La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡No, no!—exclamó asustado.—Prefiero ir directamente a casa de laprima.

—¡Qué hombre tan perezoso!

—Siento en el alma, señor conde, ocasionarle a usted una molestia...mucho más cuando no tengo título alguno...—me apresuré a decir.

—Usted es muy dueño, señor mío... Pero ya lo haremos sin todos esoslaberintos que pide esta chiquilla... Déjelo usted de mi cuenta, que yome encargo de arreglarlo todo... Vamos a ver—añadió dirigiéndose a suhija,—este señor, seguramente, me ha de recompensar mandándome losdulces el día de la boda... Pero tú ¿qué vas a darme por ello?

—¿Yo? Un abrazo muy apretado y un millón de besos. ¿Te conviene elprecio?

—Me conviene—respondió D. Jenaro, cogiéndole la cabeza con las dosmanos y besándola con ternura sobre los cabellos.—Ahora ve a decir quenos pongan el almuerzo... Supongo que el señor almorzará con nosotros.

Traté de excusarme, porque me parecía demasiada confianza para el primerdía; pero ante la insistencia afectuosa del padre y la hija, hube derendirme. Mientras nos avisaban, continuamos conversando. El conde mepidió permiso para arreglarse en mi presencia. Hablamos de caballos ytoros. Era peritísimo en estos asuntos, y daba gusto escucharle. Encambio, en cuanto mudé la conversación y le traje a la política, D.Jenaro no emitió más que ideas vulgares o disparatadas. España, en suopinión, no podía gobernarse sino a latigazos. Lo primero que hacíafalta era barrer a todos los granujas que bullen por los ministerios, yponer en su lugar personas decentes y de arraigo. Luego, ¿para qué sirveel Congreso? Para que medren unos cuantos ganapanes que no saben más quecharlar por los codos. Fuera el Congreso y fuera el Senado. Una personaarriba, llámese rey, presidente o Preste Juan, que tenga firme por larienda y arree con el látigo al que se desmande. Luego, nada deindultos. Al que conspire, cuatro tiros y en paz. Cuando se tuvieranllenas las cárceles, se metía a los criminales en un barco viejo, se lellevaba a alta mar y se le daba un barreno. ¿Por qué ha de mantener lanación a los bandidos, vamos a ver?

Yo, que estaba pasmado de aquellas atrocidades, asentía sonriente con lacabeza. En aquel momento hubiera convenido con él en que era menesterdegollar a las dos terceras partes de los españoles. Luego que se huboarreglado, pasamos al comedor, situado en la planta baja, con dospuertas vidrieras al patio. Era una pieza grande, un poco destartalada,donde había dos armarios de roble tallado antiguos, espejo grande demarco negro, una mesa elástica de estilo moderno y sillas de rejilla. Allado de nosotros vino a sentarse una señora vieja, modestísimamentevestida, de semblante pálido y rugoso, cabellos blancos y anteojosahumados. Nos hicimos una inclinación de cabeza, y apenas abrió la bocamientras duró la refacción. Ni el padre ni la hija me presentaron aella. Después supe que era una parienta lejana, llamada Etelvina, que elconde había buscado para acompañar y autorizar a su hija, según loscasos.

El almuerzo fue sencillo. En Andalucía no se da a la mesa laimportancia que en los países del Norte. Observé que el conde comíapoco, lo cual, según me dijo, le pasaba casi siempre a la hora dealmorzar, quizá por levantarse tarde. En cambio, a la noche solía tenerapetito.

—Eso es lo que yo no puedo atestiguar—dijo Isabel, sonriendo contristeza.

—¡Claro, como que nunca me has visto comer!—dijo el conde, un pococontrariado por el oculto reproche.

—Poquitas veces—añadió la joven tímidamente.

—¡Phs!—murmuró D. Jenaro, levantando los hombros conindiferencia.—Supongo, señor Sanjurjo, que usted ya se iráacostumbrando a las exageraciones de las andaluzas.

