—Ya me figuraba yo que decía algo por el estilo, comentó Tristán, perome callé porque no entendí eso de alta y baja justicia.
—¡Vive Dios y qué bien lo entenderías si fueras francés! Lo de bajajusticia quiere decir que tu señor tiene el derecho de esquilmarte, y laalta justicia lo autoriza para colgarte de una almena, sin másrequilorios. Pero aquí está la misiva que debo llevar al barón de Morel,limpios quedan los platos y seco el jarro; hora es ya de ponernos encamino. Tú te vienes conmigo, Tristán, y cuanto al barbilindo ¿á dóndedijiste que ibas?
—Á Munster.
—¡Ah, sí! Conozco bien este condado, aunque nací en el de Austin, en laaldehuela de Cando, y nada tengo que decir contra vosotros los deHanson, pues no hay en la Guardia Blanca arqueros ni camaradas mejoresque los que aprendieron á tirar el arco por estos contornos. Iremoscontigo hasta Munster, muchacho, ya que eso poco nos apartará de nuestrocamino.
—¡Andando! exclamó alegremente Roger, que se felicitaba de continuar suviaje en tan buena compañía.
—Pero antes importa poner mi botín en seguridad y creo que lo estarápor completo en esta venta, de cuya dueña tengo los mejores informes.Oid, bella patrona. ¿Véis esos fardos? Pues quisiera dejarlos aquí, ávuestro cuidado, con todas las buenas cosas que contienen, á excepciónde esta cajita de plata labrada, cristal y piedras preciosas, regalo demi capitán á la baronesa de Morel. ¿Queréis guardarme mi tesoro?
—Descuidad, arquero, que conmigo estará tan seguro como en las arcasdel rey.
Volved cuando queráis, que aquí habréis de hallarlo todointacto.
—Sois un ángel, bonne amie. Es lo que yo digo: tierra y mujeringlesas, vino y botín franceses. Volveré, sí, no sólo á buscar mihacienda sino por veros. Algún día terminarán las guerras, ó me cansaréyo de ellas, y vendré á esta tierra bendita para no dejarla más,buscándome por aquí una mujercita tan retrechera como vos.... ¿Qué osparece mi plan? Pero ya hablaremos de esto. ¡Hola, Tristán! Á pasolargo, hijos míos, que ya el sol ha traspuesto la cima de aquellosárboles y es una vergüenza perder estas horas de camino. ¡Adieu, mavie! No olvidéis al buen Simón, que os quiere de veras. ¡Otro beso!¿No? Pues adiós, y que San Julián nos depare siempre ventas tan buenascomo ésta.
Hermoso y templado día, que convirtió en gratísimo paseo el camino delos tres amigos hasta Dunán, en cuyas calles vieron numerosos hombres dearmas, guardias y escuderos de la escolta del rey y de sus nobles,hospedados por entonces en el vecino castillo de Malvar, centro de lasreales cacerías. En las ventanas de algunas casas menos humildes ydestartaladas que las restantes se veían pequeños escudos de armas queseñalaban el alojamiento de un barón ó hidalgo de los muchos que nohabía sido posible aposentar en el castillo. El veterano arquero, comocasi todos los soldados de la época, reconoció fácilmente las armas ydivisas de muchos de aquellos caballeros.
—Ahí está la cabeza del Sarraceno, iba diciendo á sus compañeros; locual prueba que por aquí anda Sir Bernardo de Brocas, á quien esas armaspertenecen. Yo le ví en Poitiers, en la última acometida que dimos á loselegantes caballeros franceses y os aseguro que peleó como un león. Esmontero mayor de Su Alteza y trovador como hay pocos, pero no iguala alseñor de Chandos, que canta unas trovas alegres con más gracia quenadie. Tres águilas de oro en campo azul; ese es uno de los Lutreles,dos hermanos á cual más esforzado. Por la media luna que va encima juzgoque debe de ser la divisa de Hugo Lutrel, hijo mayor del viejocondestable, á quien retiramos del campo de batalla de Romorantín con elpie atravesado por un dardo. Allí á la izquierda campea el casco conplumas rizadas de los Debrays. Serví un tiempo á las órdenes del señorRolando Debray, gran bebedor y buena lanza, hasta que la gordura leimpidió montar á caballo.
