—Vamos, tío Pedro—siguió la tía María, cuyas lágrimas corrían hilo ahilo por sus mejillas, al ver el desconsuelo del pobre padre—; ¡unhombre como usted, tamaño como un templo, con un aquel que parece que seva a comer los niños crudos, se amilana así sin razón! ¡Vaya! ¡Ya veoque es usted todo fachada!
—¡Tía María!—respondió en voz apagada el pescador—, ¡con esta seráncinco hijos enterrados!
—¡Señor!, ¿y por qué se ha de descorazonar usted de esta manera?Acuérdese usted del santo de su nombre, que se hundió en la mar cuandole faltó la fe que le sostenía. Le digo a usted que con el favor deDios, don Federico curará a la niña en un decir Jesús.
El tío Pedro meneó tristemente la cabeza.
—¡Qué cabezones son estos catalanes!—dijo la tía María con viveza, ypasando por delante del pescador, se acercó a la enferma y añadió:
—Vamos, Marisalada, vamos, levántate, hija, para que este señorpueda examinarte.
Marisalada no se movió.
—Vamos, criatura—repitió la buena mujer—; verás cómo te va a curarcomo por ensalmo.
Diciendo estas palabras, cogió por un brazo a la niña, procurandolevantarla.
—¡No me da la gana!—dijo la enferma, desprendiéndose de la mano quela retenía, con una fuerte sacudida.
—Tan suavita es la hija como el padre; quien lo hereda no lohurta—murmuró Momo, que se había asomado a la puerta.
—Como está mala, está impaciente—dijo su padre, tratando dedisculparla.
Marisalada tuvo un golpe de tos. El pescador se retorció las manos deangustia.
—Un resfriado—dijo la tía María—; vamos que eso no es cosa del otrojueves. Pero también, tío Pedro de mis pecados, ¿quién consiente en queesa niña, con el frío que hace, ande descalza de pies y piernas por esasrocas y esos ventisqueros?
—¡Quería!—respondió el tío Pedro.
—¿Y por qué no se le dan alimentos sanos, buenos caldos, leche, huevos?Y no que lo que come no son más que mariscos.
—¡No quiere!—respondió con desaliento el padre.
—Morirá de mal mandada—opinó Momo, que se había apoyado cruzado debrazos en el quicio de la puerta.
—¿Quieres meterte la lengua en la faltriquera?—le dijo impaciente suabuela; y volviéndose a Stein—; don Federico, procure usted examinarlasin que tenga que moverse, pues no lo hará aunque la maten.
Stein empezó por preguntar al padre algunos pormenores sobre laenfermedad de su hija; acercándose después a la paciente, que estabaamodorrada, observó que sus pulmones se hallaban oprimidos en laestrecha cavidad que ocupaban, y estaban irritados de resultas de laopresión. El caso era grave.
Tenía una gran debilidad por falta dealimentos, tos honda y seca y calentura continua; en fin, estaba encamino de la consunción.
—¿Y todavía le da por cantar?—preguntó la anciana durante el examen.
—Cantará crucificada como los murciégalos—dijo Momo, sacando lacabeza fuera de la puerta para que el viento se llevase sus suavespalabras y no las oyese su abuela.
—Lo primero que hay que hacer—dijo Stein—es impedir que esta niña seexponga a la intemperie.
—¿Lo estás oyendo?—dijo a la niña su angustiado padre.
—Es preciso—continuó Stein—que gaste calzado y ropa de abrigo.
—¡Si no quiere!—exclamó el pescador, levantándose precipitadamente yabriendo un arca de cedro, de la que sacó cantidad de prendas devestir—. Nada le falta; ¡cuanto tengo y puedo juntar, es para ella!María, hija, ¿te pondrás estas ropas?
¡Hazlo por Dios, Mariquilla!, yaves que lo manda el médico.
