La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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me

han

quitao

el

confesá,

me

han

quitao

de

ir

a

verte.

¡Qué más me pueen quitá!

¡Uf! ¡Cómo se ponía la venturá de mi maresita cuando me oía esta copla!

Al fin, una tarde se había fugado y se había estado tres días sin volvera casa. De esta salida había resultado compuestita, y no hubo másremedio que ceder a casarlos.

El matrimonio no hizo más que acrecer susdesdichas. Fierabrás era albañil; pero en vez de traer el jornal acasa, se gastaba una gran parte en las tabernas. No había aguardadosiquiera quince días para comenzar esta vida de perdío borracho, que nose había interrumpido desde entonces. Y no era lo peor que se gastase lamitad del jornal en beber vino, sino que cuando volvía borracho a casala mataba a golpes. Y todavía no era lo peor que la matase a ella, sinoque mataba también a sus hijos. Cuando se quejaba a sus padres, noquerían oírla, y con razón. Su madre había muerto hacía siete años. Supadre había vuelto a casarse con una tía pescueza. Estaba, pues, sola enel mundo y abandonada en las manos de aquel maldito. El que maltratase asus hijos la volvía loca, y era el toque para promover todos losescándalos que, al parecer, eran casi diarios. De una cosa estaba satisfecha únicamente, y es que no le daba por mujeres. Si fuese así,Paca se creía capaz de envenenarle. Todo menos eso.

—Mire uté, señorito: es un perdío sin vergüensa, un lechonaso que secae por las caye... ¡Esto es lo que no pueo aguantar! Que me atrape unajumera cada día, pase...;

¡pero que venga por su pie con mil pares decuerno!, y no me lo encuentren tirao como un perro. Y cuidao que él espa too lo que le manden... Por el aire se entera de las cosas... No hayen Seviya quien le eche el arto en su ofisio, y trabaja como un bueycuando le sopla el viento por ahí... Aluego dimpués le da a uté lasangre del braso.

La peseta que tiene en el borsiyo le dura el tiempoque tardan en pedírsela... Bruto y cafre, ¡eso sí!... Por un tanticoasí es capaz de dejar seco a un hombre. ¡Pero en tocante a corasón, nole digo a uté na..., es el hombre más cariñoso y más lila que habrá utévito en su vía... Holgasanaso, no hay otro en el barrio, ni má susiotampoco... Le dará a uté náusea verlo, como me la da a mí... Dondequieraque él va hay juerga y jarana. ¡Madre mía del Rosío, la vese que lehabré tenío que llevá comida a la carse!

Es un tunante, un fasineroso decuerpo entero... Si le viera uté trabajá, ¡una gloria de Dios! Tieneunas manos de plata y unos hígado que antes de consentir en que nadie leponga el pie delante se está sobre la escalera tres días con tresnoche... Pero es muy encogío él de su natural, y cuando ha hecho unacosita bien, ¿sabuté?, no la cacarea, como otros... ¡Si no fuese loarrastrao que es y la mala entraña que tiene, habría que meterle en unfanal!... ¡Hemos pasao cada crujía, señorito! ¡Qué crujía! Y él como sital, ¡el grandísimo perro!... Más de una vez y más de dos he tenío queconsolarle yo a él, porque se me echaba a llorar como un chiquiyo a lomejó... Y lo que yo le desía:

«Ven acá, grandísimo roío, ¿a ti qué tedan por llorá y suspirá so lechonaso?»

No era empresa fácil averiguar el verdadero carácter o tipo moral delseñor Fierabrás por los datos que me suministraba su digna esposa. Mascomo yo no sentía necesidad apremiante de conocerlo, dejábala explayarsea su gusto y asentía silenciosamente con la cabeza.

El gran patio cuadrilongo estaba ya casi desierto. La única guitarra sehabía callado también. Las tertulias de comadres se habían deshecho.Eran sonadas ya las once, y toda aquella gente necesitaba madrugar. Laluna seguía iluminando, al través de la atmósfera serena y abrasada, lamayor parte del recinto. Su luz, deshecha en jirones, formando figurasgeométricas, dormía tranquila sobre las piedras lustrosas del suelo.

