—Porque todo eso es mentira, niño; es puro papel pintado, como todo loque manda hacer el doctor Trevexo.
—Pues estás equivocado; ese letrero no lo ha puesto el doctor Trevexo,sino mi tía Medea: ella lo escribió el otro día y yo le oí decir que erapara que se pusiera en uno de los arcos de la plaza.
—¡Ah, tigra! Sólo ella es capaz de tanta rabia—dijo Alejandrocontemplando con ira el arco y levantando el puño en señal de amenaza.
Atravesamos la plaza y descendimos al Bajo por la calle de Rivadavia.Una inmensa turba, compuesta de gente de todas menas, llenaba la vereday la calle, y se agolpaba contra la baranda de hierro de la muralla queda sobre el río.
Todos miraban el horizonte. El río estaba en bajante, y mucha gentecuriosa ocupaba la playa, donde un enjambre de pilluelos saltaba yretozaba por las toscas. No faltaban personas graves que, armadas deanteojos de teatro, escudriñasen el río y consultasen con sus vecinoslos puntos más remotos que se dibujaban en el límite del agua con elcielo.
—¿No le parece, señor, que han de venir por allí?—decía un hombre aotro que, valido de un pequeño anteojo de larga vista, interrogaba elhorizonte con majestad.
El interpelado no contestaba nada, y parecía resuelto a emplear la másestudiada reserva con su interlocutor, que se mostraba sumamenteinteresado en trabar relación con él.
—¿Es telescopio ese?—insistió el oficioso.
El dueño del anteojo no contestó nada. Semiavergonzado el preguntón,mironos a todos los que rodeábamos al señor del anteojo, con cara decretino como un individuo que se confiesa en una posición falsa.
Pero nuestro hombre no era individuo de ceder a dos tirones y reincidió.
—¿Me quiere dejar mirar un momento?
El dueño del anteojo tampoco contestó esta vez.
—¡Eh, señor!—repitió tocándole tímidamente sobre el brazo—¿me quieredejar mirar?
El del anteojo sacó los ojos del vidrio, dio vuelta para ver quién lehablaba y contestó secamente:
—¡No!
El desairado trató de forjar una sonrisa para disimular.
Entretanto, había ganado posiciones junto a la reja del murallón dondeestábamos, una señora gorda, con un peinado de bananas sobre el cualcolgaba una mantilla española de chapa, metiendo codo a todos losobstáculos que había encontrado a su paso; la cara, iluminada por unacapa de colorete recientemente aplicada, distribuía una sonrisa perennepor todas partes; y metida dentro de un vestido de moirée verde, infladopor un miriñaque movedizo y oscilante, parecía un montgolfier en elmomento de elevarse.
Un lunar con pelo en la parte inferior de la cara daba a nuestra reciénllegada un aire picaresco de coqueta retirada.
Acompañábanla dos muchachas de aspecto poco distinguido, pero llenas dearrumacos y perendengues, con unos cuerpos bien trazados, y unos bustosen los cuales la Naturaleza o el arte habían abusado con ciertainsolencia de una inclinación marcada a la exuberancia. Las dosmuchachas, oriundas del barrio de Monserrat seguramente, rayaban en los20 o 22 años y penetraron en nuestro grupo, que ya se iba estrechando,metiendo una algarabía inusitada de gritos y risotadas cuyas causas nome podía explicar.
—Mira, mamá—dijo la mayor,—este caballero es tan amable, que te va adejar mirar por el anteojo.
—¡Por Dios, Raquel! no molestes a ese señor... ¡qué va a decir denosotras!—
contestaba con un tono de aparente reproche la señora.
—¡Señor, señor! ¿quiere dejarnos ver por ahí?—insinuó la otra joven.
—¡Ah, no, por Dios, no se incomode usted!... Judit, por Dios,cállate—repetía la madre con un contoneo de cabeza continuo.
El del anteojo continuaba impasible como una estatua, como si nadie lehablase.
—Allá se ve un humo, allá vienen—gritó uno por allí cerca. La olahumana se agitó y se hizo un remolino; la gente se agrupó en la baranda;todos querían ver. Yo, prendido de Alejandro, trepado sobre sus hombros,dominaba la altura.
