La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Porconziguiente, igualito. Llevará el gato al agua el que la niña quiera.Paece que ahora zoy yo. ¿Qué quiere uté hacerle?

—No estoy enteramente de acuerdo con esa opinión; pero no discutamos...Tiene usted un modo de apreciar las cuestiones demasiado..., demasiadoprosaico, por no emplear otro calificativo... Se preocupa usted mucho delos duros...

—¿Y uté les ezcupe, compare?

—Voy a suplicarle a usted un favor..., y es que no me llame ustedcompadre.

—Hombre, uté me dizpensará que pida un vazo de limón para que utéreflezque...

Etá uté muy nervioziyo... Cuando le haya a uté pazao ezefogonazo de celo que ahora le ha dao, ze reirá de lo que etá diciendo yhaciendo... Que no le haga buena tripa el verme a la reha con la niñaque uté creía chalaíta, se comprende bien; pero que uté se

index-170_1.png

dizpare deese modo, vamo, compare (uté dizpense, amigo), me paece a mí..., digoque no eztá en lo regulá.

—No me disparo porque esa mujer u otra cualquiera deje de quererme oprefiera a otro, entiéndalo usted bien. Es muy libre de hacerlo. Lo queno tolero es lo que usted ha hecho, con bien poca delicadeza porcierto..., preparar una escena tan fea y vergonzosa con el solopropósito de humillarme. Si usted se hubiera dirigido a mí, diciéndome:«Gloria ya no le quiere a usted; me quiere a mí», en cuanto locomprobase convenientemente le dejaría a usted el campo libre yquedaríamos tan amigos, al menos en la apariencia.

—Alto ahí, amigo. La escena de que uté habla no ha zío preparada pormí, sino por eya. Por empeño zuyo fui a la reha un poco antes de lasonce. Es maz: quize oponerme a eyo porque zabía que eza era la hora enque uté echaba zu parrafiyo; pero la niña lo tomó por too lo alto, y nohubo má remedio que conformarze.

—Permítame usted que lo dude.

—Uté ez mu dueño. Zi uté quiere convencerze, véngaze mañana de nocheconmigo a la reha y ze lo preguntamo. Seguro etoy de que no me dejarápor embuztero.

—Yo no tengo para qué presentarme otra vez delante de esap...—exclamé, poniéndome rojo.

Creí que aquel insulto dirigido a su amada le iba a exasperar. Nada deeso. Siguió tan tranquilo como si nada fuese con él.

Ambos guardamos silencio. Yo quedé profundamente pensativo. Las últimaspalabras del malagueño me habían llegado a lo profundo del corazón.

Eraimposible dudar ya de que la ofensa había venido directamente de ella. Apesar de que tenía la mirada fija en la mesa, sentía sobre mí los ojosde Suárez, observándome, serios y recelosos. Levanté al cabo la cabeza ydije gravemente:

—Está bien. Puesto que es ella sola la que ha querido ofenderme, nadade lo dicho.

Quede usted con Dios.

Al mismo tiempo me alcé del asiento y salí de la taberna, un pocosorprendido, en verdad, de que Suárez me dejase ir tan tranquilo, puesen nuestra corta plática le había dirigido algunas injurias que merecíanexplicación.

XI

index-171_1.jpg

ME DEDICO A BUSCAR A PACA

Oque no se me ocurrió mientras estuve bajo la impresión del latigazode la cólera, penselo en cuanto me serené un poco y se me acordaron lasideas. Quiero decir que, apenas hube reposado algún tiempo en el lecho,habiéndome despertado a medianoche, al instante se me ofreció conadmirable claridad que Gloria no podía cometer una acción tan ruin porcapricho. Podía abandonarme, entrar en amores con otro, coquetear, darmecordelejo y reírse. Todo eso estaba en lo verosímil; mas herirme villanay sañudamente sin más pecado que el de amarla, no era creíble. Debía dehaber gato encerrado. El acto de aquella noche parecía inspirado en undeseo de venganza, y para vengarse, menester era una ofensa previa. Estaconsideración me dio harto consuelo. Propúseme, pues, tan pronto comollegase el día, poner en práctica los medios para deshacer la intrigaque, sin duda, había tramado el malagueño contra mí.

