Aquella cabeza de santo....
—¡Anda, anda! exclamó Gualtero riéndose. Miren con lo que nos saleahora. Tú sí que eres un menjurje de vándalo, normando, alano y perromoro, como nos llamaba á los ingleses el buen Pisano. ¿Quién se acuerdade cuadros ni pinturas cuando se tiene delante un ángel del cielo,hechura del mismo Dios, como la incomparable Tita?
¡Quién va!
—Me manda el sargento Simón, dijo un arquero acercándoselesapresuradamente, para deciros que el señor barón ha resuelto pasar lanoche en el alojamiento del canciller de Chandos y no necesitarávuestros servicios. Simón está en esa taberna con algunos camaradas ydice que si quisierais trincar con nosotros....
—Á fe mía, dijo riéndose Gualtero, que con sus cantos y gritos hacenbastante algazara para anunciar su presencia sin necesidad de guías niemisarios. ¡Adelante!
Á dos puertas se oía el estrépito de la francachela. Entraron por unportalón bajo y al final de estrecho corredor se hallaron en una gransala iluminada por dos antorchas.
Junto á las paredes, en casi toda laextensión del local, montones de paja sobre la cual reposaban veinte ótreinta arqueros de la Guardia Blanca, sentados ó reclinados sobre elcodo, sin capacetes, coletos ni espadas y con sendos recipientes decuero y estaño llenos de cerveza ó vino, según el gusto de cada cual.Dos toneles colocados en un extremo de la estancia indicaban que nofaltaría con qué llenar de nuevo aquellos enormes cubiletes, cuantasveces lo exigiese la sed de los arqueros. Junto á los toneles y comopresidiendo la reunión, hallábanse el portaestandarte Reno, Simón,Tristán y otros tres ó cuatro arqueros veteranos, amén del valienteGolvín, capitán del Galeón Amarillo, que había ido á tomar unos tragosen compañía de sus alegres compañeros de viaje antes de emprender el deregreso á Inglaterra. Gualtero y Roger tomaron asiento entre Reno ySimón, sin que su llegada acallara por un momento el bullicio.
—¡Cerveza ó vino, camaradas! gritó Simón. Que elija cada cual y no mevengáis con arrumacos, porque la mezcla emborracha y ha de ser una cosaú otra. Aquí está tu cubilete, Rubén, rebosando vino generoso. ¿Sabéisla noticia, barbilindos?
—No. ¿Qué es ello? dijeron ambos escuderos.
—Pues que tendremos torneo.
—¡Bravo!
—Sí. El arrogante Captal de Buch se ha empeñado en demostrarnos que ély otros cuatro caballeros gascones pueden hacer morder el polvo á loscinco mejores paladines ingleses de cuantos hay en Burdeos á la fecha.Chandos aceptó el reto sobre la marcha, encargándose de elegir ánuestros campeones; el príncipe ha prometido una hermosa copa de oro alque más altos honores obtenga y en toda la corte no se habla hoy de otracosa.
—¿Por qué han de ser los grandes señores los únicos que se diviertan?preguntó Tristán de Horla. Bien pudieran abrirnos el palenque á losarqueros y ¡por la cruz de Gestas! que sería cosa de ver cómodescoyuntábamos á cinco arqueros gascones.
—Ó cómo otros tantos hombres de armas baldábamos á igual número desoldados de esta tierra, dijo Reno.
—¿Quiénes son los mantenedores ingleses? preguntó Golvín.
—Trescientos cuarenta y un caballeros tenemos hoy en Burdeos, y ya sehan recibido trescientos cuarenta carteles aceptando el reto. El únicoque falta es el de Sir Mauricio de Ravens, á quien la gota tiene clavadoen el lecho.
—Un arquero de la guardia me ha dicho que el príncipe quería romper unalanza, pero que sus consejeros no se lo han permitido, porque habrá másde combate que de torneo, tal están que arden los señores gascones.
—Por lo pronto tenemos á Chandos.
—Su Alteza le ha prohibido tomar parte en la próxima justa. Chandosserá juez del campo, en unión de Sir Guillermo Fenton y el duque deArmagnac. Nuestros campeones serán los señores de Abercombe, Percy,Beauchamp y Leiton, y el invencible barón de Morel.