Así continuó comentando Simón, atentamente escuchado por Roger, mientrassu hercúleo compañero contemplaba con interés los grupos de pajes yescuderos, los magníficos lebreles y los mozos que limpiaban armas ymonturas ó discutían sobre los méritos de los corceles pertenecientes ásus señores respectivos. Al pasar frente á la iglesia se abrieron laspuertas de ésta para dar salida á numeroso grupo de fieles. Roger doblóla rodilla y se descubrió, pero antes de que terminara su corta oraciónya habían desaparecido sus dos compañeros en el recodo que más allá dela iglesia formaba la calle del pueblo y Roger tuvo que correr paraalcanzarlos.
—¡Cómo! exclamó. ¿Ni siquiera un avemaría ante las abiertas puertas dela casa del Señor? ¿Así esperáis que Él bendiga vuestra jornada?
—Amigo, repuso Tristán, he rezado tanto en los últimos dos meses, nosólo al levantarme y acostarme sino en maitines, laudes y vísperas, quetodavía me da sueño al pensar en ello y creo que tengo rezos anticipadospara algunas semanas por lo menos.
—Nunca están demás las oraciones, observó Roger con calor. Es lo únicoque puede valernos. ¿Qué es, sino una bestia, el hombre para quien lavida se reduce á comer, beber y dormir? Sólo cuando se acuerda delinmortal espíritu que lo anima se eleva y se convierte en hombre, ensér racional. ¡Pensad cuán triste sería que el Redentor hubiesederramado en vano su preciosa sangre!
—¡Tate, y qué gran cosa es el muchacho éste, que se ruboriza como unadoncella y al propio tiempo sermonea como todo el sacro Colegio deCardenales! exclamó el arquero. Y á propósito, ya que de la muerte deNuestro Señor nos hablas, juro que no puedo pensar en ello sin desearque aquel bribón de Judas Iscariote, que por la cuenta debió de serfrancés, hubiese venido por estas tierras, para tener el gusto depegarle cien flechazos, desde los pies hasta la coronilla. Y no fueronmenos canallas los que crucificaron á Jesús. Por mi parte, la muerte queprefiero es la que se recibe en el campo de batalla, cerca de la granbandera roja con su león rampante, entre las voces de los combatientes,el chocar de las armas y el silbido de las flechas. Pero eso sí, mátemelanza, espada ó dardo, caiga yo á los golpes del hacha de combate óatravesado por alabarda ó daga; pero me parecería una vergüenza recibirla muerte de una de esas bombardas que ahora empiezan á usar gentescobardes, que derrengan á un valiente desde lejos y son más propias paraasustar mujercillas y niños con sus fogonazos y estampidos que parahabérselas con hombres de pelo en pecho.
—Algo he leído en el claustro sobre esas nuevas máquinas de guerra,dijo Roger. Y
á duras penas comprendo cómo una bombarda pueda lanzarpesada esfera de hierro á doble distancia que la alcanzada por la flechadel mejor arquero, y con fuerza suficiente á destrozar armaduras y batirmurallas.
—Así es, en efecto. Pero también es cierto que mientras los novelesarmeros limpiaban sus bombardas y les hacían tragar un polvo negro quedebe de ser obra del diablo y les atacaban una de sus pelotas de hierro,nosotros los arqueros blancos solíamos atizarles hasta diez flechazoscada uno, dejando ensartados y tendidos á buen número de aquellosbellacos, que Dios confunda. Sin embargo, no negaré que en el cerco deuna plaza ó una fortaleza, las compañías de pedreros y bombardas prestanmagno servicio y abren á los verdaderos soldados la brecha quenecesitamos para ir á verle de cerca la cara al enemigo.... Pero ¿quéesto? Alguien gravemente herido ha pasado hace poco por aquí. ¡Mirad!
Al decir esto señalaba y seguía el soldado un rastro de sangre que teñíala hierba y las piedras del camino.
—Un ciervo herido, quizás....
—No lo creo. Soy bastante buen cazador para descubrir su pista, sialguno hubiera pasado por aquí. Quienquiera que sea, no anda lejos.¿Oís?
