La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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CAPÍTULO XXXII

DONDE EL SEÑOR DE MOREL CUMPLE SU VOTO

LA mañana siguiente, desapacible y fría como muchas del mes de Marzo enaquellos contornos, halló á nuestros arqueros en un terreno pedregoso yal pie de elevadísimas rocas, cuyas cimas empezaba á dorar el solnaciente. En uno de los grupos que apresuradamente disponían el desayunofiguraban Reno, Simón y Yonson, más atentos á preparar sus flechas yafilar sus espadas que á vigilar el guiso, del cual cuidaba solícito elvoraz Tristán. Roger y Norbury, el silencioso escudero de Sir Oliver,procuraban calentar al fuego de la hoguera sus manos ateridas.

—¡Ya hierve el guisote! exclamó Yonson poniendo á un lado el espadón.¡Á comer, antes de que nos den la orden de marcha ó nos caiga encima unnublado de castellanos y franceses!

—¡Por vida de! dijo Simón mirando á su amigo Tristán, ahora que estecernícalo está en vísperas de recibir el cuantioso rescate de suprisionero desdeñará quizas comer con pobres arqueros. ¿Eh, Tristán? Nomás cubiletes de cerveza ni medias raciones de cecina, cuanto te veasotra vez en Horla, sino vino gascón á diario y carne asada hasta que tehartes.

—Lo que en Horla haré, sargento, si allá llego otra vez, está por ver;lo que sí sé es que por ahora voy á meter mi casco en esa caldera y ácomer cuanto pueda, por si no volvemos á ver un guiso en todo el día.

—¡Bien dicho, muchacho! ¡Ea, cada cual para sí! ¿Á quién buscas, Robín?

—El señor barón desea veros en su tienda, dijo á Roger un jovenarquero.

Apenas llegado Roger á presencia de su señor entrególe éste un abultadopergamino, diciendo:

—Acaba de traérmelo un mensajero de Su Alteza, quien me dice que fuéportador de ese y otros pergaminos un caballero recienllegado deInglaterra al cuartel general.

—Está dirigido á vos, señor barón y escrito, según aquí reza, "de manode Cristóbal, siervo de Dios y Prior del monasterio de Salisbury."

—Lee pronto, Roger.

El joven escudero recorrió con la vista las primeras líneas, palideció ylanzó una exclamación de sorpresa y dolor.

—¿Qué es ello? preguntó el barón. ¿Vas á darme malas noticias de laseñora baronesa ó de mi hija Constanza?

—¡Mi hermano, mi desgraciado hermano! exclamó Roger. ¡Hugo ha muerto!

—Te trató en vida como á mortal enemigo, Roger, y no veo fundado motivopara que tanto sientas su muerte.

—Era el único pariente que me quedaba en el mundo. Pero ¡qué noticias!¡Cuánto inesperado desastre! Oid, señor barón.

El prior escribía que poco después de la partida de Morel se habíacongregado en la granja de Munster y puéstose á las órdenes del díscoloHugo de Clinton numerosa fuerza compuesta de aventureros, bandidos ygente perdida de toda la comarca, quienes después de derrotar á lasgentes de justicia y soldados del rey enviados contra ellos, habíanpuesto sitio al castillo de Monteagudo, habitado por la esposa é hijadel barón. Que la baronesa, lejos de entregar la fortaleza, habíaorganizado y dirigido la defensa con tantos bríos y acierto tal que alsegundo día, después de empeñados y mortíferos asaltos, había perdido lavida Hugo, el jefe de los sitiadores, y huído y dispersádose éstos. Lacarta terminaba dando las mejores noticias sobre la salud de ambas damasé invocando sobre el barón las bendiciones del cielo.

—¡La profecía! dijo el barón tras larga pausa. ¿Recuerdas, Roger lo quenos dijo aquella noche memorable y fatal la esposa de Duguesclín? Elasalto del castillo, el jefe de la barba rubia, todo, todo. ¡Esportentoso! Y á propósito, Roger; nunca te he preguntado por qué lanoble profetisa dijo de tí que tenías el pensamiento puesto en elcastillo de Monteagudo con más constancia y cariño que yo mismo....