La muchacha, que se había despabilado con el ruido que había hecho supadre, lanzó una mirada díscola a Stein, diciendo con voz áspera:
—¿Quién me gobierna a mí?
—No me dieran a mí más trabajo que ese y una vara de acebuche—murmuróMomo.
—Es preciso—prosiguió Stein—alimentarla bien, y que tome caldossustanciosos.
La tía María hizo un gesto expresivo de aprobación.
—Debe nutrirse con leche, pollos, huevos frescos y cosas análogas.
—¡Cuando yo le decía a usted—prorrumpió la abuelita encarándose con eltío Pedro—que el señor es el mejor médico del mundo entero!
—Cuidado que no cante—advirtió Stein.
—¡Que no vuelva yo a oírla!—exclamó con dolor el pobre tío Pedro.
—¡Pues mira qué desgracia!—contestó la tía María—. Deje usted que seponga buena, y entonces podrá cantar de día y de noche como un reloj.Pero estoy pensando que lo mejor será que yo me la lleve a mi casa,porque aquí no hay quien la cuide ni quien haga un buen puchero, como losé yo hacer.
—Lo sé por experiencia—dijo Stein sonriéndose—; y puedo asegurar queel caldo hecho por manos de mi buena enfermera, se le puede presentar aun rey.
La tía María se esponjó tan satisfecha.
—Conque, tío Pedro, no hay más que hablar; me la llevo.
—¡Quedarme sin ella! ¡No, no puede ser!
—Tío Pedro, tío Pedro, no es esa la manera de querer a loshijos—replicó la tía María—; el amar a los hijos es anteponer a todolo que a ellos conviene.
—Pues bien está—repuso el pescador levantándose de repente—;llévesela usted: en sus manos la pongo, al cuidado de ese señor laentrego y al amparo de Dios la encomiendo.
Diciendo esto, salió precipitadamente de la casa, como si temiesevolverse atrás de su determinación; y fue a aparejar su burra.
—Don Federico—preguntó la tía María, cuando quedaron solos con laniña, que permanecía aletargada—, ¿no es verdad que la pondrá ustedbuena con la ayuda de Dios?
—Así lo espero—contestó Stein—, ¡no puedo expresar a usted cuánto meinteresa ese pobre padre!
La tía María hizo un lío de ropa que el pescador había sacado, y estevolvió trayendo del diestro la bestia. Entre todos colocaron encima a laenferma, la que, siguiendo amodorrada con la calentura, no opusoresistencia. Antes que la tía María se subiese en Golondrina, queparecía bastante satisfecha de volverse en compañía de Urca (que talera la gracia de la burra del tío Pedro), este llamó aparte a la tíaMaría, y le dijo dándole unas monedas de oro:
—Esto pude escapar de mi naufragio; tómelo usted y déselo al médico,que cuanto yo tengo es para quien salve la vida de mi hija.
—Guarde usted su dinero—respondió la tía María—y sepa que el doctorha venido aquí en primer lugar por Dios, y en segundo..., por mí—la tíaMaría dijo estas últimas palabras con un ligero tinte de fatuidad.
Con esto, se pusieron en camino.
—No ha de parar usted, madre abuela—dijo Momo, que caminaba detrás de Golondrina—, hasta llenar de gentes el convento, tan grande como es.Y qué, ¿no es bastante buena la choza para la principesa Gaviota?
—Momo—respondió su abuela—, métete en tus calzones:
¿estás?
—Pero ¿qué tiene usted que ver ni qué le toca esa gaviota montaraz paraque asina la tome a su cargo, señora?
—Momo, dice el refrán, «¿quién es tu hermana?, la vecina más cercana»;y otro añade: «al hijo del vecino quitarle el moco y meterlo en casa», yla sentencia reza: «al prójimo como a ti mismo».
—Otro hay que dice, al prójimo contra una esquina—repuso Momo—.¡Pero nada!, usted se ha encalabrinado en ganarle la palmeta a San Juande Dios.