Seguimos hablando de política. Luego volvimos a hablar de toros. Porúltimo, recayó la conversación sobre poesía. La exquisita amabilidad delconde le impulsaba a ello, pues que yo le había sido presentado comopoeta.

—En España hay muy buenos poetas—dijo el prócer con la mayor vaguedadposible.

—¡Phs!... Sí, sí, algunos.

Como este relato es una verdadera confesión, declaro que aquel« ¡Phs! », pronunciado con indiferencia desdeñosa, quería significar queyo, como gran poeta también, no estaba obligado a admirarme de otrosgrandes poetas, sino a profesarles tan sólo la estimación debida a loscompañeros. Que se me perdone esta flaqueza que confieso. Otros lastienen y no las confiesan.

—Me han gustado siempre mucho los versos... Leo pocos, ¿sabe usted?...Como uno tiene tantas cosas que hacer... ¿Y cuál es el poeta que ustedprefiere?

—¿Yo? Zorrilla.

—Perdone usted, señor Sanjurjo; confieso que escribe muy bonitosversos. Algunos he leído, y aun sé de memoria, que me encantan...Aquello de Pobre

garza

enjaulada,

dentro

la

jaula

nacida,

¿qué

sabe

ella

si

hay

más

vida

ni más aire en que volar?

es precioso, ¡precioso!... Pero yo no puedo sufrir a ese señor. Creo quees quien tiene la culpa, hoy por hoy, de todo lo malo que sucede enEspaña.

Quedé con la boca abierta.

—¿Cómo?...

—Sí, porque si no tuviese constantemente alarmado al país, éstedisfrutaría de los beneficios de la paz. Las industrias prosperarían conlos capitales que se retraen; la agricultura, la ganadería también...

Comprendí que el buen conde creía que el poeta Zorrilla y elrevolucionario del mismo nombre eran una misma persona. Me apresuré asacarle del error, tomando precauciones para que la lección no lemolestase. Pero no pareció poco ni mucho humillado, como si el ignorartales cosas no valiese la pena de fijar la atención. Y la pláticavolvió, es claro, a rodar sobre caballos. El conde preparaba dos paralas próximas carreras. De allí, como por la mano, entramos otra vez enel terreno de los toros, y de nuevo tuve ocasión de admirar losconocimientos del prócer y la afición.

En otro tiempo había sido uno delos más bravos aficionados, aunque nunca había querido torear enpúblico. «Eso no es más que una guasa, ¿sabe usted?», me decía en tonodesdeñoso. Lo que le placía, aun hoy, era tentar y derribar toretes ensus fincas y en las de sus amigos, montar buenos caballos, cazar venadosy cochinos en el monte.

Otras cosas sabía yo que le gustaban tanto o másque todo esto. Pero ésas no me las dijo, me las ofreció a la vista.Mientras tomamos café se bebió una botellita entera de cognac. Yhablando, hablando, también advertí que el conde no era muy fuerte engeografía. Saliendo a cuento el viaje de Cúchares a Cuba, si yo noentendí mal, D.

Jenaro suponía que Buenos Aires estaba muy próximo aesta isla.

Pues a pesar de esta falta de cultura, que a cualquiera pareceráridícula, era un hombre que se imponía. Nunca entraban deseos de reírsede él. Había cierta energía en su acento y un desdén oculto detrás de surefinada cortesía, que infundían respeto y hasta miedo. En su miradaopaca, distraída, leíase bien que había pasado por muchos casos raros yterribles, que había tratado gente de la más opuesta condición social yque no carecía de inteligencia y sagacidad. Era un hombre habituado aldominio, no tan sólo por su posición, sino por su valor, del que sedecían cosas pasmosas en Sevilla.