Comenzó a pesarmede no haberle dado una buena «pateadura»; pero se la prometí para laprimera ocasión que se presentase. Y con este pensamiento confortante,el sueño tranquilo de los justos acudió de nuevo a mis sienes, y no medesperté hasta las nueve de la mañana.

Vestime con premura y salí a la calle sin saber adónde iba, pero con laresolución incontrastable de ir a alguna parte. Por lo pronto, los piesme llevaron a casa del conde del Padul.

—El señor conde y la señorita vienen pasado mañana.

¡Cielos! ¡Dos días aún! ¡Una eternidad para mí! Pensé que en dos díashabía tiempo suficiente para morirse de pena, y si no es de pena por lomenos de hambre, pues sentía que me faltaba el apetito y no comería amanteles mientras no se resolvieran mis dudas. ¡A quién acudir enaquellas críticas, terribles circunstancias! Si en la mano lo tuviese,hubiera hecho intervenir en el asunto a la autoridad civil. Pero nosiéndome posible, me decidí a buscar a Paca. ¿Dónde? Yo, que habíaestudiado matemáticas, historia de España, patología interna y tantasotras cosas inútiles, ¡no sabía dónde vivía Paca! Renegué cien veces demi imperdonable abandono, de mi descuido para aprender cosa de tanreconocida necesidad. No había más remedio que aguardar la salida de lascigarreras de la fábrica, y aun así exponerme mucho, como me habíasucedido ya, a no verla. Todas las desdichas se cernían de una vez sobremi cabeza.

Pasando por la calle de Francos en tal estado de abatimiento, vecino alsepulcro, oí que me llamaban desde una tienda de sederías.

Eran las de Anguita.

—Venga uté acá, Sanhurho...—me dijo Ramoncita—. Ayúdenos uté aescoger un traje que sirva para las tres. Estamos mareadas hase más deuna hora buscando un color que diga a toa estas fisonomía...

Los dependientes sonrieron de la desfachatez. Yo permanecí grave.Entonces Joaquinita, mirándome atentamente a la cara, me preguntó consorpresa:

—¿Qué tiene uté, Sanhurho? Etá uté paliito.

—¡Pachs! No me siento hoy muy bien.

—¿Es que le ha dao calabasas la novia?

Aquella pregunta, hecha sin duda alguna al sabor de la boca, me causóuna extraña y profunda impresión. Debí de ponerme como una cereza, ysonreí forzadamente.

Joaquinita soltó la carcajada.

—Vaya, he dao en el clavo sin saberlo.

Aturdido estúpidamente, dije algunas frases que no recuerdo, y medespedí de aquellas señoritas, a quienes no deseé otra cosa más que Diosconfundiera en el mismo momento.

¡Bueno estaba yo para bromitas! Andando entre calles un rato, se meocurrió la idea, no muy sensata, de ir a la Fábrica de Tabacos ypreguntar allí por Paca...¿Para qué?

Llegaba mi grosera ignorancia hastano saber su apellido. Busque usted a una tal Paca entre seis milmujeres. Lo menos que habría en la fábrica eran doscientas o trescientasPacas. Sin embargo, insistí en la idea, porque no me venía otra másasequible, y eso que trabajaba mi cabeza como un horno encendido. Poco apoco fui acercándome a la puerta de Jerez, y me encontré, cuando menoslo pensaba, frente al vasto y suntuoso edificio alzado por Felipe IIIpara la confección del rapé.

Di bastantes paseos por delante de él. Al cabo, me resolví a franquearla verja, y me acerqué a una de las puertas.

—¿El señor administrador?—pregunté a un hombre que me pareció portero.

Así que hice esta pregunta, me quedé sorprendido, confuso. ¿Para quéquería yo al administrador?

—Siga usted adelante, suba usted por aquella escalera, tuerza a laizquierda, siga usted el corredor, tuerza a la derecha, suba otraescalerilla, y allí enfrentito tiene usted su despacho.

De todo aquello no me hice cargo sino de que siguiera adelante. Y seguí.Vi una escalera y subí por ella.

