La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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HABÍA cerrado la noche y brillaba la luna entre ligeras nubes cuandoRoger, cansado y hambriento, llegó al mesón de Dunán, famoso en diezleguas á la redonda y situado fuera del pueblo, en la intersección delos tres caminos de Balsain, Corvalle y Munster. Era un edificio bajo ysombrío, cuya puerta señalaban al caminante y alumbraban de noche doshachones encendidos. De la ventana central proyectaba una larga barra ámanera de asta, de cuya punta pendía enorme rama seca, señal cierta deque el sediento viajero hallaría en la venta toda clase de bebidas, y enespecial la dorada cerveza y el buen vino que tanto contribuían á lajusta fama del establecimiento.

Á su puerta se detuvo el joven, contemplando distraídamente un caballoensillado que allí esperaba piafando, atado á una gruesa argolla fija enla pared. Era la primera vez que el descendiente de los Clinton deMunster entraba en un mesón y preguntábase qué clase de gentes seríansus compañeros de hospedaje y qué recibimiento le harían.

Pero pensótambién que si la distancia á Munster no era larga, en cambio él noconocía á su hermano, de quien tenía los peores informes; y que loderecho era pasar la noche en el albergue de Dunán y presentarse de díaen casa de su pariente, que ni lo esperaba, ni sabía de él, ni jamás lehabía mostrado el menor interés.

La viva luz que iluminaba la puerta del mesón, las carcajadas que desdeella se oían y el rumor de vasos entrechocados hicieron vacilar unmomento al inexperto viajero, que hasta entonces había pasado sus nochesen la pulcra y callada celda del convento.

Pero hizo un esfuerzo ydiciéndose que era aquella una posada pública en la que él tenía tantoderecho á entrar como cualquier otro, franqueó la puerta y se halló enla sala común.

Aunque era la noche una de las primeras del otoño y nada fría, ardían enel hogar gruesos leños cuyo humo salía en parte por la chimenea y enparte invadía también la estancia y oprimía las gargantas de cuantos enella se encontraban. Sobre el fuego se veía un gran caldero cuyocontenido hervía á borbotones y despedía el más apetitoso olor. Sentadosen torno una docena ó más de toscos bebedores, quienes al ver á Rogerprorrumpieron en voces tales que éste se quedo indeciso, mirándolos átravés del humo que llenaba el local.

—¡Otra tanda, otra tanda! gritó un gandul zarrapastroso. ¡Venga micerveza y que pague la tanda el recienllegado!

—Esa es la ley del Pájaro Verde, aulló otro. ¡Cómo se entiende, tíaRojana!

¿Parroquiano nuevo y vasos vacíos?

—Un momento, mis buenos señores, un momento. Si no he preguntado lo quequeréis es porque ya lo sé, y escanciando estoy la cerveza para losleñadores, aguamiel para el músico, sidra para el herrero y vino paratodos los demás. Llegaos aquí, buen hidalgo, dijo á Roger, y sed muybienvenido. Sabed que ha sido siempre costumbre del Pájaro Verde queel último en llegar pague una convidada. ¿Os conformáis á ello?

—Me guardaré yo de contravenir los usos de vuestra casa, señoraventera. Pero no estará de más decir que si mi voluntad es buena mibolsa no está muy henchida; sin embargo, daré con gusto hasta un ducadopor obsequiar á los presentes.

—¡Bravo! gritaron todos á una voz, chocando y vaciando sus vasos.

—¡Bien dicho, frailecico mío! exclamó un vozarrón sonoro, á tiempo queuna pesada mano caía sobre el hombro de Roger. Volvióse éste y vió á sulado á Tristán de Horla, su compañero de claustro, expulsado de laabadía aquella mañana.

—¡Por la cruz de Gestas! Malos días se le preparan á Belmonte,continuó el fornido exnovicio. En veinticuatro horas han dicho adiós ásus vetustos paredones dos de los tres hombres que había en todo elconvento. Porque hace tiempo que te conozco, Roger amigo, y á pesar detu carita de muñeca llegaras á ser todo un hombre. El otro á quien merefiero es el buen abad. Ni él es mi amigo ni yo le debo favores, perotiene un corazón animoso y sangre de pura raza y vale mucho más que lapartida de gansos que tiene á sus órdenes. ¿No es así, Rogerito?

