La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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Soltóla él, lanzando un rugido de dolor y la doncella corrió águarecerse detrás de Roger.

—¡Fuera de mis tierras, vagabundo! gritó furioso el otro. Por la pintay el traje me pareces uno de esos ratones de sacristía que engordan enlos conventos y no son ni hombre ni mujer. ¡Largo de aquí, antes que tecorte las orejas, belitre!

—¿Decís que son estas vuestras tierras? preguntó vivamente Roger,desoyendo amenazas é improperios.

—¿Pues de quién han de ser, farsante, sino mías? ¿Por ventura no soy yoHugo de Clinton, descendiente de Godofredo y de todos los señores que hatenido Munster por más de trescientos años? ¿Pretendes disputármelo,falderillo? Pero no, que tú eres de una raza tan perezosa para trabajarcomo cobarde para habértelas con un hombre.

¡Huye ó te estrello!

—¡Por piedad, no me abandonéis! exclamó temblando la llorosa doncella.

—No lo temáis, le dijo Roger resueltamente. Y vos, Hugo de Clinton, nodebiérais olvidar, pues noble sois, que nobleza obliga. Deponed vuestrofuror y dejad partir en paz á esta dama, como os lo pideencarecidamente, no un villano, sino un hombre tan bien nacido como vos.

—¡Mientes! No hay en todo el condado quien pueda pretender nobleza cualla mía.

—Excepto yo, repuso Roger, que soy también descendiente directo deGodofredo de Clinton y de todos los señores que ha tenido Munster en losúltimos tres siglos. Aquí está mi mano, continuó sonriendo; no dudo queahora me daréis la bienvenida. Somos las dos únicas ramas que quedan delnoble y antiguo tronco sajón.

Pero Hugo rechazó con una blasfemia la mano que le tendía Roger y en surostro se dibujó una expresión de odio.

—¿Es decir que eres el lobezno de Belmonte? Debí figurármelo yreconocer en tí al novicio hipócrita que no se atreve á contestar á lainjuria con la injuria, sino con melosas palabras. Tu padre, á pesar desus faltas, tenía corazón de león y pocos hombres le hubieran mirado ála cara en sus momentos de cólera. ¡Pero tú! ¿Sabes lo que le costasteá él y lo que me has arrebatado á mí? Mira aquellos pastos, y lassiembras de la colina, y el huerto inmediato á la iglesia. ¿Sabes quetodo eso y mucho más se lo arrebataron á tu padre moribundo losinsaciables frailes, á cambio de hacer de tí un santurrón inútil en suconvento? Por tí me robaron antes y ahora vienes tú en persona,probablemente para pedirme con tus lloriqueos otro pedazo de mi haciendacon que engordar á tus amigotes. Lo que voy á hacer es soltar los perrospara que te acuerdes toda la vida de tu primera y última visita áMunster; y entre tanto,

¡abre paso!

Diciendo esto empujó á Roger violentamente y asió otra vez el brazo desu víctima.

Pero toda idea de reconciliación había desaparecido de lamente del doncel, que acudió rápido en auxilio de la joven y enarbolandosu grueso bastón gritó:

—¡Á mí podréis decirme lo que queráis, pero hermano ó no, juro por lasalvación de mi alma que os mato como un perro si no respetáis á estadama! ¡Soltad, ú os parto el brazo!

El movimiento amenazador del garrote y la mirada y la expresión de Rogerindicaban claramente que iba á hacerlo como lo decía. Era en aquelmomento el descendiente de los nobles Clinton, convertido en temiblepaladín del honor de una dama. Su corazón latía con violencia y hubieracombatido hasta la muerte, no con uno sino con diez enemigos. Hugocomprendió inmediatamente con quién tenía que habérselas. Soltó el brazode la doncella y miró á uno y otro lado buscando un arma cualquiera, unpalo ó una piedra; y no hallándolos, se lanzó á la carrera en direcciónde la casa, á la vez que aplicaba un silbato á sus labios y lanzabaprolongado y penetrante silbido.

—¡Huid, por Dios! exclamó la joven. ¡Ponéos en salvo antes que vuelva!

—¡No sin vos, por vida mía! dijo resueltamente Roger. Dejad que llame ácuantos perros quiera.