—¡Viva! ¡San Jorge le proteja! ¡Buena elección! vociferaron losarqueros.
—¡Buena, como hay Dios! exclamó Simón. No hay para un soldado de buenafibra honra mayor que la de tenerle por jefe. Ya veréis á dónde noslleva, muchachos, y en qué aventuras nos mete. Noto que desde su llegadaá Burdeos anda con un parche en un ojo, lo mismo que hizo la víspera dePoitiers. Pues ese parche va á costar mucha sangre, os lo digo yo.
—¿Cómo fué lo de Poitiers, sargento? preguntó un joven arquero.
—¡Cuéntalo, Simón! exclamaron otros.
—¡Á la salud de Simón Aluardo! dijeron muchos empinando el codo.
—Preguntádselo á éste, peneques, contestó modestamente el veteranoseñalando á Reno. Él vió más que yo, pero ¡por los clavos de Cristo! nodejé de tomar también parte y buena en aquella tremolina.
—Gran día fué aquel, dijo Reno moviendo la cabeza y entornando losojos; como no espero volver á verlo. Muchos y muy buenos arqueroscayeron también en la jornada.
—¿Buenos? Pues no hay más que nombrar á Gofredo, Calvino, el Payo,Nelson, que antes de caer para no levantarse más se aferró á un granseñor francés y le cortó la cabeza á cercén. Mejores arqueros no los hevisto en mi pícara vida.
—¡Pero la batalla, Simón, la batalla! gritaron muchos. ¡Cuenta, cuenta!
—¡Á callar se ha dicho, moscones! berreó el sargento. "¡Cuenta, Simón!"Pues no hay cuento que valga hasta que me haya remojado el gaznate.¡Buena cerveza! Era en el otoño de 1356; nuestro príncipe Eduardo tomópor Auvernia, el Berry, Anjou y Turena, y de Auvernia os diré que lasmuchachas son zalameras y el vino agriado. En Berry dadle vuelta yaprended que las mozas son hoscas y el vino una bendición. Pero Anjou esgran tierra para los arqueros decentes, porque allí vino y mujeres sonunas mieles. Lo único que saqué de Turena fué una descalabradura, peroen Vierzón, en un monasterio de órdago, me hice con un copón de oro porel cual me dió treinta ducados un judío genovés. De allí, anda que andahasta llegar á Bourges, donde me tocó en suerte una túnica de sedacarmesí labrada de oro y perlas, como vosotros no la veréis jamás, y unpar de borceguíes con borlas de seda blanca, lo mismo que los del reynuestro señor.
—¿Los arrebañaste en alguna tienda, Simón?
—¡Se los quité de los pies á un caballero enemigo, so lagarto! Bienpensado el caso, me dije que él no había de necesitarlos más, visto quele salía por pecho y espalda una flecha mía de las gordas....
—¿Qué más, qué más?
—Nos dimos otra zampada de camino, y éramos lo menos seis mil arqueroscuando llegamos á Isodún, donde también me favoreció la suerte.
—¿Otra batalla? ¿Otro par de botas, Simón? se oyó decir á losarqueros.
—No, algo mejor que eso. En las batallas poco hay que ganar, como nosean testarazos, á menos que se logre rescate por algún pájaro gordo. Loque hubo fué que en Isodún yo y otros tres muchachos de Gales nosmetimos en un caserón muy grande que los otros camaradas pasaron poralto y allí descubrí y me apropié un cobertor de finas plumas como sólolos estilan las duquesas de Francia. Tú lo has visto, Tristán, y sabessi es rico y mullido. Lo acomodé bien envuelto sobre una mula delvivandero y allá lo tengo en una venta cerca de Dunán, para el día enque me case. ¿Te acuerdas de la ventera, mon petit? preguntó á Roger,guiñándole el ojo.
—¡Adelante! vocearon tres ó cuatro arqueros.
—Eso es, continuó el veterano. Que otros saquen las castañas del fuegopara que vosotros os estéis como unos papanatas oyendo historias con laboca abierta. ¡Buena cerveza! Nuestros seis mil tunantes, el príncipe ysus caballeros, yo y la mula con el cobertor de pluma salimos por fin deTurena, dejando allí sangrienta memoria. En Romorantín topé con unacadena y unos brazaletes de oro, pero topé también con una mozuela comoun sol, que me los robó al día siguiente. Porque habéis de saber que haygentes que no vacilan en apoderarse de lo ajeno....