—Los monjes de Belmonte son unos santos....

—Santos calabacines, que sólo entienden de darse buena vida y llenar elbuche.

¿Crees tú que estos brazos míos y esa cabeza tuya nos fuerondados para llevar semejante vida? Mucho hay que hacer y que ganar en elmundo, amigo, pero no para los que se encierran entre cuatro paredes.

—Pues entonces ¿por qué te hiciste novicio?

—Justa es la pregunta, á fe mía y no difícil la respuesta. Porque larubia Margot, de la Granja Real, se casó con Gandolfo el Zurdo, unpillete de siete suelas, dejando plantado á Tristán de Horla, noobstante sus promesas y otras cosas que yo me sé. Y

estando dichoTristán enamorado como un bolonio, se metió en el convento, en lugar depedir al rey una alabarda ó un arco y de dar al Zurdo un pie de palizacomo para él solo. Con la calma vino la reflexión, le pegué un susto alsoplón Ambrosio, hice que me quitaran el hábito blanco, se enfureció elabad, y por él lo siento, dejé para siempre el monasterio y aquí metienes más contento que unas pascuas.

Echáronse á reir sus oyentes, á tiempo que llegaba la patrona con dosgrandes jarros de vino y cerveza y tras ella una sirvienta con platos ycucharas que distribuyó á los parroquianos. Dos de éstos que vestían elverde sayo de los guardabosques retiraron el caldero del fuego éhicieron plato á los restantes y todos atacaron con apetito el humeantepotaje. Roger se instaló en un ángulo algo apartado del fuego, dondepodía comer y beber con sosiego á la vez que observar los hechos ydichos de aquella extraña reunión, iluminada por la luz del hogar y tresó cuatro antorchas colocadas en aros de hierro fijos en las ennegrecidasparedes. Además de los guardabosques y algunos robustos jayanes queganaban su vida carboneando y cortando leña en los vecinos montes,veíase allí á un músico de rubicunda nariz, á un alegre estudiante deExeter, y más allá un sujeto de enmarañados cabellos y luenga barba,envuelto en tosco tabardo y un joven, al parecer montero ó paje, cuyoraído jubón no reflejaba gran crédito sobre la munificencia de su señor,quienquiera que fuese. Junto á él comía con apetito el alegre exnovicio,á cuya derecha quedaban tres rudos mozos de labranza. En el rincón másapartado del hogar roncaba un parroquiano, rendido por las frecuenteslibaciones á que sin duda se había entregado antes de la llegada de losotros huéspedes.

—Ese es Ferrus el pintor, dijo la tía Rojana señalando con el cucharónal dormido bebedor. ¡Y yo, tonta de mí, que le creí y le dí de beberantes de que me pintara la muestra prometida y ahora me quedo sinmuestra y sin el vino que se me ha tragado ese perdulario! Figuraos,continuó la indignada ventera dirigiéndose á Roger, que Ferrus meofreció esta mañana pintarme una enseña con un pájaro verde, nombre queha llevado por luengos años esta honrada venta, á condición de darletodo el vino que quisiese durante su trabajo; ¡y ved aquí lo que esefarsante ha pintado y quiere que cuelgue yo á la puerta de mi casa!

Diciendo esto presentó la buena mujer un tablero en el que sobre fondorojizo y nada limpio se contoneaba una especie de gallina moribundapintarrajeada de verde, con un ojo saltón y amarillento colocado máscerca del pescuezo que del pico; era éste encorvado y enorme, y de élpendía un cartelón pintado de blanco con esta inscripción en letrasnegras: ¡Al Pagaro Berde!

Aquella obra maestra del pintor ambulante fué acogida con grandes risas,y el mismo Roger no pudo menos de convenir con la ventera en que aquelpapagayo bizco y aquella ortografía fantástica perjudicarían á la buenafama del mesón y moverían á risa á los señores que allí se detuviesen ádescansar y refrescar durante sus frecuentes cacerías.

—Sería la ruina de mi casa, exclamó la tía Rojana.

—No os apuréis, buena mujer, que yo espero mejorar algo el cuadro, dijoRoger, si vos me dáis los colores y pinceles del artista Ferrus.

