La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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De

mi

morena,

Que

toda

la

blancura

De una azucena!

—¡Qué tonterías!—exclamó Rosa Mística, levantándose de la cama—.¡Qué larga será la cuenta que haya de dar a Dios de tanta palabra vana!

La voz prosiguió cantando:

Niña,

cuando

vas

a

misa,

La

iglesia

se

resplandece.

La

hierba

seca

que

pisas,

Al verte, se reverdece.

—¡Dios nos asista!—exclamó Rosa Mística, poniéndose las tercerasenaguas—; también saca a colación la misa en sus coplas profanas; y losque lo oigan, como saben que soy dada a las cosas de Dios, dirán que locanta por lavarme la cara. ¿Si pensará ese barbilampiño burlarse de mí?¡No faltara más!

Rosa llegó a la sala, y ¡cuál no se quedaría al ver a Marisalada asomada al postigo y oyendo al cantor con toda la atención de que eracapaz! Entonces se persignó, exclamando:

—¡Y todavía no ha cumplido trece años! ¡Sobre que ya no hay niñas!

Tomó a Marisalada por el brazo, la apartó de la ventana, y se colocóen ella a tiempo que Ramón, dándole de firme a la guitarra, entonaba,desgañitándose, esta copla:

Asómate

a

esa

ventana,

Esos

bellos

ojos

abre;

Nos

alumbrarás

con

ellos,

Porque está oscura la calle.

Y siguió más violento y desatinado que nunca el rasgueo.

—¡Yo seré quien te alumbraré con un blandón del infierno—

gritó conagria y colérica voz Rosa Mística—: libertino, profanador, cantorsempiterno e insufrible!

Ramón Pérez, vuelto en sí de la primera sorpresa, echó a correr másligero que un gamo, sin volver la cara atrás.

Este fue el golpe decisivo. Marisalada fue despedida de una vez, apesar del empeño que hizo tímidamente don Modesto en su favor.

—Don Modesto—respondió Rosita—, dice el refrán: cargos son cargos; ymientras esta descaradota esté al mío, tengo que dar cuenta de susacciones a Dios y a los hombres. Pues bien, cada cual tiene bastantecon responder de lo suyo, sin necesidad de cargar con pecados ajenos.Además de que, usted lo está viendo, es una criatura que no se puedemeter por vereda; por más que se la inclina a la derecha, siempre ha detirar a la izquierda.

Capítulo XI

Tres años había que Stein permanecía en aquel tranquilo rincón.Adoptando la índole del país en que se hallaba, vivía al día, o comodicen los franceses, au jour le jour, y como en otros términos leaconsejara su buena patrona la tía María, diciendo que el día de mañanano debía echarnos a perder el de hoy, y que de lo sólo que se debíacuidar era de que el de hoy no nos echase a perder el de mañana.

En estos tres años había estado el joven médico en correspondencia consu familia. Sus padres habían muerto, mientras él se hallaba en elejército en Navarra; su hermana Carlota había casado con unarrendatario bien acomodado, el cual había hecho de los dos hermanospequeños de su mujer dos labradores poco instruidos, pero hábiles yconstantes en el trabajo. Stein se veía, pues, enteramente libre yárbitro de su suerte.

Habíase dedicado a la educación de la niña enferma, que le debía lavida, y aunque cultivaba un suelo ingrato y estéril, había conseguido afuerza de paciencia hacer germinar en él los rudimentos de la primeraenseñanza. Pero lo que excedió sus esperanzas, fue el partido que sacóde las extraordinarias facultades filarmónicas con que la naturalezahabía dotado a la hija del pescador. Era su voz incomparable, y no fuedifícil a Stein, que era buen músico, dirigirla con acierto, como sehace con las ramas de la vid, que son a un tiempo flexibles y vigorosas,dóciles y fuertes.

Pero el maestro, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple unapropensión a la confianza que rayaba en ceguedad, se enamoró de sudiscípula, contribuyendo a ello el amor exaltado que tenía el pescador asu hija y la admiración que esta excitaba en la buena tía María; ambostenían cierto poder simpático y comunicativo que debió ejercer suinfluencia en un alma abierta, benévola y dócil como la de Stein. Sepersuadió, pues, con Pedro Santaló de que su hija era un ángel, y con latía María, de que era un portento. Era Stein uno de aquellos hombres quepueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a persuadirse de quedetrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones decartón piedra, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las queel individuo ha recibido de la naturaleza. Y si a Santaló cegaba elcariño apasionado, y a la tía María la bondad suma, ambos llegaron a lavez a cegar a Stein.

