La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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del

Príncipe

Negro

allí

instaladadefinitivamente, había atraído á multitud de nobles ingleses con susfamilias y servidores, elemento fastuoso cuyo entretenimiento, fiestas ygrandes gastos contribuían no poco á la prosperidad de la noble villadel Garona. Sin embargo, la reciente acumulación de fuerzas numerosaspara la próxima expedición á España en auxilio de Don Pedro de Castillacontra su hermano bastardo Don Enrique de Trastamara, había producidogran escasez y carestía de provisiones y el Príncipe Negro acababa deenviar la mayor parte de sus tercios y escuadrones á la comarca de Dax,en Gascuña.

Frente á la abadía de San Andrés se abría una gran plaza que á lallegada de nuestros caballeros estaba ocupada por multitud de gentes delpueblo atraídas por la curiosidad, soldados, religiosos, pajes yvendedores ambulantes. Algunos brillantes caballeros que se dirigían ála morada del príncipe cruzaban la plaza á intervalos, separando condificultad los grupos de hombres, mujeres y chiquillos que seprecipitaban á su paso. Las enormes puertas de roble y hierro estabanabiertas de par en par, indicando que el príncipe daba audiencia enaquel momento; y una veintena de arqueros apostados frente al edificiomantenía las turbas á debida distancia, no sin distribuir de cuando encuando cintarazos sendos entre los curiosos más osados. En el anchoportal daban guardia dos caballeros armados de punta en blanco, caladala visera y apoyados en sus lanzas; y entre ellos, sentado á una mesabaja y atendido por dos pajes, se hallaba el secretario de Su Alteza,encargado de anotar en el registro que delante tenía el nombre y títulosde los nobles visitantes y en especial los de aquellos recién llegados ála corte. Era aquel personaje hombre de avanzada edad, cuyos largoscabellos y barba blancos le daban venerable aspecto, realzado por elamplio ropaje de color púrpura que lo cubría hasta los pies.

—Ahí tenéis á Roldán de Parington, secretario regio, dijo el señor deMorel. Pobre del que trate de engañarle ó de contradecir sus notas yregistros, porque es el hombre más versado que existe en asuntosgenealógicos y tiene en la memoria los títulos y blasones de cuantoscaballeros hay en Francia é Inglaterra y creo que también la historiacompleta de sus alianzas y servicios. Dejemos aquí nuestros caballos yentremos con los escuderos.

Llegados al portal y al secretario regio, halláronle en animado coloquiocon un joven y elegante caballero, muy deseoso al parecer de conseguirentrada en la abadía.

—¿Os llamáis Marvel? decía Roldán de Parington. Pues me parece que nohabéis sido presentado aún.

—Así es, contestó el otro. Aunque sólo llevo veinticuatro horas enBurdeos, no he querido diferir la presentación de mis respetos á SuAlteza.

—Que no deja de tener otros muchos y muy graves asuntos á que atender.Pero siendo Marvel por fuerza pertenecéis á los Marvel de Normanton, yasí lo veo en efecto por vuestro blasón: sable y armiño.

—Marvel de Normanton soy, afirmó el joven tras un momento devacilación.

—En tal caso vuestro nombre es Esteban Marvel, hijo primogénito delbarón Guy del mismo apellido, muerto recientemente.

—El barón Esteban es mi hermano mayor, confesó en voz baja el noble yyo soy Arturo, el segundo de mi casa y de mi nombre.

—¡Acabáramos! exclamó el implacable secretario. Y siendo ello así¿dónde está en vuestro escudo el crestón que lo denote? ¿Para cuándo esla media luna de plata que debería de llevar vuestro blasón para indicarque no es el del jefe de la familia, sino el de un segundón? Retiraos,señor mío y no esperéis ser presentado al príncipe hasta tener vuestroescudo de armas muy en regla.

Retiróse confuso el noble, siguióle con la vista el secretario y notócasi en seguida el estandarte con las cinco rosas encarnadas que tanorgullosamente portaba el veterano Reno.