Los tres se pusieron á escuchar. De entre los árboles del bosque llegabahasta ellos el ruido de unos golpes dados á intervalos regulares, el ecode ayes y lamentos dolorosos y una voz que entonaba acompasado canto.Llenos de curiosidad, se adelantaron rápidamente y vieron entre losárboles á un hombre alto, delgado, que vestía largo hábito blanco yandaba lentamente, inclinada la cabeza y cruzadas las manos. Abierto ycaído el hábito desde los hombros hasta la cintura, dejaba descubiertaslas espaldas, que aparecían cárdenas y ensangrentadas, dejando correrhilos de sangre que manchaban la túnica y goteaban sobre el suelo. Ibatras él otro individuo de menor estatura y más edad, vestido como elprimero y con un libro abierto en la mano izquierda, al paso que laderecha empuñaba unas largas disciplinas, con las que azotaba cruelmenteá su compañero al terminar la lectura de cada una de las oraciones queen francés salmodiaba.
Asombrados contemplaban nuestros viajeros el inesperado espectáculo,cuando el azotador entregó libro y disciplinas á su compañero ydescubrió sus propias espaldas, de las que muy pronto empezó á correr lasangre, á los zurriagazos furibundos que le daba su verdugo. Cosaextraña y nueva aquella para Roger y Tristán, mas no para el arquero.
—Son los Penitentes, dijo; unos frailes que á cada paso encontrábamosen Francia y muy numerosos en Italia y Bohemia, pero apenas conocidostodavía en Inglaterra, donde ciertamente no esperaba yo verlos. Aun lospocos que aquí hay son todos extranjeros, según me han dicho. ¡Enavant! Pongámonos al habla con esos reverendos que en tan poco estimansu pellejo.
—Bastante os habéis azotado ya, padres míos, les dijo el arquero enbuen francés al llegar junto á los penitentes. Largo es el reguero devuestra sangre en el camino. ¿Por qué os maltratáis de esa manera?
— ¡C'est pour vos péchés, pour vos péchés! murmuraron ambos, fijandoen los recienllegados sus tristes miradas. Y volvieron á manejar lasdisciplinas tan vigorosamente como antes, sin atender á las palabras ysúplicas de los desconocidos, quienes renunciaron á seguir contemplandoaquel triste cuadro ya que no podían impedirlo, y se pusieronapresuradamente en camino.
—¡Por vida de los babiecas estos! exclamó Simón. Si mis pecadosnecesitan sangre que los lave, más de dos azumbres de la que corre pormis venas he dejado yo en tierra de Francia; pero perdida en buena luchay no friamente y gota á gota, como la derraman los penitentes sin más nimás. Pero ¿qué es eso, mocito? Estás más blanco que las famosas plumasdel casco de Montclus, que nos servían para reconocerle y seguirle alláen Narbona. ¿Qué te pasa?
—No es nada, dijo Roger. No estoy acostumbrado á ver correr la sangrehumana.
—Caso extraño es para mí, dijo el veterano, que quien tan bien piensa ymejor habla tenga el corazón tan débil....
—¡Alto ahí! exclamó Tristán. No es flaqueza de ánimo, que yo conozcobien á este muchacho. Su corazón es tan entero como el tuyo ó el mío; loque hay es que tiene en su mollera mucho más de lo que tú tendrás nuncadebajo de ese puchero de peltre que te cubre el cráneo y porconsiguiente ve más allá y siente más hondo que nosotros, y se afectacon lo que no puede afectarnos.
—No hay duda que para mirar con indiferencia correr la sangre serequiere aprendizaje, asintió Simón, después de reirse de lairrespetuosa salida de su recluta.
—Estos religiosos extranjeros me parecen gente muy santa, observóRoger, pues de lo contrario no se impondrían tan cruel martirio ensatisfacción de pecados ajenos.
—Pues yo me río de ellos y de sus azotes, salmos y melindres, dijoTristán. ¿Á
quién aprovecha la sangre que derraman? Déjate de simplezas,Roger, que después de todo esos frailes pueden ser muy bien como algunosque tú y yo conocemos, ¿eh? Más les valiera dejar tranquilas susespaldas y no meterse á redentores sino ser algo más humildes, que á lalegua se les trasluce el orgullo.