—El cielo os prospere si así lo hacéis, lindo señor, dijo ellasorprendida y encantada con aquella oferta; y en un santiamén le llevó yabrió el zurrón de Ferrus, admirando la prontitud y habilidad con queRoger manejó colores, paleta y pinceles y borrando el espantajo verdecomenzó á pintar el fondo de la nueva muestra.

—El barón de Ansur tendrá que arar él mismo sus campos, si quieregrano, voceaba en tanto uno de los bebedores, con zamarra y gruesasbotas de cuero. Lo que es yo no vuelvo á poner el pie en sus tierras.Doscientos años hace que toda mi parentela suda la gota gorda para quelos señores de Ansur tengan buen vino en sus mesas y copas de oro en quebeberlo y brocados y sedas con que vestirse. ¡Voto á tal que desde hoyme quito la librea y no vuelvo á trabajar para esos señoronesholgazanes!

—Tened la lengua, Rodín, advirtió la ventera.

—No, no, dejadle, dijo uno de los leñadores. Lo que necesitamos es quemuchos villanos piensen como Rodín y sacudan el yugo. Medrados estamossi hasta el hablar se nos niega. Por mi parte, aunque me corten lasorejas....

—Ved que eso de cortar orejas, tan bonitamente pueden hacerlo losverdugos de los barones como los cuchillos de los leñadores, añadió otrode éstos. ¡Por San Jorge! De mí sé decir que prefiero vivir en el monteá servir á un criado del rey.

—Yo no tengo más amo que el rey, declaró otro de los presentes, despuésde empinar un jarro lleno de cerveza.

—¿Y quién es el rey? aventuró Rodín, que estaba ya entre dos luces. ¿Espor ventura un rey inglés cuando su lengua se niega á decir dos palabrasen nuestro idioma?

Acordaos de su visita del año pasado al castillo deMalvar, donde se presentó con gran golpe de senescales, justicias,condestables, monteros y guardas. En una de las cacerías vigilaba yo laverja de Glendale cuando héte al rey que me echa encima su caballo,diciendo " ¡Ouvrez, ouvrez! " ó cosa parecida. ¿Es ese el rey que ahoratenemos los ingleses?

—¡Á callar se ha dicho! gritó de repente Tristán de Horla, dando untremendo puntapié al escabel que tenía delante y lanzándolo contra lostroncos del hogar, que despidieron millares de chispas. Nadie insulte enmi presencia al buen rey Eduardo, ni le nombre siquiera si no ha de sercon el respeto debido. De lo contrario, ¡por la cruz de Gestas!... Si nosabe hablar inglés sabe combatir mejor que muchos ingleses, que pasabanla vida atiborrándose de jugosa carne y buena cerveza mientras él daba yrecibía mandobles bajo los muros de París!

Tan enérgicas palabras, dichas por aquel nervudo mocetón, desalentaron álos gruñones, que desde aquel punto y hora hablaron menos y bebieronmás. Así pudo Roger oir lo que se decía en otro grupo compuesto, segúnle había dicho al oído la agradecida ventera, de un sangrador, undentista ambulante y el músico de la encendida nariz.

—Una rata cruda es mi receta invariable contra la peste, decíagravemente el medicastro; una rata cruda abierta en canal.

—¿No sería mejor asarla un poco, señor físico? preguntó el sacamuelas.Porque eso de comer ratas crudas....

—¿Quién habla de comerlas, maese Verdín? exclamó con desdén eldiscípulo de Esculapio. El animalito abierto en canal se aplica sobre lallaga ó sobre la inflamación que precede á ésta. Y siendo la rata animalinmundo, atrae y absorbe por su propia naturaleza los malos humores,libertando de ellos el cuerpo del paciente.

—¿Y con tal remedio se cura también la viruela? preguntó el músico,después de convencerse de que su jarro no contenía gota de cerveza.

—Con tanta seguridad como la peste, afirmó el físico, limpiando suplato con un mendrugo de pan.

—Pues entonces, continuó el músico, me alegro de que vuestrotratamiento no sea muy conocido, porque para mi santiguada que laviruela y la peste son las mejores amigas del pobre en Inglaterra.

—¿Cómo es eso, amigo? preguntó Tristán.