Los palitroques de los jardinillos trazaban delgadas y negras rayas enél, semejando la proyección de grandes ventanas enrejadas. Allá lejos,enfrente, seguía percibiendo la figura del celoso enamorado, inmóvil,plantado sobre sus piernas abiertas, con las manos en los bolsillos. Lade la sufrida doncella no se veía, pero se adivinaba. Un asno, quearrimaba su hocico a una puertecita vieja, que debía de ser la de lacuadra, rebuznó, y su grito antipático y discordante estremeció el airedormido y turbó con furia la paz y el silencio del corral.

Pedile a Paca algunos informes acerca de este, y me dijo que había en élmás de cuarenta salas, y que en algunas de ellas vivían dos o tresfamilias. Todas habían de entenderse con la casera, o sea, la mujerque el dueño de la finca tenía para el cobro del alquiler, que se hacíapor semanas, y para el cuidado y vigilancia. Los que allí habitabaneran braceros. De las mujeres, solo algunas como ella salían a ganar unjornal, dejando a sus hijos confiados a la miga, que así se llamaba ala maestra de niños de corta edad. Las vivencias en los corrales salenmás baratas; pero hay todos los días reyertas sobre si el pozo, sobre sila alberca, sobre si la ropa, etc., que hacen la vida más fastidiosa.Luego la casera ejerce sobre ellas un mando despótico y abusa de suposición.

Pues así como se hallaba Paca comunicándome estos pormenores, oímoshacia el pasadizo de entrada unos formidables maullidos, que a mí meparecieron al principio de un gato monstruoso. Después empecé a dudarque fueran producidos por ningún individuo de la raza felina.

—Ahí está mi marío—dijo la cigarrera, levantándose agitada.

—¿Su marido?—pregunté con sorpresa.

—Sí, señor; es el que maya... Hágame su mersé el favor de esconderseahí, detrás de ese montón de leña. Después que él entre se puee usté ir.

Hice como me mandaba, y asomando con precaución la cabeza pude ver enmedio ya del patio, iluminado de lleno por la luz de la luna, a unhombre con blusa blanca que venía caminando lentamente a cuatro patas.De cuando en cuando gritaba:

«¡Miau! ¡Miau!», procurando imitar elmaullido de los gatos y consiguiéndolo a medias. Acercose al fin a lapuerta, y una vez allí repitió con más fuerza y más a menudo susformidables maullidos.

Hasta que salió Paca, y poniéndose en jarras comenzó a increparle.

—¿Eres tú, so arrastrao, porconaso, escandaloso?

—¡Miau! ¡Miau!—respondió Fierabrás, sin abandonar la posicióncuadrúpeda, comenzando a dar vueltas en torno a su esposa y a frotarsecontra ella, como un gato que quiere ser acariciado.

—¿No te dará vergüensa argún día de ser el hasmerreí der barrio? ¿Notendrás argún día compasión de tus pobresitos hijos?

—¡Miau! ¡Miau!

—¡Quita ayá, bandolero! ¡Vamos a ver cómo entras ahora mismito!

—¡Miau! ¡Miau!

—¡Entra Joaquín!

—¡Miau!

—¡Entra, canalla!

—¡Miau!

Vi a Paca llevarse las manos a la cabeza y tirarse con rabia de loscabellos.

—¡Mardita sea mi suerte! ¡Y que Dios tenga en er mundo a este roío daopol tal y me haya llevado aquel corasón de hijo!

Hubo un momento de silencio, un compás de espera, durante el cual Fierabrás siguió imperturbable dando vueltas en torno de su esposa,lanzando ahora maullidos dulces y apagados, roncando y levantando elespinazo con voluptuosidad.

Al fin advertí que Paca hacía con la cabeza un gesto de resignaciónforzada, y principió a pasarle la mano por la espalda, diciendo alpropio tiempo:

—Vamos, menino, entra..., bis..., bis... ¡Pobresito!... ¡Pobresito!

Exactamente como si su marido fuese un gato, Fierabrás se frotótodavía varias veces contra las sayas de su esposa, dio unas cuantasvueltas roncando, y al fin entró en la casa en la misma posición. Unavez allí, quiso, al parecer, levantarse, pero no pudo. Mareado por elalcohol, por las vueltas que había dado en cuatro pies y por la viva luzde la lámpara de petróleo, dio consigo en tierra.

Me acerqué a la puerta y advertí que intentaba en vano levantarse,arrastrándose por el pavimento de ladrillos.

—¿Conque no te puedes levantar, ladrón?—oí exclamar a Paca, con ferozplacer—.

¡Pues ahora e la mía!