—¡Por mi nombre! exclamó Parington. Huéspedes tenemos hoy aquí áquienes no hay que preguntar si los abona nobleza de primer orden. ¡LasRosas de Morel! ¡Y

digo, la cabeza de jabalí de los Butrón! ¡Ah!Pendones son esos que podrán estarse aquí en fila, esperando turno, peroque han figurado y figurarán siempre en primera línea en los campos debatalla. ¡Bienvenidos, señores! ¡Qué alegría la del canciller De Chandoscuando vea y abrace á sus predilectos compañeros de armas! Por aquí,caballeros. Vuestros escuderos son sin duda dignos del renombre de susseñores.

Á ver las armas. ¡Hola! aquí tenemos á un Clinton, de laantigua familia de Hanson y á uno de los Pleyel, rancia nobleza sajona.¿Y vos? Norbury. Los hay en Chesire y también en la frontera de Escocia.Corriente, señores míos; vuestra admisión y presentación tendrán efectoal instante.

Los pajes abrieron una puerta inmediata que daba entrada á un ampliosalón, en el que nuestros caballeros hallaron congregados á otros muchosnobles que como ellos esperaban audiencia. En el testero fronterizo á lapuerta de entrada había otra guardada por dos hombres de armas. Abríaseá intervalos para dar paso á un funcionario que nombraba en alta voz alnoble designado por el príncipe.

Butrón y Morel tomaron asiento y Roger no tardó en distinguir entre losgrupos de apuestos caballeros á uno que hacia él se dirigía y á quienestodos saludaban con respeto y miraban con evidente interés. Muy alto ydelgado, blanco el cabello y blancos también los desmesurados bigotesque caían laciamente hacia el cuello, parecía conservar por su mirada deáguila, la viveza de sus ademanes y la gracia de su paso todo el vigorde la juventud. Tenía el rostro lleno de cicatrices, señal indeleble,algunas de tremendas heridas, que lo desfiguraban por completo;faltábale además un ojo, y con tantas averías hubiera sido imposiblereconocer en él al bizarro doncel que cuarenta años antes había sido elencanto de la corte inglesa por su valor, su fama y su presencia y elcaballero predilecto de las damas. Pero entonces como después seguíasiendo el canciller De Chandos honra y prez de la nobleza del reino, unade sus mejores lanzas y el más respetado de sus caballeros, el héroe deCrécy, Chelsea, Poitiers, Auray y de tántos otros combates como añoscontaba su larga y gloriosa vida.

—¡Ah, por fin os encuentro, corazón de oro! exclamó Chandos abrazandoestrechamente al barón de Morel. Tenía noticias de vuestra llegada y nohe parado hasta dar con vos.

—Grande es el placer que me causa volver á ver al amigo querido y almodelo de caballeros, dijo Morel devolviendo el abrazo.

—Y por lo que veo, añadió riéndose el de Chandos, en esta campañaseremos tal para cual, porque á mí me falta un ojo y vos os habéistapado uno de los vuestros.

¡Bienvenido, Sir Oliver! No os había visto.Entraremos á saludar al príncipe cuanto antes, pero os prevengo que sihace esperar á tales caballeros es porque está ocupadísimo. Don Pedro deCastilla por una parte, el rey de Aragón por otra, el de Navarra, quecambia de parecer de la noche á la mañana, y luégo el enjambre deseñores gascones, añadió bajando la voz, con sus interminablespretensiones, todo contribuye á que el príncipe no tenga una hora suya.¿Cómo dejasteis á mi señora de Morel?

—Bien de salud, pero entristecido el ánimo. Mucho me encargó que ossaludara en su nombre.

—Soy siempre su caballero y su esclavo. ¿Y vuestro viaje?

—No pudiera desearlo mejor, contestó el barón. La mar algo alborotada,pero tuvimos la suerte de avistar unas galeras piratas, á las quedijimos dos palabras.

—¡Siempre afortunado, Morel! Ya nos contaréis la aventura esa. Peroahora, dejad aquí á vuestros escuderos, seguidme de cerca y creo que elpríncipe no vacilará en recibiros fuera de turno, cuando sepa qué par deveteranos ilustres están haciendo antesala.

Los señores de Morel y Butrón siguieron al de Chandos, saludando á supaso entre los grupos de nobles á muchos antiguos compañeros de armas.