—¿El señor administrador?—pregunté a otro hombre.

—Venga usted conmigo; yo le llevaré hasta su despacho.

Mientras me guiaba por los anchurosos y sucios corredores, no pude menosde decirme: «Ceferino, dispensa, chico, pero estás haciendo unamelonada.»

Tropezábamos aquí y allá con mujeres y hombres que me mirabanfijamente, como si adivinasen aquel juicio poco lisonjero que habíaformado de mi persona y lo corroborasen en todas sus partes. Al fin mehallé frente a frente del administrador, un señor anciano, pálido,bigote y perilla blancos, traza de militar retirado y gorro deterciopelo azul en la cabeza.

—¿Qué se le ofrece a usted?

Esta pregunta me pareció tan inaudita, tan bárbara, que me quedé clavadoen el suelo, mirándole con espanto.

—Vamos, caballero, ¿qué se le ofrece a usted?

Tosí, sudé, empalidecí, di algunas vueltas al sombrero, estiré el cuellode la camisa, que no me apretaba, y, por último, le alargué la mano.

—¿Cómo sigue usted?

Tomola, mirándome con desconfianza, y contestó de mal talante al saludo.

—Usted me dispensará... Yo buscaba a una tal Paca..., una operaria dela fábrica,

¿sabe usted?... Necesito con mucha urgencia darle unanoticia... Si usted me hiciese el favor..., yo le agradecería en elalma.

—¿Qué favor quiere usted que le haga?

—Hacer que salga para que pueda decirle no más de dos palabras.

—¿Cuál es su apellido y en qué taller trabaja?

Esta terrible pregunta volvió a desconcertarme.

—¿Sabe usted que no puedo decírselo?—respondí, sonriendo hasta con lasorejas.

El administrador me miró gravemente de arriba abajo y estuvo un ratoindeciso, tal vez dudando entre si era un loco, un guasón, o un tonto.Parece que debió de inclinarse a este último partido, porque alzó loshombros y dijo sonriendo a uno que entraba a la sazón en el despacho:

—Oiga usted, Nieto: este señor desea que le busquen a «una tal Paca».

Y recalcó mucho las últimas palabras, lo cual no me hizo muy buenasangre.

—¿Para qué?—preguntó el empleado que entraba, dirigiéndose a mí.

Yo, acometido súbitamente de una gran dignidad, respondí con gestodesdeñoso:

—No lo sé.

Pero aquel empleado era, por lo visto, hombre amable y de buena pasta,porque insistió, diciendo:

—Si usted supiera el apellido, tal vez, preguntando por los talleres,podríamos dar con ella.

—Es una mujer de treinta años o más, pálida, de ojos negros, que llevaun pañolito blanco al cuello.

El administrador y él se miraron, dirigiéndose una leve sonrisa, no muyhalagüeña para mí.

—Bueno, bueno, venga usted conmigo—dijo el complaciente Nieto conresolución entre galante y burlona—.Ya veremos si podemos dar con ella.

Salí, haciendo una fría inclinación de cabeza al administrador, y seguíal empleado, que comenzó a guiarme por los corredores.

—¿Usted no sabe en qué taller trabaja?

—No, señor.

Nieto se dolió de esta ignorancia con suavidad, como si en ello le fueraalgo. Era un hombre alto, grueso, de fisonomía abierta y simpática. Sinsaber por qué, parecía interesarse en mi negocio y no se cansaba,mientras caminábamos, de hacerme preguntas por donde pudiera ponerse enla pista de la cigarrera. Me dijo que era inspector del taller depitillos, y que conocía personalmente a muchísimas operarias, sobre todode vista.

—Cuando veo a una mujer en la calle, es difícil que no sepa decir sitrabaja o no en la fábrica.

En su opinión, lo mejor que podíamos hacer era entrar en los talleres,recorrerlos despacio a ver si distinguía entre las mujeres a la quebuscaba. Preguntome si quería comenzar por el de pitillos, que era elsuyo y el más numeroso. Ningún inconveniente tuve. Al llegar a la puertadiome en el rostro un vaho caliente, y percibí un fuerte olor acre ypenetrante, que no era solo de tabaco, pues este se siente apenas sepone el pie en la fábrica, sino de sudores y alientos acumulados, lainfección que resulta siempre de un gran número de personas reunidas enel verano.