—No serás tú el ángel que me ayude—dijo con tristeza la tía María.
Dolores recibió a la enferma con los brazos abiertos, celebrando comomuy acertada la determinación de su suegra.
Pedro Santaló, que había llevado a su hija, antes de volverse, llamóaparte a la caritativa enfermera y, poniéndole las monedas de oro en lamano, le dijo:
—Esto es para costear la asistencia y para que nada le falte. En cuantoa la caridad de usted, tía María, Dios será el premio.
La buena anciana vaciló un instante, tomó el dinero y dijo:
—Bien está; nada le faltará; vaya usted descuidado, tío Pedro, que suhija queda en buenas manos.
El pobre padre salió aceleradamente y no se detuvo hasta llegar a laplaya. Allí se paró, volvió la cara hacia el convento y se echó a lloraramargamente.
Entre tanto, la tía María decía a Momo:
—Menéate, ves al lugar y tráeme un jamón de en casa del Serrano, que mehará el favor de dártelo añejo, en sabiendo que es para un enfermo;tráete una libra de azúcar y una cuarta de almendras.
—¡Eche usted y no se derrame!—exclamó Momo—, y eso,
¿piensa usted queme lo den fiado, o por mi buena cara?
—Aquí tienes con que pagar—repuso la abuela, poniéndole en la mano unamoneda de oro de cuatro duros.
—¡Oro!—exclamó estupefacto Momo, que por primera vez en su vida veíaese metal acuñado—. ¿De dónde demonios ha sacado usted esa moneda?
—¿Qué te importa?—repuso la tía María—; no te metas en camisa de oncevaras. Corre, vuela, ¿estás de vuelta?
—¡Pues sólo faltaba—repuso Momo—el que sirviese yo de criado a esapilla de playa, a esa condenada Gaviota! No voy, ni por los catalanes.
—Muchacho, ponte en camino, y liberal.[13]
—Que no voy ni hecho trizas—recalcó Momo.
—José—dijo la tía María al ver salir al pastor—, ¿vas al lugar?
—Sí, señora, ¿qué me tiene usted que mandar?
Hízole la buena mujer sus encargos y añadió:
—Ese Momo, ese mal alma, no quiere ir, y yo no se lo quiero decir a supadre, que le haría ir de cabeza, porque llevaría una soba tal, que nole había de quedar en su cuerpo hueso sano.
—Sí, sí, esmérese usted en cuidar a esa cuerva, que le sacará losojos—dijo Momo—. ¡Ya verá el pago que le da!, y si no..., al tiempo.
Capítulo IX
Un mes después de las escenas que acabamos de referir, Marisalada sehallaba con notable alivio y no demostraba el menor deseo de volversecon su padre.
Stein estaba completamente restablecido. Su índole benévola, susmodestas inclinaciones, sus naturales simpatías le apegaban cada día másal pacífico círculo de gentes buenas, sencillas y generosas en quevivía. Disipábase gradualmente su amargo desaliento y su alma revivía yse reconciliaba cordialmente con la existencia y con los hombres.
Una tarde, apoyado en el ángulo del convento que hacía frente al mar,observaba el grandioso espectáculo de uno de los temporales que sueleninaugurar el invierno. Una triple capa de nubes pasaba por cima de él,rápidamente impelida por el vendaval. Las más bajas, negras y pesadasparecían la vetusta cúpula de una ruinosa catedral que amenazasedesplomarse.