CAPÍTULO XIX

ANTE EL DUQUE DE AQUITANIA

AUNQUE no de grandes dimensiones, la cámara del príncipe estabaamueblada y decorada con tanto gusto como riqueza. En el testero, sobreun estrado, dos regios sillones con dosel de terciopelo carmesíesmaltado de flores de lis de plata. Sitiales tallados recubiertos dedamasco, tapices, alfombras y almohadones ricamente guarnecidoscompletaban el mueblaje.

Ocupaba uno de los sillones del estrado un personaje de elevada estaturay formas bien proporcionadas, pálido el rostro y cuya mirada algo duradaba al semblante expresión un tanto amenazadora. Era éste Don Pedro deCastilla. En el sillón de la izquierda se sentaba otro príncipe español,Don Jaime, quien lejos de parecer aburrido como su compañero, mostrabagran interés en cuanto le rodeaba y acogía con sonrisas y saludos á loscaballeros ingleses y gascones. Cerca de ambos y sobre el mismo estradoocupaba también un sitial más bajo el famoso Príncipe Negro, Eduardo,hijo del soberano de Inglaterra. Vestido modestamente, nadie que no leconociese hubiera soñado ver en él al vencedor de tantas y tan grandesvictorias, cuya fama llenaba el mundo. En su preocupado semblante sereflejaba en aquellos momentos una expresión de enojo. Á uno y otro ladodel salón veíase triple fila de prelados y altos dignatarios deAquitania, barones, caballeros y cortesanos.

—Hé allí al príncipe, dijo Chandos al entrar. Los dos personajessentados detrás de él son los monarcas españoles para quienes, con laayuda de Dios y nuestro esfuerzo, vamos á conquistar respectivamente áCastilla y Mallorca. Muy preocupado está Su Alteza, y no me asombra.

Pero el príncipe había notado su entrada y placentera sonrisa animó surostro.

—Innecesarios son esta vez vuestros buenos oficios, Chandos, dijolevantándose.

Estos valientes caballeros me son muy bien conocidos paranecesitar introductor.

Bienvenidos á mi ducado de Aquitania sean SirLeón de Morel y Sir Oliver Butrón.

No, amigos; doblad la rodilla ante elrey mi padre en Windsor; á mí dadme vuestras manos. Bien llegáis, puescuento daros no poco que hacer antes de que volváis á ver vuestra tierrade Hanson. ¿Habéis estado en España, señor de Butrón?

—Sí, Alteza, y lo que más recuerdo es aquella famosa y deliciosísimaolla podrida del país....

—¡Siempre el mismo, á lo que veo! exclamó el príncipe riéndose, lomismo que otros muchos caballeros. Pero descuidad, que una vez allítrataremos de que obtengáis vuestro plato español favorito, preparadocon todas las reglas del arte. Ya ve Vuestra Alteza, continuódirigiéndose al rey Don Pedro, que no faltan entre nuestros caballerosadmiradores entusiastas de la cocina española. Pero, dicho sea en honorde Sir Oliver, también sabe pelear con el estómago vacío. Bien lo probóallá en Poitiers, cuando batallamos por dos días sin más alimento queunos mendrugos de pan y unos tragos de agua cenagosa; y todavía recuerdocómo se lanzó en lo más recio del combate y de un solo tajo hizo rodarpor tierra la cabeza de un brillante caballero picardo.

—Porque se le ocurrió impedirme el paso á un carro cargado de víveresque tenían los franceses, observó Sir Oliver, con gran risa de todos lospresentes.

—¿Cuántos reclutas me traéis? le preguntó el príncipe.

—Cuarenta hombres de armas, señor, contestó Sir Oliver.

—Y yo cien arqueros y cincuenta lanzas, dijo el señor de Morel; perocerca de la frontera navarra me esperan otros doscientos hombres.

—¿Qué fuerza es esa, barón?

—Una compañía famosa, llamada la Guardia Blanca.

Con gran sorpresa del barón, sus palabras fueron acogidas con unánimecarcajada.