—Quizás tuviera también razón al decirlo, señor, replicó el escuderoruborizándose, porque os confieso que en aquel castillo pienso todo eldía y con él sueño de noche.

—¡Hola! exclamó el barón. ¿Y cómo es eso, Roger?

—Debo confesároslo. Amo á mi señora Doña Constanza, vuestra hija, conel más puro y profundo amor....

—Me sorprendes, doncel, dijo el barón frunciendo el ceño. ¡Por SanJorge! ¿sabes que es muy noble nuestra sangre y muy antiguo nuestronombre?

—También lo es el mío, señor barón, y muy noble la sangre heredada demis mayores.

—Constanza es nuestra única hija y cuanto tenemos le pertenecerá algúndía.

—También soy yo ahora el único Clinton, y muerto sin hijos mi hermanosoy dueño y señor de Munster.

—Cierto es. Pero ¿cómo no me has hablado antes del caso?

—No podía hacerlo, señor barón, porque ni aun sé si vuestra hija me amay no media entre nosotros oferta ni promesa.

Quedóse pensativo el famoso guerrero y por fin se echó á reir.

—¡Juro por San Jorge no tomar cartas en el asunto! exclamó. Mi muyamada hija es árbitra de su elección, pues la juzgo muy capaz de mirarpor sí misma y elegir con acierto. La conozco, amigo Roger, y si como mefiguro está ella pensando en tí como tú en ella, ni Enrique deTrastamara con sus sesenta mil soldados puede impedir que mi Constanzahaga su voluntad y deje de amar á quien ame. Lo que sí me toca recordaraquí es que siempre he deseado para esposo de mi hija á un caballerovaliente y cumplido. Tú, Roger de Clinton, estás en camino de ser unabrillante lanza si Dios te protege. Sigue haciendo méritos yconquistando lauros. Pero basta de este asunto, que volveremos á tratarcuando veamos otra vez las costas de Inglaterra. Nos hallamos ensituación gravísima é importa salir de ella cuanto antes. Hazme lamerced de llamar al señor de Fenton, con quien deseo conferenciar antesde que nos alcance el enemigo en esta desventajosa posición.

Obedeció Roger inmediatamente y sentándose después sobre apartada rocatrató de recordar una á una las palabras del barón y su propiaconfesión; comparó también las desfavorables circunstancias que lerodeaban cuando por primera vez vió á su amada, novicio indigente y sinhogar, con la holgada posición que le creaba la prematura muerte de suhermano. Además, había sabido ganarse el aprecio y la confianza delbarón, sus compañeros de armas lo consideraban como valiente entre losvalientes de la Guardia Blanca, á pesar de sus pocos años, y sobre todo,el barón acababa de oir la revelación de su amor más complacido queenojado. El resultado de sus meditaciones fué la resolución de noabandonar aquellas montañas sin conquistar lauros brillantes, queacabaran de hacerle digno de merced tan alta y felicidad tan cumplidacual podía prometerse el futuro esposo de la encantadora Constanza deMorel.

En aquel instante oyó Roger, tres veces repetida, la nota penetrante deun clarín, y saltando de la roca en que estaba sentado vió que losarqueros empuñaban sus armas y se dirigían apresuradamente hacia loscaballos. Llegó en pocos momentos al grupo que formaban los jefes y oyóal señor de Fenton que decía:

—No me queda duda, es el toque del clarín enemigo. Pero es imposibleque las tropas de Enrique nos hayan dado alcance tan pronto.

—Olvidáis, dijo el barón, los informes del villano á quien sorprendimosanoche. Un hermano del rey castellano, nos dijo, se había adelantado algrueso del ejército para hostigar á nuestras avanzadas con un cuerpo deseis mil jinetes y mucho me temo que nuestra precipitada marcha nos hayaalejado de un peligro para hacernos caer en otro.

—Así es, en efecto, dijo el de Angus. ¿Qué hacer?

—Tomar posiciones en aquella altura y vender caras nuestras vidas, ósalvarlas si nos llegan refuerzos. La más alta de aquellas colinas, dedifícil subida por todos lados y con una planicie bastante extensa en lacumbre, nos ofrece una admirable fortaleza natural. Dad, Fenton, laorden de marcha sin perder momento. Conservad, señores, vuestroscaballos, pero que abandonen los suyos los soldados. Si vencemos nossobrarán caballos del enemigo. Puesto que el jefe castellano nos hadescubierto y no se oculta, enseñémosle también los colores de nuestrabandera. Nuestras almas están en manos de Dios, nuestros cuerpos alservicio del rey. ¡Desenvainemos las espadas, por San Jorge éInglaterra!