—Escanciad un poco de cerveza de vuestro jarro en este cubilete y os lodiré. Pues bien, muchas veces se me ha ocurrido que si la peste y otrasplagas se llevasen la mitad de la gente que hoy vive en los dominios delseñor rey Eduardo, los que quedasen podrían habitar buenas casas,trabajar poco ó nada y vivir en la abundancia.

—¡Miren por dónde asoma el arpista! exclamó maese Verdín. Pues ya quetan duras entrañas tenéis, os deseo que cuando la plaga empiece á mataringleses se os lleve á vos el primero....

—¡Pesia mí! Lo que á vos os duele, seor dentista, es que muriéndosemedio mundo os quedaríais poco menos que sin trabajo, vos que sóloentendéis de despoblar quijadas y apenas ganáis hoy para pan y queso.

Renovóse la risa á costa del buen Verdín y el músico se levantó paratomar de un rincón su arpa vetusta, que empezó á tañer con vigor.

—¡Paso al coplero! exclamaron los leñadores; sentaos aquí junto alfuego, y venga una tonada alegre, como las que tocasteis en la romeríade Malvar.

—¡Que toque "La Rosa de Lancaster"!

—¡No, no, "Las Niñas de Dunán"!

—"¡El Arquero y la Villana!"

Sin hacer el menor caso de aquellas voces, el músico seguía pulsando lascuerdas, fija la mirada en el ahumado techo, como tratando de recordarla letra de su canto.

Luégo entonó con ronca voz una de las cancionesmás obscenas de la época, con visible aprobación de la mayoría de susoyentes. La sangre se agolpó al rostro de Roger, que abandonando suasiento, exclamó imperiosamente:

—¡Callad! ¡Qué vergüenza! ¡Vos, vos, un anciano que debería dar buenejemplo á los otros!

La sorpresa de todas aquellas gentes fué profunda.

—¡Por las barbas del rey de Francia! exclamó uno de los monteros. Elestudiantino ha recobrado el uso de la palabra y va á echarnos unsermón.

—Se ha ofendido la damisela, dijo un campesino. Venid acá, señorfísico, y sangrad á este querubín antes que se nos desmaye.

—¡Seguid vuestra canción, maese Lucas, que no hay tilde que ponerle!¿Estamos en una venta ó en el salón de mi señora la baronesa?

—¡Que me aspen si toco ni canto más! decía malhumorado el músico,enfundando su arpa. ¿Pues qué esperaba vuesa merced, un himno sacro ó laletanía? ¿Desde cuándo asustan á los pajecillos las trovas que entonantodos los juglares del reino? Lo dicho, no canto más.

—Sí haréis, repuso uno de sus oyentes. Á ver, tía Rojana, un jarro delo bueno para maese Lucas. Yo convido. Vengan trovas, y si al doncel nole gustan, que se largue, ó si no....

—Poco á poco, don valiente, interrumpió Tristán, poniéndose delante deRoger, como para protegerlo. Mi compañero ha reprendido al viejocoplista porque ni ha oído jamás las desvergüenzas que os parecengracias, ni está en él creer que pueda decirlas sin protesta un hombrede cabeza cana como la del maese, por más que su nariz lo proclameborrachín de oficio. Pero ya que este frailecico rubio no quiere oirvuestras trovas, ni vos las cantaréis hoy, ni vos, seor bravucón, loecharéis á él de esta venta.

—¡Rayos de Dios, y qué justicia mayor nos ha caído hoy encima!

exclamóponiéndose en pie un ceñudo campesino.

—¿Habéis acaso comprado El Pájaro Verde? preguntó otro. Ved que nosólo el paje llorón sino vos también váis á dar de bruces en el camino.

—¡Tregua, Tristán! exclamó Roger apresuradamente. Me voy, antes que serocasión de una lucha.

—Cállate, muchacho, le contestó su amigo, arremangándose y mostrandolos hercúleos brazos. Mal año para mí si esta gentuza no ha dado con lahorma de su zapato. Hazte á un lado y verás cómo les arde el pelo....¡Acercaos, mandrias! ¡Venid á trabar conocimiento con los puños deTristán de Horla, bellacos!