El mismo príncipe y los dos reyes extranjeros participaron dela hilaridad general. El barón de Morel miró tranquilamente á uno yotro lado, y fijándose por último en un fornido caballero de pobladabarba negra situado cerca de él y que se reía más ruidosamente que losdemás, se dirigió á él y tocándole el brazo le dijo:

—Cuando hayáis acabado de reíros no me negaréis la merced de una breveentrevista, en lugar donde podamos entendernos cara á cara y espada enmano....

—¡Calma, barón! exclamó Su Alteza. No busquéis querella al señorRoberto Briquet, que tanta culpa tiene él como todos nosotros. La verdades que cuando entrasteis acabábamos de oir, y yo con enojo, noticias delas fechorías cometidas por esa misma Guardia Blanca, tales y tántas quejuré ahorcar al capitán de esa compañía.

Lejos estaba yo de hallarloentre los más valientes y escogidos de mis jefes. Pero mi juramento esnulo, en vista de que acabáis de llegar de Inglaterra y ni sabéis lo queha hecho vuestra gente por aquí, ni es posible exigiros por ello asomode responsabilidad.

—Que yo sea ahorcado es cuestión de poca monta, señor, contestó alpunto el barón, si bien el género de muerte es menos noble de lo que yoesperara. Pero lo esencial es que el príncipe de Inglaterra y modelo decaballeros, no deje sin cumplir su juramento, por ninguna razón nipretexto....

—No insistáis, barón. Al oir hace poco á un vecino de Montaubán, quenos refería los saqueos y depredaciones de esos foragidos, hice voto decastigar duramente al que en realidad los manda hoy. Vos y el señor deButrón quedáis invitados á mi mesa y por lo pronto formáis parte de loscaballeros de mi séquito.

Inclináronse ambos nobles y siguiendo al señor de Chandos, llegaron alextremo opuesto del salón, fuera de los apretados grupos de guerreros ycortesanos.

—Muchos deseos tenéis de que os ahorquen, mi buen amigo, dijo Chandos,y por vida mía, en tal caso lo mejor hubiera sido dirigiros al rey DonPedro, que no hubiera tardado en complaceros, atendido á que vuestraGuardia Blanca se ha conducido en la frontera como una manada de lobos.

—No tardaré en meterlos en cintura, con el favor de San Jorge y unabuena cuerda para ahorcar á los más díscolos. Y ahora os ruego, nobleamigo, que me digáis los nombres de algunos de estos caballeros, puesson muchas las caras desconocidas que me rodean. En cambio otras lasconozco desde que ciño espada.

—Mirad ante todo aquellos graves religiosos, inmediatos á los regiosasientos. Es uno el arzobispo de Burdeos y el otro el obispo de Agén.Aquel caballero de la barba entrecana, que sin duda ha llamado vuestraatención por su imponente figura y marcial aspecto, es Sir GuillermoFenton. Tengo la honra de compartir con él las funciones de laCancillería de Aquitania.

—¿Y los nobles situados á la derecha de Don Pedro?

—Son distinguidos capitanes españoles que han seguido al monarca en sudestierro, y entre ellos he de nombraros á Don Fernando de Castro, elprimero junto á las gradas, modelo de caballeros y tan hidalgo comovaliente. Frente á nosotros están los señores gascones, cuyo serio yenojado aspecto revela el reciente disgusto que han tenido con SuAlteza. El de elevada estatura y hercúleo cuerpo es Captal de Buch,nombre que habréis oído con frecuencia, pues no hay en Gascuña másfamosa lanza. Habla con él Oliverio de Clisón, apellidado elPendenciero, pronto siempre á enconar los ánimos y atizar la discordia.Una cuchillada en la mejilla izquierda os señalará al señor de Pomers, áquien acompañan sus dos hermanos y les siguen en línea los señores deLesparre, de Rosem, de Albret, de Mucident y de la Trane. Tras ellos veonumerosos caballeros procedentes del Limosín, Saintonges, Quercy, Poitouy Aquitania, con el valiente Guiscardo de Angle en último término, eldel jubón púrpura y ferreruelo guarnecido de armiño.

—¿Qué de los caballeros situados á este lado del salón?

—Son todos ingleses, unos del séquito regio y otros, como vos,capitanes de compañías auxiliares ó del ejército. Ahí tenéis á losseñores de Neville, Cosinton, Gourney, Huet y Tomás Fenton, hermano delcanciller Guillermo. Fijaos bien en aquel caballero de la nariz aguileñay roja barba, que pone la mano sobre el hombro del capitán de morenorostro, dura mirada y modesto traje.