Cuando caían al suelo desgajándose en agua, veíase lasegunda capa, menos sombría y más ligera, que era la que desafiaba enrapidez al viento que la desgarraba, descubriéndose por sus aberturasotras nubes más altas y más blancas que corrían aún más deprisa, como sitemiesen mancillar su albo ropaje al rozarse con las otras. Daban pasoestos intersticios a unas súbitas ráfagas de claridad, que unas vecescaían sobre las olas y otras sobre el campo, desapareciendo en breve,reemplazadas por la sombra de otras mustias nubes, cuyas alternativas deluz y de sombra daban extraordinaria animación al paisaje. Todo serviviente había buscado un refugio contra el furor de los elementos y nose oía sino el lúgubre dúo del mugir de las olas y del bramido delhuracán. Las plantas de la dehesa doblaban sus ásperas cimas a laviolencia del viento, que después de azotarlas, iba a perderse a lolejos con sordas amenazas. La mar agitada formaba esas enormes olas, quegradualmente, se «hinchan, vacilan y revientan mugientes y espumosas»,según la expresión de Goethe, cuando las compara en su Torcuato Tasso con la ira en el pecho del hombre. La reventazón rompía con tal furor enlas rocas del fuerte de San Cristóbal, que salpicaba de copos de blancaespuma las hojas secas y amarillentas de las higueras, árbol del estío,que no se place sino a los rayos de un sol ardiente, y cuyas hojas, apesar de su tosco exterior, no resisten al primer golpe frío que lashiere.
—¿Es usted un aljibe, don Federico, para querer recoger toda el aguaque cae del cielo?—preguntó a Stein el pastor José—; colemos adentro,que los tejados se hicieron para estas noches.
Algo darían mis pobresovejas por el amparo de unas tejas.
Entraron ambos, en efecto, hallando a la familia de Alerza reunida a lalumbre.
A la izquierda de la chimenea, Dolores, sentada en una silla baja,sostenía en el brazo al niño de pecho, el cual, vuelto de espaldas a sumadre, se apoyaba en el brazo que le rodeaba y sostenía, como en elbarandal de un balcón, moviendo sin cesar sus piernecitas y sus bracitosdesnudos, con risas y chillidos de alegría, dirigidos a su hermano Anís; este, muy gravemente sentado en el borde de una maceta vacía,frente al fuego, se mantenía tieso e inmóvil, temeroso de que su parteposterior perdiese el equilibrio y se hundiese en el tiesto, percanceque su madre le había vaticinado.
La tía María estaba hilando al lado derecho de la chimenea; sus dosnietecitas, sentadas sobre troncos de pita secos, que son excelentesasientos, ligeros, sólidos y seguros. Casi debajo de la campana de lachimenea, dormían el fornido Palomo y el grave Morrongo, tolerándosepor necesidad, pero manteniéndose ambos recíprocamente a respetuosadistancia.
En medio de la habitación había una mesa pequeña y baja, en la que ardíaun velón de cuatro mecheros; junto a la mesa estaban sentados elhermano Gabriel, haciendo sus espuertas de palma; Momo, que remendaba elaparejo de la buena Golondrina, y Manuel, que picaba tabaco. Hervía alfuego un perol lleno de batatas de Málaga, vino blanco, miel, canela yclavos; y la familia menuda aguardaba con impaciencia que la perfumadacompota acabase de cocer.
—¡Adelante, adelante!—gritó la tía María al ver llegar a su huésped yal pastor—; ¿qué hacen ustedes ahí fuera, con un temporal como este,que parece se quiere tragar el mundo? Don Federico, aquí, aquí; junto alfuego, que está convidando. Sepa usted que la enferma ha cenado comouna princesa y ahora está durmiendo como una reina. Va como la espuma sucura, ¿no es verdad, don Federico?
—Su mejoría sobrepuja mis esperanzas.
—Mis caldos—opinó con orgullo la tía María
—Y la leche de burra—añadió por lo bajo fray Gabriel.
—No hay duda—repuso Stein—, y debe seguir tomándola.
—No me opongo—dijo—la tía María—, porque la tal leche de burra escomo el redaño; si no hace bien, no hace daño.
—¡Ah!, ¡qué bien se está aquí!—dijo Stein acariciando a los niños—;¡si se pudiese vivir pensando sólo en el día de hoy, sin acordarse delde mañana!...