Viendo que la cosa iba de veras, levantáronse precipitadamente losguardabosques y monteros para poner paz, mientras la ventera y el físicose dirigían ya á los campesinos y leñadores, ya al brioso Tristán,procurando aplacarlos con buenas palabras. En aquel momento se abrióviolentamente la puerta del mesón, y la atención de todos se fijó en elrecienllegado que con tan poca ceremonia se presentaba.

CAPÍTULO VI

DE CÓMO EL ARQUERO SIMÓN APOSTÓ SU COBERTOR DE PLUMA ERA el desconocido hombre de mediana estatura, vigoroso y bien plantado;moreno el rostro, afeitado cuidadosamente, y acentuadas y un tanto rudaslas facciones, desfiguradas en parte por tremenda cicatriz que cruzabala mejilla izquierda, desde la nariz hasta el cuello. Vivos los ojos,con expresión de amenaza en su brillo y en la contracción habitual delas cejas. Su boca de duras líneas y apretados labios no suavizaba porcierto la severidad del semblante, que revelaba al hombre familiarizadocon el peligro y dispuesto siempre á combatirlo. Su larga tizona y elfuerte arco que llevaba á la espalda revelaban su profesión, así comolas averías de su cota de malla y las abolladuras del casco decían á lasclaras que llegaba de los campos de batalla, á la sazón teñidos ensangre inglesa y francesa en la guerra que proseguían Eduardo III y suhijo el Príncipe Negro contra el Rey Carlos V de Francia.

Del hombroizquierdo del arquero pendía un ferreruelo blanco, con la roja cruz deSan Jorge en su centro.

—¡Hola! exclamó guiñando rápidamente los ojos, deslumbrados por labrillante luz del hogar y de las antorchas. ¡Buena lumbre, buenacompañía y buena cerveza! Dios os guarde, camaradas. ¡Una mujer, porvida mía! dijo al ver á la tía Rojana, que en aquel momento pasaba juntoá él con un par de jarros rebosantes de cerveza. ¡Salud, prenda! yrodeando con su brazo el talle de la ventera, estampó dos sonoros besosen sus mejillas.

¡Ah, c'est l'amour, madame, c'est l'amour! tarareó. Mal haya elpícaro francés, que se me ha pegado á la lengua y voy á tener queahogarlo en buena cerveza inglesa.

Porque habéis de saber que no tengouna gota de sangre francesa en las venas y que soy el arquero SimónAluardo, inglés de buena cepa y contentísimo de volver á poner los piesen su tierra. Así fué que al desembarcar de la galera en la playa deBoyne besé la tierra, porque hacía ya ocho años que no la veía, como oshe besado á vos, bella ventera, porque de Boyne aquí apenas si he vistomedia docena de buenas mozas, y ninguna tan apetitosa como vos.... Pero¡por mi espada! que esos bribones se han largado con la carga, exclamólanzándose hacia la puerta. ¡Hola! ¿estáis ahí? ¡Entrad luego, truhanes!

Á su voz entraron en la estancia tres cargadores con sendos fardos ypermanecieron alineados cerca de la pared.

—Veamos si me devolvéis intacta mi hacienda, buscones. Número uno: uncobertor francés de pluma finísima, dos sobrecamas de seda labrada dedamasco y veinte varas de terciopelo genovés.

—Aquí está todo, señor capitán.

—¡Qué capitán ni qué niño muerto! Á ver, el segundo: un rollo de telade púrpura, que no se ha visto matiz más hermoso en Inglaterra y otro depaño de oro; ponlo ahí en el suelo junto al fardo del otro, y si algoresulta manchado ó averiado te corto las orejas. Número tres: una cajacerrada que contiene broches de oro y plata, dos dagas de gran valor, unrelicario guarnecido de perlas y otros despojos, ganados por mí con lapunta de mi fiel espada. Item más, un paquete con un cáliz y doscrucifijos, todo ello de plata de ley y hallado por mí en la iglesia deSan Dionisio de Narbona, durante el saqueo de aquella ciudad; objetosque me apropié para evitar que cayeran en manos peores que las muylimpias de un arquero del rey Eduardo. ¡Corriente, monigotes! La cuentaestá completa. Aquí tenéis dos sueldos por barba, que no debieradároslos, sino dos puntapiés á cada uno; y decid á la patrona que oseche un trago, que yo pago.