—¡Al grano, Simón! ¡Esa batalla!
—Todo se andará, cachorros, si me dejáis respirar. Pues sucedió que elrey de Francia, llamado Juan II, se puso al frente de cincuenta milhombres y nos persiguió furiosamente. Pero lo bueno fué que cuando nosalcanzó, seguro de pasarnos á cuchillo, se halló con que no supo cómoatacarnos ni cómo cogernos, porque lo esperamos esparcidos por losvallados y viñedos de unas alturas, hasta donde sólo podían subir poruna ladera y eso al descubierto, ofreciéndonos magnífico blanco.
Asíocultos y protegidos, formaban nuestra derecha los arqueros, con loshombres de armas á la izquierda, los caballeros en el centro y detrás deellos la mula del cobertor.
Trescientos caballeros franceses sedirigieron hacia ella en línea recta, para empezar, y muy valientes yapuestos parecían, pero los cogió en el camino tal nublado de flechasque pocos escaparon con vida. Tras ellos subieron al ataque los soldadostudescos al servicio del rey Juan y pelearon muy guapamente, tanto quetres ó cuatro se colaron por entre los arqueros y corrieron hacia lapreciosa mula. Pero trabajo inútil, porque ví á nuestro capitán, el sinpar barón de Morel, destacarse del grupo de nobles, con su parchecitosobre un ojo como lo lleva estos días y despachar á aquellos perdularioscon toda calma. En seguida el barón se lanzó contra el grueso de losasaltantes, seguido de Lord Abercombe con sus cuatro escuderos delChesire y otros de igual temple, tras ellos Chandos y el príncipe ydetrás nosotros con espada y hacha, porque habíamos agotado las flechas.Muy imprudente fué aquella maniobra nuestra, porque no sólo abandonamosla protección del terreno sino que dejamos sin defensa á la mula delvivandero y cualquier taimado francés ó tudesco pudo hacerla prisioneracon el tesoro mío que llevaba encima. Pero todo salió bien, cayeron ennuestro poder el rey Juan y su hijo, Nelson y yo descubrimos un carrocon doce barriles de vino generoso destinado á la mesa del rey... y nosé cómo fué, muchachos, pero os aseguro que no me acuerdo de lo quesucedió después, ni tampoco pudo recordarlo Nelson.
—¿Y al día siguiente?
—Como podéis figuraros, no perdimos mucho tiempo por aquellosandurriales, sino que tomamos al trote el camino de Burdeos, á dondellegamos sin tropiezo con el rey de Francia y el cobertor de pluma.Vendí el resto de mi botín, mes garçons, por tantas monedas de orocomo cupieron en mi bolsón de cuero y por siete días tuve doce velasencendidas en el altar del bendito San Andrés, porque sabido es que siolvidáis á los santos cuando las cosas marchan bien es muy probable queellos se olviden de vosotros cuando los necesitéis.
—Decidme, sargento, preguntó un mozalbete desde el extremo opuesto delcuarto ¿á qué cuento fué la batalla aquella?
—¿Ahora salimos con esas, rocín? ¿Pues á qué cuento había de ser sino ádejar sentado una vez por todas quién había de llevar la corona deFrancia?
—Bueno es saberlo. Creíame yo que era para averiguar quién debía dequedarse con vuestro cobertor de pluma....
—Mira, hijo, que si me llego á tí con este cinto mío y empiezo á dartezurriagazos lo vas á sentir de veras, dijo Simón entre las carcajadas detodo el concurso. Pero se hace tarde, Reno, y cuando los polluelosempiezan á piar contra gallos viejos como yo, es hora de que vuelvan algallinero.
—¡No, no, venga otra canción! gritaron muchos.
—¡Que cante Sabas! Como él no hay otro en la Guardia Blanca. ¡Quecante, que cante!
—¡Alto ahí! dijo entonces el capitán Golvín. Para entonar unas trovascomo Dios manda nadie mejor que el mocetón éste. Y al decirlo puso lamano en el hombro de Tristán.
—Muy cierto es, que á bordo del galeón parecía rugir la tempestadcuando él cantaba "Las campanas de Milton."