—¡Por el rabo de Satanás, recluta, jamás creí que con esa cabeza colorde zanahoria pudieras tú pensar cosas tan discretas! Diga lo que quierael sabio Roger, ni este arquero, ni por lo visto este mameluco rojo,creerán jamás que al buen Dios le guste ver á los hombres, frailes ó nofrailes, abriéndose las carnes con un rebenque. De seguro que mira conmejores ojos á un soldado franco y alegre como yo, que nunca ofendió alvencido ni volvió la espalda al enemigo.
—Pensáis como podéis, y creéis decir bien, repuso Roger. Pero ¿acasoimagináis que no hay en el mundo otros enemigos que los guerrerosfranceses, ni más gloria que la que pueda alcanzarse combatiéndolos? Vostendríais por esforzado campeón al que en un solo día venciese á sietepoderosos rivales. Pues ¿qué me decís del justo que ataque, venza ysubyugue á esos otros siete y más poderosos enemigos del alma, lospecados capitales, con algunos de los cuales ha de durar su lucha añosenteros?
Esos campeones que yo admiro son los modestos servidores deDios que mortifican la carne para dominar el espíritu. Los admiro y losrespeto.
—Sea en buen hora, mon petit, y nadie te lo ha de impedir mientras yoande cerca.
Para predicador no tienes precio. Como que me recuerdas aldifunto padre Bernardo, que fué un tiempo capellán de la Guardia Blancay que era un ángel con verrugas y cabellos canos. Por cierto que en labatalla de Brignais lo atravesó con su pica un soldado tudesco alservicio del rey de Francia, sacrilegio por el cual obtuvimos que elPapa de Avignón excomulgara al matador. Pero como nadie le conocía ysólo sabíamos de él que era bajo y rechoncho y manejaba la pica como unariete, es de temer que la excomunión no le haya alcanzado, ó lo que espeor, que haya recaído sobre algún otro maldito tudesco de los muchosque dejan su tierra para dejar después el pellejo en Francia.
Rióse Roger de los fantásticos conocimientos canónicos del veterano, áquien preguntó si la valiente Guardia Blanca había llegado en efectohasta Avignón y doblado la rodilla ante el sucesor de San Pedro.
—No lo dudes, chiquillo, contestó Simón. Dos veces he visto yo al PapaUrbano con mis propios ojos. Es, ó era, porque en el campamento se hablóhace poco de su muerte, un viejecillo chiquitín, con ojos muy grandes,nariz encorvada y un mechón de pelo blanco en la barba. La primera vezle sacamos diez mil ducados, pero gritó y se enfureció de mala manera.La segunda entrevista fué para pedirle veinte mil ducados más, y teaseguro que armó un cisco feroz. Tres días de reyertas y cabildeos noscostó antes de que nuestro capitán nos llamara para recibir y conducirlas talegas que contenían las doblas de oro. Yo he creído siempre quehubiéramos salido mejor librados saqueando el palacio del Papa, pero losjefes ingleses se opusieron á ello.
Recuerdo que un cardenal vino ápreguntarnos si preferíamos recibir quince mil ducados con unaindulgencia plenaria para cada arquero, ó veinte mil ducados con lamaldición de Urbano V. En todo el campo no hubo más que una opinión:veinte mil ducados. Sin embargo nuestro capitán acabó por ceder yrecibimos la bendición apostólica contra toda nuestra voluntad y un sinfin de indulgencias. Quizás valiera más así, porque bien lasnecesitábamos los arqueros blancos por aquel entonces.
El piadoso Roger escuchaba horrorizado aquellos detalles. Las creenciasde toda su vida, su profundo respeto por la dignidad pontificia, laveneración que profesaba al jefe visible de la Iglesia, todo leimpulsaba á protestar contra la escandalosa irreverencia del soldado.Parecíale que con solo escuchar el impío relato había pecado él mismo;que el sol debía ocultar sus brillantes rayos tras negras nubes y trocarel campo sus alegres galas por la desolación y la tristeza del desierto.Sólo recobró un tanto la perdida calma cuando se hubo postrado dehinojos ante una de las toscas cruces inmediatas al camino y oradofervorosamente, pidiendo para el arquero y para sí mismo el perdón delCielo.