—Sí, sí, don Federico—exclamó alegremente Manuel—,
«media vida es lacandela; pan y vino, la otra media».
—¿Y qué necesidad tiene usted de pensar en ese mañana?—
repuso la tíaMaría—. ¿Es regular que el día de mañana nos amargue el de hoy? De loque tenemos que cuidar es del hoy, para que no nos amargue el de mañana.
—El hombre es un viajero—dijo Stein—y tiene que mirar al camino.
—Cierto—dijo la tía María—que el hombre es un viajero; pero si llegaa un lugar donde se encuentra bien, debe decir como Elías o como SanPedro, que no estoy cierta: «bien estamos aquí: armemos las tiendas».
—Si va usted a echarnos a perder la noche—dijo Dolores—
con hablar deviaje, creeremos que le hemos ofendido o que no está aquí a gusto.
—¿Quién habla de viajes en mitad de diciembre?—preguntó Manuel—. ¿Nove usted, santo señor, los humos que tiene la mar? Escuche usted lasseguidillas que está cantando el viento.
Embárquese usted con estetiempo, como se embarcó en la guerra de Navarra, y saldrá con las manosen la cabeza, como salió entonces.
—Además—añadió la tía María—, que todavía no está enteramente curadala enferma.
—Madre—dijo Dolores, sitiada por los niños—, si no llama usted a esascriaturas, no se cocerán las batatas de aquí al día del juicio.
La abuela arrimó la rueca a un rincón y llamó a sus nietos.
—No vamos—respondieron a una voz—si no nos cuenta usted un cuento.
—Vamos, lo contaré—dijo la buena anciana.
Entonces los muchachos se le acercaron; Anís recobró su posición en eltiesto y ella tomó la palabra en los términos siguientes:
MEDIO-POLLITO
Cuento
—Érase vez y vez una hermosa gallina, que vivía muy holgadamente en uncortijo, rodeada de su numerosa familia, entre la cual se distinguía unpollo deforme y estropeado. Pues este era justamente el que la madrequería más; que así hacen siempre las madres. El tal aborto había nacidode un huevo muy rechiquetetillo. No era más que un pollo a medias; yno parecía sino que la espada de Salomón había ejecutado en él lasentencia que en cierta ocasión pronunció aquel rey tan sabio. No teníamás que un ojo, un ala y una pata, y con todo eso, tenía más humos quesu padre, el cual era el gallo más gallardo, más valiente y más galánque había en todos los corrales de veinte leguas a la redonda. Creíaseel polluelo el fénix de su casa. Si los demás pollos se burlaban de él,pensaba que era por envidia; y si lo hacían las pollas, decía que era derabia, por el poco caso que de ellas hacía.
Un día le dijo a su madre: «Oiga usted, madre. El campo me fastidia. Mehe propuesto ir a la corte; quiero ver al rey y a la reina.»
La pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.
«Hijo—exclamó—, ¿quién te ha metido en la cabeza semejante desatino?Tu padre no salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta.¿Dónde encontrarás un corral como el que tienes? ¿Dónde un montón deestiércol más soberbio? ¿Un alimento más sano y abundante, un gallinerotan abrigado cerca del andén, una familia que más te quiera?»
« Nego—dijo Medio—pollito en latín, pues la echaba de leído yescribido—, mis hermanos y mis primos son unos ignorantes y unospalurdos.»
«Pero hijo mío—repuso la madre—, ¿no te has mirado al espejo? ¿No teves con una pata y con un ojo de menos?»
«Ya que me sale usted por ese registro—replicó Medio—
pollito—, diréque debía usted caerse muerta de vergüenza al verme en este estado.Usted tiene la culpa, y nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo?¿A que fue del de un gallo viejo? »[14]
«No, hijo mío—dijo la madre—; de esos huevos no salen más quebasiliscos. Naciste del último huevo que yo puse; y saliste débil eimperfecto, porque aquel era el último de la overa. No ha sido, porcierto, culpa mía.»