—¡Venid, venid conmigo, pues! ¡Os lo ruego! insistió ella tirándole delbrazo.

Conozco á ese hombre y sé que os matará sin compasión....

—¡Pues bien, huyamos! y asidos de la mano corrieron en dirección albosque.

No bien había llegado la nueva pareja á los primeros árboles, vieron queHugo salía de la casa apresuradamente; llevaba en la mano una espadadesnuda que brillaba á los rayos del sol, pero no le seguían sus perrosy se detuvo un momento á la puerta para soltar al mastín que allí teníaencadenado.

—Por aquí, dijo la joven, que al parecer conocía perfectamente elbosque. Por la maleza, hasta aquel fresno cuyas ramas se inclinan sobreel agua. No os ocupéis de mí, que sé correr tan ligeramente como vos. Yahora, por el arroyo. Nos mojaremos los pies, pero hay que hacer perderla pista al perro, que probablemente es de tan mala ralea como su amo.

Diciendo esto, corría la hermosa doncella por el centro del arroyo,llevando posado en el hombro su asustado halcón, apartando rápidamentecon las manos las ramas que le impedían el paso, saltando á veces depiedra en piedra y ganando terreno con ligereza tanta que á Roger lecostaba trabajo seguirla. Admirábale aquella joven tan animosa, tanbella, á quien había salvado y que á su vez procuraba salvarle á él.Larga fué su carrera por el lecho del tortuoso arroyo, y cuando á Rogerempezaba á faltarle el aliento, su hermosa guía se arrojó palpitantesobre la hierba, oprimiendo con ambas manos el agitado pecho. Roger sedetuvo. Á los pocos momentos recobró la fugitiva su buen humor habitual,y sentándose, casi olvidada del peligro reciente, exclamó:

—¡La Santa Virgen me proteja! Ved cómo me he puesto de agua y lodo. Deesta hecha me encierra mi madre por una semana en mi cámara, haciéndomebordar mañana y tarde la famosa tapicería de los Siete Pares de Francia.Ya me amenazó con ello el otro día, cuando me caí en el estanque delparque. Y eso porque sabe que no puedo sufrir la tapicería y que migusto es correr por los campos y el bosque á pie ó á caballo.

Roger la contemplaba embelesado, admirando sus negros cabellos, elperfecto óvalo de su rostro, los alegres y hermosos ojos y la francasonrisa que le dirigía y que demostraba su confianza en él. Por ellarecordó Roger el peligro que los amenazaba.

—Haced un esfuerzo, dijo, y continuemos alejándonos. Todavía puedealcanzarnos y tiemblo, no por mí, sino por vos.

—Ha pasado el peligro, contestó ella. No sólo estamos fuera de sustierras, sino que habiéndolo despistado tomando el arroyo, le es casiimposible hallarnos en este inmenso bosque. Pero decidme; habiéndoletenido á vuestra merced ¿por qué no lo matasteis?

—¿Matar á mi hermano?

—¿Y por qué no? dijo la resuelta doncella con expresión de cólera quedió nuevo encanto á su lindo rostro. Él os hubiera dado muerte sinvacilar. ¡Qué infame! De haber yo tenido en la mano el garrote ése, elvil Hugo de Clinton se hubiera acordado de mí.

—Demasiado siento lo que he hecho, dijo Roger sentándose junto á ella yocultando el rostro entre las manos. ¡Dios me asista! En aquel momentoperdí la serenidad, me olvidé de todo, y si tarda un momento más ensoltaros... ¡Á mi único hermano, al hombre en cuya casa pensaba vivir ycuyo cariño ansiaba conquistarme! ¡Cuán débil he sido!

—¿Débil? repuso ella. No creo que mi mismo padre os creyese tal, y esoque es severo cual ninguno en juzgar el valor y la entereza de loshombres. Pero ¿sabéis que no es nada lisonjero para mí el oiros lamentarlo que habéis hecho? Pensándolo bien, reconozco que una mujer, unaextraña para vos, no debe separar á dos hermanos; y si queréis, volvamospie atrás y haced las paces con Hugo entregándole á vuestra prisionera.Yo sabré deshacerme de él.

—Muy miserable y cobarde sería el hombre que tal hiciese. Lamento, sí,que vuestro agresor haya sido mi propio hermano, ¿pero entregaros? ¡Esonunca!