Todos contemplaban y oían con interés al veterano, quien apenas aplacóla sed apurando un enorme cubilete de estaño lleno de cerveza, volvió átomar la palabra:

—Y ahora, á cenar, ma belle. Un capón asado, un trozo de carne dignode mi apetito y dos ó tres frascos de buen vino gascón. Tengo doblas deoro y cornados de plata en el bolsillo, y sé gastarlos, como buensoldado. Por lo pronto, cuantos me oyen van á tomar un trago de lo quegusten conmigo.

La invitación no era para rehusada; volvieron á llenarse los jarros ybebieron á la salud del alegre arquero, á quien rodearon todos, áexcepción de algunos leñadores y pecheros que vivían lejos y muy á supesar tuvieron que abandonar la venta. El recienllegado se había quitadocota, casco y manto y puéstolos sobre sus fardos, junto con la espada,arco y flechas. Sentado frente al hogar, desabrochada la almilla yasiendo con la fuerte y atezada diestra el asa de un jarro de buentamaño lleno hasta los bordes, sonreía con expresión de profundocontento. Los encrespados cabellos de castaño color le cubrían el cuelloy no parecía tener más de cuarenta años, á pesar de las profundashuellas impresas en su rostro por las penalidades de sus largas campañasy por los excesos del placer y la bebida. Roger había suspendido lapintura de la famosa muestra y contemplaba admirado aquel tipo delguerrero de la época tan nuevo para él, y que en corto espacio habíasemostrado duro y violento, galante, generoso, sonriente y apacible porfin, seguro de su fuerza y satisfecho de sí mismo.

En aquel momentoacertó á mirarle el arquero y vió la sorpresa y la curiosidad retratadasen el rostro del joven.

—¡Á tu salud, mon garçon! exclamó levantando su jarro y con sonrisaque descubrió dos hileras de firmes y blancos dientes ¡Por mi espada,que no has visto tú muchos hombres de armas, ó no me mirarías como sifuese yo un moro recienllegado de España!

—Jamás había visto un soldado de nuestras guerras, confesó Rogerfrancamente, aunque sí oído y leído mucho sobre sus proezas.

—Pues á fe que si cruzas el mar los verás más numerosos que abejas enla colmena.

Hoy no podrías disparar una flecha en las calles de Burdeossin ensartar arquero, paje, caballero ó escudero de uno ú otro bando. Yno de los que estilamos por aquí, con justillo y manto, sino con cota demalla ó coraza.

—¿Y dónde habéis hallado todas esas lindas cosas que ahí tenéis?preguntó Tristán, señalando las riquezas amontonadas del arquero.

—Donde hay otras muchas y mejores esperando que vayan á recogerlas losmozos bien plantados como tú, que no deberían de seguir enmoheciéndoseaquí, esperando que el amo les pague el salario, sino ir á ganarlo ycobrarlo por sí mismos, allá en tierra de Francia. ¡Voto á tal, que esaquella vida digna de hombres, noble y honrada cual ninguna! ¡Ea, bebedconmigo á la salud de mis camaradas, á la gloria del Príncipe Negro,hijo del buen rey Eduardo y sobre todo á la del noble señor ClaudioLatour, jefe de la invicta Guardia Blanca!

—¡Claudio Latour y la Guardia Blanca! exclamaron á una voz lospresentes, casi todos conocedores de los altos hechos de aquel esforzadocapitán y del invencible cuerpo de su mando, los famosos ArquerosBlancos, que habían tomando parte principalísima en las luchas contraFrancia.

—¡Bravo, camaradas! Volveré á llenar vuestros cubiletes, por lo bienque habéis brindado en honor de los valientes que visten el coletoblanco. ¡Venga esa cerveza, ángel mío! y dirigiéndose á la tía Rojana,que le miraba sonriente y complacida, entonó una canción bélica, convozarrón tremendo y desafinando á todo trapo.

—Á fe mía que más entiendo yo de dar flechazos que de cantar trovas.

—La canción esa me la sé yo de la cruz á la fecha, y mi arpa la conocetan bien como yo, dijo el músico. Y si este señor predicador, añadiómirando á Roger, no tiene en ello inconveniente, la tocaré y cantaré enobsequio de este valiente arquero....

