La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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Cayó el jefe de éstos y sus soldados retroceden, huyen, todose obscurece, nada más veo ya....

—¡Por San Jorge! exclamó el barón. Apenas puedo creer que Salisbury yMonteagudo sean teatro de tales escenas; pero habéis hecho tan exactadescripción del terreno y la fortaleza que me llenáis de asombro y detemor.

—Aprovechad los momentos si algo más queréis saber, dijo Duguesclín.

—¿Cuál será el resultado de esta larga serie de luchas entre Francia éInglaterra?

preguntó uno de los escuderos franceses.

—Ambas conservarán lo que es suyo, contestó la dama.

—¿Luego nosotros seguiremos dominando en Gascuña y Aquitania? preguntóel señor de Morel.

—No. Tierra francesa, sangre y lengua francesas. De Francia son y ellalas reconquistará y conservará.

—¿Pero no Burdeos?

—Burdeos es también Francia.

—¿Y Calais?

—También Calais.

—¡Negra estrella la nuestra si tal sucede! exclamó el barón. ¿Qué lequedará entonces á Inglaterra?

—Permitid, barón; y vos, señora, decidme antes ¿cuál será el porvenirde nuestra amada patria? preguntó lleno de júbilo Duguesclín.

—Grande, rica y poderosa. Á través de los siglos véola al frente de lasotras naciones, pueblo rey entre todos los pueblos, grande en la guerrapero más grande aún en la paz, progresiva y feliz, sin más monarca quela voluntad de sus hijos, una desde Calais hasta los azules mares delsur.

—¿Oíslo, señor de Morel? exclamó triunfante el caudillo francés.

—Pero ¿qué de Inglaterra? preguntó tristemente el barón. La profetisaparecía contemplar con profunda sorpresa un cuadro insólito, unespectáculo para ella inesperado.

—¡Dios mío! exclamó por fin. ¿De dónde proceden esos vastos pueblos,esos estados poderosos que ante mí se levantan? Y más allá otros, yotros, allende los mares. Ocupan continentes enteros en los que resuenanlos martillos de sus fábricas y las campanas de sus iglesias. Susnombres, muchos, son ingleses y también la lengua que hablan. Otrastierras, cercadas por otros mares y bajo diverso cielo, pero son tambiéntierras inglesas. La bandera de San Jorge ondea por todas partes, asíbajo el sol de los trópicos como entre las nieves del polo. La sombra deInglaterra se extiende al otro lado de los mares. ¡Bertrán, Bertrán!¡Nos vencen, porque el menor de sus capullos es más hermoso que la mejory más perfumada de nuestras flores!

La profetisa dió una gran voz, alzóse del asiento y cayó desvanecida enbrazos de su esposo, que dijo conmovido:

—¡Ha terminado la visión, la hora sagrada y misteriosa que revela elsecreto de lo porvenir!

CAPÍTULO XXVIII

ATAQUE Y DEFENSA DEL CASTILLO DE VILLAFRANCA

MUY tarde era cuando Roger pudo retirarse á descansar, no sin dejarantes cómodamente instalado al barón en la habitación que le había sidodestinada. La suya, situada en el piso segundo de la feudal morada,contenía un pequeño lecho para él y tendidos en el suelo dos colchonesen los que al entrar Roger dormían y roncaban Simón y Tristán. Rezaba eljoven sus oraciones cuando oyó un discreto golpe dado á la puerta y casien seguida entró Gualtero con un candil, pálido el rostro y temblorosaslas manos.

—¿Qué ocurre, amigo? le preguntó prontamente Roger.

—Apenas sé qué decirte. Me asaltan los más tristes presentimientos ytiemblo sin saber por qué. ¿Te acuerdas de Tita, la hija del artista deBurdeos? Yo la requerí de amores allá en la calle de los Apóstoles y ledí una sortija de oro que me prometió llevar siempre en recuerdo mío. Aldespedirnos me dijo que su pensamiento me seguiría en las guerras y quemis peligros serían también los suyos propios.... Pues acabo de verla.

—¡Bah! Estás sobreexcitado con las profecías y los espasmos de miseñora Duguesclín y se te antojan los dedos huéspedes.