Y descalzándose apresuradamente un zapato y cogiéndolo por la puntacomenzó a zurrarle la badana de lo lindo. Era increíble la prisa y ladestreza con que la cigarrera le azotaba por todo el cuerpo,principalmente por la cara y las manos, que era donde más había dedoler. Y al compás de la azotaina exclamaba con acento rabioso:

—¡Esta por la gofetá que me diste el sábado! ¡Esta otratambién!...¡Esta por el candelero que me tiraste a la cabesa el lune!...¡Esta por la palisa que me has dao el día de Nuestra Señora! ¡Estatambién!... ¡Y esta!... ¡Y esta!... ¡Esta por lechonaso!... ¡Esta porsinvergüensa!

Fierabrás se revolcaba en el suelo, lanzando rugidos, pataleando confuror. Hacía esfuerzos por levantarse. Pero cuando ya iba a conseguirlo,un acertado zapatazo en la cara lo volcaba de nuevo. Intentaba agarrar asu mujer por los pies, mas esta brincaba con ligereza increíble y leatacaba por otro sitio con mayor brío, de suerte que el infeliz se vionecesitado a rendirse, dejando, sin resistencia, que su consorte levapulease a su buen talante.

—Vamos, Paca, déjele usted ya—le dije, interviniendo por humanidad.

—Aguárdese usted un poquirritiyo... Todavía no me las ha pagaotodas—respondió sin abandonar su cruel tarea.

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Al fin, cansada, jadeante, los brazos quebrantados, el rostro cubiertode sudor, se alzó y me miró con ojos donde todavía llameaba la ira.

—¿Sabuté?—me dijo—.En estos días que viene desjarretao como un toro,me aprovecho.

XII

PASEO POR EL GUADALQUIVIR

EMASIADAMENTEconfiado dormí yo aquella noche y dejé transcurrir el díasiguiente. Por la tarde, poco antes de oscurecer, me fui a situar alpuente de Triana, donde Paca me había dicho que la esperase para darmecuenta del resultado de la carta y de sus gestiones. Era la hora de másanimación en aquel paraje. Los obreros y obreras de Triana quetrabajaban en Sevilla tornan a sus casas. Los de Sevilla que trabajan enTriana y en la Cartuja hacen lo mismo. Unos y otros se encuentran en elpuente, que hierve de transeúntes.

Arrimeme perezosamente al petril, de espaldas al río, y contemplé conojos distraídos aquel ir y venir mareante. El atractivo de micontemplación eran las caras saladísimas de las cigarreras ytrabajadoras de la Cartuja que allí suelen verse. Unas en gruposresonantes de gritos y risas, otras solitarias preocupadas, caminando apaso largo, todas con vistosos trajes de percal y flores en el cabello,pasaron por delante de mí, dirigiéndome alguna vez breves miradas decuriosidad y sorpresa, como si pensasen:

«¿Qué hará aquí este desaborío, que ni siquiera nos dise: ¡Olé lasmujeres castisas!

¡Viva tu madre, mi niña!?»

¡Para olés estaba yo! A medida que se acercaba el momento de laconferencia con Paca parecíame más grave y decisivo. Un germen de dudahabía entrado en mi espíritu después de almorzar, y en pocas horas sehabía desarrollado, crecido, se hallaba en completo florecimiento. ¿Porqué me parecía tan natural antes que Gloria me hubiese desairado envirtud de una intriga de Suárez, y no por libre y espontáneo movimientode su voluntad? No acertaba a explicármelo. Por más esfuerzos que hacíapara volver otra vez a aquella mi anterior convicción, no lo lograba.Oscuro y temeroso se me ofrecía lo que poco antes veía claro y risueño.Pues, a pesar de eso, no observaba en mi alma aquel sentimiento de furory rabia que me había acometido al saber mi derrota. Una extraña laxitudla invadía, un desfallecimiento que me inclinaba a la tristeza, no a lacólera. La memoria de la ofensa se deshacía, se disipaba entre lasbrumas del cerebro. Solo quedaba el tierno recuerdo de un amor feliz yel vivo pesar de no haber podido preservarlo de desgracia. Testimonioirrecusable era este, si lo supiera entender, de que continuabaenamorado y más que nunca. Llegó a parecerme que lo que me habíanconcedido había sido por pura merced y bondad, y que era naturalprivarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuestoque me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguíainspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.