—Ó "La Molinera de York." ¡Anda, Tristán!
El exnovicio se pasó el dorso de la mano sobre los labios y mirando á lapared de enfrente entonó la canción pedida con un vozarrón tremendo. Alconcluir lo saludaron sus oyentes con una tempestad de aplausos ygritos, y Tristán agarró el vaso de cerveza que halló más cerca y lovació de un tirón.
—La primera vez que canté "La Molinera," dijo modestamente, fué en lataberna de Horla, cuando ni soñaba ser arquero.
—¡Otro trago, camaradas! gritó Reno sumergiendo su enorme recipiente decuero en el tonel. ¡Á la salud de la Guardia Blanca y de cuantos siguenel estandarte de las cinco rosas!
—¡Por la guerra próxima y la victoria segura! brindó el capitán Golvín.
—¡Por el montón de oro que aguarda á los buenos arqueros!
—¡Y por las muchachas bonitas! gritó Simón. ¡Y se acabaron los brindis,canastos!
añadió pegando tremebundo puntapié al tonel que tenía máscerca.
Con cantos, risas y chanzas fueron desfilando los alegres arqueros, y notardó en reinar completo silencio en la poco antes bulliciosa sala de La Rosa de Aquitania.
CAPÍTULO XXIII
LAS JUSTAS DE BURDEOS
LA fama y brillo de la corte que rodeaba al príncipe Eduardo desde suinstalación como Duque de Aquitania, atraían á numerosos caballeros detoda Europa y los torneos y justas eran por entonces espectáculos quecon frecuencia presenciaban los vecinos de Burdeos. Con los más afamadospaladines ingleses y franceses solían romper lanzas diestros justadoresde Alemania, caballeros de Calatrava, nobles portugueses é italianos yaun formidables guerreros de la Escandinavia y otras regiones del nortey del oeste.
Pero en la ciudad y en toda la comarca fué objeto del mayor interés y deincesantes comentarios la noticia de que cinco caballeros ingleses entrelos más esforzados habían dirigido un cartel de reto á otros tantosnobles de la cristiandad, quienesquiera que fuesen. Había grancuriosidad por ver quienes lo aceptarían y sabíase además que aquellasjustas serían las últimas por entonces, ya que el príncipe se aprestabaá salir con toda su gente para la guerra de España. La víspera deltorneo llegaron á Burdeos multitud de gentes de todo el Medoc, quetuvieron que acampar fuera de las murallas, en el llano y á orillas delGarona. Tampoco faltaron oficiales del ejército acuartelado en Dax, ninobles y burgueses de Blaye, Bourg, Libourne, Cardillac, Ryons y otrasmuchas villas, que llegaron durante el día y parte de la noche anterioral combate, á pie, á caballo y en vehículos de todas clases.
No fué pequeña empresa la de elegir cinco caballeros por banda, cuandotantos y tan valientes y ganosos de gloria los había congregados allí; yen poco estuvo que la elección ocasionase una serie de duelospreliminares que sólo pudieron evitarse con la intervención del príncipey de los nobles de más edad y merecimientos. Hasta la víspera del díafijado para el torneo no se fijaron en la liza, pendientes de sendaslanzas, los escudos de los campeones, para que los heraldos y el públicosupiesen sus nombres y también para que se presentase ante los jueces decampo toda fundada querella ó protesta contra la participación decualquiera de ellos en el torneo.
Los dos aguerridos capitanes Roberto Nolles y Hugo Calverley no habíanregresado de la expedición á Navarra que el príncipe les encomendara, locual privó á los justadores ingleses de dos de sus mejores lanzas. Peroeran tantas y tan buenas las que aun quedaban que los señores Chandos yFenton, á quienes en definitiva se encomendó la elección, tuvieron quediscutir y pesar uno por uno los méritos y hazañas de muchos aspirantes;decidiéndose por fin á favor de Morel de Hanson y Abercombe de Chesire,renombradísimo el primero entre los nobles veteranos y héroe de Poitiersel segundo. De los caballeros más jóvenes resultaron agraciados tresbrillantes paladines: Tomás Percy, Guillermo Beauchamp y Raniero Leiton.Desde luego aceptaron el reto inglés todos los caballeros gascones y laelección, difícil de suyo, favoreció á Captal de Buch, Oliverio deClisón, Pedro de Albret, el señor de Mucident y un caballero teutónllamado Segismundo de Bohemia. Al mirar aquellos diez escudos losveteranos ingleses se prometían un torneo brillante cual ninguno, pueseran los mantenedores hombres de gloriosa historia y de valor y esfuerzoprobadísimos.