Eran las once de la mañana, y el calor tocaba a su grado máximo.

—Aguárdese usted un momento, voy a prevenir a la maestra—me dijoNieto, adelantándose.

Observé que llamó a una mujer, habló con ella unas palabras, y esta sefue y volvió al cabo de unos momentos, diciendo:

—Pueden ustedes pasar.

Por lo que vine a entender, había ido a dar la voz de «visita» para quese tapasen las operarías, que, por razón del calor, habían descubiertoalguna parte no visible de su cuerpo. Cuando entramos, aún pude notarque algunas se abotonaban apresuradamente la chambra o ponían un alfileral pañuelo que llevaban a la garganta.

* * *

El cuadro que se desplegó ante mi vista me impresionó y me produjotemor. Tres mil mujeres se hallaban sentadas en un vasto recintoabovedado; tres mil mujeres que clavaron sus ojos sobre mí. Quedéavergonzado, confuso; pero supe aparentar cierto desembarazo, y me pusea charlar con Nieto, haciéndole preguntas tontas, mientras me guiaba porlos pasillos del taller. Apenas se respiraba en aquel lugar. El ambientepodía cortarse con un cuchillo. Filas interminables de mujeres, jóvenesen su mayoría, vestidas ligeramente con trajes de percal de mil colores,todas con flores en el pelo, liaban cigarrillos delante de unas mesastoscas y relucientes por el largo manoseo. Al lado de muchas de ellashabía cunas de madera con tiernos infantes durmiendo. Estas cunas, segúnme advirtió Nieto, las suministraba la misma fábrica. Algunas daban demamar a sus hijos. El tipo de todas aquellas mujeres variaba poco: cararedonda y morena, nariz remangada, cabellos negros y ojos negrostambién, muy salados. Cada cierto número había una maestra, que selevantaba a nuestro paso. La principal del taller nos acompañaba. Nietoiba explicándole cómo yo buscaba a una tal Paca, cuyo apellido o mote(porque este es muy frecuente entre las cigarreras) ignoraba.

Desde que comenzamos a caminar por aquel gran salón de paredes desnudasy sucias, observé un chicheo constante. No podía mirar a cualquier partesin que me llamasen con la mano o los labios, haciéndome alguna vezmuecas groseras y obscenas. A duras penas el miedo del inspector y lamaestra las retenía. Si me fijaba en alguna más linda que las otras alinstante me clavaba sus grandes ojos fieros y burlones, diciendo en vozalta:

—Atención, niñas, que ese señor viene por mí.

O bien:

—¡Una miraíta más, y me pierdo!

A la idea de que averiguasen que era gallego, daba diente con diente.Por eso había enmudecido repentinamente, y dejaba que el inspector medijese en voz alta:

—Vamos, mire usted bien. ¿Es alguna de éstas?

Yo hacía signos negativos con la cabeza.

Aquel enjambre humano rebullía, zumbaba, produciendo en la atmósferapesada, asfixiante, cargada de olores nauseabundos, un rumor sordo ymolesto. Por encima de este rumor se alzaba el chicheo con que laasamblea me saludaba. Los ágiles dedos se movían, envolviendo el tósigocon que pronto se envenenaría toda España.

—¡Mariita! ¡Mariita!—dijo Nieto, dirigiendo una reprensión cariñosa acierta joven a quien había sorprendido fumando.

—Don Celipe, es que me duelen las muelas.

—Pues cuidado con ellas, porque pueden salirte caras.

Habíamos recorrido casi todas las naves, y mi Paca no aparecía. Nieto meinvitaba ya a que pasáramos al taller de cigarros puros. Mas, al dar lavuelta para dirigirnos a la salida, sentí que me tiraban de laamericana. Bajé los ojos, y vi a Paca sentada al borde del mismopasillo.

—¡Ya apareció!—dije al inspector y a la maestra.

—Ya aparesió aquello—repitió, en son de burla, una cigarrera, quehabía oído mi exclamación.