Cuando, al impulso de mis imaginaciones melancólicas, se huyó el deseode recrear la mirada en los rostros peregrinos de las cigarreras,volvime para derramarla por el río y sus pintorescas márgenes. El solacababa de ponerse. Un resplandor rojizo, que se extendía desde elhorizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose enel rosicler de tintas puras y nacaradas, indicaba el paraje por donde elastro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábasela Torre del Oro, que, bañada por los reflejos del horizonte rojizo,parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre. Más a laizquierda, asomando solo la cabeza sobre las azoteas del caserío de laciudad, veíase también la Torre de Plata, con su blanca corona dealmenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde desus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra.

ElGuadalquivir corría bajo mis pies. Sus aguas, revueltas, amarillentas,gracias a los reflejos del crepúsculo, semejaban un espejo temblorosodonde brillaban mil tintas de ópalo y plata carmín. A lo largo de él,acostados al muelle, había gran número de buques, cuyos mástiles yenredada jarcia parecían surgir del gran bosque de naranjos que seextiende por la margen izquierda. A la derecha, las casas del barrio deTriana tocan en la orilla del río, el cual seguía su curso majestuosohasta unos dos kilómetros del puente, donde, al hacer un recodo, parecíadetenido por la muralla de verdura que los jardines de las Delicias leoponían.

El sosiego melancólico de aquel espectáculo formaba contraste con labarahúnda que tenía a mi espalda. El aire caldeado no recogía del ríoninguna humedad. Sentíase igualmente abrasador, insufrible, que en mediode la ciudad. La luz, al huirse, cambiaba poco a poco los colores delcielo, repartiendo sobre él infinitos matices, imposibles de nombrar.Sobre la tierra derramaba una triste palidez, que tornaba las cosasincoloras y las confundía y las borraba. Allá, debajo del muro verde delas Delicias, se amontonaban las sombras formando una masa espesa que seiba dilatando rápidamente. Sobre Triana, de lo alto de la suave colinadonde se asienta Castilleja de la Cuesta, descendía igualmente la noche.El aire fresco resonó con un ronco silbido prolongado. Era un vapor quesalía. Vi su masa negra apartarse lentamente de la orilla, oí el ruidoestridente de las cadenas, algunas voces lejanas. Luego su quillarompió, silenciosa, el acerado espejo del río, y no tardé en perderle devista a lo lejos, al penetrar en el espeso montón de sombras que losbosques de naranjos dejaban caer sobre el agua.

Placíame, por las tardes, ir a aquel sitio a presenciar la puesta desol. La vista del paisaje, que, por lo variado y recogido, parecía ungran lienzo panorámico, me infundía siempre un sentimiento de bienestar,cierta deliciosa plenitud de vida, que solo las grandes ciudadesmeridionales poseen y saben transmitir al alma. Mas ahora sentíametriste y solo. Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de lagracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto.Nada me decía. Su vida no era la mía. El espíritu de belleza vivo yardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo.

Yo que, guiado por el amor, había penetrado de golpe en lo más íntimo yprofundo de aquella naturaleza ardorosa, perfumada, palpitante, dejandoperderse en ella mi ser antiguo, grave y soñador, de hombre del Norte;yo, que aspiraba y recogía por todos los poros la vida andaluza, como siaquella fuese mi patria verdadera y a la cual fuera restituido despuésde muchos años de ausencia, me encontraba ahora despegado, solitario.Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro,aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintasbrillantes y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosasmás que un curioso, un touriste, como ahora se dice; pero no tardaríaen partir, acaso para siempre. ¡Partir!, ¡ay! No se rían ustedes.

Viendocentellear suavemente en lo alto del cielo una estrellita azulada, sentícorrer por las mejillas dos lágrimas.

Después de enjugarlas cuidadosamente, volví de nuevo el rostro hacia lostranseúntes, buscando distracción a mi tristeza. Apenas lo había hecho,enfilando la vista por el puente en dirección a la ciudad, veo a lolejos una colosal nariz que se oculta detrás de la gente, y vuelve aocultarse, y vuelve a aparecer, aproximándose siempre. Aquella nariz nopodía pertenecer, lógicamente, a otro que a Eduardito. Ésta fue miconvicción instantánea, que tuve el gusto de ver confirmada. Cruzó pordelante de mí con el sombrero en la mano, el paso desigual yprecipitado, más que nunca pálido y las facciones desencajadas.

—¡Eh!, ¡eh! ¡Eduardito!...

