Este hizo una solemne inclinación de cabeza que significaba un signo deaprobación, y volvió a levantar su cara chata a tanta altura, que pudeverle las cavernas de la nariz en toda su siniestra lobreguez.
—Bien, que presida el doctor Trevexo,—agregaron varios concurrentes.
El protagonista de aquella reunión política no se hizo de rogar más. Elasiento central del sofá del salón fue desalojado para el presidente.Este se sentó, sacó del bolsillo interior de su levita unos papeles, losdesdobló y los puso sobre sus rodillas; se sonó en seguidaestruendosamente la nariz por dos o tres veces, dobló su pañuelo con unasola mano alrededor del puño y lo depositó en su bolsillo, como unhombre habituado a todas esas añagazas y posturas preliminares de losdiscursos.
—Señores—dijo,—estamos empeñados en una lucha homérica; de esta lucharesultará el ser o no ser para nuestro partido. Aquí no estamos todos,pero no convendría que lo estuviéramos. Una cosa son las reunionespopulares de los teatros y de las calles, otra cosa deben ser los actosde la dirección y de la marcha de nuestro partido: una cosa son lasbatallas en las guerrillas, en las cargas y en los entreveros, y otracosa son las batallas en el cuartel general. El elector, el clubparroquial, pueden ir valientemente al atrio a votar, porque no tienenresponsabilidades; el soldado muere en el asalto, en la lucha cuerpo acuerpo; la metralla lo quema y lo despedaza, pero muere sinresponsabilidad. La responsabilidad de las grandes luchas electorales,como de las grandes acciones de guerra, está en los generales: elsoldado no muere sino materialmente, de un bayonetazo, de un tiro defusil, de una bala de cañón, de hambre y de sed; pero el descalabro deuna campaña política o militar es la muerte moral de los jefes y lamuerte moral de las cabezas es la muerte del espíritu dentro del cuerpovivo: una especie de embalsamamiento inconsciente.
Tratamos, señores, de formar una lista de diputados. Nada más prudenteque confiar su elaboración a las corrientes encontradas delpueblo—continuaba el doctor Trevexo sin escupir.—«El Estado soy yo,»decía Luis XIV. La forma democrática se inspira en el derecho natural.En la tribu los más fuertes, los más hábiles, asumen la dirección deagrupaciones humanas: el derecho positivo codifica la sanción de laslegislaciones inéditas del derecho natural y nosotros exclamamos; «¡elpueblo somos nosotros!»
—¡Muy bien, muy bien, perfectísimamente! continúe usted, doctor,—leinterrumpió el señor gordo sin poder contener la ola de entusiasmo.
—Se critica el sufragio universal, pero no se da la razón de sucrítica; el error de los que lo combaten acerbamente, consiste en creerque el sufragio universal es el derecho que todos tienen de elegir.¡Error! ¡Grave error, señores! Si las leyes del Universo están confiadasa una sola voluntad, no se comprende cómo la universal puede estarconfiado a todas las voluntades. El sufragio universal, como todo lo queresponde a la unidad, como la Universidad, bajo el gobierno unipersonal de un rector.
¡Unipersonal, fíjense ustedes bien! es elvoto de uno solo reproducido por todos. En el sufragio universal laardua misión, el sacrificio, está impuesto a los que lo dirigen, como enla armonía celeste, el sol está encargado de producir la luz y losplanetas de rodar y girar alrededor del sol, apareciendo ydesapareciendo como cuerpos automáticos sin voz ni voto en las leyes querigen la armonía de los espacios. Y
declaro, señores, que esto último noes mío sino del Divino Maestro.
—¡Pero es admirable!—exclamó el señor gordo.
—¿Entiende usted, misia Medea?—agregó dirigiéndose en voz baja a mitía.
—No, señor don Higinio, pero yo también lo encuentro admirable comousted.