—Te digo que la he visto ahora mismo, al subir la escalera, tandistintamente como veo á esos dos arqueros dormidos. Tenía los ojosanegados en lágrimas y sus manos se adelantaban como para protegerme....

—Mira, Gualtero, es tarde y necesitas descansar. ¿Dónde está tu cuarto?

—En el próximo piso. Queda precisamente sobre éste. ¡La santa Virgennos proteja!

Oyó Roger las pisadas de su amigo en la escalera, y dirigiéndose despuésá la ventana contempló el paisaje iluminado por la luna. Por aquellaparte del castillo se extendía una ancha faja de terreno cubierto demenuda hierba y algo más lejos dos bosquecillos separados por un espaciodescubierto en el que sólo crecían algunos matorrales, plateados por losrayos de la luna. Mirábalos Roger distraído, cuando vió que un hombresalía lentamente de entre los árboles de la derecha y cruzando conrapidez el claro, inclinándose como si quisiera ocultarse, desaparecióen el bosquecillo de la izquierda. Tras él pasó otro y después otro, yluego muchos más, solos ó en grupos, llevando no pocos de ellos unosgrandes bultos asegurados á la espalda. Absorto quedó el joven escuderopor un momento, pero muy pronto se inclinó y tocó ligeramente el hombrode Simón.

—¿Quién va? exclamó el arquero levantándose de un salto. ¡Hola, monpetit! Creí que nos sorprendía el enemigo. ¿Qué me quieres?

Llevóle Roger á la ventana y díjole lo que acababa de ver.

—Mira, mocito, fué la contestación del veterano; en este endemoniadopaís yo ya no me admiro de nada. Á bien que hay en él más tunantes queconejos en los sotos de Hanson, gentes desalmadas todas, que se paseande noche porque si lo hicieran de día no tardaría en echarles mano elverdugo. ¡Mala centella los parta y á dormir se ha dicho! Pero antes noestará de más correr este cerrojo, que estamos en casa extraña.Acuéstate y duerme.

Con esto se tendió el arquero en su jergón y á los dos minutos dormíaprofundamente. Imitóle Roger, pensó que serían ya cerca de las tres dela mañana y dormitando se hallaba cuando le pareció que alguien empujabay hacía crujir la puerta del cuarto, procurando en vano abrirla. Púsoseá escuchar sobresaltado y oyó pasos cautelosos que se alejaban de supuerta y continuaban escalera arriba. Poco después resonó algo como ungrito ahogado, como un lamento de agonía y cuando Roger se disponía ásaltar del lecho, dirigió la vista á la ventana y quedó casi paralizadode terror. Un cuerpo humano se balanceaba lentamente ante el hueco de laventana y de la parte exterior del muro. Pendía de una cuerda anudadaal cuello y fija evidentemente por el otro extremo en la ventana delpiso superior. Una atracción irresistible obligó á Roger á saltar dellecho y acercarse, á tiempo que la luz de la luna daba de lleno en elrostro del ahorcado. Era Gualtero de Pleyel, cobardemente sorprendido yasesinado. Al tremendo grito de sorpresa y de dolor que lanzó Roger sedespertaron sobresaltados los dos arqueros.

—El pedernal y la yesca, pronto, dijo Tristán con reposada voz. Estaluz de luna es cosa de espectros. Aquí está el candil y ahora nosveremos las caras.

—Es el pobre Pleyel, no hay duda, gruñó Simón. ¡Pero que me aspen si nole ajusto yo las cuentas á este senescal de los demonios por la maneraque tiene de tratar á sus huéspedes!

—No, no, Simón, los asesinos son aquellos bandidos ocultos en el bosquede que te hablé antes. Y el barón, sabe Dios qué suerte le habrá cabido.Vuelo á su lado....

—Un momento, camarada, que yo soy perro viejo y sé cómo se hacen estascosas.

Lo primero es poner mi casco en la punta del arco. Tú abres lapuerta lentamente y yo presento el cebo á esos canallas, si por venturaestán ahí esperando degollarnos.

Así lo hicieron, y no bien se abrió la puerta y asomó por ella elalmete, recibió éste un tremendo tajo y estallaron los gritos de losasesinos. Pero antes de que pudieran repetir el golpe brilló la espadade Simón, y uno de sus enemigos cayó atravesado de parte á parte.