CAPÍTULO VIII
LOS TRES AMIGOS
TRISTÁN y Simón siguieron andando. Al terminar Roger sus oracionesrecogió bastón y hatillo y corriendo como un gamo no tardó en llegar áuna cabaña situada á la izquierda del sendero y rodeada de una cerca,junto á la cual estaban el arquero y su recluta, mirando á dos niños deunos ocho y diez años respectivamente; plantados ambos en medio deljardinillo que cercaba la casa, silenciosos é inmóviles, fija la vistaen los árboles del otro lado del camino y teniendo en la mano izquierda,extendido horizontalmente el brazo, unos largos palos á manera de pica óalabarda, parecían dos soldados en miniatura. Eran ambos de agraciadasfacciones, azules ojos y rubio cabello; el bronceado color de su tez eraclaro indicio de la vida que hacían al aire libre en la soledad delfrondoso bosque.
—¡De tal palo tal astilla! gritaba regocijado el buen Simón al llegarRoger. Esta es la manera de criar chiquillos. ¡Por mi espada! yo mismono hubiera podido adiestrarlos mejor.
—Pero ¿qué es ello? preguntó Roger. Parecen dos estatuas. ¿Les pasaalgo?
—No, sino que están acostumbrando y fortaleciendo el brazo izquierdopara sostener debidamente, cuando sean hombres, el pesado arco decombate. Así mismo me enseñó mi padre y seis días de la semana tenía queaguantarme en esa posición lo menos una hora por día, sosteniendo ábrazo tendido el pesado bastón herrado de mi padre, hasta que el brazome parecía de plomo. ¡Hola, bribonzuelos! ¿cuánto os falta todavía?
—Hasta que el sol salga por encima de aquel roble más alto y nos hagacerrar los ojos, contestó el mayor.
—¿Y qué váis á ser vosotros? ¿Pecheros, leñadores?
—¡No, arqueros! dijeron ambos á una voz.
—¡Bien contestado, granujas! Ya se echa de ver que vuestro padre es delos míos.
Pero ¿qué haréis cuando seáis soldados?
—Matar escoceses, dijo el chiquitín frunciendo el ceño.
—¡Acabáramos! ¿Y qué entuerto os han hecho los pobres súbditos del reyRoberto?
Sé que las galeras de España y Francia no han andado muy lejosde Southampton en estos últimos tiempos, pero dudo que los escocesesasomen por aquí ahora ni en muchos años.
—Pues nosotros, insistió el mayor de los niños, aprendemos á manejar elarco para matar escoceses, y no franceses ni españoles, porque aquéllosfueron los que cortaron los dedos á nuestro padre, para que no pudieravolver á manejar su arco.
—Muy cierto es eso, dijo una voz sonora detrás de los caminantes.
Era el que hablaba un rudo campesino de alta estatura, que al acercarselevantó ambas manos, á cada una de las cuales le faltaban el pulgar ylos dos primeros dedos.
—¡Por San Jorge! ¿Quién os ha maltratado de esa manera, camarada?preguntó Simón.
—Bien se echa de ver, repuso el otro, que sois nacido lejos de latierra maldita de Escocia y que aunque soldado, no os han conducidonuestras banderas á las guaridas de aquellos lobos. De lo contrarioreconoceríais desde luego en estas mutilaciones la barbarie de Douglasel Diablo, ó el Conde Negro, como también le llaman.
—¿Os hizo prisionero?
—Sí, por mi mal. Nací en el norte, en Beverley, cerca de la fronteraescocesa, y bien puedo decir que por muchos años no hubo mejor arquerodesde Trent hasta Inverness.
Mi fama me perdió, lo mismo que á otrosmuchos buenos tiradores ingleses, pues cuando nuestras luchas noshicieron caer en manos de Douglas, aquella hiena, en lugar de matarnos,nos hizo cortar tres dedos de cada mano para que no pudiésemosdespacharle más soldados ó atravesarle á él mismo los hígados de unflechazo. ¡Quiera Dios que estos dos hijos míos paguen un día con crecesla deuda de su padre! Entre tanto, el rey me ha dado esa casita yalgunas tierras acá en el sur, y de su producto vivimos. ¡Á ver,muchachos! ¿Cuál es el precio de los dos pulgares de vuestro padre?
—Veinte vidas escocesas, contestó el mayor.
—¿Y por los otros cuatro dedos que me faltan?
—Diez vidas más, dijo su hermanito.