Detúvose un instante, miró y vino hacia mí.

—¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios?

—No lo sé, don Ceferino—me respondió, posando sobre mí sus ojosvidriosos.

—¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto parallegar a la cita?

—¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!... ¡Me están pasando unascosas!... ¡Unas cosas!

La voz del sensible joven era temblorosa, apagada. Hacía tiempo que sehallaba en un estado de debilidad extremada. Ahora parecía que hablabacomo si no hubiese tomado alimento desde hacía ocho días.

Mirele sorprendido y con curiosidad.

—¡Si supiera usted lo que me está pasando en este momento!

—¿Qué hay?

—Pues nada... Verá usted... Mi hermana acaba de darme un golpeterrible... Fui a casa... Verá usted... Por la mañana le dije que nopodía continuar de este modo..., que era necesario resolver uno uotro... Más de veinte veces quise pedirle a Fernanda la conversación...;pero cuando iba a hacerlo se me ponía un nudo aquí, en la garganta...Usted no sabe; aunque me matasen, no podía..., vamos, no podía... Si yotuviese tanto pico como mi hermana... ¡Maldito sea!... Le dije que mehiciese el favor de decírselo a Fernanda de mi parte, y que me la dieseo me desengañase de una vez... Pues bien..., verá usted...: quedó endecírselo esta tarde... ¡Yo no puedo continuar así, don Ceferino; creausted que no puedo continuar!... Pues bien: quedó en decírselo. Estatarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzarque saliese y no volviese hasta el oscurecer..., y cuando volvieseestaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta paraestas comisiones. Obedecí.

Di más de mil vueltas por Sevilla, y cuandovi que oscurecía me fui a casa. Crea usted, don Ceferino, que metemblaban las piernas. Cuando llamé a la puerta estaba más muerto quevivo. Salió Matilde a la cancela, y al verme se puso hecha una hiena:«¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Márchate! ¡Vete ahora mismo!» Creí que elmundo caía sobre mí... No sé cómo pude salir del portal, ni sé cómo hellegado hasta aquí...

—¿Y no es más que eso?... Pues se apura usted por bien poco. Es que lasha sorprendido usted en el momento de la conferencia. Estoy seguro deque nada malo le sucederá... Fernanda le quiere a usted... Me consta.

—¡Oh, no!—exclamó el apasionado joven.

—Sí; le quiere a usted, hombre... Ya verá usted.

Estuve por decirle: «¿Cómo no ha de quererle, siendo vieja y fea y noteniendo a nadie que la mire a la cara?» Pero me contuve.

—¡Ay don Ceferino, qué bien me está usted haciendo!—exclamó, dándomeun abrazo y rozando con su estupenda nariz mi oreja izquierda.

—Nada, váyase usted tranquilo. Dé usted algunas vueltas por ahí, yluego, dentro de una media horita, cuando ya Fernanda se haya ido, entrausted en casa. Estoy seguro de que Matildita tiene para usted una buenanoticia.

Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos, yalgo avergonzado, con ansioso acento, me dijo:

—Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita por allí... yluego salir a avisarme...

—Amigo mío—le respondí con tono triste y desengañado—, en estemomento me hallo en igual caso que usted... Dentro de unos momentos voya saber si mi novia me quiere o me manda con la música a otra parte...Esto último será lo más probable.

Conque ya puede usted dispensarme.

—Pero ¿cree usted que Fernanda...?—replicó con egoísmo feroz, sintomar en cuenta para nada mi confidencia.

—¡Sí, hombre, sí; váyase usted tranquilo!

No se habían pasado diez minutos desde que el mancebo y su grancartílago se alejaron, cuando apareció, por la boca del puente, Paca. Enla primera mirada que me dirigió comprendí que todo se había perdido.

—No ha querido contestar, ¿verdad?—le pregunté sin saludarla,esforzándome por sonreír.

—¡Uf! ¡Cómo esta con uté, señorito! Ni por un Señor Crucificao haquerido tomar la carta. Me ha dicho: «Paca, si no quieres que riñacontigo, no vuervas en tu vía a hablarme de ese...»

—¿De ese qué?—pregunté, viendo que se detenía.

—De ese «tío»—agregó, avergonzada—. Uté dispense, señorito.

—Está bien, Paca—dije aparentando sosiego, pero con voz alterada porla emoción—. Muchas gracias por el interés que se ha tomado usted pormí...

Hubo un instante de silencio.