—Bien los veo, dijo el barón. Y juraría que ambos están másacostumbrados á ceñir la armadura y repartir mandobles que á figurarentre cortesanos en la regia cámara.

—Á otros muchos nos pasa lo mismo, Sir León, repuso Chandos, y bienpuedo asegurar que el mismo príncipe respira más á sus anchas en elcampo de batalla que en su palacio. Pero oid los nombres de aquellos doscapitanes: Hugo Calverley y Roberto Nolles.

El señor de Morel se inclinó para contemplar á su sabor á tan famososguerreros; uno capitán de compañías auxiliares y guerrilleroincomparable; el otro paladín renombrado, que desde muy modesta posiciónhabíase elevado hasta ocupar el segundo lugar después de Chandos entrelas mejores lanzas inglesas, y conquistádose inmensa popularidad entrelos soldados de todo el ejército.

—Pesada mano la de Nolles en tiempo de guerra, continuó el señor deChandos. Á

su paso por tierra enemiga deja siempre tras sí rastrosangriento y en el norte de Francia llaman todavía "Ruinas de Nolles" álos castillos desmantelados y pueblos destruídos que Sir Roberto dejó enaquellas asoladas comarcas.

—Conozco su nombre y no me disgustaría romper una lanza con tanprincipal y temido caballero, dijo el barón. Pero mirad, muy enojadoestá el príncipe.

Mientras hablaban ambos nobles había recibido Guillermo el homenaje deotros recién llegados y oído con impaciencia las propuestas de algunos,por lo general aventureros, que ofrecían vender su espada y lasreclamaciones de no pocos negociantes y armadores de la ciudad,perjudicados, según ellos, por los excesos de la soldadesca. De repente,al oir uno de los nombres anunciados por el funcionario encargado depresentar á los que solicitaban audiencia, levantóse apresuradamente elpríncipe y exclamó:

—¡Por fin! Acercaos, Don Martín de la Carra. ¿Qué nuevas y sobre todoqué mensaje me traéis de parte de mi muy amado primo el de Navarra?

Era el recién llegado caballero de arrogante figura y majestuoso porte.Su moreno rostro y negrísimos ojos, cabellos y barba indicaban su origenmeridional. Sobre el traje de corte llevaba luenga capa negra, de formay material muy diferentes de los usados en Francia é Inglaterra.Adelantóse con mesurado paso y saludando profundamente, dijo:

—Mi poderoso é ilustre señor, Carlos, rey de Navarra, conde de Evreux yde Champaña y señor del Bearn, me ordena saludar fraternalmente á su muyamado primo Eduardo, príncipe de Gales, duque de Aquitania,lugarteniente....

—¡Basta ya, Don Martín! interrumpió impacientemente el príncipe.Conozco los títulos de vuestro soberano y ciertamente no ignoro losmíos. Decidme sin más preámbulos si se halla libre el paso por losdesfiladeros, ó si vuestro señor opta por faltar á la palabra que me diópocos meses há, en nuestra última entrevista.

—Mal podría el rey de Navarra faltar á su palabra, dijo el enviadoespañol con irritado acento. Lo único que mi ilustre soberano recaba esla prolongación del plazo para el cumplimiento de lo pactado, así comociertas condiciones....

—¡Condiciones, aplazamientos! ¿Habla vuestro rey con el príncipe realde Inglaterra ó con el preboste de una de sus villas? ¡Condiciones! Yose las dictaré bien pronto.

Pero vamos á lo que importa. ¿Entiendo quehallaremos cerrados los pasos de la cordillera?

—No, Alteza....

—¿Libres, entonces, y expedito el paso?

—No, Alteza, pero yo....

—¡Nada más digáis, Don Martín! Triste espectáculo en verdad el de tannoble y respetable caballero abogando por causa tan mezquina. Sé lo queha hecho Carlos de Navarra, y cómo mientras con una mano recibía loscincuenta mil soberanos de oro convenidos á cambio de dejarnos libre elpaso de la frontera, tendía la otra mano á Don Enrique el de Trastamaraó al rey de Francia, recibiendo en ella rica compensación pordisputarnos la entrada. Pero juro por mi santo patrón que tan bien comoconozco yo á mi primo de Navarra me conocerá él á mí muy pronto.¡Falso!...