Paca se había levantado. Me apresuré a decirle:

—¿Sabe usted lo que pasa?

Y, con sobrado calor, sacudido nuevamente por la emoción que desde lanoche anterior embargaba todas mis facultades, me puse a contarle losucedido y la presunción que tenía de que hubiese una intriga infametramada contra mí. Necesitaba de su auxilio: que fuese a casa de Gloria,la interrogase, le hablase en mi favor o, por lo menos, alcanzase deella una explicación.

Aunque había comenzado a hablar en tono muy bajo, como me hallaba tanpreocupado, descuideme y fui alzando la voz sin notarlo. Algunaspalabras sueltas debieron de haber llegado a los oídos de las cigarrerasmás próximas, porque las oía repetidas en voz alta acompañadas de risasy jarana. No hice caso.

Seguí hablando, cada vez con más empeño y calor, hasta que Paca, a quienadvertía inquieta y distraída, me dijo por lo bajo:

—Señorito, váyase uté... Me paese que hay bronca.

Oí, en efecto, gran algazara, y, al tender la vista por el taller,observo que todos los rostros están vueltos hacia mí, sonrientes; que seagitan las manos, imitando mis ademanes, un poco descompasados; que setose, y se estornuda, y se ríe, y se patea.

—Esta noche pase uté por casa. Vivo en Triana, calle de San Jasinto.Pregunte uté por el corral de la Parra—me dijo Paca cada vez másagitada.

En aquel instante venía el inspector, que se había separado cuandoentablé conversación con la cigarrera, y dijo sonriendo:

—Me ha revuelto usted el taller. Concluya usted pronto, porque estasniñas tienen, al parecer, ganas de bronca.

—¡Bronca! ¡Bronca!... ¡Bron...ca! ¡Bron...ca!—empezaron a repetir lascigarreras.

El grito se extendió por todo el taller. Y, acompañado por él, oyéndomellamar cabrón por tres mil voces femeninas, salí del recinto haciéndomeque reía, pero abroncado de veras. Di las gracias al amable Nieto y meaparté de la fábrica, satisfecho a medias de la visita.

Fui derecho a casa, pero no intenté siquiera almorzar. La comida mecausaba asco.

Matildita dio cien vueltas en torno mío, como una gatamimada, intentando averiguar si me sentía enfermo, como decía, o bien mehallaba bajo el peso de uno de esos dolores morales que, por desgracia,¡ay!, ella tan bien conocía. No le fue posible, y quedó grandementedesabrida. Encerreme en mi cuarto y me puse a escribir una carta aGloria, que me resultó de nueve pliegos y una cuartilla. Yo no sécuántas cosas le decía. Sospecho que estaba llena de repeticiones, y doypor seguro que abundaban en ella las metáforas, hipérboles, epifonemasy, en general, toda clase de tropos y figuras de dicción. Había, además,gran copia de signos de admiración y puntos suspensivos.

Tambiénrecuerdo que citaba una octava real de Espronceda y dos versos deMusset.

Como formaba demasiado bulto para un sobre común, me viprecisado a fabricar otro, para lo cual pedí las tijeras a Matildita,que no dejó de echar una mirada penetrante a los pliegos escritos queestaban sobre la mesa.

—Don Seferino, uté escribe largo y no come... ¡Malo!

Vi en lontananza una nube de consejos presta a reventar sobre mí. Y nodi juego, limitándome a alzar los hombros y a dejar escapar un gruñidogalante.

Luego que tuve lacrado y sellado el protocolo, lo metí a duras penas enel bolsillo y salí a refrescar la cabeza, que bien lo necesitaba. ¡Treshoras había pasado escribiendo!

Cerca del oscurecer, pasando por la calle de las Sierpes, vi en laBritánica a Villa, y entré a acompañarle. Invitome a beber una copa decerveza. Acepté, porque sentía en el estómago una pena singular. Despuésde beberla, en vez de calmarse, creció esta pena, a tal punto, que penséponerme malo. Entonces surgió en mi mente la sospecha de que lo quetenía era hambre, y pedí un bistec. ¡Caso pasmoso! Hambre, y de órdago,era lo que yo padecía, pues devoré la carne y las patatas hasta no dejarmigaja, y sobre esto pedí queso y otro bollo de pan. Nunca imaginara queun hombre, en el estado de espíritu en que yo me hallaba, pudiera sentircon tal apremio esa necesidad.