El entusiasmo del barón se comunicó á sus soldados, y la Guardia todaescaló con resuelto paso la ladera menos pendiente, erizada de peñascosy cubierta de rocas sueltas que rodaban á su paso é iban á perderse,rebotando, en el fondo del valle. La altura á que por fin llegaron losarqueros ingleses constituía en efecto una posición fortísima, un enormecono truncado desde cuya base superior podían barrer con sus flechas elpendiente camino que ellos acababan de recorrer con gran dificultad, alpaso que por los otros lados la roca cortada á pico hacía la posicióninexpugnable.

La niebla que hasta entonces cubriera el valle comenzó á disiparse,flotando en grandes jirones que rozaban por un momento las copas de losárboles y luégo se elevaban desvaneciéndose en el espacio. El soliluminó entonces los alrededores de la roca convertida en fortaleza ynobles y arqueros contemplaron con admiración la vasta fuerza que loscercaba. Brillaban los cascos y corazas de numerosos escuadrones y lasvoces que dieron y el toque de las cornetas y atabales indicaron tambiénque habían descubierto el refugio de sus enemigos y que se preparabanpara el ataque. El barón y sus jefes se reunieron ante los cuatroestandartes de su fuerza, que eran el de las armas inglesas, el de Morely los de Butrón y Merlín, enseña este último de unos sesenta arquerosdel país de Gales.

—¿Véis, barón, aquella hermosa bandera bordada de oro que ondea alfrente de las otras? preguntó Fenton. Pues es la de los famososcaballeros de Calatrava, y no lejos de ella la de la Orden de Santiago.En el centro el estandarte real, y ó mucho me engaño ó hay también enesa fuerza muchos caballeros franceses. ¿Qué decís á ello, Don Diego?

El prisionero de Tristán de Horla contemplaba con alegría y entusiasmolas brillantes cohortes de sus compatriotas.

—¡Por Santiago! exclamó. Vos y vuestros amigos váis á caer al empuje delos más afamados caballeros de León y Castilla. Manda esa fuerza unhermano de nuestro rey, y sin contar los gloriosos pendones de Calatravay de Santiago, veo allí los de Albornoz, Toledo, Cazorla, RodríguezTavera y tantos otros, amén de los de muchos nobles aragoneses yfranceses.

No se hizo esperar el ataque. Los brillantes escuadrones de las dosgrandes órdenes militares se adelantaron en formación perfecta, y cuandoya los arqueros preparaban sus armas vieron con sorpresa que susenemigos se detenían, blandiendo lanzas y espadas, y que de sus filas seadelantaban dos guerreros armados de punta en blanco, caladas lasviseras y con grandes penachos blancos que sobre los relucientes yelmosondeaban al viento. Alzados ambos sobre los estribos y blandiendo laslanzas, era evidente que dirigían un reto á los caballeros ingleses.

—¡Un cartel, por vida mía! gritó el barón, brillándole el único ojo quetenía descubierto. No se dirá que el barón de Morel ha rehusado tancortés propuesta. ¿Y

vos, Fenton?

La contestación del caballero inglés fué saltar sobre su caballo, yempuñando, como el barón, la lanza y embrazando el escudo, ambos jinetesdescendieron con peligrosa rapidez la enhiesta pendiente, en dirección álos dos campeones castellanos, que á su vez les salieron al encuentro.Era el contrincante de Guillermo Fenton un apuesto caballero, joven yvigoroso en apariencia, cuya lanza dió en el escudo del inglés tan reciogolpe que lo partió en dos, á tiempo que la acerada lanza de Fenton leatravesaba la garganta, derribándolo moribundo. Impulsado Sir Guillermopor el entusiasmo del triunfo y el ardor del combate, siguió su furiosacarrera y desapareció entre las apretadas filas de los caballeros deCalatrava, que en un abrir y cerrar de ojos dieron cuenta del valerosocampeón inglés.