«Puede ser—dijo Medio—pollito con la cresta encendida como la grama—,puede ser que encuentre un cirujano diestro que me ponga los miembrosque me faltan. Conque, no hay remedio; me marcho.»
—Cuando la pobre madre vio que no había forma de disuadirle de suintento, le dijo:
«Escucha a lo menos, hijo mío, los consejos prudentes de una buenamadre. Procura no pasar por las iglesias donde está la imagen de SanPedro: el santo no es muy aficionado a gallos, y mucho menos a sucanto. Huye también de ciertos hombres que hay en el mundo, llamados cocineros, los cuales son enemigos mortales nuestros y nos tuercen elcuello en un santiamén. Y
ahora, hijo mío, Dios te guíe y San RafaelBendito, que es abogado de los caminantes. Anda y pídele a tu padre subendición.»
—Medio—pollito se acercó al respetable autor de sus días, bajó lacabeza para besarle la pata y le pidió la bendición. El venerable pollose la dio con más dignidad que ternura, porque no le quería, en vista desu carácter díscolo. La madre se enterneció, en términos de tener queenjugarse las lágrimas con una hoja seca.
Medio—pollito tomó el portante, batió el ala, y cantó tres veces, enseñal de despedida. Al llegar a las orillas de un arroyo casi seco,porque era verano, se encontró con que el escaso hilo de agua se hallabadetenido por unas ramas. El arroyo al ver al caminante, le dijo:
«Ya ves, amigo, qué débil estoy: apenas puedo dar un paso ni tengofuerzas bastantes para empujar esas ramillas incómodas que embarazan misenda. Tampoco puedo dar un rodeo para evitarlas, porque me fatigaríademasiado. Tú puedes fácilmente sacarme de este apuro, apartándolas contu pico. En cambio, no sólo puedes apaciguar tu sed en mi corriente,sino contar con mis servicios cuando el agua del cielo haya restablecidomis fuerzas.»
—El pollito le respondió:
«Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobresy sucios?»
«¡Ya te acordarás de mí cuando menos lo pienses!», murmuró con vozdebilitada el arroyo.
«¡Pues no faltaba más que la echaras de buche!—dijo Medio—pollito consocarronería—. No parece sino que te has sacado un terno a la lotería,o que cuentas de seguro con las aguas del diluvio.»
—Un poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casiexánime en el suelo:
«Querido Medio—pollito—le dijo—, en este mundo todos tenemosnecesidad unos de otros. Acércate y mírame. ¿Ves cómo me ha puesto elcalor del estío; a mí, tan fuerte, tan poderoso; a mí, que levanto lasolas, que arraso los campos, que no hallo resistencia a mi empuje? Estedía de canícula me ha matado; me dormí embriagado con la fragancia delas flores con que jugaba, y aquí me tienes desfallecido. Si túquisieras levantarme dos dedos del suelo con el pico y abanicarme con tuala, con esto tendría bastante para tomar vuelo y dirigirme a micaverna, donde mi madre y mis hermanas, las tormentas, se emplean enremendar unas nubes viejas que yo desgarré. Allí me darán unas sopitas ycobraré nuevos bríos.»
«Caballero—respondió el malvado pollito—: hartas veces se ha divertidousted conmigo, empujándome por detrás y abriéndome la cola, a guisa deabanico, para que se mofaran de mí todos los que me veían. No, amigo; acada puerco le llega su San Martín; y a más ver, señor farsante.»
—Esto dijo, cantó tres veces con voz clara, y pavoneándose muy hueco,siguió su camino.
En medio de un campo segado, al que habían pegado fuego los labradores,se alzaba una columnita de humo. Medio—pollito se acercó y vio unachispa diminuta, que se iba apagando por instantes entre las cenizas.
