataque denervios que ya ha pasado. El pulso está perfectamente tranquilo. Reposo,María, reposo. Te matas a fuerza de trabajo. Hace algún tiempo que tusnervios se irritan de un modo extraordinario. Tu sistema nervioso seresiente del impulso que das a los papeles. No tengo la menor inquietud,y así me voy a velar un enfermo grave. Toma el calmante que voy arecetar; cuando te acuestes, una horchata, y por la mañana, leche deburra—y dirigiéndose al duque—: mi obligación me fuerza, mal que mepese, a ausentarme, señor duque.

Y volviendo a recomendar a su mujer el sosiego y el reposo, Stein seretiró, haciendo al duque un profundo saludo.

El duque, sentado enfrente de María, la miró largo tiempo.

Ella parecía extraordinariamente aburrida.

—¿Estáis cansada, María?—dijo aquel con la suavidad que sólo el amorpuede dar a la voz humana.

—Estoy descansando—respondió.

—¿Queréis que me vaya?

—Si os acomoda...

—Al contrario, me disgustaría mucho.

—Pues entonces, quedaos.

—María—dijo el duque después de algunos instantes de silencio ysacando un papel del bolsillo—, cuando no puedo hablaros, cantovuestras alabanzas. He aquí unos versos que he compuesto anoche, porquede noche, María, sueño sin dormir. El sueño ha huido de mis ojos desdeque la paz ha huido de mi corazón. Perdón, perdón, María, si estaspalabras que rebosan de mi corazón ofenden la inocencia de vuestrossentimientos, tan puros como vuestra voz. También he padecido yo cuandopadecíais vos.

—Ya veis—repuso ella bostezando—que no ha sido cosa de cuidado.

—¿Queréis, María—le preguntó el duque—, que os lea los versos?

—Bien—respondió fríamente María.

El duque leyó una linda composición.

—Son muy hermosos—dijo María algo más animada—; ¿van a salir en ElHeraldo?

—¿Lo deseáis?—preguntó el duque suspirando.

—Creo que lo merecen—contestó María.

El duque calló, apoyando su cabeza en sus manos.

Cuando la levantó vio en los ojos de María, fijos en la puerta decristales de su alcoba, un vivo rayo, inmediatamente apagado.

Volvió lacara hacia aquel lado, pero no vio nada.

El duque, en su distracción, había hecho un rollo del papel en queestaban escritos sus versos, que María no había reclamado.

—¿Vais a hacer un cigarro con el soneto?—preguntó María.

—Al menos, así serviría para algo—respondió el duque.

—Dádmelos y los guardaré—dijo María.

El duque puso en el papel enrollado una magnífica sortija de brillantes.

—¡Qué!—dijo María—, ¿la sortija también?

Y se la puso en el dedo, dejando caer al suelo el papel.

«¡Ah!—pensóentonces el duque—, ¡no tiene corazón para el amor ni alma para lapoesía!, ¡ni aun parece que tiene sangre para la vida! Y sin embargo, elcielo está en su sonrisa; el infierno, en sus ojos, y todo lo que elcielo y la tierra contienen, en los acentos de su soberana voz.»

El duque se levantó.

—Descansad, María—le dijo—. Reposad tranquila en la venturosa paz devuestra alma, sin que la importune la idea de que otros velan y padecen.

Capítulo XXVII

Apenas cerró el duque la puerta, cuando Pepe Vera salió por la de laalcoba, riéndose a carcajadas.

—¿Quieres callar?—le dijo María haciendo reflejar los rayos de la luzen el solitario que el duque acababa de regalarle.

—No—respondió el torero—, porque me ahogaría la risa. Ya no estoyceloso, Mariquita. Tantos celos tengo como el sultán en su serrallo.¡Pobre mujer! ¿Qué sería de ti, con un marido que te enamora con recetasy un cortejo que te obsequia con coplas, si no tuvieras quien supieracamelarte con zandunga? Ahora que el uno se ha ido a soñar despierto yel otro a velar dormido, vámonos tú y yo a cenar con la gente alegre,que aguardándonos está.

—No, Pepe. No me siento buena. El sofocón que he tomado, el frío quehacía al salir del teatro, me han cortado el cuerpo.

Tengo escalofríos.

—Tus dengues de princesa—dijo Pepe Vera—. Vente conmigo. Una buenacena te sentará mejor que no esa zonzona horchata, y un par de vasos debuen vino te harán más provecho que la asquerosa leche de burra; vamos,vamos.

—No voy, que hace un norte de Guadarrama, de esos que no apagan una luzy matan a un cristiano.

—Pues bien—dijo Pepe—, si esa es tu voluntad y quieres curarte ensalud, buenas noches.

—¡Cómo!—exclamó María—. ¿Te vas a cenar y me dejas?

¿Me dejas sola ymala como lo estoy, por tu causa?

—¡Pues qué!—replicó el torero—, ¿quieres que yo también me ponga adieta? Eso no, morena. Me aguardan y me largo.

Buen rato te pierdes.

María se levantó con un movimiento de coraje, dejó caer una silla, saliódel cuarto cerrando la puerta con estrépito y volvió en breve, vestidade negro, cubierta de una mantilla cuyo velo le ocultaba el rostro yenvuelta en un pañolón, y salieron los dos juntos.

Muy entrada la noche, al volver Stein a su casa el criado le entregó unacarta. Cuando estuvo en su cuarto, la abrió. Su contenido y suortografía era como sigue:

«Señor dotor:

»No creha V. que esta es una carta nónima: yo hago las cosas claras;comienzo por decirle mi nombre, que es Lucía del Salto; me parece que esnombre bastante conocido.