El barón en tanto había hallado un competidor digno de su esfuerzo ybríos en guerrero tan famoso como Don Sebastián de Gomera, lanzaescogida de los caballeros de la Orden de Santiago. Acometiéronse contal furia que al primer encuentro quedaron rotas ambas lanzas, yempuñando los aceros se atacaron con denuedo sin igual. Largo fué elcombate, brillantes los golpes y paradas que demostraron la pericia deambos, hasta que impaciente el de Santiago hizo saltar á su caballohasta tocar al del inglés, y abalanzándose sobre el barón le rodeó elcuerpo con sus brazos. Cayeron al suelo ambos enemigos estrechamenteunidos, logró el castellano dominar á su adversario, de cuerpo másendeble que el suyo, y posándole una rodilla en el pecho alzó el brazoarmado para poner de una estocada fin al furioso combate. Pero nuncallegó á dar el golpe mortal. La espada del barón, rápida como el rayo,entró oblícuamente por debajo del levantado brazo de su enemigo, y éstecayó pesadamente en tierra, lanzando ahogado grito. Confusa gritería deaplauso y de despecho se dejó oir en uno y otro bando y el barón,saltando sobre su caballo, se lanzó hacia la altura, á la vez que lossitiadores emprendían el ataque de la posición inglesa.

Los arqueros los recibieron con una granizada de flechas que hicieronmorder el polvo á filas enteras de los asaltantes. Inútiles fueron losesfuerzos denodados de éstos por llegar hasta la altura; la estrechez yla pendiente del camino y los obstáculos que añadían á su paso loscuerpos de hombres y caballos hacinados y revolcándose en sangrientosmontones sólo les permitían avanzar lentamente, haciéndolos fácil blancode las flechas enemigas, y muy pronto se oyó el toque de retirada.

Felicitábanse los arqueros cuando descubrieron otro enemigo aun mástemible que las impotentes lanzas de los jinetes. Numerosos honderoscastellanos habían tomado posesión de otras alturas cercanas y desdeellas lanzaron mortíferas piedras, con fuerza y acierto tal que en pocosmomentos quedaron tendidos sin vida el veterano Yonson y algunos otrosarqueros y malheridos quince de éstos y seis hombres de armas.Parapetáronse los ingleses lo mejor que pudieron detrás de los peñascos,tendiéronse muchos en el suelo y dirigieron sus certeras flechas contralos honderos.

—¡Barón! exclamó en aquel momento el señor de Burley; acaba de decirmeSimón que no nos quedan más de doscientas flechas por junto. ¿Qué hacer?En mi opinión ha llegado la hora de parlamentar ó de morir casiindefensos.

—¡Por lo pronto, contestó el barón de Morel arrancándose el parche quepor tanto tiempo cubriera su ojo izquierdo, creo haber cumplido mi votodando muerte en leal combate á uno de los más pujantes y famososcaballeros enemigos! Y ahora ¡á morir matando!

—Lo mismo digo, asintió tranquilamente Oliver de Butrón, enarbolandopesada maza.

—¡Disparad hasta vuestra última flecha, arqueros! gritó el de Morel.¡Entonces os quedarán todavía espadas y hachas para vender carasvuestras vidas!

CAPÍTULO XXXIII

"LA ROCA DE LOS INGLESES"

COMO si el enemigo hubiera oído ó adivinado las palabras del intrépidojefe, alzóse entonces en todo el valle y en las cumbres vecinas el gritode venganza y exterminio de aquella raza aguerrida, que llevaba siglosenteros de lucha con los árabes y que preparaba el anonadamiento de otropuñado de invasores, no menos odiados que los sectarios de Mahoma.Cruenta y terrible fué la lucha, tan larga, tan encarnizada que aun hoydía conserva memoria de ella la tradición y entre los montañeses de lacomarca se conoce el teatro de la hecatombe con el nombre de la "Roca delos Ingleses."