—Bien está, dijo la doncella sonriéndose, y comprendo lo que os pasa.La verdad es que os presentasteis tan repentinamente como lo hacen losjuglares en sus comedias; fuisteis el valiente campeón que salva á laafligida dama en los momentos en que va á devorarla el horrible dragón.Pero venid, dijo incorporándose, llamando al halcón y arreglando comopudo sus mojadas ropas. Salgamos al claro y es muy probable queencontremos á mi paje Rubín con Trovador, mi palafrén, á cuya caídadebo yo todos mis percances de este día y el haberme visto en manos delogro de Munster. Pero hacedme la merced de darme el brazo; estoy máscansada de lo que creía y casi tan asustada como mi pobre halconcillo.Mirad cómo tiembla. Él también está indignado de ver á su ama tanmaltratada.

Roger oía con delicia la charla de la joven y la sostenía con su brazotodo lo posible, apartando las ramas y buscando en vano un senderopracticable.

—Callado estáis, señor campeón, le dijo al fin su alegre compañera. ¿Noqueréis saber quién soy ni oir mi historia?

—Si á vos os place contármela....

—Oh, si tan poco os interesa, lo mejor será guardármela....

—No, por favor, dijo él vivamente. Contad, que me desvivo por saberalgo de vos.

—Pues bien, sabréis la historia, pero no el nombre. Algo he de otorgaral hombre que ha hecho de su hermano un enemigo, por culpa mía. Despuésde todo, Hugo dijo que venís derechamente del convento, de suerte queserá esto á manera de confesión, como si fuerais un reverendo de barbablanca ¿eh? Sabed, pues, que vuestro pariente ha pretendido mi mano, notanto, á lo que imagino, por prendas que no tengo, sino por los caudalesque le aportaría su matrimonio con la hija única de... mi padre, porqueya os he dicho que no sabréis quién soy. No es mi padre excesivamenterico, pero sí hombre de alta alcurnia, valiente caballero, en verdad,guerrero famoso, á quien las pretensiones de ese hombre grosero ybellaco.... ¡Perdonad! Olvidé que lleváis el mismo nombre.

—No importa; continuad, os lo suplico.

—De un mismo manantial suelen proceder arroyos muy distintos; turbiouno, claro y cristalino el otro, dijo ella prontamente. Abreviando, osdiré que ni mi padre ni yo podíamos tolerar tales pretensiones, y queese hombre violento y vengativo ha sido desde entonces nuestro enemigo.Temeroso mi padre del daño que pudiera causarme, me tiene prohibidocazar en toda la parte del bosque situada al norte del camino deMunster; pero esta mañana mi valiente halcón dió caza á una garza enormey mi paje Rubín y yo olvidamos por completo el camino que seguíamos y ladistancia recorrida, sin pensar más que en las peripecias de la caza. Trovador tropezó, por desgracia, lanzándome con violencia al suelo, yechando á perder mi falda, la segunda que llevo desgarrada y manchadaesta semana, para mayor indignación de mi madre y dolor de Águeda, mibuena aya....

—¿Y después? preguntó ansiosamente Roger.

—Entre el tropezón, mi caída, el grito que dí y las voces de Rubín, seasustó el caballo de tal manera que salió á escape, perseguido por elpaje. Antes de que pudiera levantarme ví á mi lado al desairadopretendiente, quien me anunció que estaba en sus tierras y me ofreciócortésmente acompañarme hasta su casa, donde podría esperar concomodidad el regreso del paje. No me atreví á rehusar, pero muy prontoconocí por sus miradas y palabras que había hecho mal; quise tomar porel puente, me lo impidió descaradamente y después ¡Jesús me valga! nopuedo pensar en sus soeces insultos sin estremecerme. ¡Cuánto os debo! Ycuando recuerdo que yo.... ¡Qué asco!

—¿Qué es ello? preguntó Roger admirado.

—Cuando recuerdo que mordí su mano, que posé mis labios sobre la carnedel malvado, me parece haber sufrido el contacto asqueroso de unaserpiente. Pero vos

¡cuán animoso y enérgico ante tan temible enemigo!Si yo fuera hombre me enorgullecería de actos como ese.