Pero después de todo, lo que más le sedujo fue la voz pura, dulce,expresiva y elocuente de María.

«Es preciso—se decía a sus solas—que la que expresa de un modo tanadmirable los sentimientos más sublimes, posea un alma llena deelevación y ternura.»

Mas, como el grano de trigo en un rico terreno se esponja y echa raícesantes de que sus brotes suban a la luz del día, así crecía y echabaraíces este tranquilo y sincero amor, en el corazón de Stein, antessentido que definido.

También María, por su parte, se había aficionado a Stein, no porqueagrediese sus esmeros, ni porque apreciase sus excelentes prendas, niporque comprendiese su gran superioridad de alma e inteligencia, ni aunsiquiera por el atractivo que ejerce el amor en la persona que loinspira, sino porque agradecimiento, admiración, atractivo, los sentía yse los inspiraba el músico, el maestro que en el arte la iniciaba.Además, el aislamiento en que vivía, apartaba de ella todo otro objetoque hubiese podido disputar a aquel la preferencia. Don Modesto noestaba en edad de figurar en la palestra de amor; Momo, además de serextraordinariamente feo, conservaba toda su animosidad contra Marisalada, y no cesaba de llamarla Gaviota; y ella le miraba con elmás alto desprecio. Es cierto que no faltaban mozalbetes en el lugar,empezando por el barberillo, que persistía en suspirar por María; perotodos estaban lejos de poder competir con Stein.

Por este tranquilo estado de cosas habían pasado tres veranos y tresinviernos, como tres noches y tres días, cuando acaeció lo que vamos areferir.

Forjábase en el tranquilo Villamar (¿quién lo diría?) una intriga; erasu promotor y jefe (¿quién lo pensara?) la tía María; era el confidente(¿quién no se asombra?) ¡don Modesto!

Aunque sea una indiscreción, o por mejor decir, una bajeza el acechar,oigámoslos en la huerta escondidos detrás de este naranjo, cuyo troncopermanece firme, mientras sus flores se han marchitado y sus hojas sehan caído, como queda en el fondo del alma la resignación, cuando se haajado la alegría y se han muerto las esperanzas; oigamos, volvemos adecir, el coloquio que en secreto conciliábulo tienen los mencionadosconfidentes, mientras fray Gabriel, que está a mil leguas, aunque pegadoa ellos, amarra con vencejos las lechugas para que crezcan blancas ytiernas.

—No es que me lo figuro, don Modesto—decía la instigadora—, es unarealidad; para no verlo era preciso no tener ojos en la cara. DonFederico quiere a Marisalada y a esta no le parece el doctor costal depaja.

—Tía María, ¿quién piensa en amores?—respondió don Modesto, en cuyacalma y tranquila existencia no se había realizado el eterno, clásico,pero invariable axioma de la inseparable alianza de Marte y Cupido—.¿Quién piensa en amores—repitió don Modesto en el mismo tono en quehubiese dicho: ¿quién piensa en jugar a la billarda o en remontar un pandero?

—La gente moza, don Modesto, la gente moza; y si no fuera por eso, seacabaría el mundo. Pero el caso es que es preciso darles a estos unespolazo, porque esa gente de por allá arriba quiéreme parecer que seandan con gran pachorra, pues dos años ha que nuestro hombre estáqueriendo a su ruiseñor, como él la llama, que eso salta a la cara; yestoy para mí, que no le ha dicho buenos ojos tienes. Usted que eshombre que supone, un señor considerable, y que don Federico leaprecia tanto, debería usted darle una puntadilla sobre el asunto, unbuen consejo, en bien de ellos y de todos nosotros.

—Dispénseme usted, tía María—respondió don Modesto—, pero Ramón Pérezestá por medio; es amigo y no quiero hacerle mal tercio; me afeita pormi buena cara, e ir así contra sus intereses, sería una mala partida.Tiene mucha pena en ver que Marisalada no le quiere y se ha puestoamarillo y delgado que es un dolor. El otro día dijo que si no se casabacon Marisalada, rompería su guitarra, y ya no podía meterse fraile,se metería a faccioso. Ya ve usted, tía María, que de todas maneras mecomprometo, metiéndome en ese asunto.