Mas no cedieron éstos al segundo asalto. Agotadas muy pronto las flechasde los arqueros, lucharon desesperadamente con espadas, picas, hachas ymazas, aprovechando todas las ventajas de su posición. Por fortuna, elcombate cuerpo á cuerpo impidió á los honderos castellanos continuar suobra de destrucción. Sitiadores y sitiados luchaban confundidos en elúnico punto del camino por donde podía escalarse la altura y allíacudieron, dando el ejemplo á sus soldados, los pocos nobles inglesesque rodeaban al barón. Momentos hubo en que éste, Roger y Butrónhubieran perecido sin el oportuno refuerzo del escocés Burley al frentede los veteranos de Gales, que cayeron sobre el enemigo con furia sinigual, obligándole á retroceder buen trecho. Pero las pérdidas de lossitiados eran irreparables, al paso que los castellanos teníanescuadrones y compañías enteras de reserva en el valle, imposibilitadosunos y otras de tomar parte en la lucha hasta entonces por lascondiciones del terreno.

Un gigantesco caballero de Santiago llegó á escalar los últimospeñascos, y derribando á tres arqueros de otros tantos golpes blandía denuevo la tajante espada, cuando le asió entre sus nervudos brazos elanimoso Sir Oliver. Forcejeando furiosamente ambos enemigos, y rodandopor el suelo en mortal abrazo, llegaron al borde de la elevada planiciey cayeron despeñados en el horrendo precipicio. La espada de Simón y laenorme hacha de Tristán brillaban al sol y golpeaban incesantementesobre las cabezas enemigas, en primera línea. Reno cayó á su lado,malherido, y también pereció allí Sir Ricardo Causton. El señor deMorel, cubierto de sangre, hacía prodigios de valor, acudiendo á todaspartes, animando y dirigiendo á sus soldados, seguido de cerca porRoger, que devolvía golpe por golpe, más ganoso de proteger á su señorque á sí mismo. Por último, los arqueros y hombres de armas que formabaná derecha é izquierda del lugar donde era más encarnizada la lucha,hicieron

un

esfuerzo

supremo

y

precipitándose

sobre

los

sitiadores,persiguiéndolos y atacándolos con desesperación, hicieron retroceder untanto aquella incesante columna enemiga, en la que parecían no hacermella las incesantes bajas.

Mientras se rehacían las fuerzas castellanas y consultaban sus jefes,aquella retirada parcial proporcionó á los ingleses que aun quedaban convida el descanso que tanto necesitaban. Grandes habían sido suspérdidas. De los trescientos setenta hombres que contaban al emprenderla defensa de aquella altura, no quedaban en pie más de cientocincuenta, heridos muchos de ellos. Entre los muertos se contaban ya losvalientes nobles Burley, Butrón y Causton y los veteranos Yonson y Reno.Ni fué completo el respiro de los sobrevivientes, porque apenasdeslindados los campos reanudaron el ataque los honderos posesionados delas cumbres inmediatas.

—Ahora más que nunca me enorgullezco de mandaros, dijo el baróncontemplando con amor al puñado de héroes que le rodeaba. ¿Qué es eso,Roger? ¿Estás herido?

—Un rasguño, señor barón, contestó el escudero restañando la sangre deun tajo que le cruzaba la frente.

—Deseo hablarte, Roger, y también á vos, Norbury, dijo el baróndirigiéndose al escudero de Sir Oliver.

Los tres se encaminaron al extremo opuesto de la elevada planicie, bajola cual se veía la roca cortada casi á pico, con algunos peñascossalientes de trecho en trecho.

—Es indispensable, continuó el señor de Morel, que el príncipe tenganoticia exacta de lo ocurrido. Podremos quizás resistir otra acometidaporque no pueden atacarnos todos á la vez, pero el fin no está lejano.En cambio, la llegada de auxilios oportunos permitiría prolongar ladefensa de esta posición y salvar la vida de los que aún quedasendefendiéndola. ¿Véis aquellos caballos que pastan allá bajo, entre lasrocas?

—Sí, señor barón, contestaron los escuderos.

—¿Y aquel sendero que se pierde más lejos entre los árboles y parececonducir al otro extremo del valle? Un jinete resuelto podría quizásllegar hasta el campo del príncipe, ó cruzarse en el camino con lasfuerzas de Sir Hugo Calverley, que no deben de estar muy lejos, yprocurarnos el ansiado socorro. Hé aquí una cuerda suficientemente largay fuerte para que uno de vosotros pueda bajar hasta los primerospeñascos de la hondonada. ¿Qué decís?