—¡Ay, que me arrugan!—- gritaba la madre de Raquel y de Judit, sin queel miriñaque la ayudara a subir.—¡Ay, mi vestido, que me lo estropeantodo! ¡No veo a Judit! ¡Judit, Judit, Judiiit!
Judit, que estaba allí cerca, y a quien la madre no podía encontrar,conversaba con un joven de sombrero gacho, levita negra de lustrina ypantalón blanco almidonado, sin guardar distancias, es decir, unida a élpor una proximidad inusitada.
—¡Ay, mi hija, mi hija! ¿dónde está mi hija? ¡Se me ha perdido mi hija!¡Judit, Judiiit!—exclamaba la señora prolongando el grito.
—Aquí estoy, mamá, no alborote, aquí estoy—contestó por último Judit,haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que retenía confuerza para que no se marchara.
—No te muevas de acá, bribona; no te me separes. Ven tú también,Raquel. ¡Ay, Jesús! ¡bien me decía tu padre! No té metas mucho entre lagente con las muchachas, Donata; mira que no faltan atrevidos que lasmanoseen en los entreveros y que a ti también te han de manosear: ¡Quégente, por Dios; qué gente! ¡qué falta de respeto con las señoras!¡Cuánto mejor no hubiera sido ir a los altos de Colón!...
Pero la muchedumbre en movimiento lo arrastraba todo. Cargado porAlejandro, que con el brazo libre que le quedaba, se abría paso como unHércules, avanzábamos a tomar otra posición.
Yo, desde los hombros elevados de mi conductor, veía a la pobre misiaDonata y a sus dos bíblicas criaturas, víctimas del pronóstico de sumarido y manoseadas por aquella turba indisciplinada, entre la cualhabía mocitos que le pirateaban las hijas y groseros que le deshacíanlas bananas y le arrancaban su espléndido vestido color cotorra,admiración suprema del barrio de Monserrat en la misa de una.
—¡Ya han fondeado, ya han fondeado los buques!—gritaban a nuestraalrededor.—
Vea, señor,—le decía un negro a un caballero petizón, queen vano se empinaba para poder ver;—vea, allí, allí—y apuntaba con eldedo índice.
—¿Adonde? ¿adonde?—interrogaba el otro impaciente, parado sobre lapunta de los pies.
—Allí están; ahí ha fondeado el Salto, allí el Pampero, más atrás elHércules; aquel que viene andando todavía es el Pintos, y los otros dosbarcos de la izquierda son de vela, el San Juan Bautista y el Río Bamba.
—¡Ché! y vos cómo sabés los buques—le dijo Alejandro.
—¡Oh! no ve que soy del Bajo, amigo—contestó elnegro.—Mire—agregó,—allá van las falúas a buscar la oficialidad, ylas balleneras para desembarcar la tropa.
¡Bomba! ¡Pas! Ese es elCórdoba que hace salvas.
Y, en efecto, una repentina nube blanca envolvió los costados del barcoy el eco del cañonazo se dilató retumbando sordamente por los espacios.
Eran las tres de la tarde de aquel día sofocante; las iglesias echaban avuelo sus campanas, los cohetes y las bombas estallaban en el aire sininterrupción. A medida que la tropa desembarcaba, los batallones ibanformando en el muelle la columna.
Mientras esta operación tenía lugar,Alejandro y yo contemplábamos desde lejos, recostados sobre la reja,porque no nos habían dejado pasar de los quioscos, de la entrada paraadelante.
En la playa, y al pie mismo del murallón donde nosotros estábamos,varios carreros del Bajo, en traje de fiesta, se habían congregado paraoír a dos de ellos que, armado el uno con una guitarra profusamenteencintada de blanco y celeste, y el otro con un acordeón, cantabancoplas patrioteras en una de esas tonadas características del compadritode Buenos Aires.
—¡Que cante el virola!—gritaba uno de los oyentes.
—¡Tu madrina!—contestole el guitarrero, que en efecto tenía los ojosmás torcidos que una encrucijada.
—Cantá ché lo que has arreglao pa la Guardia Nacional.