—Lo siento de too corasón, señorito. Yo creo que ustedes dos pareabanmu bien...

Pocas palabras más hablamos. No podía ocultar mi tristeza y desaliento.Los consuelos de la cigarrera no penetraron siquiera en mis oídos.

Antes de despedirse quiso darme la carta, que no había podido entregar.Yo la tomé y, sin rasgarla, la arrojé al río, sonriendo tristemente.

Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fue marcharme al díasiguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré quedebía hacerlo, por lo menos, de Isabel y su padre, a quienes debíahartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a laestación. Además, abrigaba todavía la esperanza de que la condesitainterviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos.Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a darexplicaciones de su conducta.

Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos deEduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su narizindómita. Mi profecía se había cumplido.

Matildita obtuvo un éxito tansatisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda habíaconcedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarle por lareja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andandoel tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles yviernes. Llegó a la sazón Matildita, y Eduardito, presa de un rapto deamor fraternal, se abrazó a ella y le restregó el rostro con la narizrepetidas veces en testimonio de gratitud eterna. El Colibrí, conaquel éxito, se había crecido y entornaba la cabecita a un lado y a otrocon más petulancia, si cabe. Decía que la indiscreción del chinchoso desu hermanito, llegado justamente en el momento en que estaba tratandocon su amiga de los puntos más delicados, por poco hace fracasar lasnegociaciones. El hermanito empalidecía escuchando aquel horriblepeligro que había corrido sin saberlo.

Aquella noche tuve la flaqueza, que acaso el lector encuentreperdonable, de irme a eso de las once y media hacia la calle de Argotede Molina. Cuando emprendí el camino no sabía fijamente qué es lo queallí iba a hacer. Muy pronto quedó determinado en mi cerebro. Avancécautelosamente por ella, y al llegar al recodo desde donde podía versela casa de Gloria, me detuve. El corazón me daba saltos.

Estiré elcuello, asomé la cabeza como un miserable espía y... nadie. A la reja nohabía nadie. Un goce intensísimo bañó todo mi ser como un bálsamocelestial. A este goce sucedió ansia indefinible de cerciorarme de quelos ojos no me engañaban, que a la reja no había nadie, absolutamentenadie.

Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a pasolento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Eraverdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle,desierta; las ventanas, herméticamente cerradas. Pero era necesario queme convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosaverdad. Y para eso estuve dando paseos por las calles hasta las dos dela madrugada, y cada poco tiempo pasaba por aquella con toda lentitud yme detenía algunos instantes a ver si la ventana se abría y elaborrecido rival llegaba. No fue así. Me consideré dichoso, como sifuese gran fortuna. Una de las veces que por allí crucé me sentí tantiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, ydespués de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros dondemi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos.

Retireme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo denuevo ver las cosas de color de rosa. Al día siguiente me enteré de lahora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a lacondesita del Padul, prometiéndomelas muy felices.

Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otrascuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes yaconocía de vista. Mientras llegaba el tren, paseamos y departimosalegremente, riendo bastante con las ocurrencias de Pepita.

Cuando el cuerno del guardagujas anunció la llegada, nos abalanzamospresurosos al borde del andén, y tuvimos el gusto de ver a la ventanillade un coche a la condesita, que nos saludó con el pañuelo, muyregocijada y agradecida. Antes de salir de la estación, ya las deEnríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro.

Isabelmanifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron,que al fin consintió en que la vinieran a buscar después de comer. Elcoche del conde y el de las de Enríquez los esperaban. Mas antes queentraran en ellos tuve ocasión para quedarme un momento detrás conIsabel y explicarle en cuatro palabras lo que sucedía. Maravillose enextremo, e hizo sin vacilar la misma afirmación de Paca; esto es, quedebía de haber una intriga o mala inteligencia. No pudimos hablar más,porque llegamos a la puerta de salida y era preciso montar en carruaje.Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesitame dijo al darme la mano:

—Váyase usted esta noche por el teatro y hablaremos.

Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento en queentraba Villa.

—Hombre—le dije con imperdonable ligereza y egoísmo (lo mismo queEduardito conmigo)—,¿cómo no ha ido usted a esperar a Isabel?

Le vi inmutarse, y me respondió, turbado, que había tenido que hacer enel cuartel.

Llegué al teatro de San Fernando cuando solo había dentro de la sala dosdocenas de personas a lo sumo. Aún tardó en poblarse larga media hora.Se representa