—Digo, señor, replicó Roger, que estoy pronto á obedeceros ahora mismo.Pero

¿cómo apartarme de vos en estas circunstancias?

—Para servirme mejor y quizás para salvarme, Roger. ¿Y vos, Norbury?

Por toda respuesta el escudero, no menos animoso que Roger, asió lacuerda y empezó á asegurarla firmemente en torno de una saliente roca.Después se quitó algunas piezas de la armadura, ayudado por Roger, quehizo lo propio con la suya, mientras el barón continuaba, dirigiéndose áNorbury:

—Si el príncipe ha pasado ya con el grueso del ejército, indagad comopodáis el paradero de Chandos, Calverley ó Nolles. ¡Dios os proteja!

El barón y Roger, profundamente conmovidos, siguieron con la vista,inclinados sobre las rocas, el peligroso descenso del joven escudero.Llegado había éste á corta distancia y trataba de apoyar el pie en unahendidura de la roca, cuando recibió la primera descarga de los honderosenemigos. Una de las piedras le alcanzó de lleno en la sien yextendiendo los brazos cayó desplomado al abismo.

—Si Dios no me da mejor fortuna que á ese infeliz, dijo Roger al barón,hacedme la merced de decir á vuestra hija que he muerto pensando en ellay con su nombre en los labios.

Las lágrimas asomaron á los ojos del noble guerrero, que poniendo ambasmanos en los hombros de Roger lo besó cariñosamente. El joven corrió ála cuerda y se deslizó por ella con gran presteza; las piedras lanzadaspor las hondas enemigas se estrellaban contra la roca, una le rozó loscabellos y por fin otra le alcanzó en un costado, ocasionándole vivísimodolor. Llegado, sin embargo, al extremo de la cuerda, se dejó caer desdeno pequeña altura sobre la cumbre del más alto risco, que quedaba al piede la formidable roca donde se hallaban sitiados sus amigos. Tan altaera ésta que todavía tuvo que descender Roger más de veinte varas, poruna escarpada pendiente que apenas le ofrecía punto de apoyo.Aferrándose desesperadamente á las plantas silvestres que crecían en lashendiduras de las rocas, poniendo los pies en ligerísimas depresionesdel inclinado plano, ó en piedras que con frecuencia se desprendían yamenazaban arrastrarlo consigo, expuesto á morir diez veces, llegó porfin á terreno firme y saltando de roca en roca ó corriendo entre losmatorrales, se vió sano y salvo en la planicie que desde arriba le habíamostrado el barón y donde pacían algunos caballos. Tendía ya la manopara asir la brida de uno de ellos, cuando recibió en la cabeza fuertepedrada que lo derribó aturdido.

El hondero autor de aquella hazaña, viendo á Roger solo y exánime yjuzgando por el aspecto y traje del joven que se trataba de un caballeroinglés, comenzó á bajar precipitadamente de la colina donde se hallabaapostado con otros, ansioso de despojar á su víctima y sabedor de quelos arqueros habían agotado todas sus flechas. Pero no contaba conTristán de Horla, que levantando con sus forzudas manos pesado peñascolo dejó caer á plomo sobre el hondero, al pasar éste al pie de la roca,con tanto tino que le destrozó un hombro, derribándolo al suelo, dondeempezó á dar grandes gritos. Al oírlos se incorporó Roger, miró enderredor como atontado, y de pronto vió uno de los caballos que á pocospasos de él estaba. Un momento le bastó para ponerse en la silla ylanzarse al galope por el sendero que debía conducirlo fuera de aquelvalle fatal. Pero bien pronto conoció que iban á faltarle las fuerzas;sintió en el costado un dolor atroz, nublóse su vista y haciendo unesfuerzo supremo se inclinó sobre el cuello del caballo, lo estrechófuertemente entre sus brazos y cerró los ojos, casi insensible ya ácuanto le rodeaba.

Nunca supo Roger lo que duró aquella carrera desenfrenada. Cuando volvióen sí se halló rodeado de soldados ingleses que le prestaban solícitoscuidados. Era un destacamento de doscientos arqueros y hombres de armasmandados por el temible Hugo de Calverley, quien á las primeras palabrasde Roger despachó mensajeros con dirección al cercano campamento delpríncipe y poniéndose al frente de sus soldados se lanzó al galope enauxilio del barón de Morel. Con él fué también Roger, atado sobre elcaballo que le conducía, casi exánime por la pérdida de sangre, losgolpes recibidos y las peripecias de aquella tremenda jornada.