—¡Señor, permitidme recordaros que si tales palabras fuesenpronunciadas por otros labios que los vuestros, yo exigiría retractacióninmediata! dijo el de Carra, trémulo de indignación.

Don Pedro frunció el entrecejo y miró sañudo á su compatriota, pero elpríncipe inglés acogió aquellas palabras con aprobadora sonrisa.

—¡Bien, Don Martín! exclamó, ¡digno es de vos ese arranque! Decid ávuestro rey que si cumple lo convenido entre nosotros, no tocaré unapiedra de sus castillos ni un cabello de sus súbditos; pero que de locontrario, os seguiré de cerca, llevando conmigo una llave que abrirá depar en par cuantas puertas él nos cierre. Y ¡ay entonces de Carlos y ayde Navarra!

Inclinóse después Su Alteza hacia los dos caudillos Nolles y Calverley,que cerca tenía, y habló con ellos breves instantes. Ambos noblessalieron inmediatamente de la cámara con altanero paso y gozosa sonrisa.

—Juro por los santos del Paraíso, continuó el príncipe, que así como hesido aliado generoso, sabré ser también enemigo implacable. Vos,Chandos, dad las órdenes oportunas para que el señor de la Carra seatratado y atendido cual lo merece por su rango y por sus prendas.

—Siempre bondadoso, observó Don Pedro.

—Aun con los que se le muestran tan altivos como acaba de hacerlo eseenviado, añadió Don Jaime.

—Decid más bien que procuro ser siempre justo, repuso el príncipeEduardo. Pero aquí tengo noticias de interés para Vuestras Altezas; unpliego de mi hermano el duque de Lancaster anunciándome su salida deWindsor para traernos el refuerzo de cuatrocientas lanzas y otros tantosarqueros. Tan luego mi esposa la duquesa recobre la salud, y espero queno tardará mucho, emprenderemos nuestra marcha con la gracia de Dios,para unirnos al grueso del ejército en Dax y poner á Vuestras Altezas enposesión de sus estados.

Un murmullo de aprobación acogió aquellas palabras y el príncipecontempló con satisfacción los rostros de todos aquellos capitanes,ganosos de seguirle y distinguirse bajo sus banderas.

—El titulado rey de Castilla, Enrique de Trastamara, contra cuyasfuerzas vamos á luchar, es un guerrero hábil y animoso y la campañaproporcionará ocasión de conquistar lauros sin cuento. Á sus órdenestiene cincuenta mil soldados castellanos y leoneses, con más doce milhombres de armas de las compañías francesas que tiene á sueldo,veteranos cuyo valor reconozco. También es un hecho la misión del sinpar Bertrán Duguesclín cerca del Duque de Anjou, para atraerlo á lacausa de Enrique y volver á España con tercios numerosos reclutados enBretaña y Picardía. Y

probablemente lo hará como se propone, porque elgran condestable es uno de los hombres de más prestigio y energía denuestra época. ¿Qué decís á ello, Captal?

Duguesclín os venció enCocherel y esta campaña os ofrece la revancha.

El guerrero gascón acogió aquella alusión del príncipe con avinagradogesto y no hizo mejor gracia á los caballeros gascones que rodeaban áCaptal de Buch, pues les recordaba que la única vez que habían atacado álas tropas francesas sin el auxilio de Inglaterra les había tocado ensuerte completa derrota.

—No es menos cierto, Alteza, dijo Clisón, que la revancha la hemosobtenido ya, pues sin el concurso de las espadas gasconas no hubieraishecho prisionero á Duguesclín en Auray, ni quizás roto las huestes delrey Juan en Poitiers....

—Muy alto pretende picar el gallo gascón, y apenas levanta del suelo unpalmo, interrumpió un caballero inglés.

—Cuanto más pequeño el gallo mayores suelen ser los espolones, repusocon fuerte voz Captal de Buch.

—Si no se los corta quien puede hacerlo, dijo el señor de Abercombe.