—¿Qué sería de nosotros, señores, el primer partido de la República, elpartido que derrocó a Rozas, que abatió a Urquiza, el partido de Cepeda,esa platea argentina, en que el Xerjes entrerriano fue vencido por losAlcibíades y los Temístocles porteños, si entregáramos a lasmuchedumbres el voto popular? Nosotros somos la clase patricia de estepueblo, nosotros representamos el buen sentido, la experiencia, lafortuna, la gente decente en una palabra. Fuera de nosotros, es lacanalla, la plebe, quien impera.
Seamos nosotros la cabeza; que elpueblo sea nuestro brazo. Podemos formar la lista con toda libertad y enseguida lanzarla. Todo el partido la acatará; nuestra divisa es Obediencia: cúmplase nuestra divisa.
—Yo me he permitido formar un proyecto de lista que someto a laconsideración de ustedes—dijo uno de los presentes, joven de hermosoaspecto, de simpática figura, que hasta entonces había guardadosilencio.
—A ver, lea usted—dijo el doctor Trevexo.
El joven leyó su lista en medio del silencio dignísimo de laconcurrencia; dos o tres la aprobaron después de leída, pero los demás,suspensos de la fisonomía del doctor Trevexo, que demostraba visibledescontento, no articularon una sola palabra de aprobación.
—¿Qué le parece a usted de esa lista, señor don Ramón?—dijo donNarciso acercándose al oído de mi tío.
—Muy buena, muy buena—contestó mi tío.
—¡Pues a mí me parece muy mala!
—Y a mí también—agregó don Juan, haciendo el gesto de asco que le erapeculiar.
—Cosas de muchachos ambiciosos, de mozalbetes: ¡Miren ustedes, quéatrevimiento! Sólo a la juventud del día puede ocurrírsele tenerpretensiones de figurar en las listas de diputados—murmuraba sottovoce don Pancho el tendero,—
asociándose al grupo de los descontentos.
—Señores—dijo en voz alta y varonil el joven que había propuesto lalista,—es necesario llevar fuerzas nuevas a la Cámara, y las fuerzasnuevas están en la juventud que ha salido ayer de los claustrosuniversitarios. Yo no tengo las ideas del doctor Trevexo sobre elsufragio universal; somos un partido oligárquico con tendenciasaristocráticas, exclusivistas aun dentro de su propio seno, a quien seacusa, y con razón, señores, de gobernar o de querer gobernar siemprecon los mismos hombres, y que repudia toda renovación, toda tentativapara recibir hombres nuevos en el grupo de sus directores. Pido que setome en consideración la lista que he presentado.
El doctor Trevexo, hombre viejo y resabiado en materia de debatesagrios, contaba con un rebaño muy dócil para perder tiempo en polémicasapasionadas: había aleccionado a sus adeptos de antemano, y a una señasuya don Juan, con su voz gangosa, dijo:
—Quej sje vooote la lijta.
—Señor, no se puede votar todavía, ni hay para qué votar la lista. Sevotarán los nombres de los propuestos, uno por uno.
El doctor Trevexo renovó la seña.
—Quej sje voote la lijta—repitió don Juan.
—Señores, si se procede de ese modo, nos retiraremos—replicó el jovencon acento resuelto.
—Retíjrese—contestó a su turno don Juan.
El joven y el grupo que lo acompañaba, se retiraron. Los hombres dejuicio y de experiencia quedaron dueños del campo. Mi tía supo conindignación que mi tío Ramón había sido el culpable de que aquellajuventud atrevida hubiese venido a turbar el orden y la paz octaviana dela reunión. ¡Mi tío Ramón los había invitado! Don Pancho el tenderoechaba sapos y culebras contra aquellos osados, y suplicaba al doctorTrevexo que los denunciara al jefe del partido al día siguiente. DonHiginio, como buen estanciero, vecino de campo y de ciudad, renegabacontra la juventud del día y la Universidad, madre engendradora dedoctores inútiles y de muchachos pillos y botarates. Don Benjamín erafelicitado por la manera severa y eficaz con que había enseñado lapuerta de la calle a los revoltosos.