—¡Adelante! ¡Seguidme, y á ellos! gritó Simón, y abriendo de par en parla puerta se lanzaron los tres ingleses fuera del cuarto, atropellandoviolentamente á dos hombres que hallaron á su paso y bajando lasescaleras á toda prisa.

Los gritos partían del piso inferior, cuyo vestíbulo iluminabanvivamente algunas antorchas clavadas en los trofeos que adornaban susparedes. Frente á una de las tres puertas que daban al vestíbulo veíanselos ensangrentados cadáveres del senescal y de su esposa, ésta con lacabeza separada del tronco y aquél atravesado el cuerpo por una pica.Junto á ellos, muertos también, tres servidores del castillo,destrozados é informes como si hubiera caído sobre ellos una manada delobos. En la puerta inmediata, Duguesclín y el barón de Morel, á mediovestir y mal armados, tenían á raya á los asesinos; en los ojos de ambosguerreros brillaba con luz siniestra el fuego del combate y ante ellosse amontonaban los cadáveres enemigos. Un numeroso grupo de hombresandrajosos, con horrendos visajes y armados de picas, hoces y chuzos,arremetía de nuevo contra los dos caballeros, que hacían prodigios devalor y destreza, en el momento en que les llegó el refuerzo de Roger ylos dos arqueros, cuyas espadas abrieron sangriento camino en lavocinglera turba. Retrocedió ésta con gritos de rabia, uniéronse yadelantáronse los cinco defensores del castillo y no tardó en quedarlibre de enemigos el vestíbulo. Tristán se apoderó de los dos últimos ylos lanzó escaleras abajo, sobre las cabezas de sus compañeros.

—¡No los sigáis! gritó Duguesclín. Si nos separamos estamos perdidos.Poco me importaría morir matando, pero tengo que proteger á mi pobreesposa. ¿Qué nos aconsejáis, barón?

—Para consejos estoy yo, que todavía no sé á qué viene ni qué significaesta matanza.

—Son esos perros bandidos del bosque, la ralea peor que se conoce en latierra. Se han apoderado del castillo. Mirad por esa ventana.

—¡El cielo me valga! Hay más de un millar dentro de la fortaleza ysobre las murallas. En aquel grupo con antorchas están descuartizando áun arquero. Allí arrojan á otro desde el muro. Por las abiertas puertasentran ahora muchos con grandes haces de leña y ramaje....

—Justo, para pegar fuego al castillo.

—¡Quién me diera ahora mi Guardia Blanca! Pero ¿dónde está Gualtero?

—Ha sido asesinado, señor.

—¡Dios acoja su alma! Y ahora, á defendernos y sobretodo á defender áuna dama que necesita de todo nuestro esfuerzo. Aquí llega quien quizáspueda servirnos de guía por estos corredores y aun conducirnos fuera dela fortaleza.

—En la cual no tardaremos en morir asados si no la dejamos pronto,agregó Duguesclín.

Los que llegaban bajando los escalones de cuatro en cuatro eran unescudero francés y el caballero bohemio, con una herida en la frente elúltimo.

—Habla, Godofredo, dijo Duguesclín al escudero. ¿Conoces alguna salidalibre?

—La única es el subterráneo secreto que da al campo y por él hanentrado esos bandidos con el auxilio de algún traidor dentro de lafortaleza. El caballero hospitalario, que venía delante de nosotros,cayó muerto allá arriba de un hachazo en el cráneo. La servidumbre y laguarnición han sido pasadas á cuchillo. Somos los únicos que hanescapado con vida hasta ahora. En mi opinión el único recurso esrefugiarnos en la torre, cuyas llaves véis allí, pendientes del cinto demi infortunado señor. Una vez en ella podremos defender con más ventajala estrecha escalera; los muros de la torre son gruesos y el fuegotardará mucho en consumirlos. Con tal que podamos conducir á la dama....

—Iré yo misma, se oyó decir á la noble señora, que apareció pálida ygrave á la puerta de la habitación que con su esposo ocupara aquellanoche fatal. Estoy acostumbrada á los azares de la guerra, y si vuestraprotección, valientes caballeros, fuese insuficiente, jamás caeré vivaen manos de esos malvados.