Su hija le envolvía, mientras hablaba,en una mirada de admiración y cariño que él no parecía observar. Sinembargo, la trataba con mimo: no la llamaba más que «chiquita», y laatendía en la mesa como a una dama festejada. De la prima Etelvina hacíapoco o ningún caso. Ella parecía también que se bastaba a si misma,comiendo y callando, dirigiendo sus ojos, ribeteados de encarnado, alque llevase la palabra, por encima de las gafas ahumadas. La sobrinatampoco reparaba en ella, y cuando alguna vez se veía obligada aalargarle algún objeto, lo hacía sin mirarle a la cara. Únicamentecuando el conde quiso hablar de nuevo de mis amores, le hizo seña paraindicarle que no convenía delante de testigos. Pero aquél, o no la vio ono quiso ceder a la indicación, porque siguió despachándose a su gustoacerca del tema.

—Mi prima Tula es muy rara... Aquí ésta la conoce bien...¿Verdad,Etelvina?

—Sí, la conozco bien—respondió la vieja con voz lúgubre, que semejabala de un aparecido.

—Como se han criado juntas, ¿verdad?

—Sí, nos hemos criado juntas—volvió a responder el aparecido.

—¿Cuándo os habéis separado?

—Nos separamos hace treinta años.

—Y es muy rara, ¿no es cierto?

—Muy rara.

Pormenores de las rarezas de su prima no fue posible sacárselos.Confirmaba los que el conde relataba, con un movimiento de cabeza.

Cuando nos levantamos de la mesa, yo me apresuré a despedirme por nomolestar.

Isabel aprovechó el momento para rogar a su padre que fueseaquella noche con ella al teatro. El conde respondió, mientras encendíaun cigarro:

—No puede ser: ya sabes que no me gusta la ópera.

—Vamos, papaíto; esta noche solamente—repitió la joven con mimo,besándole la mano que tenía cogida.

—No puede ser; me aburro y me duermo. ¿Por qué no vas con las deEnríquez?

—Pues por eso precisamente. He ido convidada una porción de veces, yme da vergüenza no llevarlas alguna vez.

—Manda por un palco, y llévalas.

—Bien sabes que eso no puede ser, papá. Parecería muy feo que tú nofueses autorizándome.

—Pues, hija, lo siento... pero yo no voy.

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—¡Parece mentira que me niegues este favor! Si te lo pidiese todos losdías, se comprende... ¡Pero una noche tan sólo! Bien podías hacer elsacrificio de dejar a tus amigos...—profirió la joven con voz alterada,pugnando por no llorar.

El conde volvió los ojos hacia ella, y le dirigió una mirada larga ydura sin decir palabra. Isabel bajó los suyos con temor, y por debajo delas negras pestañas asomó temblando una lágrima.

Aquella corta e insignificante escena me produjo mal efecto. Pareciomeque el conde era un padre muy tierno sólo mientras no se tocase a susgustos y placeres.

VIII

Con perdón de ustedes, pelo la pava.

OMENZABAel calor a dejarse sentir. Estábamos a mediados de Junio. Elsol, desde las cinco de la mañana, envolvía a la ínclita ciudad en unacaricia viva y prolongada hasta las siete de la tarde, enmedio de uncielo puro y flamígero. La angostura y tortuosidad de las calles no nospreservaba enteramente de sus ardores.

Por aquellas estrechas ranurasentraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego queencendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo aeste gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa.

—Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla?

—¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve ustedqué noches más hermosas?

En efecto, el calor por la noche cedía bastarte. Pero yo, acostumbradoa la temperatura primaveral de mi país durante el estío, lo sentía yaabrumador. Se me erizaban los pelos, y eso que los tenía bien mojadospor el sudor, ante la perspectiva de las noches que me anunciaban.

En la calle de las Sierpes, arteria principal de Sevilla y centro de sucomercio elegante, se había colocado un toldo que la cubría toda.Gracias a él podía transitarse cómodamente por ella. Los casinos ycervecerías, en que abunda, estaban abiertos todos, y los transeúntescomunicaban con los de adentro libremente. Por la noche, la gente,recluida durante el día en sus casas, salía a tomar el fresco. Despuésde comer me gustaba permanecer una hora en la Británica, viendo desfilarla gente en compañía de Villa. Cuando nos cansábamos allí, los días queno íbamos a casa de Anguita, o hasta que llegaba la hora de ir, solíamosdar algunas vueltas por la plaza Nueva, que, por serlo, es la únicagrande y regular que hay en la ciudad. En los jardines del centro, queadornan naranjos y palmeras, se colocaban filas de sillas, y allípasaban algunas horas de la noche muchedumbre de familias.