—Poca cosa cuando tan grande es el placer de serviros, contestó Roger,vivamente complacido al oir aquel elogio de tales labios. ¿Y vos? ¿Quépensáis hacer ahora?

—¿Véis á lo lejos, allá abajo, aquel enorme tronco, junto al rosalsilvestre? Pues ó mucho me engaño ó no tardará en llegar á él Rubín conlos caballos, por ser ese el lugar donde me detengo á descansar en casitodas mis excursiones por estos rumbos.

Después, á casa sin tardanza. Ungalope de dos leguas secará completamente pies y ropas.

—Pero ¿qué hará vuestro padre?

—No le diré una palabra de lo ocurrido. Si le conocierais sabríais queno es posible desobedecerle sin atenerse á terribles consecuencias, y yole he desobedecido. Él me vengaría, es cierto, pero no es en él en quienbuscaré vengador. Día llegará, en justa ó torneo, en que un hidalgoquiera llevar mis colores al palenque y yo le diré que hay una afrentapendiente, que su competidor está elegido y que es Hugo de Clinton.Ofensa lavada y un corazón villano de menos en el mundo.... ¿Qué osparece mi plan?

—Indigno de vos. ¿Cómo podéis hablar de venganza y muerte, vos, tanjoven y cándida, en cuyos labios sólo deberían oirse palabras de bondady perdón? ¡Mundo cruel, que á cada paso me hace recordar el retiro y lapaz de mi celda! Cuando así habláis me parecéis un ángel del Señoraconsejando seguir al espíritu del mal.

—Gracias mil por el favor, señor hidalgo, repuso ella soltando su brazoy mirándole severamente. ¿Es decir que no solo sentís haberme encontradoen vuestro camino sino que me llamáis en suma diablo predicador? Cuidadoque mi padre es violento cuando se irrita, pero ni aun él me ha dichojamás cosa semejante. Tomad ese camino de la izquierda, señor deClinton, que yo no soy buena compañía para vos. Y haciéndole una secacortesía se alejó rápidamente.

Sorprendido quedó el doncel y lamentando su inexperiencia que por dosveces le había hecho decir á la bella cosa muy distinta de lo queansiaba expresar. Miróla tristemente, esperando en vano que se detuvieraó que con una mirada le anunciase su perdón; pero ella siguió bajando ábuen paso el pendiente sendero, hasta que sólo se divisó á trechos entrelas ramas su roja toquilla. Lanzando un profundo suspiro, tomó Roger lasenda que ella le indicara y anduvo buen espacio con el corazónoprimido, repasando en la memoria todos los incidentes de aquelinolvidable encuentro. De pronto oyó á su espalda ligero paso yvolviéndose vivamente se halló cara á cara con la hermosa, inclinada lafrente, fijos en el suelo los ojos y convertida en imagen del máshumilde arrepentimiento.

—No volveré á ofenderos, ni siquiera á hablar, dijo la joven, peroquisiera continuar en vuestra compañía hasta salir del bosque.

—¡Vos no podéis ofenderme! exclamó Roger alborozado al verla. Lejos deeso, yo soy quien debí refrenar la lengua. Pero tened en cuenta, paraperdonarme, que he pasado mi vida entre hombres y mal puedo saber cómohablar á una mujer de suerte que ni aun ligeramente lleguen ádisgustarla mis palabras.

—Así me gusta. Y ahora, completad vuestra retractación; decid que teníayo razón al querer vengarme de mi ofensor.

—¡Ah, eso no! contestó él gravemente.

—¿Lo véis? exclamó triunfante y sonriendo la joven. ¿Quién es aquí elcorazón duro é inflexible, el predicador severo, el que se empeña en quecontinuemos reñidos? Pues bien, cederé yo, porque lo que es vos habéisde seguir haciendo méritos hasta obtener, como os lo deseo, la mitra deobispo ó el capelo cardenalicio. Oidme; por vos perdono á vuestrohermano y tomo sobre mí toda la culpa de lo ocurrido, ya que yo mismafuí en busca del peligro. ¿Estáis contento?

—¡Cuán dignas de vos son esas palabras! En ellas hallaréis sin duda másplacer que en vuestras primeras ideas de venganza.