Muchas veces recordó después Roger el animado y pintoresco cuadro quepresentaba la sala del Pájaro Verde en aquellos momentos. En el centrodel corro el mofletudo y enrojecido rostro del juglar, cantando conmucha expresión las populares estrofas; el grupo de oyentes, el arqueroSimón llevando el compás con la cabeza y con la mano, y el exnovicioTristán, que no era de los menos complacidos con el canto de maeseLucas, á juzgar por la sonrisa que animaba su rostro bonachón.

—¡Por el filo de mi espada! exclamó el arquero al terminar la canción.Muchas noches he oído esa misma trova en el campo inglés y cuenta quele hacíamos coro más de doscientos soldados del rey; pero este viejobebedor deja muy atrás á los que tenemos por oficio manejar el arco, laballesta y la alabarda.

Entretanto, la ventera y una buena moza que la ayudaba habían colocadosobre la maciza mesa de encina los apetitosos platos que formaban lacena de Simón, acompañados de algunas enormes rebanadas de plan blanco.

—Lo que no entiendo, continuó alegremente el arquero mientras sepreparaba á despachar su cena, es que mocetones como vosotros osavengáis á vivir pegados al terruño, doblando el espinazo y sudando elquilo, cuando tan buena vida podríais llevar bajo las banderas del rey.Miradme á mí. ¿Qué tengo que hacer? Lo que dice la canción que acabáisde oir: la mano en la cuerda, la cuerda en la flecha y la flecha en elblanco. Que es precisamente lo que vosotros hacéis como distracción ypasatiempo los domingos, después del rudo trabajo de la semana.

—¿Y la paga? preguntó uno.

—Pues ya lo estáis viendo: como bien, bebo mejor, convido á quien meplace, no pido favores á nadie y le traigo á mi novia telas de seda ybrocado dignas de una princesa. ¿Qué os parece la paga, mes garçons?¿Y qué del montón de chucherías y dijes que véis en aquel rincón? Todoello viene en derechura del sur de Francia, donde hemos hecho la últimacampaña. ¿Cuándo esperáis ganar vosotros la centésima parte de esebotín?

—Rico es, á fe mía, dijo el sacamuelas.

—Y luego, la posibilidad de embolsarse un buen rescate. ¿No sabéis loque pasó hace pocos años en las batallas de Crécy y de Poitiers? No hubohombre de armas ni paje ó escudero inglés que no hiciera prisionero porlo menos á un rico barón, conde ó alto caballero francés. Ahí está miprimo Roberto, un gañán como hay pocos, que al empezar la retirada delenemigo en Poitiers puso sus manazas sobre el paladín francés Amaury deChateauville, dueño y señor de cien villas y castillos, quien tuvo queaprontar cinco mil libras de oro por su rescate, amén de dos caballossoberbios con riquísimas preseas. Cierto que el zafio de Roberto notardó en quedarse sin blanca, gracias á una mozuela francesa, linda comouna perla y más lista que una ardilla. Pero esas son cuentas suyas, yademás ¿no se han hecho las doblas para gastarlas, sobre todo encompañía de un buen palmito? ¿Verdad, ma belle?

—Bien dicen que nuestros valientes arqueros vuelven al país no sóloricos sino corteses, replicó la Rojana, á quien habían impresionadovivamente la franqueza, el buen humor y la generosidad de su nuevohuésped.

—¡Á vuestra salud, ojos de cielo! fué la réplica del galante soldado,levantando su vaso y sonriendo á la ventera.

—Una cosa no veo yo muy clara, señor arquero, dijo el estudiante deExeter. Y es que habiendo firmado nuestro buen príncipe el tratado deBretigny con el soberano francés, después de nuestras recientes ygrandes victorias, nos habléis de guerra con Francia y de rescates ybotines....

—Lo cual quiere decir que yo miento, barbilindo, interrumpió elsoldado, asiendo por las patas el enorme capón asado que delante tenía,como si fuese una maza de combate.

—Líbreme Dios de semejante atrevimiento, exclamó apresuradamente eljovencillo.

De allá venís vos, y quizás traigáis nuevas nunca oídastodavía en Inglaterra. La tregua con Francia no ha de ser eterna....

—Ni mucho menos. Pero aun cuando es muy cierto, como decís, que hoy porhoy no estamos á rompernos los huesos con los soldados del rey Carlos,vuestra pregunta prueba que sois novicio en