El de la guitarra con el del acordeón atacaron un aire vulgar, perocadencioso, antepasado en línea recta de la milonga del día, y detrásdel aire, el virola dijo con voz nasal y chocante la siguiente copla:
Nuestra
Guardia
Nacional
en
Cepeda
y
en
Pavón,
con
bravura
sin
igual,
se
lanzó
sobre
el
cañón
del cobarde federal.
—¡Lindo, don Polibio! Si a carrero y a verseador naide le gana. Hasta alos gringos de las balleneras se les cae la baba cuando canta usted.
Los resuellos chillones del acordeón habrían seguido, junto con losgemidos de la guitarra, si las músicas militares no hubiesen anunciadoque la columna, formada ya, se ponía en marcha a lo largo del muelle.
Fue entonces cuando la muchedumbre que obstruía la entrada, arrebatadapor una fila de vigilantes armados, encargados de abrir calle, remolineóy retrocedió de espaldas, compacta, hasta apretarse contra las paredesde las casas inmediatas; un tropel de jinetes que venía de la ciudad,ocupó el espacio abandonado. Me deslumbraron el oro de los galones, lasplumas blancas y azules de los elásticos agitadas por el viento, loscolores llamativos de los uniformes. Alejandro me alzó en alto para quepudiera ver bien, pero apenas tuve tiempo de columbrar un elásticocubriendo una larga y abundante melena de guedejas indolentes que caíansobre una frente espaciosa y unos ojos color plomo; todo esto sostenidosobre un cuerpo que Doré no habría desdeñado para bosquejar un Lafayetteen lontananza.
Quise ver más, pero los jinetes hicieron caracolear suscaballos; las primeras hileras de la columna aparecieron, y apenas llegóa mi oído el eco de una proclama de acentos olímpicos pero simpáticosque se extinguía en el estruendo unísono de un aplauso tributado porveinte mil manos. Yo aplaudía también y batía palmas.
—¿Por qué aplaude—me dijo Alejandro, de mal humor,—si no oye nada?
—¡Oh!—le contesté—¿acaso es necesario entender? ¿Cómo aplaudentambién todos los demás sin entender?
VIII
Por la noche, mis tíos, como me lo habían prometido, me llevaron alteatro de la Victoria. La compañía de García Delgado cantaba el himnonacional y representaba la Flor de un día, de Camprodón. ¡Oh, Flor deun día! ¡Oh, Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasíaexcéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragólos miriñaques y el peinado de bananas? ¿No era Lola la más encantadoray la más romántica de las mujeres? ¿No tenía Diego el contorno poéticodel amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barítono dezarzuela triste?
¿Por qué has de ser un disparate, oh hija legítima de don FranciscoCamprodón, adoptada por todos los teatros de la América Latina? ¡Tú quehas hecho lagrimar un continente entero desde Veracruz hasta BuenosAires!
¡Tú has muerto con el batón blanco; porque, así como el guante de pielde Suecia, largo y arrugado, sobre el brazo flaco y nervioso de SarahBernhardt ha dado su pincelada a Frou-Frou, así el batón blanco, concinturón celeste, te hizo a ti, hizo a Lola el prototipo de todas lasmujeres de tu tiempo! ¡Qué diablo! ¡tú has tenido también tu lugar en elsiglo de Hernani!... ¡Presidentes y ministros, generales y grandesabogados de la República Argentina, han creído en ti, como la Repúblicaha creído en ellos! Tus octosílabos rumorosos agitaron más de una nocheel pecho de la virgen y no fue sólo el teatro tu dominio! Fue también lafamilia, el hogar; porque todo lo invadiste, desde el salón de mi tíaMedea hasta la academia de negros y mulatos en que era halcón mi pardoAlejandro. Todavía recuerdo con escándalo el gesto irreverente yvolteriano con que el doctor Vélez se burlaba de ti una noche, dando lanota discordante en toda tu generación literaria. Yo sostengo ysostendré siempre que tú has hecho a muchos de nuestros poetas: ybastaría reflexionar un poco para notar que todas las manifestacionessociales se parecían a ti en aquellos días.
Tus versos llegaron a ser clásicos. Se citaban con gravedad en eleditorial por los periodistas contemporáneos y en la Cámara deDiputados por los oradores noveles, con el mismo respeto con que en larestauración se citaban los dísticos de Boileau. ¡El
día de la patria tepertenecía; te pertenecía el día de toda fiesta nacional! ¡Hasta dramapatriótico te había hecho el autor de tus días sin sospecharlo!