Movió ella la cabeza en señal de duda y al mirar á lo lejos lanzó unaligera exclamación que revelaba más sorpresa que placer.

—¡Ah! dijo. Allí está Rubín con los caballos.

También los había visto el pajecillo, cuyos rubios y largos cabellosrizados rodeaban el gracioso rostro. Cabalgaba alegremente, llevando dela brida el blanco palafrén causa involuntaria de las aventuras de sudueña.

—¡Os he buscado en vano por todas partes, mi señora Doña Constanza!gritó agitando en el aire la emplumada gorra. Trovador no se detuvohasta El Castañar, añadió echando pie á tierra y teniendo el estribo ásu ama; y aun así, trabajo me costó cogerlo. ¿Os ha sucedido algodesagradable? Estaréis cansada ¿verdad?

—Nada me ha sucedido, Rubín, gracias á la cortesía de este doncel,dijo, mientras el paje miraba atentamente á Roger. Y ahora, señor deClinton, continuó, tomando la rienda y montando ligeramente, no quierosepararme de vos sin deciros que os habéis conducido hoy como honradocaballero y sin daros las gracias. Sois joven y no os creo rico; quizásmi padre pueda serviros en vuestra carrera futura, cualquiera que sea.Es respetado de todos y tiene amigos poderosos. ¿No me diréis cuáles sonvuestros proyectos, ahora que no podéis contar con vuestro hermano?

—¿Proyectos? Ninguno; no puedo tenerlos. Sólo dos amigos cuento fuerade la abadía de Belmonte y de ellos me separé esta mañana. Quizás puedareunirme con ellos en Salisbury.

—¿Y qué han ido á hacer allí?

—Uno de ellos, bravo soldado, lleva importante mensaje al castillo deMonteagudo para el barón León de Morel....

Una alegre carcajada de la hermosa hizo enmudecer al sorprendido joven,que momentos después se vió solo en medio del camino, contemplando lanube de polvo que levantaban los caballos. Llegados á una pequeñaeminencia, detuvo la dama su corcel y le envió amistosa señal dedespedida. Allí permaneció Roger inmóvil hasta que perdió de vista á sulinda compañera. Después tomó lentamente el camino del pueblo, con ideasy sentimientos muy distintos de los del inexperto mancebo, casi un niño,que pocas horas antes había dejado aquel mismo camino por el atajo delbosque.

CAPÍTULO X

UN CAPITÁN COMO HAY POCOS

PENSANDO iba Roger que ni podía regresar á Belmonte en el término de unaño, ni asomar por las inmediaciones de la casa paterna sin que suatrabiliario hermano le echase los perros encima; y que por consiguientese hallaba en el mundo á la ventura, sin saber qué hacer y harto escasode recursos para continuar viajando y gastando, sin oficio ni beneficio.Con los diez ducados de plata que el buen abad había depositado en suescarcela podría vivir escasamente un mes, pero no doce. Su únicaesperanza era reunirse cuanto antes á los dos camaradas por quienessentía el afecto que ellos también le habían mostrado. Apretó pues elpaso, y corrió á trechos, comiendo el pan que llevaba en el zurrón yapagando la sed en los cristalinos arroyos que halló á su paso.

Al cabo de una hora tuvo la fortuna de alcanzar á un leñador que con suhacha al hombro llevaba la misma dirección que él, lo que le evitóperder más tiempo y aun extraviarse en los numerosos senderos quecruzaban el bosque. No fué muy animada la conversación entre ambos, puesel leñador sólo platicaba sobre asuntos de su oficio, la calidad detales ó cuales maderas y las reyertas entre trabajadores de éste ó aquelvillorrio, al paso que Roger no podía apartar de su imaginación elrecuerdo de la encantadora desconocida. Tan distraído y preocupado ibaque su compañero acabó por callarse, hasta que torció á la izquierda porel sendero de El Castañar, dejando á Roger en el ancho camino deSalisbury.