Al decir esto, mostró en su diestra agudísima daga.

—Leonor, dijo Duguesclín, os he amado siempre, pero en este instantemás que nunca. Si la Virgen nos permite protegeros, hago voto de ofreceruna corona de oro á Nuestra Señora de Rennes. ¡Adelante, amigos!

Los asaltantes, cansados de matar, se dedicaban al saqueo. Sólo un grupobastante numeroso atizaba el fuego y observaba en silencio los progresosdel incendio. Al pie de la escalera tortuosa por donde los guió elescudero francés hallaron los fugitivos á un desarrapado centinela, dequien dió pronta cuenta una flecha disparada por la segura mano deSimón. Pequeña puerta los separaba del gran patio del castillo y al otrolado de ella se oían las voces y carcajadas de multitud de enemigos,ebrios de sangre y enloquecidos con su triunfo. Aun el hombre másanimoso hubiera vacilado antes de salvar aquella frágil barrera, peroDuguesclín puso fin á toda indecisión abriendo de golpe la puertecilla.

—¡Hacia la torre, á la carrera! gritó. ¡Los dos arqueros delante, miesposa entre los dos escuderos y los señores de Reiter y Morel áretaguardia, para contener á esa gentuza!

Así lo hicieron y con tanta rapidez que habían recorrido ya la mitad delgran patio del castillo, antes de que los sorprendidos villanoscomenzaran á atacarlos. Los arqueros derribaron en un abrir y cerrar deojos á los pocos que se pusieron en su camino, y los que llegaron áperseguirlos de cerca mordieron el polvo, atravesados por las temiblesespadas de los tres nobles. Llegaron sin tropiezo á la puerta de latorre y el escudero francés, que procuraba abrirla, lanzó de repente ungrito de angustia y desesperación.

—¡Esta no es la llave! exclamó, y fuera de sí dió dos pasos endirección del ala del castillo que acababan de dejar, como si quisierair á pedir al cadáver de su señor la llave salvadora.

En aquel momento un hercúleo campesino lanzó contra él enorme piedra,que le dió de lleno en la cabeza y lo tendió sin sentido á los pies delbarón.

—¡Esta es para mí la mejor llave! rugió Tristán; y levantando la pesadaroca la lanzó á su vez con irresistible fuerza contra la puerta de latorre.

Un momento después acababa de echarla abajo el gigantesco arquero y losfugitivos entraron por fin en aquel momentáneo refugio.

—¡Vos arriba, señora! exclamó el barón indicando á Doña Leonor laescalera de piedra, en tanto que Duguesclín y sus compañeros derribabanmalheridos á los cuatro agresores más próximos.

Los demás retrocedieron vociferando y amenazadores siempre, peroquedándose á prudente distancia, después de destrozar el cuerpo delinfeliz escudero; acto de crueldad que vengó Tristán abalanzándose sobrela chusma y asiendo con sus nervudas manos á dos villanos, cuyas cabezasgolpeó una contra otra con fuerza tal que ambos quedaron tendidos en elsuelo, sin dar señales de vida.

—Ahora organicemos la defensa de la torre, dijo Duguesclín. El barón yyo al pie de la escalera; Inglaterra y Francia pelearán hoy juntascontra el enemigo común. El señor Otón de Reiter y el joven escudero deMorel ahí, en el primer escalón; los arqueros algo más arriba, para quepuedan manejar sus arcos. ¡Atención!

Á la primera señal de ataque por parte de la furiosa multitud se oyeronsilbar dos flechas, lanzadas por Tristán y Simón, y los dos que parecíanjefes de los bandidos quedaron revolcándose en su sangre á la entrada dela torre. Otros dos tuvieron igual suerte y entonces los sitiadoresdesesperados se lanzaron en tropel al ataque. Poco hubiera durado laresistencia sin la estrechez de la puerta y de la escalera, que impedíanlos movimientos del enemigo, en tanto que cuatro espadas incansableshacían tremendo estrago en aquella apretada masa de hombres mal armados.Porfiada fué la lucha, pero terminó con la retirada del enemigo, no sinque los sitiados tuvieran que deplorar la muerte de Reiter, el caballerobohemio, á quién alcanzó en la cabeza un golpe de maza.