Llegados los ingleses á una altura que dominaba en parte el valledivisaron en la cima de la roca convertida en fortaleza la banderacastellana. El enemigo se había apoderado por fin de aquel baluarte contanto heroísmo defendido. Pero la lucha no había cesado por completo; enun extremo de la elevada planicie oponía todavía débil resistencia unpuñado de ingleses. Aquel espectáculo arrancó un grito de furor á SirHugo y sus soldados, que clavando las espuelas en los ijares de suscaballos se lanzaron, ciegos de ira, contra los escuadrones enemigos.

El furioso ataque sorprendió á éstos sobre manera, é ignorantes delnúmero de sus enemigos y creyendo que los rodeaba el grueso del ejércitoinglés que se hallaba por aquellos contornos, dieron la señal deretirada, apresurándose á dejar el valle en busca de posición másfavorable para la defensa.

Los ingleses no pensaron en continuar su ataque ni en perseguirlos. Suprincipal anhelo era llegar á la altura donde esperaban rescatar áalgunos de sus amigos. Triste cuadro se ofreció á su vista; montones demuertos y heridos castellanos y leoneses, franceses é ingleses; y masallá, al pie de una roca, siete arqueros, con el indomable Tristán deHorla en el centro, heridos todos pero no vencidos todavía, blandiendolas ensangrentadas espadas y saludando á sus salvadores con un grito debienvenida.

—¡Tremenda lucha y defensa heróica la vuestra! exclamó Sir Hugo,contemplando con asombro aquella escena asoladora. Pero ¿qué es eso?¿También habéis hecho prisioneros? continuó diciendo al ver á Don Diegode Álvarez desarmado entre los arqueros.

—Sólo uno, y me pertenece, respondió Tristán. Lo he custodiado ydefendido cuidadosamente, porque representa mi fortuna y la de miviejecita madre si vuelvo á verme algún día en Horla....

—Tristán, ¿dónde está el barón de Morel? interrumpió Rogeransiosamente.

—Creo que ha perecido, como casi todos. Yo ví al enemigo poner sucuerpo sobre un caballo. Estaba desvanecido ó muerto y se lollevaron....

—¡Dios del cielo! ¿Y Simón?

—También le ví arrojarse espada en mano sobre los captores de nuestroseñor, y no sé si lo mataron ó lo hicieron prisionero.

—¡Den los clarines la orden de marcha! gritó Sir Hugo con voz tonante.¡Maldición!

¡Volvamos al campo, y os prometo que antes de tres díashabremos vengado al barón de Morel! Cuento con vosotros, valientes, ydesde ahora quedáis incorporados á mi escuadrón predilecto.

—Somos arqueros y pertenecemos á la Guardia Blanca, señor, se aventuróá decir Tristán.

—¡Ah, sí! ¡La famosa Guardia Blanca! repuso el gran guerrillero inglés,mirando tristemente en torno. Pero la Guardia ya no existe; la muerte seha encargado de desbandarla. Cuidadme bien á ese valiente escudero,porque temo que no vuelva á ver la luz del sol, añadió señalando á Rogerdesfallecido. ¡En marcha!

CAPÍTULO XXXIV

REGRESO Á LA PATRIA

NOS hallamos en Inglaterra, en una hermosa mañana de Julio, cuatro mesesdespués de los sucesos que quedan relatados. Por el camino que conducíaderechamente á la antigua ciudad de Vinchester y á no muy grandedistancia de ella iban dos jinetes, joven, apuesto y ricamente ataviadoel uno, con las espuelas de oro del caballero, al paso que el otro,hercúleo mocetón, tenía más trazas de gañán que de soldado, á no revelarsu profesión la formidable espada que al cinto llevaba. Sobre la grupade su caballo veíase un saco que contenía, entre otras cosas, los cincomil ducados que pagara por su rescate Don Diego de Álvarez. Inútil esdecir que era el jinete nuestro jovial amigo Tristán de Horla, elevadorecientemente á la dignidad de escudero de Sir Roger de Clint