Algunos pordioseros, un correo del rey, varios leñadores y otraspersonas que encontró en su camino le indicaron la proximidad delpoblado. También vió pasar á un jinete corpulento, de luenga y negrabarba, que llevaba un rosario de gruesas cuentas en la mano y enormeespadón pendiente del cinto. Por la forma y color del hábito y laestrella de ocho puntas bordada en la manga reconoció en él á uno de loscaballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, cuyo maestre residíaen Bristol. El joven viajero recibió descubierto y reverente labendición del hospitalario, lleno de admiración por aquella famosaorden, sin saber que á la sazón había adquirido ya gran parte de lascuantiosas riquezas de los templarios y que los un tiempo humildes ydesinteresados caballeros de San Juan preferían ya las comodidades desus palacios á las aventuras y peligros de la campaña contra losinfieles del Oriente.

El sol se había ocultado tras negras nubes y á poco empezó á llover. Unfrondoso árbol cercano ofrecía el mejor refugio y bajo sus ramas secobijó Roger, aun antes de oir la cordial invitación de dos viajeros quele habían precedido y que sentados al pie del árbol tenían delante mediadocena de arenques salados, un pan moreno y una bota que después resultóestar llena de leche fresca y no de vino. Eran dos jóvenes estudiantesde los muchos que por aquella época se veían no sólo en las grandesciudades sino en los caminos y ventorrillos de casi toda Inglaterra.Disputaban más que comían y saludaron alegremente al recienllegado.

—¡Venid aquí, camarada! dijo uno de ellos, bajo y rechoncho. Vultusingenui puer.

No os asuste la cara de mi compañero, que como dijoHoracio, fœnum habet in cornu; pero es más inofensivo de lo queparece.

—No rebuznes tan fuerte, Colás, repuso el otro, que era enteco y alto.Si á citar vamos á Horacio, recuerda aquello de loquaces si sapiat...ó como diríamos en buen inglés, huye de los charlatanes como de lapeste. Y á fe mía, que de seguir todos el consejo habías de verte túsolo en el mundo.

—¡Buena lógica, buena! Como de costumbre, te enredas en tus propiosargumentos y te caes de bruces, dijo Colás con gran risa. Primerapremisa: los hombres deben huir de mi locuacidad. Segunda: tú estás aquícomiendo arenques mano á mano conmigo.

Ergo, tú no eres hombre. Quees lo que se quería demostrar, Florián amigo, y lo que yo me tenía muysabido; que eres un monigote y no un nombre.

Roger y Florián se rieron de buena gana y el primero se sentó junto álos polemistas.

—Ahí va un arenque, compañero, dijo Florián; pero antes de participarde nuestra espléndida hospitalidad, tenemos que imponeros ciertascondiciones.

—La que á mí más me interesa, repuso Roger jovialmente, es que con elarenque venga también una rebanada de pan.

—¿Lo ves, gandul? preguntó Colás al otro estudiante. ¿No te he dichocien veces que el ingenio y la gracia en el decir me rodean como un aurasutil y que nadie se me acerca sin dar á poco muestras evidentes de laagudeza que en mí rebosa? Tú mismo eras el mostrenco más zafio que heconocido en toda mi vida, pero en la semana que llevas conmigo has hechoya dos ó tres juegos de palabras muy pasables y esta mañana uncomentario asaz agudo, que yo no tendría inconveniente en aceptar pormío.

—Como lo harás á la primera oportunidad, socarrón, para pavonearte conplumas ajenas. Pero decidme, amigo, ¿sois estudiante? Y siéndolo ¿venísde las aulas de Oxford ó de las de París?

—Algo he estudiado, contestó Roger, pero no en esas grandesuniversidades, sino con los monjes del Císter, en su convento deBelmonte.

—¡Bah! poco y malo probablemente. ¿Qué diablos de enseñanza pueden darallí?

Non cui vis contingit adire Corinthum, observó Roger.

—¡Toma y vuelve por otra, hermano Florián! Pero dejémonos dediscusiones y á comer se ha dicho, que se enfrían los arenques y elpan amenaza convertirse en guijarro y la leche en requesón.

Lo cual no impidió que mientras Roger comía renovasen los otros susargucias y que á poco menudeasen argumentos y sofismas y lloviesen lascitas latinas y griegas, escolásticas y evangélicas, silogismos,premisas, inferencias y deducciones.

Sucedíanse las preguntas yrespuestas como los golpes de incansables espadas sobre fuertesescudos. Por fin, aplacóse un tanto Colás, mientras su compañero siguióperorando, triunfante y engreído.