—Total treinta. Cuando puedan doblar mi gran arco de guerra, losenviaré á la frontera, para que se alisten á las órdenes del invencibleCopeland, gobernador de Carlisle. Y os aseguro que como lleguen á versefrente á frente de mi verdugo y á menos de cuatrocientos pasos, nocortará más dedos ingleses el viejo zorro de Douglas.
—Así viváis para verlo, camarada, dijo Simón. Y vosotros, mesenfants, tened presente el consejo de un arquero veterano y que sabe suoficio: al tender el arco, la mano derecha pegada al cuerpo, para tirarde la cuerda no sólo con la fuerza del brazo, sino con ayuda del costadoy muslo derechos. Y por vuestra vida, aprended también á dispararformando curva, pues aunque de ordinario la flecha va derecha al blanco,os hallaréis muchas veces atacando á gentes parapetadas tras las almenasó en lo alto de una torre, ó á enemigos que ocultan pecho y cara con elescudo y á quienes sólo matan las flechas que les caen del cielo. No hetendido un arco hace dos semanas, pero eso no quita que os pueda dar unalección práctica, para que sepáis cómo taladrarle los sesos á unescocés, aunque sólo le veáis las plumas de la gorra.
Diciendo esto, asió Simón el poderoso arco que á la espalda llevaba,tomó tres flechas y señaló á los niños, que ávidamente seguían todos susmovimientos, un altísimo árbol y más allá, en un claro del bosque, untronco carcomido de un pie de diámetro y no más de dos ó tres de altura.Midió el arquero la distancia con mirada de águila y en seguida lanzólas tres flechas una tras otra, con increíble rapidez y apuntando á loalto. Las flechas pasaron rozando las ramas más elevadas del árbol y dosde ellas fueron á clavarse en el tronco de que hemos hablado,describiendo una curva enorme y perfecta. La tercera flecha rozó elseco tronco y penetró profundamente en la tierra, á dos pulgadas deaquél.
—¡Soberbio! exclamó el mutilado arquero. ¡Aprended, muchachos, que estees buen maestro!
—Á fe mía que si empezara á hablaros de arcos y ballestas no acabara entodo el día, dijo Simón. En la Guardia Blanca tenemos tiradores capacesde asaetear uno por uno todos los encajes y junturas de la armaduramejor construida. Y ahora, pequeñuelos, id á traerme mis flechas, quealgo cuestan y mucho sirven y no es cosa de dejarlas clavadas en lostroncos secos del camino. Adiós, camarada; os deseo que adiestréis esepar de halconcillos de manera que un día puedan traeros buena caza y lesaquen también los ojos al pajarraco con quien tenéis pendiente tangrave cuenta.
Dejando atrás al mutilado arquero, siguieron la senda que se estrechabaal penetrar en el bosque, cuyo silencio interrumpió de pronto el ruidode una carrera precipitada entre la maleza. Un instante después saltó alcamino una hermosa pareja de gamos, y aunque los viajeros se detuvieron,el macho, alarmado, saltó de nuevo y desapareció á la izquierda delcamino. La hembra permaneció unos instantes como asombrada, mirando algrupo con sus grandes y dulces ojos. Contemplaba Roger con admiración elsoberbio animal, pero Simón no pudo resistir el instinto del cazador ypreparó su arco.
— ¡Tête Dieu! exclamó en voz baja. No vamos á tener mal asado en lacomida.
—¡Teneos, amigo! dijo Tristán posando la mano sobre el arco de Simón, átiempo que el gamo desaparecía á todo correr. ¿No sabéis que la ley esrigorosísima? En mi mismo pueblo de Horla recuerdo á dos cazadores áquienes sacaron los ojos por matar esos animales. Confieso que no mefuisteis muy simpático la primera vez que os ví y oí, pero desdeentonces he aprendido á estimaros y ¡por la cruz de Gestas! no quisieraver el cuchillo de los guardabosques jugándoos una mala partida.
—Tengo por oficio arriesgar mi pellejo, repuso Simón encogiéndose dehombros.