—Primera etapa, dijo tranquilamente Duguesclín. Parece que por ahoratienen bastante.

—Y no deja de haber entre esos perros algunos muy valientes y que sebaten bien, comentó el señor de Morel. Pero ¿qué hacen ahora?

—¡Nuestra Señora de Rennes nos valga! dijo el paladín francés. Seproponen pegar fuego á la torre y asarnos en ella. Me lo temía. Duro enellos, arqueros, que ahora de nada nos sirven nuestras espadas.

Una docena de sitiadores se adelantaron escudándose con enormes haces deleña y ramas secas, que colocaron contra los muros. Otros les pegaronfuego con antorchas y pronto estuvo la torre rodeada en su base por uncírculo de llamas. El humo obligó á sus defensores á refugiarse en elprimer piso, pero pronto empezaron á arder las tablas del suelo, sellenó de humo espeso aquella estancia y á duras penas pudieron subir sinahogarse el último tramo y llegar á lo más alto de la torre.

Imponente era el cuadro que desde aquella elevación se divisaba. Pradosy bosque iluminados dulcemente por la luz argentada de la luna; oíase álo lejos el tañido penetrante de una campana; á un lado de la torre sedesmoronaban los muros del castillo, presa de las llamas, y al pie de suúltimo refugio agitábase con ademanes furiosos y roncos gritos lamultitud de sus enemigos.

—¡Por el filo de mi espada! exclamó Simón. Paréceme, amigo Tristán, quede este viaje no veremos á España; ni tampoco mi cobertor de pluma, quepor fortuna se halla en buenas manos. Trece flechas me quedan y que meahorquen si una sola de ellas no da en el blanco. La primera para elmaldito aquel que agita el manto de seda de la pobre castellana.¡Ensartado por la cintura, un palmo más abajo de lo que yo esperaba!Número dos: regalo de despedida al condenado aquel que lleva una cabezaclavada en la pica. Ya está tendido panza arriba. ¡Buen flechazo tambiénel tuyo, Tristán! Has hecho caer á ese buen mozo de narices en el fuego.¡Allá va otra!

Mientras ambos arqueros se despachaban á su gusto, Duguesclín y suesposa consultaban con el barón y Roger, y reconocían lo desesperado desu situación.

—Por ella lo siento, decía el famoso guerrero francés.

—No te apesadumbre mi suerte, contestó la amante y valerosa dama, quepues la muerte me amenaza, nunca tan bienvenida como recibiéndolacontigo á mi lado.

—Bien, señora, dijo el barón; esa es sin duda la respuesta que eniguales circunstancias me hubiera dado mi inolvidable esposa, para quienson mis últimos pensamientos.

—¿Qué es esto, señor barón? exclamó en aquel momento Roger con fuertevoz, desde el lado opuesto de la terraza.

—¿Esto? ¡Por San Jorge! dijo el barón acudiendo presuroso, un montón deproyectiles para bombardas. Y aquí está la caja de hierro destinada á lapólvora.

Ahora veréis el destrozo que vamos á hacer en la canalla. Tú,Tristán, levanta esa caja y ponla sobre el parapeto. Y tú, Simón, alzala tapa. Bien, está casi llena. Ahora dejad caer la caja al pie de latorre, entre las llamas.

No bien quedó cumplida la orden resonó una detonación espantosa. Latorre tembló y quedó cuarteada, amenazando desplomarse de un momento áotro. Los sitiados, pálidos y mudos de terror, se asieron al parapeto ycontemplaron los estragos de la explosión. Desde el pie de la torrehasta una distancia de cincuenta varas se veía una masa confusa decuerpos destrozados, de heridos que lanzaban pavorosos gritos, muchos deellos envueltos por las llamas que consumían sus harapos. Más allá deaquella escena de destrucción numerosos grupos de gentes aterrorizadasque huían á todo correr, ansiosos de alejarse cuanto antes de la funestatorre y de sus temibles defensores.

—¡Una salida, Duguesclín! gritó el barón. Aprovechemos su confusiónpara salir de aquí y huir si posible es.