—Señor—dijo la tía María—, ¿y va usted a tomar a dinero contado loque dicen los enamorados? ¿Si Ramón Pérez, el pobrecillo, no es capaz dematar un gorrión, cómo puede usted creer que se vaya a matar cristianos?Pero considere usted que si se casa don Federico se nos quedará aquípara siempre, ¿y qué suerte no sería esta para todos? Le aseguro a ustedque se me abren las carnes, así que habla de irse. Por fortuna que cadavez se lo quitamos de la cabeza. Pues y la niña, ¡qué suerte haría!

Queha de saber usted que gana don Federico muy buenos cuartos. Cuandoasistió y sacó en bien al hijo del alcalde don Perfecto, le dio estecien reales como cien estrellas. ¡Qué linda pareja harían, micomandante!

—No digo que no, tía María—repuso don Modesto—; pero no me dé ustedcartas en el asunto, y déjeme observar mi estricta neutralidad. No tengodos caras; tengo la que me afeita Ramón, y no otra.

En este momento entró Marisalada en la huerta. No era ya por cierto laniña que conocimos desgreñada y mal compuesta; primorosamente peinada yvestida con esmero, venía todas las mañanas al convento, al que si bienno la atraían el cariño ni la gratitud a los que lo habitaban, traíalael deseo de oír y aprender música de Stein, al paso que la echaba de lacabaña el fastidio de hallarse sola en ella con su padre, que no ladivertía.

—¿Y don Federico?—dijo al entrar.

—Aún no ha vuelto de ver a sus enfermos—respondió la tía María—; hoyiba a vacunar más de doce niños. ¡Tales cosas, don Modesto! Sacó el pues, como dice su merced, de la teta de una vaca: ¡que las vacastengan un contraveneno para las viruelas! Y

verdad será, porque donFederico lo dice.

—Y tanta verdad que es—repuso don Modesto—, y que lo inventó un suizo. Cuando estaba en Gaeta vi a los suizos, que son la guardia delPapa; pero ninguno me dijo ser él el inventor.

—Si yo hubiese sido Su Santidad—prosiguió la tía María—, hubiesepremiado al inventor con una indulgencia plenaria.

Siéntate, saladillamía, que tengo hambre de verte.

—No—contestó María—, me voy.

—¿Dónde has de ir que más te quieran?—dijo la tía María.

—¿Qué se me da a mí que me quieran?—respondió Marisalada—, ¿quéhago yo aquí si no está don Federico?

—¡Vamos allá! ¿Conque no vienes aquí sino por ver a don Federico,ingratilla?

—Y si no, ¿a qué había de venir?—contestó María—; ¿a hallarme con Romo, que tiene los ojos, la cara y el alma todo atravesado?

—¿Conque esto es que quieres mucho a don Federico?—tornó a preguntarla buena anciana.

—Le quiero—respondió María—; si no fuera por él, no ponía aquí lospies, por no encontrarme con ese demonio de Romo, que tiene un aguijónen la lengua, como las avispas en la parte de atrás.

—¿Y Ramón Pérez?—preguntó con chuscada la tía María, como paraconvencer a don Modesto de que su protegido podía archivar susesperanzas.

Marisalada soltó una carcajada.

—Si ese Ratón Pérez—(Momo había puesto este sobrenombre albarberillo) respondió—se cae en la olla, no seré yo la hormiguita quelo canta y lo llora, y sobre todo la que lo escuche cantar; porque sucanto me ataca el sistema nervioso, ce don Federico, que asegura quelo tengo más tirante que las cuerdas de una guitarra. Verá usted cómocanta ese Ratón Pérez, tía María.

Cogió Marisalada rápidamente una hoja de pita, que estaba en el sueloy era de las que servían al hermano Gabriel para poner como biomboscontra el viento norte delante de las tomateras cuando empezaban anacer, y apoyándola en su brazo, a estilo de una guitarra, se puso aremedar de una manera grotesca los ademanes de Ramón Pérez, y con susingular talento de imitación y su modo de cantar y hacer gorgoritos, deesta suerte cantó:

¿Qué

tienes,

hombre

de

Dios,

Que

te

vas

poniendo

flaaaaco?

¡Es

porque

puse

los

ojos

En un castillo muy aaaalto!

—Sí—dijo don Modesto, que recordó las serenatas a la puerta deRosita—; ese pobre Ramón siempre ha puesto alto los ojos.