—¡Ah, ladrón! gritó de pronto. ¡Te has comido mis arenques!

—Y muy ricos que estaban, contestó Colás con sorna. Pero eso es partede mi argumentación, el esfuerzo final, la peroratio, que dicen losoradores. Porque amigo Florián, siendo cosas las ideas, como lo acabasde dejar muy bien sentado y probado, no tienes más que pensar ó idearteun par de arenques rollizos y conjurar un frasco de leche de dosazumbres, con lo cual quedará tu estómago tan satisfecho y tan campante.

—¿Con que esas tenemos, eh? Buen argumento, bueno, pero hay quecontestarlo; y haciendo y diciendo atizó al rubicundo Colás una bofetadaque lo hizo caer de espaldas. Y ahora, continuó, levantándose, imagínateque no te has llevado ese revés y verás cómo ni te duele, ni vuelves árobar arenques.

El estudiante santiguado agarró el garrote de Roger y en poco estuvo quele rompiese un hueso á su compañero. Por fin consiguió Roger ponerlos enpaz, y habiendo cesado la lluvia se despidió de aquellos divertidospolemistas. No tardó en divisar grupos de cabañas, campos cultivados yuna que otra granja; pero el sol se acercaba á su ocaso cuando elviajero vió á distancia la elevada torre del priorato de Salisbury.Alegróse de llegar al término de su viaje por aquel día, y mucho máscuando al rodear las tapias de un huerto descubrió á Simón y Tristán,sentados muy sosegadamente sobre un árbol caído.

Ninguno de ellos notó su presencia porque dedicaban toda su atención ála partida de dados que tenían empeñada. Acercóse Roger muy quedamente yobservó con sorpresa que Tristán tenía cruzado á la espalda el arco deSimón y ceñida la espada de éste y que entre los dos, como si fuese lapuesta de la próxima jugada, se hallaba el casco del arquero.

—¡Maldición! exclamó éste al mirar los dados. ¡Uno y tres! No he tenidosuerte peor desde que salí de Rennes, donde perdí hasta los borceguíes. À toi, camarade.

—Cuatro y tres, dijo Tristán con voz de bajo profundo. Venga elcapacete. Y ahora te lo apuesto contra tu coleto, arquero.

—¡Apostado! Pero como siga la mala racha voy á llegar al castillo encamisa. ¡Voto á sanes! Bonita facha para un embajador. ¡Hola! gritólevantándose apresuradamente al ver á Roger y echándole los brazos alcuello; mira quién nos ha caído de las nubes, recluta.

No menos complacido que el arquero quedó Tristán, pero se limitó á abrirla bocaza y entornar los ojos, que era su manera de sonreirse,procurando con ambas manos ponerse el casco de Simón sobre la enormemelena roja.

—¿Vienes á quedarte con nosotros, petit? preguntó el veterano, dandogolpecitos en la espalda de Roger.

—Por lo menos así lo deseo, respondió éste, conmovido ante la cariñosaacogida de sus amigos.

—¡Bravo, muchacho! Juntos iremos los tres á la guerra, y que el diablose lleve la veleta del convento de Belmonte. Pero ¿dónde te has metido,que vienes de barro hasta las rodillas?

—En un arroyo, dijo Roger; y tomando la palabra les refirió losincidentes de su jornada, el ataque del bandolero, su encuentro con elrey, la recepción que le hizo su hermano y el rescate de la hermosacazadora. Escuchábanle los otros atentamente, pero no había acabado surelato, que hacía andando entre los dos amigos, cuando Simón volvió pieatrás y se alejó dando resoplidos.

—¿Qué os pasa, arquero? gritó Roger corriendo tras él y echándole manoal coleto.

¿Á dónde váis?

—Á Munster. ¡Suelta, muñeco!

—Pero ¿qué váis á hacer allí?

—Meterle seis pulgadas de hierro á tu hermanito en la barriga. ¡Cómo!¡Insultar á una doncella inglesa y azuzar los perros contra su hermano!Pues ¿para qué tengo yo esta espada? Digo, no, que la tiene el gandulese de Tristán y se la voy á quitar ahora mismo.

—¡Á mí, Tristán! ¡Échale mano! gritó Roger riendo á carcajadas ytirando de Simón. Ni ella ni yo sufrimos un rasguño.