Los señores Palenque, don Policarpo Amador, don Narciso Bringas y donPancho Fernández, rodearon al doctor Trevexo y la sesión continuó comosi nada hubiese sucedido.
—¡Pero qué atrevimiento, qué osadía! ¡En mi casa, en mi casa, venir apromover semejante escándalo! ¡Y pensar, doctor, que es mi marido quientiene la culpa de todo!—exclamaba mi tía mirando furibundamente a mipobre tío, que durante toda la escena anterior se había conducido tanobtusamente, que no supo qué partido tomar con los que se marchaban ycon los que se quedaban.
—He aquí, señores, he aquí, mis amigos, lo que les decía a ustedes haceun instante sobre la juventud del día!—respondía el doctorTrevexo.—¡Qué falta de resignación política, qué carencia de sumisión yde respeto demuestran a los designios superiores de la experiencia! ¡Unpartido! Un partido es una colectividad cuya primer condición de vida esla obediencia. Y no hay nada más hermoso, nada más eficaz, nada máseficiente, que ver esa gran máquina humana movida por una sola voluntadque hace el sacrificio de su raciocinio en nombre de sus grandes ideaspolíticas. Ayer no más lo hemos visto; 30.000, 40.000 almas, cuarentamil seres racionales, ocupando diez cuadras de la calle Florida,aplaudiendo a una voz, vivando un nombre, obedeciendo una orden; padres,madres, hijos e hijas, jóvenes y viejos, lanzados al mar de las pasioneselectorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra deentusiasmo,
marchando
en
procesión
y
vivando
simultáneamente
el
adorablenombre de su divino jefe. ¡Eso es partido!
—¡Viva el doctor Trevexo!—exclamó don Juan.
—¡Viva!—exclamaron los demás circunstantes, incluso mi tía Medea quetranspiraba de entusiasmo.
—¿Por quién vota usted, señor don Pancho, para primer candidato de lalista?
—Por mi venerado jefe, don Buenaventura.
—¡Y yo también!—dijo don Policarpo Amador, antes de que le tocara elturno para votar.
—¡Y yo!—exclamó don Tobías Labao con la misma anticipación.
—¡Por el mismo!—gritó, sin esperar que le preguntasen nada, donPancho.
—Por don Buenaventura—agregó don Narciso Bringas.
—Ramón también vota por él, doctor Trevexo—dijo mi tía;—apunte,doctor, el voto de Ramón; y si ustedes me permiten votar a mí, yo...
—Vote usted, señora, vote usted mil veces; la más poderosa válvulapolítica de nuestro partido es la mujer. Los hombres y las mujerescoexistimos en la plaza pública. Vote usted, señora, imite usted a lasmatronas espartanas que se arremangaban las túnicas y declamaban en laágora.
—¡Mil votos por mi general!
—Señores, ¿quieren ustedes designar el siguiente candidato?—preguntóel doctor.
—Por el doctor Trevexo, señores. Espero que todos me acompañarán avotar por él—vociferó don Pancho.
Por el doctor Trevexo, por el primer diplomático argentino.
El doctor Trevexo era en este momento objeto de toda mi admiración. ¡Conqué modestia aquel grande hombre, aquel espíritu lógico y concienzudo,que acababa de exponer tanta doctrina luminosa, recibía lasaclamaciones unánimes de la distinguida sociedad que sabía aquilatar sutalento superior!
El doctor Trevexo fue aclamado unánimemente, y con la misma unanimidad,sin que se suscitara divergencia alguna, en una perfecta armonía, fueronproclamados candidatos don Benjamín, don Pancho, don Tobías Labao, donNarciso Bringas, don Policarpo Amador y don Hermenegildo Palenque, esdecir, todos los concurrentes menos mi tío Ramón.