—Á osados y altaneros nos ganáis vosotros los ingleses, contestó elcapitán Roberto Briquet. Pero gascón soy, y vos, Abercombe, me daréiscuenta de esas palabras.

—Cuando gustéis, dijo el otro volviéndole la espalda.

—Como vos me la daréis á mí, señor de Clisón, exclamó á su vez SirVivián Bruce.

—Ocasión inmejorable, se oyó decir entonces al barón de Morel, para quetan lucida lanza gascona como la del señor de Pomers me haga el honor decruzarse con la muy humilde mía.

Oyéronse en pocos instantes una docena de retos, que revelaban la malavoluntad y los rencores existentes entre gascones é ingleses.Gesticulaban furiosos los primeros, contestábanles los segundos conimpasible desprecio y en tanto el príncipe Eduardo los contemplaba ensilencio, secretamente complacido de presenciar aquella escena tanconforme con su espíritu batallador. Sin embargo, la división entre suspropios jefes ningún buen resultado podía darle y se apresuró á calmarlos ánimos.

—Haya paz, señores, ordenó extendiendo el brazo. Quienquiera devosotros que continúe tan tonta querella fuera de aquí, tendrá que darmecuenta de ello. Necesito el concurso de todas vuestras espadas y nopermitiré que las volváis unos contra otros.

Abercombe, Morel, Bruce¿dudáis acaso del valor de los caballeros gascones?

—Eso no haré yo, contestó Bruce, pues demasiadas veces los he vistopelear como buenos.

—Valientes son, sin duda, pero no hay temor de que nadie lo olvidemientras tengan lengua para proclamarlo á todas horas, sin ton ni son,dijo á su vez Abercombe.

—No os demandéis de nuevo, se apresuró á decir el príncipe. Si es degente gascona el decir en alta voz lo que piensan, tampoco falta quientache á los ingleses de fríos y taciturnos. Pero ya lo habéis oído,señores de Gascuña; los mismos que acaban de tener con vosotros unaquerella pueril os reconocen el valor y las dotes de todo honradocaballero. Captal, Clisón, Pomers, Briquet, cuento con vuestra palabra.

—La tiene Vuestra Alteza, respondieron los gascones, aunque sin ocultarque lo hacían de pésima gana.

—¡Y ahora, á la sala del banquete! prosiguió Eduardo. Ahoguemos hastael último recuerdo de esta contienda en unos cuantos frascos de buenamalvasía.

Volviéndose entonces hacia sus regios huéspedes, los condujo con todacortesía á los puestos de honor que les estaban reservados en la mesaservida en la vecina estancia. Tras ellos siguieron los brillantescaballeros de antemano invitados á la mesa del príncipe.

CAPÍTULO XX

DE CÓMO ROGER DESHIZO UN ENTUERTO Y TOMÓ UN BAÑO

RECORDARÁ el lector que Gualtero y Roger se habían quedado en laantecámara, donde no tardó en rodearlos animado grupo de jóvenescaballeros ingleses, deseosos de obtener noticias recientes de su país.Las preguntas menudearon:

—¿Sigue nuestro amado soberano en Windsor?

—¿Qué nos decís de la buena reina Felipa?

—¿Y qué de la bella Alicia Perla, la otra reina?

—El diablo te lleve, Haroldo, dijo un alto y fornido escudero, asiendopor el cuello y sacudiendo al que acababa de hablar. ¿Sabes que si elpríncipe hubiera oído la preguntilla esa te podría costar la cabeza?

—Y como está vacía poco perdería con ella el buen Haroldo.

—No tan vacía como tu escarcela, Rodolfo. Pero ¿qué demonios piensa elmayordomo? Todavía no han empezado á poner la mesa.

—¡Pardiez! En todo Burdeos no hay doncel más hambriento. Si lasespuelas de caballero y los ricos cargos se ganasen con el estómago,serías ya lo menos condestable.

—Pues digo, que si se ganasen empinando el codo, Rodolfito mío, tetendríamos de canciller hace años.

—Basta de charla, exclamó otro, y que hablen los escuderos de Morel.¿Qué se dice por Inglaterra, mocitos?

—Probablemente lo mismo que al s