Dicho esto desenvainó la espada y comenzó á bajar rápidamente laescalera, seguido de sus compañeros, pero antes de llegar al pisoinmediato se detuvo, con el desaliento reflejado en el rostro.

—¿Qué pasa?

—Mirad. La explosión ha derribado la pared, cuyos escombros interceptanpor completo la escalera. Y más abajo el fuego continúa minando latorre.

—Estamos perdidos, dijo Duguesclín.

Volvieron todos lentamente á la terraza superior y apenas llegados lanzóSimón una exclamación de alegría.

—¡Albricias! exclamó. ¿Oís? Es el canto de guerra de la Guardia Blanca.Antes de bajar me pareció oirlo también como un eco lejano, pero noestaba seguro de ello.

Nuestros amigos llegan. ¡Oid!

Todos se pusieron á escuchar. La duda no era posible. Del valle seelevaba un canto marcial y sonoro, más grato para los sitiados que lamás armoniosa melodía.

—¡Allí, allí! prosiguió Simón. Vedlos que salen del bosque y toman elcamino del castillo. Han visto las llamas y también la turba de esoscondenados y cantan como siempre que la Guardia Blanca se prepara á dary recibir testarazos. ¡Ah, valientes! ¡Á

mí, Yonson, Roldán, Vifredo!

—¿Quién va? preguntó una voz potente.

—¡Simón Aluardo, voto á bríos, que no quiere morir asado! ¡Y aquí en latorre tenéis también una dama á quien rescatar, junto con vuestrocapitán el barón de Morel!

¡Pronto, bergantes! ¡La flecha y la cuerda,Vifredo, como en el sitio de Maupertuis!

—¡Viva Simón! se oyó gritar á los arqueros y poco después la voz deVifredo, que decía: ¿Estás pronto, camarada?

—¡Tira! contestó Simón.

El arquero tendió su arco y la flecha cayó dentro del parapeto. Atado ásu extremo tenía un largo bramante del que Simón se apoderó con avidez.

—¡Salvados! dijo, y luégo inclinándose hacia sus camaradas, gritó:¡Atad ahora la cuerda, larga y fuerte!

Á los pocos momentos tenía en sus manos la gruesa cuerda salvadora. Consu auxilio bajaron primero á la noble dama y no tardaron en verse todosal pie de la torre, rodeados de los valientes arqueros de la GuardiaBlanca.

CAPÍTULO XXIX

EL PASO DE RONCESVALLES

—¿DÓNDE está el capitán Claudio Latour? fué lo primero que preguntó elbarón de Morel, apenas sus pies tocaron el suelo.

—En nuestro campamento de Montpezat, señor barón, á dos horas de caminode aquí, dijo respetuosamente Yonson, el sargento que mandaba á losarqueros.

—Pues en marcha sin pérdida de momento, muchachos, que quiero veros átodos en el cuartel general de Dax, á tiempo para marchar á lavanguardia del príncipe.

En aquel instante trajeron al señor de Morel y á Roger sus caballos, asícomo los de Duguesclín y su esposa, abandonados por los villanos en suprecipitada fuga. La despedida de los dos guerreros fué por maneraafectuosa.

—Gran ventura ha sido para mí, dijo Duguesclín, la de haber conocido ytratado en tan excepcionales circunstancias al caudillo famoso cuyonombre tantas veces me anunciara la fama. Pero es fuerza separarnos,porque mi puesto está al lado del rey de España, á cuyas órdenes deboponerme antes de que vos crucéis las montañas de la frontera.

—Á la verdad, yo os creía en España con el valiente Enrique deTrastamara.

—Allá estuve, barón, y á Francia vine con la misión de reclutar genteen su auxilio.

En España me hallaréis, al frente de cuatro mil lanzasfrancesas escogidas, para hacer á vuestro príncipe una acogida digna deél y de sus valientes caballeros. ¡Dios os guarde, amigo barón, y nospermita volver á vernos en circunstancias más propicias!

—No creo que exista caballero más cumplido en toda la cristiandad, dijoel de Morel mirándole alejarse en compañía de su animosa consorte. Pero¿estás herido, Roger?

¿Qué palidez es esa?