El doctor Trevexo volvió a guardar los papeles en la levita y selevantó.
—Señora—dijo a mi tía,—pocas veces nos ha costado más trabajo que enesta ocasión formar una lista. Pero estoy contento. El jefe laproclamará mañana, y el partido la recibirá de sus manos consagrada comouna bandera de lucha.
—¿Confía usted en la victoria?
—Señora, cuando se dispone, como disponemos nosotros, de lasimaginaciones populares, los hombres desaparecen, surgen lasmuchedumbres: la muchedumbre es como el mar, el viento la agita, lacalma la atempera.
Mañana nuestros nombres serán aclamados por este pueblo, que es un granpueblo, porque sabe marchar sin preguntar nunca adonde lo llevan. ¡Lavictoria será nuestra!
V
¡Oh, mi niñez! Mi niñez fue triste y árida como esos arenales africanosque desde a bordo contemplan por largas horas los viajeros alaproximarse a las costas del Senegal.
Tenía doce años y pasaba con razónpor un muchacho imbécil: no sabía leer sino silabeando torpemente; lasletras, formadas en línea, nublaban mis ojos, y al querer mover lalengua para pronunciar las palabras, la sentía amarrada por ligadurascrueles, que me hacían tartamudear y sentir delante de los extraños laherida profunda y venenosa del ridículo. Escribía torpemente y con unaortografía de la más espontánea barbarie. ¡Oh, mis planas! ¡Cuánto mecostaba hacerlas y qué mal me salían!
Mi tía Medea no se había preocupado de hacerme enseñar nada. ¿Para quénecesitaba aprender? El doctor Trevexo ya se lo había dicho: «paraocupar altas posiciones en este país, no se necesita aprender nada.» Ytenía razón. Yo me preparaba para las altas posiciones, siguiendo elconsejo al pie de la letra.
Mi tío Ramón no se conformaba, sin embargo, con aquel sistema deeducación espontánea, y el pobre hombre, en medio de sus devaneosamorosos, solía dedicarme algunos momentos; él me había enseñado adeletrear en los títulos de los diarios y bajo su dirección habíaaprendido a hacer mis primeros garabatos.
Vivía en el interior de la casa, entre los criados y criadas: susociedad me encantaba, y sería un ingrato si no recordara con afecto aaquella buena gente con quien pasé los primeros años de mi vida.
Después de la reunión que acabo de describir, la guerra había estalladoentre Buenos Aires y la Confederación, y aunque mi propósito no esconsagrar muchas páginas a la política, necesito contar la parte que yotomé en el entusiasmo guerrero de aquellos días.
Ya he dicho hasta qué punto llegaba la exaltación de mi tía, partidariaresuelta de la guerra con toda la buena fe de su alma, creyéndose unamatrona griega, hija de la invicta Buenos Aires, de la Atenas del Platay de quién sé yo qué más.
La batalla de Pavón había tenido lugar el 17 de septiembre de 1861, y lavictoria produjo en Buenos Aires un entusiasmo indescriptible.
Desde antes que ella tuviera lugar, mi imaginación estaba convulsionadapor los cuentos de los sirvientes de mi casa y por las conversacionesanimadas de sobremesa que sostenía mi tía con sus relaciones. Yo nopensaba sino en soldados y batallas; tenía cierta disposición genial aldibujo y pasaba las noches dibujando el ejército y la escuadra de BuenosAires en marcha contra Urquiza; y entre las filas de soldados, sobre uncaballo trazado con el más respetuoso cuidado, diseñaba la figura de migeneral, ídolo de mis sueños infantiles, especie de Cid fraguado por mifantasía de niño, caricaturado involuntariamente por mi lápiz torpe, ydestinado por la Providencia a aplastar a Urquiza, a quien yo me lorepresentaba vestido de indio, con plumas en la cabeza, con flechas y ungran facón en la cintura, rodeado por una tribu salvaje que constituíasu ejército.