Sin embargo, volvió á poner la flecha en su aljaba, se echó el arco alhombro y continuó andando entre sus dos amigos. Iban subiendo unacuesta y pronto llegaron á un punto elevado desde el cual pudieron ver ála izquierda y detrás de ellos el espeso bosque y hacia la derecha,aunque á gran distancia, la alta torre blanca de Salisbury, cuyasalegres casitas rodeaban la iglesia y se extendían por la ladera. Lavegetación poderosa, el aire puro de la montaña, el canto de multitud depajarillos y la vista de los ondulantes prados que más allá de Salisburyse divisaban, eran espectáculo tan nuevo como interesante para Roger,que hasta entonces había vivido en la costa. Respiraba con delicia ysentía que la sangre corría con más fuerza por sus venas. El mismoTristán apreció la belleza del paisaje y el robusto arquero entonó, ópor mejor decir, desentonó algunas picantes canciones francesas, con vozy berridos capaces de no dejar un solo pájaro en media milla á laredonda.
Tendiéronse sobre la hierba y tras breve silencio dijo Simón:
—Me gusta el compañero ese que hemos dejado allá abajo. Se le ve en lacara el odio que guarda á su verdugo, y á la verdad, me placen loshombres que saben preparar una venganza justa y mostrar un poco de hielcuando llega la ocasión.
—¿No sería más humano y más noble mostrar un poco de amor al prójimo?preguntó Roger.
—Sermoncico tenemos, dijo Simón. Pero á bien que en eso de amor alprójimo estoy contigo, padre predicador; porque supongo que incluirás albello sexo, que no tiene admirador más ferviente que yo. ¡Ah, lespetites, como decíamos en Francia, han nacido para ser adoradas! Mealegro de ver que los frailes de Belmonte te han dado tan buenaslecciones, muchacho.
—No, no hablo del bello sexo ni de amor mundano. Lo que quise decir fuéque bien pudo el vengativo campesino tener en su corazón menos odio ásus enemigos.
—Es imposible, contestó Simón moviendo la cabeza negativamente. Elhombre ama naturalmente á los suyos, á los de su raza. Pero ¿cómo puedecomprenderse que un inglés sienta el menor afecto por escoceses ófranceses? No los has visto tú en una de sus correrías, hendiendocabezas y sajando cuerpos de hermanos nuestros. ¡Por el filo de miespada! preferiría darle un abrazo al mismo Belcebú antes que estrecharla mano de uno de esos bergantes, aunque se llame el rey Roberto, óDouglas el Diablo de Escocia, ó sea el mismísimo condestable BertránDuguesclín de Francia. Voy sospechando, mon garçon, que los obispossaben más que los abades, ó por lo menos dejan muy atrás á tu abad deBelmonte, porque yo mismo he visto con estos ojos al obispo de Lincolnagarrar con ambas manos un hacha de dos filos y atizarle á un soldadoescocés tamaño hachazo que le partió la cabeza en dos, desde lacoronilla hasta la barba. Con que si esa es la manera de mostrar amorfraternal, tú dirás.
Ante argumento tan irresistible como el hachazo del obispo se quedóRoger sin réplica y no poco escandalizado.
—¿Es decir que también habéis hecho armas contra los escoceses?preguntó por fin.
—¡Pues bueno fuera! El primer flechazo que tiré desde las filas, y ámatar, fué allá por Milne, un pedregal escocés lleno de cañadas yvericuetos. Nos mandaban Berwick y Copeland, el mismo que después hizoprisionero al rey de aquellos montañeses.
Buena escuela, recluta, buenaescuela es aquella para gente de guerra, y siento que antes de llevarteá Francia no hayas dado un paseo por aquellos riscos.
—Tengo entendido que son los escoceses buenos guerreros, observóTristán.
—Fuertes y sufridos; no adelantan durante el combate, pero tampocohuyen, sino que se aguantan á pie firme, dando cada toque que sacachispas de cascos y coseletes.
Con el hacha y la espada de combate notienen igual, pero son muy malos ballesteros, y lo que es con el arco,no se diga. Además, los escoceses son por lo general muy pobres, aun susjefes, y pocos de ellos pueden comprarse una cota de malla tan modestacomo la que yo llevo puesta. De aquí que luchen con gran desventajacontra nuestros caballeros, muchos de los cuales llevan encima yelmos,petos, manoplas y cotas que representan el valor de cuatro ó seismayorazgos escoceses. Hombre por hombre, con iguales armas, son tanbuenos soldados como los mejores de Inglaterra y de toda la cristiandad.
—¿Y qué nos decís de los franceses?
—Son también co