—Á fe mía, Chandos, dijo el príncipe mientras cabalgaba junto alcanciller por las estrechas y tortuosas calles de la ciudad, camino delpalenque; bien quisiera yo romper una lanza en estas justas, suponiendoque los jueces de campo no me creyesen indigno de alternar con tanfamosos campeones.
—No hay en el ejército mejor ni más digno paladín que vos, señor,replicó Chandos, pero dadas las circunstancias de este torneo, creedme,no conviene que participéis en él. No es de vuestro alto cargo el tomaraquí partido á favor de ingleses contra gascones, ni poneros con éstosfrente á aquellos, lanza en ristre ó espada en mano.
Demasiadosobreexcitados están ya los ánimos.
—Siempre la razón de estado, Chandos, que vos sacáis á relucir no sóloen la sala del consejo sino camino de fiesta tan alegre y lucida comoésta. ¿Y qué piensan de ella mis hermanos de Castilla y Mallorca?preguntó dirigiéndose á los príncipes españoles, que á su derechacabalgaban.
—Mi opinión es que hoy presenciaremos no pocas proezas, dijo Don Pedro,en vista de la fama y pujanza de los justadores.
—¡Por Santiago! observó Don Jaime, otra cosa va llamando mi atención yes el buen porte y mejores vestidos de esos burgueses de Burdeos que seagolpan á mirarnos.
Rica en verdad debe de ser esta gran villa y holgadala condición de sus moradores, á pesar de recientes guerras ytrastornos.
—Pues si el aspecto de los buenos burgueses os admira, repuso DonPedro, ¿qué me decís de esos hombres de armas escogidos y de los bienplantados arqueros? Difícil sería igualar y menos vencer fuerzas tanapuestas y bien disciplinadas.
—Con esos soldados cuento, dijo el príncipe inglés, y con otros muchoscomo ellos, para hacer entrar en razón á los usurpadores de Castilla yMallorca.
Sonriéronse ambos pretendientes, revelando en sus semblantes lasatisfacción y la confianza con que habían oído aquellas palabras.
—Y una vez hecha justicia, dijo Don Pedro de Castilla, uniremos lasfuerzas de Inglaterra, Aquitania y España y mucho sería que de tal uniónno resultasen magnas consecuencias.
—Por ejemplo, agregó el príncipe Eduardo con evidente entusiasmo,completar para siempre la expulsión de los infieles del territorio deEuropa. No creo que pudiéramos acometer empresa más grata para la SantaVirgen, excelsa patrona de Aquitania.
—Ni más aceptable para todo español. En tal empresa cuente VuestraAlteza con el apoyo absoluto de nobles y plebeyos, así en León yCastilla como en Asturias, Navarra, Mallorca y Aragón. Y aun paraperseguir á los moros allende el mar y combatirlos en sus guaridas delÁfrica y de Oriente.
—¡Sí, por Dios! exclamó el Príncipe Negro. Ese ha sido uno de missueños dorados, ver ondear el estandarte inglés sobre los muros ymezquitas de la ciudad santa.
—La conquista de Jerusalén no puede parecer peligrosa ni ardua áquienes han realizado la conquista de París.
—Ni me había de contentar yo con eso, sino con el sitio y toma deConstantinopla y la guerra á muerte contra el Sultán de Damasco. Yvencido éste, todavía podríamos imponer tributo á las hordas tártaras,otra amenaza de la cristiandad. Decidme, Chandos, ¿no habríamos de poderllegar nosotros hasta donde llegó Ricardo Corazón de León?
—Poder hacerlo es una cosa, replicó el prudente consejero, y otra muydistinta saber si conviene y debe hacerse. Desde luego, cuente VuestraAlteza con que el rey de Francia vería el cielo abierto el día que losejércitos ingleses cruzasen el mar, en persecución de los infieles deOriente.