La noche en que se tuvo la noticia de la batalla, mi tía me sacó acaminar, para tomar lenguas, como ella decía.
Las calles estaban cuajadas de gente. Corrían ya los rumores precursoresde la gran noticia. Algunos dispersos habían llegado al Pergamino yunos proclamaban resueltamente la victoria, otros dudaban del éxito, ylos más tranquilos manifestaban la vacilación que se experimenta en esostrances.
No era entonces Buenos Aires lo que es ahora. La fisonomía de la callePerú y la de la Victoria, han cambiado mucho en los veintidós añostranscurridos: el centro comenzaba en la calle de la Piedad yterminaba en la de Potosí, donde la vanguardia sur de las tiendas estabarepresentada por el establecimiento del señor Bolar, local de esquina,mostrador
democrático
al
alba,
cuando
cocineras
y
patronas
madrugadorasacudían al mercado, y burgués, si no aristocrático, entre las siete dela noche y el toque de ánimas. El barrio de las tiendas de tono seprolongaba por la calle de la Victoria hasta la de Esmeralda, y aquellascinco cuadras constituían en esa época el bulevar de la façon de lagran capital.
Las tiendas europeas de hoy, híbridas y raquíticas, sin carácter local,han desterrado la tienda porteña de aquella época, de mostrador corridoy gato blanco formal sentado sobre él a guisa de esfinge. ¡Oh, quétiendas aquellas! Me parece que veo sus puertas sin vidrieras, tapizadascon los últimos percales recibidos, cuyas piezas avanzaban dos o tresmetros al exterior sobre la pared de la calle; y entre las piezas depercal, la pieza de pekín lustroso de medio ancho, clavada también en elmuro, inflándose con el viento y lista para que la mano de la marchantaconocedora apreciase la calidad del género entre el índice y el pulgar,sin obligación de penetrar a la tienda.
Aquella era buena fe comercial y no la de hoy, en que la enorme vidrieraengolosina los ojos sin satisfacer las exigencias del tacto quereclamaban nuestras madres con un derecho indiscutible.
¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores los de las tiendas de entonces! Cuán lejosestán los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia ylos méritos sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra,último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia. Nopasaba una señora ni un niña por la calle sin tributar los másafectuosos saludos a la rueda de contertulianos, sentados cómodamente ensillas colocadas en la calle y presididos por el dueño delestablecimiento. Y cuando las lindas transeúntes penetraban a la tienda,el dueño dejaba a sus amigos, saludaba a sus clientes con un efusivoapretón de manos, preguntaba a la mamá por ese caballero, echabaalgunos requiebros de buen tono a las señoritas, tomaba el mate demanos del cadete y lo ofrecía a las señoras con la más exquisitaamabilidad; y sólo después de haber cumplido con todas las reglas deeste prefacio de la galantería, entraban clientes y tenderos a tratar dela ardua cuestión de los negocios.
Había siempre en las tiendas de antaño un olor inextinguible a tripe,porque nunca faltaban cuatro o seis grandes cilindros de tripe inglésformados a la entrada de la casa que, a su calidad de mercadería defondo, reunían la ventaja accesoria de servir de poyos para sentarse, alos tertulianos habituales del establecimiento. Y después, losmostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardínzoológico de fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses yleones rubicundos, reposados majestuosamente sobre paisajes historiadosde selvas de lana con que las fábricas de Manchester reemplazaban ennuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia de Aubuisson yde gobelinos.