A don Modesto no le habían podido disuadir los ulteriores sucesos, deque no fuese Rosita el objeto que atrajo las consabidas serenatas,porque una idea que entraba en la cabeza de don Modesto, caía como enuna alcancía; ni él mismo la podía volver a sacar. Eran las casillas desu entendimiento tan estrechas y bien ordenadas, que una vez quepenetraba una idea en la que le correspondía, quedaba encajada,embutida, e incrustada per in sæcula sæculorum.

—Me voy—dijo María, tirando la pita, de modo que vino a darruidosamente contra fray Gabriel, que vuelto de espalda y agachado,ataba su centésimo vigésimo quinto vencejo.

—¡Jesús!—exclamó asombrado fray Gabriel; pero en seguida se volvió aatar sus vencejos, sin añadir palabra.

—¡Qué puntería!—dijo María riéndose—. Don Modesto, tómeme usted paraartillero, cuando logre los cañones para su fuerte.

—Esas no son gracias, María; son chanzas pesadas, que sabes que no megustan—dijo incomodada la buena anciana—. Dime a mí lo que quieras;pero a fray Gabriel déjale en paz, que es el único bien que le haquedado.

—Vamos, no se enfade usted, tía María—repuso la Gaviota

;consuélese usted con pensar, que nada tiene de vidrio fray Gabriel, sinosus espejuelos.

Mi comandante, dígale usted a señá Rosa Mística que traslade su amiga al fuerte de usted cuando tenga cañones de veinticuatro, paraque estén bien guardadas las niñas de las asechanzas

del

demonio,

que

semeten

en

guitarras

destempladas. Me voy, porque don Federico no viene;estoy para mí que está vacunando a todo el lugar, inclusos señáMística, el maestro de escuela y el alcalde.

Pero la buena anciana, que estaba acostumbrada a las maneras desabridasde María, y a la que por tanto no herían, la llamó y le dijo se sentasea su lado.

Don Modesto, que infirió que la buena mujer iba a armar sus baterías,fiel a la neutralidad que había prometido, se despidió, dio media vueltaa la derecha y tocó retirada; pero no sin que la tía María le diese unpar de lechugas y un manojo de rábanos.

—Hija mía—dijo la anciana cuando estuvieron solas—, ¿qué no sería quese casase contigo don Federico y que fueses tú así la señá médica, lamás feliz de las mujeres, con ese hombre que es un San Luis Gonzaga, quesabe tanto, que toca tan bien la flauta y gana tan buenos cuartos?Estarías vestida como un palmito, comida y bebida como una mayorazga; ysobre todo, hija mía, podrías mantener al pobrecito de tu padre, que seva haciendo viejo y es un dolor verle echarse a la mar, que llueva oventee, para que a ti no te falte nada. Así don Federico se quedaríaentre nosotros, consolando y aliviando males, como un ángel que es.

María había escuchado a la anciana con mucha atención, aunque afectandotener la vista distraída; cuando hubo acabado de hablar, calló un rato ydijo después con indiferencia:

—Yo no quiero casarme.

—¡Oiga!—exclamó tía María—, ¿pues acaso te quieres meter monja?

—Tampoco—respondió la Gaviota.

—¿Pues qué?—preguntó asombrada la tía María—, ¿no quieres ser nicarne ni pescado? ¡No he oído otra! La mujer, hija mía, o es de Dios odel hombre; si no, no cumple con su vocación, ni con la de arriba, nicon la de abajo.

—¿Pues qué quiere usted, señora?, no tengo vocación ni para casada nipara monja.

—Pues hija—repuso la tía María—, será tu vocación la de la mula. Amí, Mariquita, no me gusta nada de lo que sale de lo regular; enparticular a las mujeres, les está tan mal no hacer lo que hacen lasdemás, que si fuese hombre, le había de huir a una mujer así, como a untoro bravo. En fin, tu alma en tu palma; allá te las avengas.Pero—añadió con su acostumbrada bondad—eres muy niña y tienes que darmás vueltas que da una llave. El tiempo quiebra, sin canto ni piedra.

Marisalada se levantó y se fue.