—Os conozco demasiado, Chandos, para no saber que esas palabras os lasdicta vuestra razón, no el temor ni el cansancio de las guerras. ¡Quéenorme multitud! No recuerdo haber visto tantos curiosos desde el día enque recorrí las calles de Londres acompañando á mi prisionero el rey deFrancia.
Un mar de cabezas cubría por completo la vasta llanura que se extendíadesde la Puerta del Norte hasta los primeros viñedos del este de laciudad y hasta las orillas del río. Entre los obscuros tonos de aquellamultitud se destacaban ya las toquillas de vivos colores de las mujeres,ya el casco de un arquero herido por los rayos del sol. En el centro dela llanura, quedaba el espacio cercado que se destinaba á las justas,con gradas y tribunas engalanadas con multitud de gallardetes ybanderas. Trabajo costó abrir estrecho paso á los príncipes y su séquitoentre aquella masa compacta, que los saludó con aclamacionesatronadoras. Tras ellos fueron llegando numerosos nobles y damasricamente ataviadas y pronto quedaron llenas las tribunas, relucientesde oro y pedrería. En el numeroso séquito del príncipe y sus regioshuéspedes figuraban capitanes y cortesanos de Gascuña y España, deInglaterra, el Lemosín y Saintonge. En los asientos y gradas encantabanla mirada las morenas bellezas del Garona y junto á ellas las rubiasbeldades inglesas, ostentando unas y otras sus mejores galas. De lasbalaustradas de las tribunas colgaban ricos tapices y anchas franjas deterciopelo en cuyo centro destacábanse, bordados en oro, plata y sedasde vivos colores, los escudos de armas de cien nobles. No tardaron entomar éstos asiento, la multitud y los soldados se acomodaron como mejorpudieron y los pajes y palafreneros se encargaron de las armas ymonturas de sus señores.
Los mantenedores ocupaban la extremidad del campo más cercana á laspuertas de la ciudad. Frente á sus respectivos pabellones se veían losescudos de armas de los cinco campeones ingleses, sostenidos por otrostantos escuderos; allí las rosas de Morel, las barras gules de Leiton,el león de Percy, los grifos de Abercombe y las plateadas alas deBeauchamp. Tras los pabellones piafaban impacientes los grandes caballosde batalla lujosamente enjaezados. La gran mayoría de los arqueros yhombres de armas ingleses se agrupaban en aquel extremo de la liza,ganosos de contemplar y vitorear á sus famosos campeones, que sentados ála puerta de sus tiendas, armados completamente y con el yelmo sobre lasrodillas, departían tranquilamente sobre el gran suceso del día en quetan importante parte les tocaba desempeñar. Pero el pueblo gascón noocultaba su preferencia por Captal de Buch y sus compañeros, pues lapopularidad de los ingleses había decaído mucho desde las enconadascontiendas originadas por la captura del rey de Francia y el destino quedebía de darse al regio prisionero. De aquí que no fueran generales,aunque sí muy nutridos, los aplausos que acogieron la proclamación delrey de armas, anunciando los nombres y títulos de los caballerosingleses que estaban prontos, "por su Dios, por su patria, por su rey ypor su dama," á combatir contra cuantos hidalgos les hiciesen la honrade romper lanzas con ellos. Más que aplausos, en cambio, fueronaclamaciones ensordecedoras las que saludaron al heraldo que en elopuesto extremo de la liza enumeró los nombres popularísimos de losjustadores gascones.
—Comienzo á creer que teníais mucha razón, Chandos, al aconsejarme queno tomase hoy partido ni enristrase lanza, dijo el príncipe en voz bajaal notar el estado de los ánimos. Paréceme, señor de Armagnac, quenuestros amigos de Aquitania no verían con malos ojos la derrota de loscampeones ingleses.
—Bien pudiera ser, príncipe, como no dudo que en iguales circunstanciasel pueblo de Londres ó Windsor favorecería ó aclamaría á suscompatriotas.
—Y no está lejos la demostración palpable de lo que decís, exclamóriéndose el príncipe, porque allá diviso unas veintenas de arqueros cuyovocerío no cede al de la multitud. Mucho me temo que sufran amargodesencanto si la copa de oro que he ofrecido al vencedor se queda enAquitania en vez de cruzar el mar. ¿Cuáles son las condiciones, Chandos?