«Amado Medio—pollito—le dijo la chispa al verle—: a buena hora vienespara salvarme la vida. Por falta de alimento estoy en el último trance.No sé dónde se ha metido mi primo el viento, que es quien siempre mesocorre en estos lances. Tráeme unas pajitas para reanimarme.»
«¿Qué tengo yo que ver con la jura del rey?—le contestó el pollito—.Revienta si te da gana, que maldita la falta que me haces.»
«¿Quién sabe si te haré falta algún día?—repuso la chispa—.
Nadiepuede decir de este agua no beberé.»
«¡Hola!—dijo el perverso animal—. ¿Con que todavía echas plantas? Puestómate esa.»
—Y diciendo esto, le cubrió de cenizas; tras lo cual, se puso a cantar,según su costumbre, como si hubiera hecho una gran hazaña.
«Medio—pollito llegó a la capital; pasó por delante de una iglesia, quele dijeron era la de San Pedro; se puso enfrente de la puerta y allí sedesgañitó cantando, no más que por hacer rabiar al santo y tener elgusto de desobedecer a su madre.
»Al acercarse a palacio, donde quiso entrar para ver al rey y a lareina, los centinelas le gritaron: «¡Atrás!» Entonces dio la vuelta ypenetró por una puerta trasera en una pieza muy grande, donde vio entrary salir mucha gente. Preguntó quiénes eran y supo que eran los cocinerosde su majestad. En lugar de huir, como se lo había prevenido su madre,entró muy erguido de cresta y cola; pero uno de los galopines le echóel guante y le torció el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.
«Vamos—dijo—, venga agua para desplumar a este penitente.»
«¡Agua, mi querida doña Cristalina!—dijo el pollito—, hazme el favorde no escaldarme. ¡Ten piedad de mí!»
«¿La tuviste tú de mí, cuando te pedí socorro, mal engendro?», lerespondió el agua, hirviendo de cólera; y le inundó de arriba abajo,mientras los galopines le dejaban sin una pluma para un remedio.
Paca, que estaba arrodillada junto a su abuela, se puso colorada y muytriste.
—El cocinero entonces—continuó la tía María—, agarró a Medio—pollitoy le puso en el asador.
«¡Fuego, brillante fuego!—gritó el infeliz—, tú, que eres tan poderosoy tan resplandeciente, duélete de mi situación; reprime tu ardor, apagatus llamas, no me quemes.»
«¡Bribonazo!—respondió el fuego—; ¿cómo tienes valor para acudir a mí,después de haberme ahogado, bajo el pretexto de no necesitar nunca demis auxilios? Acércate y verás lo que es bueno.»
—Y en efecto, no se contentó con dorarle, sino que le abrasó hastaponerle como un carbón.
Al oír esto, los ojos de Paca se llenaron de lágrimas.
—Cuando el cocinero le vio en tal estado—continuó la abuela—, leagarró por la pata y le tiró por la ventana. Entonces el viento seapoderó de él.
«Viento—gritó Medio—pollito—, mi querido, mi venerable viento, tú,que reinas sobre todo y a nadie obedeces, poderoso entre los poderosos,ten compasión de mí, déjame tranquilo en ese montón de estiércol.»
«¡Dejarte!—rugió el viento arrebatándole en un torbellino y volteándoleen el aire como un trompo—; no en mis días.»
Las lágrimas que se asomaron a los ojos de Paca, corrían ya por susmejillas.
—El viento—siguió la abuela—depositó a Medio—pollito en lo alto deun campanario. San Pedro extendió la mano y lo clavó allí de firme.Desde entonces ocupa aquel puesto, negro, flaco y desplumado, azotadopor la lluvia y empujado por el viento, del que guarda siempre la cola.Ya no se llama Medio—pollito, sino veleta; pero sépanse ustedes queallí está pagando sus culpas y pecados; su desobediencia, su orgullo ysu maldad.
—Madre abuela—dijo Pepa—, vea usted a Paca