«¡Sí!—iba pensando, tocándose el pañolón por la cabeza—; me quiere;eso ya me lo sabía yo. Pero... como fray Gabriel a la tía María, estoes, como se quieren los viejos. ¿A que no sufría un aguacero en mi rejapor no resfriarse? Ahora, si se casa conmigo me hará buena vida; ¡esosí!, me dejará hacer lo que me dé la gana, me tocará su flauta cuando selo pida, y me comprará lo que quiera y se me antoje. Si fuera su mujer,tendría un pañolón de espumilla, como Quela, la hija de tío JuanLópez, y una mantilla de blonda de Almagro, como la alcaldesa. ¡Lo querabiarían de envidia! Pero me parece que don Federico, que se derritecomo tocino en sartén cuando me oye cantar, lo mismo piensa en casarseconmigo que piensa don Modesto en casarse con su querida Rosa... detodos los diablos.»

En todo este bello monólogo mental no hubo un pensamiento ni un recuerdopara su padre, cuyo alivio y bienestar habían sido las primeras razonesque había aducido la tía María.

Capítulo XII

Convencida la tía María de que ningún apoyo ni ayuda alguna tenía queaguardar del hombre de influencia, al cual había querido asociarse en suempresa matrimonial, se determinó a llevarla a cabo por sí y ante sí,segura de vencer las objeciones de María y las que pudiese poner donFederico, como Sansón a los filisteos. Nada le arredraba, ni el despegode María, ni la inmovilidad de Stein; porque el amor es perseverantecomo una hermana de la caridad y arrojado como un héroe; y el amor erael gran móvil de todo lo que hacía aquella buenísima mujer. Así fue quesin más ni mas, le dijo un día a Stein:

—¿Sabe usted, don Federico, que días atrás estuvo aquí Marisalada, ynos dijo muy clarito, y con esa gracia que Dios le ha dado, que no veníaaquí sino por usted? ¿Qué le parece a usted la franqueza?

—Que a ser cierto, sería una ingratitud y que mi ruiseñor no es capazde ella; habrá sido una broma.

—Ello es, don Federico, que barbas mayores quitan menores y el primerlugar compete a quien compete. ¿Tan mal le sabrá a usted que le quieran,señor mío?

—No por cierto, que estamos de acuerdo en aquel axioma que usted tantorepite, amor no dice basta. Pero... tía María, en querer siempre hesido mejor donador, que no recaudador.

—Eso no habla conmigo—exclamó con viveza la buena mujer.

—No por cierto, mi querida tía María—respondió Stein tomando yestrechando entre las suyas la mano de la anciana—.

En sentimientos,estamos en cuenta corriente y pagada; pero en pruebas he quedado muyatrás; ¡ojalá pudiese dar a usted alguna de mi cariño y de mi gratitud!

—Pues fácil es, don Federico, y voy a pedírsela a usted.

—Desde luego, mi querida tía María, ¿y cuál es esa prueba?

Decidlopronto.

—Que se quede con nosotros, y para eso, que se case usted, donFederico; de esta suerte se nos quitaría el continuo sobresalto en quevivimos, de que se nos quiera usted ir a su país, porque, como dice elrefrán: ¿Cuál es tu tierra? La de mi mujer.

Stein se sonrió.

—¿Que me case?—dijo—; pero ¿con quién, mi buena tía María?

—¿Con quién?, ¿con quién había de ser?, con su ruiseñor; así tendráusted eterna primavera en el corazón. ¡Es tan guapa, tan sandunguera,está tan amoldada a sus mañas de usted, que ni ella puede vivir sinusted ni usted sin ella! ¡Si se están ustedes queriendo como dostortolillos!, que eso salta a la cara.

—Soy viejo para ella, tía María—respondió Stein suspirando ysonrojándose al darse cuenta de que en cuanto a él, llevaba razón labuena mujer—; soy viejo—repitió—, para una niña de dieciséis años ymi corazón es un inválido a quien deseo hacer la vida dulce y tranquilay no exponerlo a nuevas heridas.

—¡Viejo!—exclamó la tía María—, ¡qué disparate! ¡Pues si apenas tieneusted treinta años! Vamos, que eso es una razón de pie de banco, donFederico.

—¿Qué más desearía yo—replicó Stein—que disfrutar con una inocentejoven de la dulce y santa felicidad doméstica, que es la verdadera, laperfecta, la sólida que puede disfrutar el hombre y que Dios bendice,porque es la que nos ha trazado?

Pero tía María, ella no me puede querera mí.

—¡Esta es otra que mejor baila! Delicadita de gusto había de ser, a femía, la que a usted le hiciese fo, don Federico. ¡Jesús!, no digausted lo contrario, que parece burla. Pues si la mujer que usted quiera,ha de ser la más feliz del mundo entero.

—¿Lo cree usted así, mi buena tía María?