¡Qué agilidad aquella con la que el patrón, apoyándose sobre la manoizquierda, saltaba el mostrador! Qué gracia con la que desplegaba antelos ojos de los clientes, de un golpe, y como un prestidigitador, lapieza de percal, de muselina o de barège envuelta alrededor de latablilla que quedaba desnuda de su preciosa mercancía, abandonadaindiferentemente sobre el mostrador. Qué elasticidad de movimientos, quévertiginosa rapidez, la que el tendero de aquel tiempo desplegaba paramedir sobre la vara, el lote vendido, dejándolo amontonarseampulosamente sobre el mostrador con elegante negligencia, acariciandoel género con los dedos, llevándolo a los ojos de la compradora,poniéndoselo en la mano, refregándolo para justificar la falta absolutade goma y otras añagazas de fábrica, y hasta trayendo el único vaso dela trastienda lleno de agua para ensopar en él el extremo de la pieza demuselina y justificar la tinta indeleble de la tela.
No había marchanta que resistiera a las gracias, al donaire y a lafuerza de las evoluciones de aquellos hechiceros.
Pero éstos eran los tenderos dandys; había además los tenderossirenas, llamados así porque su cuerpo estaba dividido por la línea delmostrador como el de la encantadora deidad de los mares está divididopor la línea del agua.
El tendero sirena era ser humano desde la cabeza hasta el estómago ypescado desde el estómago hasta los pies. De busto correcto, su mediocuerpo no dejaba nada que desear desde el punto de vista de laelegancia; desde la parte exterior del mostrador el parroquiano notenía nada que observar, pero la sirena no podía salir del mostrador sinpeligro, porque, como ese era su elemento, si lo abandonaba, mostrabapor fuerza la cola indecorosa: el tendero sirena usaba levita de faldónlargo para economizarse el uso de los pantalones, y zapatillas paraahorrarse las incomodidades del calzado; de modo que el mostrador servíapara cubrir la parte menos bella, pero no por eso menos interesante dela estatua.
Entre los príncipes del mostrador porteño, el más célebre sin disputaera don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en elbarrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey delmostrador. No había mostrador como el de aquel porteño: todo el barriojunto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla adoblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera queridodisputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habría disputadoese derecho.
Lo tengo tan presente, que si fuera pintor podría hacer su retrato dememoria y con los ojos cerrados: petizón, piernas cortas, movible comouna ardilla, muy cabezón, largos cabellos ensortijados y una frenteancha y espaciosa que revelaba todos sus talentos. Sus manos parecíanalas, sus ojos luciérnagas; su voz meliflua e insinuante atraíasimpáticamente y tenía un vocabulario propio, que el mismo Molièrehabría envidiado para dotar con él a las mujeres sabias.
Gran patriota, había tomado parte en la revolución de septiembre y enCepeda, cuyos episodios narraba noche a noche explicando las causas másremotas del desastre con razones convincentes. Pero, si en medio de lanarración alguna dama del gran mundo, y sobre todo de la gran política,penetraba en la tienda, don Narciso abandonaba la tertulia, saltaba elmostrador, mandaba alinearse a los dependientes desde el principal hastael cadete, y comenzaba la batalla de los trapos con una serie deoperaciones estratégicas que lo conducían indefectiblemente a lavictoria por una combinación de procedimientos tan lógica como la queempleara Napoleón en sus campañas.
Cuando logré conocerlo a fondo, me convencí de lo mucho que valía. Teníaentre sus variadísimos talentos el de afinarse a las condiciones delmarchante, ni más ni menos que como se afina un violín a la nota que dael director de orquesta. Don Narciso subía o bajaba el tono según lajerarquía de la parroquiana: dominaba toda la escala; poseía toda lapreciosidad del lenguaje culto de la época y daba el do de pecho conuna dama para dar el si con una cocinera.
Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por lamañana se permitía tutear sin pudor a la parda o china criolla quevolvía del mercado y entraba en su tienda. Si la cliente era hija delpaís, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo.Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin,iniciaba la rebaja, el último precio, el se lo doy por lo que me cuesta,por el tratamiento de madamita. ¡Oh! ese madamita lanzado entre 7 y 8 dela mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que élsabía balbucir, era irresistible.
Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre túy usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él lallamaba cuando la compradora no caía en sus redes.