Algunas de tus frases, como: «¿tiene vuestra espada punta?» seconsagraron como el Di quella pira y el la donna e mobile de Verdi.No había entonces realismo; mister Pickwick no había atravesado elAtlántico; estaba en Bath presidiendo su club; Nana era un microbio;Artagnan era catedrático de historia; los Girondinos enseñaban lapolítica.
Era
la
época
de
las
cavatinas,
cuarteadas
con
acompañamientosrudimentarios; Lohengrin bebía mosela en los vidrios blasonados deBaviera; el Trovador era la ópera con Mirati y Tamberlick; tú eras eldrama con la Rodríguez y la Bigones, con Enamorado y Vilardebó. ¡Elteatro de la Victoria era tu campo de batalla!
¡Oh, mis buenos y bravos cómicos, aquella noche estaban todos! Miimaginación los evoca; desfilan como los fantasmas del sueño del pasadoy penetran al obscuro y olvidado panteón de las glorias del arteargentino; allí yo les levanto un monumento con los restos delguardarropa de Dagnino, en que había de todo; forma la base el casco deGonzalo de Córdoba, cubierto por el manto lanar moteado, arminio deIsabel la Católica; Don Juan Tenorio vola sobre el Terremoto de laMartinica, mientras que la Campana de la Almudaina toca a rebato en lahorca de los Escalones del Cadalso.
Pero sobre esta pirámide funeraria, levantada a los Talma y a los Keende la gran aldea, tres figuras se levantan: Lola, Diego y el Marqués,cantando el himno nacional antes de contar su candoroso poema de celos yde amor a una sala llena, en donde brillan las más lindas mujeres deaquellos días. ¡Pasad, oh sombras!
Habíamos ocupado un palco-balcón de la derecha, inmediato a aquellaantigua viga blanqueada que sostenía el techo y que por su espesordesafiaba las fuerzas de Sansón mismo.
Mi tía se había hecho acompañar por la señorita Fernanda, que yo estabaacostumbrado a ver con frecuencia en casa. Fernanda tenía dieciochoaños; pálida, de ojos claros y grandes, fríos y como azorados entre lasdensas ojeras que los sombreaban; en sus labios gruesos que dibujabanuna boca que podía llamarse grande sin injusticia, trazábase no sé quévaga sonrisa, en la que un observador sagaz habría encontrado el amor yel desdén reunidos en un consorcio inexplicable; la cabeza era noble yaltiva, sin embargo. En aquella época, en que los peinados eran unaepopeya de rulos y rellenos, Fernanda llevaba el suyo de una simplezatal, que rayaba en la suma elegancia: sus cabellos, de un rubio mate,recogidos y sujetos por dos cintas de moirée celeste, iban a rematar enla más linda nuca de mujer. Su seno escaso, tenía, sin embargo, no séqué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto:irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel delVeronese imprimía en el rostro de sus patricias venecianas. Era, en fin,aquella mujer un conjunto de frialdad y de elocuencia, de belleza y dedefectos, que atraía irresistiblemente, y en la que la originalidad delgesto y del mirar despertaban en mí una profunda y codiciosa curiosidad.
Fernanda, recostada sobre la balaustrada, oyó de pie el himno, y, cuandoéste terminó, se dejó caer negligentemente sobre su silla y abrió suenorme abanico de plumas blancas, con un ademán lleno de innatavoluptuosidad. ¡Qué contraste formaba aquella delicada criatura con mitía Medea! Una era la distinción personificada; la envolvía, laperfumaba un vapor de elegancia y de buen tono. La otra era un faunoobeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozorecio, que ya era bigote casi, hacían de ella un ser híbrido, en el quelos dos sexos se confundían.
Estaba esa noche verdaderamente consteladade diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenía, y muybuenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.
Inquieta y parlanchina, mantenía un verdadero telégrafo de saludos contodo el teatro; con los palcos, con la cazuela, con la platea; a todosconocía, a todos saludaba francachonamente con el abanico.
De repente, un murmullo de simpatía cundió por la sala entera, y todaslas miradas convergieron al palco central de la ochava: muchospersonajes, vestidos con la m?