—Lo único que tengo, señor barón, es pesar amargo por la desdichadamuerte de mi buen compañero de Pleyel.

—¡Ah, sí! dijo tristemente el noble. Dos valientes escuderos he perdidoya y me pregunto por qué la implacable suerte arrebata de mi lado á esosjóvenes de brillante porvenir, dejando intactas las blancas cabezas comola mía. ¿Pero no recuerdas, Roger, cómo Doña Leonor nos predijo todosestos peligros y desgracias de la pasada noche?

—Así es en efecto, señor.

—Lo cual renueva mis temores de ver cumplida también su otra visiónprofética sobre el asedio de Monteagudo. Pero no puedo creer que hayallegado hasta Salisbury una fuerza enemiga francesa ó escocesa bastantenumerosa para atacar el castillo.

Convoca á esa gente, Simón, y enmarcha.

Al primer toque de clarín acudieron presurosos los arqueros blancos,cargados de botín, y el barón no ocultó una sonrisa de satisfacción alrecorrer con su penetrante mirada las filas de aquellos aguerridossoldados. Pocos jefes podían enorgullecerse de mandar una fuerza tantemible y tan marcial como aquella. No faltaban allí algunos veteranosde las grandes guerras de Francia, pero en su mayoría formaban laGuardia Blanca jóvenes arqueros, robustos mocetones ingleses, sobrecuyos petos lucían ricas bandas de seda y oro y brillaban las piedraspreciosas, muestra evidente del abundante botín recogido en su largacampaña del sur. Perfectamente armados y protegidos con sus cascos deacero, cota de malla recubierta por el coleto blanco con la cruz roja deSan Jorge en el pecho, el largo arco á la espalda y la maza ó el hachade combate colgada del cinto, sentíase el barón capaz de grandesempresas al frente de aquellos hombres denodados.

Dos horas de marcha por la orilla del Aveyron los llevaron al campamentode la Guardia Blanca, formado por unas cincuenta tiendas, y entre losprimeros en acudir á su encuentro figuraba un jinete ricamente vestido,que saludó al barón con entusiasmo.

—¡Por fin! exclamó estrechándole las manos. Más de un mes hace que osesperamos ansiosos, señor de Morel. ¡Bienvenido seáis! ¿Recibísteis micarta?

—Sólo á ella se debe mi presencia aquí. Pero me admira, en verdad,señor de Latour, que no hayáis tomado vos mismo el mando de estosvalientes arqueros.

—¡Imposible, mi noble amigo! exclamó el jefe gascón. Ya sabéis cómo sonestos ingleses y no hay medio de que acaten como jefe á quien no seacompatriota suyo. Yo mismo no he podido conquistarme su confianza yobediencia; tuvieron como de costumbre su conciliábulo y los muy tercos,dirigidos por ese cabeza dura que ahí traéis, Simón Aluardo, resolvieronque habíais de ser vos y no otro quien los mandara.

Pero vuestro planera reforzar la Guardia con un centenar de reclutas, barón.

¿Dóndeestán?

—Esperándonos en Dax, donde no tardaremos en reunirnos con ellos.

—Venid á mi tienda, donde descansaréis y vos y vuestro escuderorepondréis un tanto las fuerzas con lo poco que aquí puedo ofreceros.

En el curso de la conversación no tardó Claudio Latour en exponer suproyecto de atacar á Montpezat y Castelnau, villas cercanas y maldefendidas, en la primera de las cuales aseguró al barón que hallaríanmás de doscientos mil ducados ocultos en la fortaleza, amén de otrobotín nada despreciable.

—Muy diferentes son mis planes, señor de Latour, dijo irritado el deMorel. He venido aquí para capitanear á esos arqueros, poniéndolos alservicio del rey nuestro señor y del príncipe su hijo, que necesita detodo nuestro auxilio para reinstalar á su aliado Don Pedro en el tronode Castilla. Hoy mismo me propongo seguir la marcha en dirección á Dax.

—Pues por mí, repuso Latour con evidente sorpresa y disgusto, estoy muysatisfecho con la vida que aquí llevo, no tengo el menor interés en esaguerra de que habláis y desde luego no me veréis en Dax.

—En tal caso, señor mío, tendré el disgusto de ponerme