A esas horas del día la toilette de don Narciso era negligente; perodaban las cuatro, y, no bien había entrado el gallego cuotidiano con lasviandas, don Narciso se engolfaba en los antros profundos de latrastienda, sacaba del interior del mostrador un pan de jabón de España,se lavaba con él, en un lavatorio cojo de hierro con pies de sátiro, ya la luz de un cabo de vela, se acariciaba el cuello y la pechera de lacamisa para quitarles el aspecto marchito que la labor del día les habíaimpreso; tomaba el peine desdentado de su uso y se peinaba sin agregarotra pomada a sus ensortijados cabellos que un poco de goma de membrilloelaborada por él mismo para su uso particular.
Aderezado de esa manera, ahorcábase en sus cuellos a la degollée, muyen moda entonces, y con una corbata con los colores de la patria; comíaen un verbo, hacía comer a los muchachos, y en cinco minutos ocupabamajestuosamente su trono en el primer extremo del mostrador, campo desus hazañas, donde, apoyado con toda la elegancia de que era capaz,pasaba la hora estéril del crepúsculo hasta que la noche llegaba y la high-life de aquella época entraba a disputarse las novedades de lo deBringas.
Mi tía Medea era gran parroquiana de lo de don Narciso y tenía esainclinación garrulera, común en ciertas señoras, de departir con eltendero todas las novedades de la crónica del día.
Aquella noche no se hablaba sino de política, y solamente los que hemosvivido bajo la atmósfera caliente del Buenos Aires de entonces, podemosapreciar la importancia que tenían las pláticas de los mostradores de lacalle del Perú y de la calle de la Victoria, y la concordancia de mirassociales y politiqueras que existía entre don Narciso Bringas y mi tíadoña Medea Berrotarán.
Era natural, pues, que aquella noche mi tía se dirigiera a lo deBringas.
—¡Viva la patria!—exclamó don Narciso al vernos entrar.
—¡Viva!—repitió mi tía;—supongo que usted me anuncia el triunfo, donNarciso.
—El triunfo más completo, señora: Urquiza ha sido completamentederrotado, y todo su ejército muerto o prisionero; la guardia nacionalde Buenos Aires se ha batido de guante blanco, Jouvín legítimo. Yo solohe vendido doscientos pares de tirita.
—Una ballenera que ha llegado de Zárate, ha traído la noticia de queUrquiza ha sido hecho prisionero—agregó uno de los que estaban en latienda.
—¿Será posible?—exclamó mi tía.
—Sí ha de ser, señora, no le quepa duda; si la mozada que iba en elejército, era de mi flor.
En ese momento se oyeron las detonaciones de algunos cohetes queestallaban a no muy larga distancia.
—¡Cohetes!—exclamó don Narciso,—boletín, ese es boletín! Vaya,Caparrosa—
agregó dirigiéndose al muchacho cadete de la tienda,—vaya ycompre el boletín de un salto, y véngase volando.
El cadete, que estaba detrás del mostrador, dio un brinco como un gamo,salvó la valla y tomó la calle por suya en dirección a la imprenta endonde reventaban los cohetes sin cesar.
Al mismo tiempo, un tropel de gente se dirigía a la calle Victoria,donde se aglomeraba la muchedumbre que esperaba la noticia.
Mi tía tomó asiento en lo de Bringas con el fin de esperar el anheladoboletín, y como el cadete que había ido en su busca tardase demasiado,don Narciso despachó otro dependiente más, y detrás de él salieron treso cuatro parroquianos, cuya impaciencia por conocer las nuevas no lespermitía esperar. Mi tía, que no era mujer de esperar, se puso tambiénen marcha hasta la bocacalle y me arrastró consigo.
En una vieja casa de la vereda norte de la cuadra de Victoria entreBolívar y Perú se agolpaba la muchedumbre, y de cuando en cuando uncohete volador que partía desde el interior de la casa, atronaba losaires.
Mi tía pujaba por abrirse paso, haciendo esfuerzos inauditos paraconservar