Pero lo he visto comprobadoprácticamente, y contra los hechos no hay argumento.

—¡Compare, qué carpanta se trae usted!

Villa se encontraba en felicísima disposición, alegre y chancero, quehubiera dado gozo a cualquiera y le hubiera despertado el contento. Peroyo, en vez de animarme, me fui poniendo cada vez más sombrío, y con elegoísmo del que padece ansias de amor, a riesgo de cortar aquel torrentede alegría que le inundaba, me puse a contarle con todos los pormenoreslo que me estaba sucediendo. Doliose extremadamente del percance, y meaconsejó que, por sí o por no, cascase las liendres al malagueño.

Mas,contra lo que esperaba, el relato de mis desgracias no logró mermaraquel tesoro de buen humor que guardaba. Siguió riendo y jaraneando lomismo que si acabase de notificarle mil felicidades; lo cual no dejó demortificarme un poco. Creía yo que mi historia era de las que manabansangre y ablandarían las piedras.

Luego, sin ceremonia alguna, bruscamente, comenzó a hablar de sí mismo.

—Hombre, si viera usted qué aburrido anduve todos estos días, sin teneraquí a Isabel.

Hablaba de ella como si ya fuera suya, lo cual me hizo sonreírinteriormente. Al mismo tiempo nació en mi espíritu cierto innoble deseode vengarme por su falta de atención.

Afortunadamente, la condesita debía de llegar pasado mañana con supadre, y volverían los párrafos en casa de Anguita y las noches deteatro. A la sazón había comenzado a actuar una compañía de ópera en elde San Fernando. El comandante, se las prometía muy felices. Hablaba conun entusiasmo, con una unción, de su adorada, que daba pena elconsiderar lo engañado que aquel hombre vivía; digo, daría pena acualquiera que no estuviese, como yo, profunda y vivamente llagado porel desprecio de otra pérfida. Ruborizado como un colegial y tembloroso,volvió a hacerme por centésima vez confidente de unas niñerías que nuncame parecieron tan ridículas como entonces. Si se había sonreído cuandobesó un guante que le cayera; si se estaba al balcón a la hora que élpasaba; si le echaba miradas largas, intencionadas; si le habíaconcedido dos rigodones y una polca en el último baile del Alcázar.

De confidencia en confidencia, se conoce que se le fue subiendo lasangre a la cabeza, y concluyó por decirme, con el rostro encendido ylos ojos brillantes:

—Voy a confiarle a usted un secreto, amigo Sanjurjo. Espero que ustedme lo guardará con cuidado... Ya ve usted, hay cosas... Sabrá usted cómohe escrito a Isabel, poco antes de marcharme a Sanlúcar, haciéndole unadeclaración en regla y pidiéndole que me desengañase de una vez...

—Ya lo sé—repuse brutalmente.

Estupefacción de Villa.

—¿Lo sabe usted?

—Sí, y también sé lo que Isabel le ha contestado... Que su corazón leexigía una respuesta; pero que había gravísimos obstáculos que leimpedían seguir los impulsos de su alma... A lo cual replicó usted quele dijese cuáles eran esos obstáculos, para salvarlos, si fueseposible...

El comandante se había quedado como una estatua, mirándome con ojos que,por lo abiertos, parecían querer saltar de las órbitas.

—¿Y cómo sabe usted eso?—preguntó, al fin, con voz áspera, donde seadvertían el recelo y la amenaza.

—Lo sabe hoy toda Sevilla—le respondí con mal humor—. Isabel se lo hacontado a las de Anguita, y estas niñas no se muerden la lengua.

Le vi ponerse pálido. Guardó silencio obstinado, mirando fijamente a lacopa de cerveza que tenía delante. Al fin, dijo con voz apagada:

—Nunca creyera a Isabel capaz de una acción tan fea.