—Cada pareja justará no menos de tres veces y la victoria será delpartido cuyos campeones hayan triunfado en mayor número de encuentrossingulares. El que más se distinga entre ellos recibirá el trofeoofrecido por Vuestra Alteza, y el más diestro justador de los vencidosun broche de oro y piedras preciosas. ¿Doy la señal?
Contestó el príncipe afirmativamente, sonaron los clarines y losmantenedores fueron entrando en liza uno tras otro y arremetiendo á suscontrarios, con varia fortuna para ambos bandos. Así, Sir GuillermoBeauchamp cayó al poderoso golpe de Captal de Buch, pero Percy desarzonóal de Mucident; Lord Abercombe derribó á su vez al señor de Albret y porfin el hercúleo Oliverio de Clisón igualó la suerte del combate con lavictoria que alcanzó sobre Sir Raniero Leiton.
—¡Por Santiago! exclamó Don Pedro, buenas lanzas y grande empuje, tantolos señores gascones como los ingleses.
—¿Quién es el próximo adalid inglés? preguntó el príncipe con voz quedenotaba su viva emoción.
—El barón León de Morel, de Hanson, respondió Chandos.
—Campeón esforzado y diestro si los hay.
—Sin duda alguna, señor, pero su vista, como la mía, se halla muyquebrantada tras largas campañas. Con su poderoso brazo ganó en buenalid la diadema de oro ofrecida como trofeo por la reina Felipa, augustamadre de Vuestra Alteza, en las grandes justas con que se celebró enInglaterra la toma de Calais. En el castillo de Monteagudo, dondereside, tiene un tesoro en premios y trofeos.
—Ojalá vaya á reunirse con ellos la copa de este torneo, dijo elpríncipe en voz baja.
Aquí tenemos al paladín alemán y por su aspectoparece muy temible enemigo.
Advertid al rey de armas que les permitaencontrarse por tres veces en la liza, ya que tanto depende ahora delresultado de este combate.
Sonaron de nuevo los clarines, hizo el rey de armas la señal querepitieron los farautes y se adelantó el último campeón de los gasconesentre los vítores desaforados de la multitud. Era un guerrero de grantalla y fornido cuerpo, con yelmo y armadura negros y escudo sin divisa,pues prohibían tenerla los estatutos de la orden teutónica á quepertenecía. Flotaba á su espalda amplio manto blanco que tenía bordadaen su centro la cruz negra orillada de plata de aquella orden. Manejababriosamente su soberbio bridón, negro como el azabache y de gran alzada;y después de saludar al príncipe volvió grupas y ocupó su puesto á unextremo de la liza.
Inmediatamente salió el barón de Morel de su tienda y se dirigió algalope hacia el balconcillo regio, ante el cual detuvo súbitamente alfogoso corcel con tal fuerza que lo hizo retroceder y alzarse de manos,á tiempo que el jinete saludaba profundamente.
Llevaba el barónbrillante armadura blanca, escudo blasonado y yelmo con largo y airosopenacho de plumas también blancas. La gracia y viveza de susmovimientos, el esplendor de su armadura y de los paramentos de sucaballo y los corveteos de éste hicieron estallar unánimes aplausos. Elbarón saludó otra vez con singular donaire y se dirigió al punto delcampo frontero al que ocupaba su contrario, haciendo caracolear al noblebruto y más como quien se dirige á una alegre fiesta que á fierocombate.
Tan luego se hallaron frente á frente ambos campeones reinó absolutosilencio en todo el palenque. Del resultado dependía no sólo la gloriaque pudiera caber al vencedor sino la victoria ó la derrota del bandoque respectivamente representaban.
Guerreros ambos de mucha nombradía,sus proezas los habían llevado á muy distintos países y campos decombate, sin darles hasta entonces la oportunidad de medirse cuerpo ácuerpo. Dióse la señal, y puestas las lanzas en los ristres arremetieronuno contra otro ambos combatientes, encontrándose con tremendo choquefrente á la regia tribuna. Aunque el teutón se estremeció al golpefuribundo del caballero inglés, su lanza alcanzó á éste en la visera confuerza tal que rompió las cintas que sujetaban el casco y éste cayóhecho pedazos, pero el barón continuó su carrera, descubierta la calvac