»Señor marío de la Santaló, es menester ser tan bueno o tan bolo comousted lo es, para no caher en la qüenta de que su muger de usted estamal entretenía por Pepe Vera, que era mi novio, que yo lo puedo decir,por que no soy casada y a nadie engaño. Si usted quiere que se le caiganlas cataratas, vaya usted esta noche a la calle de *** número 13, y alliará usted como santo Tomas.»

—¡Puede darse una infamia semejante!—exclamó Stein, dejando caer lacarta al suelo—. Mi pobre María tiene envidiosos, y sin duda sonmujeres de teatro. ¡Pobre María!, enferma y quizá durmiendo ahorasosegadamente. Pero veamos si su sueño es tranquilo. Anoche no estababien. Tenía el pulso agitado y la voz tomada. ¡Hay tantas pulmoníasahora en Madrid!

Stein tomó una luz, salió de su cuarto, pasó a la sala, por la cualcomunicaba con la alcoba de su mujer, entró en ella, pisando con laspuntas de los pies, se acercó a la cama, entreabrió las cortinas... ¡Nohabía nadie!

En un ser tan íntegro, tan confiado como Stein, no era fácil quepenetrase de pronto y sin combate la convicción de tan infame engaño.

—No—dijo después de algunos instantes de reflexión—. ¡No es posible!Debe haber alguna causa, algún motivo imprevisto.

Sin embargo—continuódespués de otra pausa—; es preciso que no me quede nada sobre elcorazón. Es preciso que yo pueda responder a la calumnia no sólo con eldesprecio, sino con un solemne mentís y con pruebas positivas.

Con el auxilio de los serenos, Stein pudo hallar fácilmente el lugarindicado en la carta.

La casa indicada no tenía portero: la puerta de la calle estaba abierta.Stein entró, subió un tramo de la escalera, y al llegar al primerdescanso, no supo dónde dirigirse.

Debilitado el primer ímpetu de su resolución, empezó a avergonzarse delo que hacía. «Espiar—decía—es una bajeza. Si María supiera lo queestoy haciendo, se resentiría amargamente, y tendría razón. ¡Dios mío!,¿sospechar a la persona que amamos, no es crear la primera nube en elpuro cielo del amor?,

¡yo espiar!, ¿a esto me ha rebajado eldespreciable escrito de una mujer más despreciable aún?

»Vuélvome. Mañana le preguntaré a María cuanto saber deseo, que estemedio es el debido, el natural y el honrado. Alto allá, corazón mío;limpia mi pensamiento de sospechas, como limpia el sol la atmósfera denegras sombras.»

Stein lanzó un profundo suspiro, que parecía estarle ahogando, y pasó supañuelo por su húmeda frente. «¡Oh!—exclamó—, ¡la sospecha, que creala idea de la posibilidad del engaño que no existía en nuestra alma!,¡oh!, la infame sospecha, hija de malos instintos o de peoresinsinuaciones, por un momento este monstruo ha envilecido mi alma y yapara siempre tendré que sonrojarme ante María!»

En aquel instante se abrió una puerta que daba al descanso en que sehabía parado Stein y dio salida a un rumor de vasos, de cantos y derisas: una criada que salía de adentro sacando botellas vacías, se hizoatrás, para dejar pasar a Stein, cuyo aspecto y traje le inspiraronrespeto.

—Pasad adelante—le dijo—; aunque venís tarde, porque ya han cenado—ysiguió su camino.

Stein se hallaba en una pequeña antesala. Estaba abierta una puerta quedaba a una sala contigua. Stein se acercó a ella.

Apenas habían echadosus ojos una mirada a lo interior de aquella pieza, cuando quedó inmóvily como petrificado.

Si todos los sentimientos que elevan y ennoblecen el alma cegaban alduque, todos los impulsos buenos y puros del corazón cegaban a Stein conrespecto a María. ¡Cuál sería, pues, su asombro al verla sin mantilla,sentada a la mesa en un taburete, teniendo a sus pies una silla baja, enque estaba Pepe Vera, que tenía una guitarra en la mano y cantaba:

Una

mujer

andaluza

tiene

en

sus

ojos

el

sol;

una

aurora

en

su

sonrisa,

y el paraíso en su amor.

—¡Bien, bien, Pepe!—gritaron los otros comensales—. Ahora le tocacantar a Marisalada. Que cante Marisalada. Nosotros no somos gentede levita ni de paletós; pero tenemos oídos como los tienen ellos; queen punto a orejas, no hay pobres ni ricos. Ande usted, Mariquita, canteusted para sus paisanos que lo entienden; que las gentes de bandas ycruces no saben jalear en francés.

María tomó la guitarra que Pepe Vera le presentó de rodillas, y cantó:

Más

quiero

un

jaleo

pobre,

y

unos

pimientos

asados,

que

no

tener

un

usía

desaborío a mi lado.

A esta copla respondió un torbellino de aplausos, vivas y requiebros,que hicieron retemblar las vidrieras.

Stein se puso rojo como la grana, menos de indignación que devergüenza.

—Sobre que ese Pepe Vera nació de pie—dijo uno de sus compañeros.

—¡Tiene más suerte que quiere!

—Como que hoy por hoy, no la cambio por un imperio—

repuso el torero.

—¿Pero qué dice a eso el marido?—pregun