Entonces yo, entre compadecido y rencoroso, con la complacencia quesienten los desgraciados al encontrar otros como ellos, le dije:

—Amigo Villa, por lo mismo que le estimo a usted de veras, voy a darleun consejo franco y leal. Creo que debe desistir de galantear aIsabel... Me duele ver a un amigo en ridículo, y que una muchacha seburle de un hombre tan formal y discreto como usted... A riesgo de darleun mal rato, le diré que me consta positivamente que Isabel se casa consu primo, el duque de Malagón, y que los padres han aprovechado el viajea Sanlúcar para arreglar definitivamente el asunto.

No era verdad que me constase positivamente. La noticia me la había dadoJoaquinita; pero lo dije así por cierto instinto dramático que todos loshombres tenemos, aun los más líricos.

Villa no respondió palabra ni pareció inmutarse. Siguió inmóvil, con lavista fija en la copa. Sólo observé que se había puesto más pálido. Sufisonomía simpática y varonil iba contrayéndose por momentos conexpresión de dolor, que, al fin, logró conmoverme y que me olvidase demí mismo.

Luego, con voz alterada, me dijo que me agradecía la noticia y quesentía no se la hubiese dado primero, lo cual dudé un poco. Quedabaconvencido de que la condesita era una coquetuela que no merecía queningún hombre se tomase por ella disgusto (¡pero él se lo tomaba, elinfeliz!). Pensar en que había de volver a hablarle más que como amigo ycon la mayor ceremonia posible, era pensar lo excusado. Estaba resueltoa hacerle comprender que no era ningún chicuelo o mentecato de quien sepudiera burlar impunemente.

Después de todo, salvando su hermosura, que seguía reconociendo, lo queen ella amaba y admiraba más era el espíritu candoroso y sincero quepensaba poseía. Desde el momento en que se demostraba que era unamuchacha vulgar, falsa y vanidosa, el ídolo caía de su pedestal y dejabade inspirarle amor y respeto. Sobre este tema se extendió muchísimo,acentuando cada vez más el tono digno y resuelto con que habíacomenzado. Yo procuré afirmarle en su determinación, hallando muy cuerdotodo lo que decía.

Salimos juntos de la cervecería, dimos unas cuantas vueltas entrecalles. Haciendo oficio de paño de lágrimas, yo, que necesitaba tanto deconsuelo, procuré distraerle, hablándole de otros asuntos, aunqueinútilmente. Mostrábase silencioso, taciturno, y cuando hablaba, lohacía de un modo distraído y como a la fuerza. Dejamos pasar la hora decomer. Viendo que la noche era ya cerrada, me despedí al cabo, porque supercance no me había quitado la memoria del mío.

Emprendila a paso largo hacia el barrio de Triana; salvé el hermosopuente que lo separa de la ciudad, y entré en la calle de San Jacinto,que es la primera que se encuentra de frente. En aquella hora reinabaallí mucha animación. La población de Triana se compone, en casi sutotalidad, de obreros e industriales. Era el momento en que, llegados desus faenas, se esparcen por las calles, charlan en grupos, se sientandelante de las casas, cantan y puntean la guitarra. La calle de SanJacinto tiene soportales feos y de sucia apariencia, donde hay tiendas,pobres también, para el gasto de los menestrales del barrio. A unmuchacho que vi solo, arrimado al quicio de una puerta, le pregunté porel corral de la Parra.

—Dé usted veinte pasitos más, y aquí, a la izquierda, tiene usted laentrada.

En efecto, la hallé pronto, y di en un patio estrecho y largo, y luegoen otro mucho más amplio que era, según vine a entender, el propiocorral. Al mismo tiempo comprendí que llevaba la denominación de laParra por una que tapaba un trecho del pasadizo, enredándose enpalitroques viejos. Aquel gran recinto cuadrilongo ofrecía aspecto depobreza, pero no de suciedad. La luz de la luna no alumbraba de lleno.Hacia el medio estaba el pozo del agua. En varios sitios veíansetabladitos sostenidos por estacas y, sobre ellos, cantidad regular demacetas. Todas las viviendas tenían sus puertas abiertas, por donde seescapaban toques de luz que rayaban el pavimento empedrado. Constaban deun solo piso bajo.