—Como me he de salvar, don Federico; y la que no lo fuese, era precisoasparla viva.

A la mañana siguiente, cuando llegó Marisalada, al entrar en el patio,se dio de frente con Momo, que sentado sobre una piedra de molino,almorzaba pan y sardinas.

—¿Ya estás ahí, Gaviota?—este fue el suave recibimiento que le hizoMomo—; ¡sobre que un día te hemos de hallar en la olla del potaje! ¿Notienes nada que hacer en tu casa?

—Todo lo dejo yo—respondió María—por venir a ver esa cara tuya, queme tiene hechizada, y esas orejas que te envidia Golondrina. Oyes,¿sabes por qué tenéis vosotros las orejas tan largas? Cuando padre Adánse halló en el paraíso con tanto animal, les dio a cada cual su nombre;a los de tu especie los nombró borricos. Unos días después, los juntó yles fue preguntando a cada cual su nombre; todos respondieron, menos losde tu casta, que ni su nombre sabían. Dióle tal rabia a padre Adán, quecogiendo al desmemoriado por las orejas, se puso a gritar a la par quetiraba desaforadamente de ellas; te llamas borriicooo.

Diciendo y haciendo, había cogido María las orejas a Momo, ya se lastiraba de manera de arrancárselas.

Fue la suerte de María, que al primer berrido que dio Momo, con toda lafuerza de sus anchos pulmones, se le atravesó un bocado de pan ysardina, lo que le ocasionó tal golpe de tos, que ella, ligera comobuena gaviota, pudo escaparse del buitre.

—Buenos días, mi ruiseñor—dijo Stein, que al oírla había salido alpatio.

—Por vía del ruiseñor, ¡ehe, ehe, ehe, ehe!—gruñía y tosía Momo—,¡ruiseñor y es la chicharra más cansada que ha criado el estío!, ¡ehe,ehe, ehe, ehe!

—Ven, María—prosiguió Stein—, ven a escribir y a leer los versos quetraduje ayer. ¿No te gustaron?

—No me acuerdo de ellos—respondió María—; ¿eran aquellos del paísdonde florecen los naranjos? Esos no pegan aquí, donde se han secado porno bastar a su riego las lágrimas de fray Gabriel. Déjese usted deversos, don Federico, y tóqueme usted el Nocturno de Weber cuyaspalabras son: «¡Escucha, escucha, amada mía! ¡Se oye el canto delruiseñor; en cada rama, florece una flor; antes que aquel calle y estasse ajen, escucha, escucha, amada mía!»

—¡Los terminachos que ha aprendido esa Gaviota!—

murmuraba Momo—, yque le sientan como confites a un ajo molinero.

—Después que leas, tocaré la serenata de Carl de Weber—dijo Stein, quesólo a favor de esta recompensa podía obligar a María a aprender lo quequería enseñarle. María tomó con mal gesto el papel que le presentabaStein, y leyó corrientemente, aunque de mala gana:

AL RETIRO

( Traducido del poeta alemán Salis. )

En la suave sombra del retiro hallé la paz, la paz que a un mismotiempo nos ablanda y fortalece, y que mira tranquila los golpes dela suerte como el santo mira los sepulcros.

¡Dulce olvido de la marcha del tiempo, suave alejamiento de loshombres, que llevas a amarlos más que su trato!, tú sacasblandamente de la herida el dardo que en el alma clavó lainjusticia.

Aquel que tolera y aprecia, aquel que exige mucho de sí mismo ypoco de los demás, para este brotan las más suaves hojas del olivo,con las que coronará la moderación su frente.

En cuanto a mí, corono a mis Penates con loto,[18] y los cuidadospor el porvenir no se acercan a mis umbrales, pues el hombre cuerdoconcreta su felicidad a un estrecho círculo.

—María—dijo Stein cuando esta hubo acabado la lectura—, tú, que noconoces al mundo, no puedes graduar cuánta y qué profunda verdad hay enestos versos y cuánta filosofía. ¿Te acuerdas que te expliqué lo que erafilosofía?

—Sí, señor—respondió María—, la ciencia de ser feliz. Pero en eso,señor, no hay reglas ni ciencia que valga; cada cual entiende el modo deserlo a su manera. Don Modesto, en que le pongan cañones a su fuerte,tan ruinoso como él. Fray Gabriel, en que le vuelvan su convento, suprior y sus campanas; tía María, en que usted no se vaya; mi padre e