—En esta época—me decía el comandante—se ven aquí caras que novolverá usted a ver en todo el año...¡Y que las hay retrecheras!...

Otras veces nos íbamos hacia la orilla del río, donde las noches de lunano encienden los faroles. A lo largo del paredón que separa el paseo delmuelle había muchos bultos de mujeres sentadas en el banco de piedra conrespaldo de hierro que lo guarnece. Al cruzar por delante de ellas, comoles daba la luna por la espalda, sólo percibíamos la silueta de sushermosas cabezas desnudas o cubiertas por blanca toquilla; pero síveíamos lucir, con vivo relampagueo, sus ojos negros, sus dientesblancos, marroquíes. Y aquella fugaz visión producía en el alma un dulcedesasosiego, al cual, ni Villa con su adoración por la condesita, ni yocon mi entusiasmo por la hermana San Sulpicio, podíamos sustraernos.

—Compadre—decía en voz alta para que lo oyesen las interesadas,—no sepuede pasar por aquí sin coraza.

Algunas carcajadas reprimidas contestaban a este requiebro.

No era el sol el enemigo principal que yo temía en Sevilla, ni el másmolesto. Otros había que, aunque más pequeños, me daban mucha y muycansada guerra. Eran éstos los abanicos. A cualquiera le asombrará que,siendo objetos tan inofensivos y aun útiles para todo el mundo, sóloconmigo fuesen fieros y sañudos contrarios. Mas aquí debo recordar quelos abanicos generalmente son de papel, y este papel por uno de loslados suele estar pintarrajeado con asuntos campestres, y por el otroqueda en blanco. Pues bien, lo que más me pesaba no eran los paisajes, yeso que hay en ellos montañas de café con leche y mariposas que partenlos corazones, sino precisamente el reverso blanco, lo que parecía queno debía de dar cuidado a nadie. Desde que en la tertulia de Anguita sesupiera que era poeta, no sólo las niñas de la casa, sino cuantastertulianas allí acudían, se creyeron con derecho para exigir de mí quellenase con versos aquel malhadado reverso. Y no sólo las tertulianas,pero también sus amigas y conocidas me mandaban los abanicos, ora pormediación, ora directamente con un billetito recomendándose a migalantería y poniendo por las nubes mis dotes poéticas. A lo cualcontestaba yo manifestando, en una décima o redondilla, que no habíaojos como los del dueño del abanico, y que envidiaba al aire que iba aacariciar su rostro hechicero, y que toda la sal de Andalucía, sinexceptuar un grano, estaba depositada en Fulanita (a quien la mayorparte de las veces no conocía), etc., etc. Pero tantas había repetidoestos o parecidos conceptos, que para hallar forma diversa con queexponerlos me veía y deseaba, prensaba la cabeza y me mordía los dedosde rabia.

Claro que cuantos más de estos sencillos artefactos venían ami poder, las torturas eran mayores y más prolongadas. Llegó al puntoque no podía ver uno en poder de alguna señorita, que se relacionase máso menos con conocidas mías, sin sentirme acometido de congojas y sudoresfríos, y alguna vez de calambres y náuseas. Hay que confesar, sinembargo; que tal plaga no es propia únicamente de los climas cálidos.Existe, más o menos atenuada, en todas las regiones comprendidas entreel trópico de Cáncer y el de Capricornio.

Tardé cuatro días en recibir carta de Gloria. ¡Cuatro días mortales!Estaba desesperado. Las vueltas que di a la calle de San José fueronincalculables. Esperé a Paca a la salida de la Fábrica, pero no logréverla. Isabel tampoco parecía por casa de Anguita. Con Villa no quisedesahogarme, porque temía que lo echase a broma. ¡Para bromas estaba yo!Por fin, una noche llegó Isabel a la tertulia, y en la mirada larga eintencionada que me dirigió comprendí que algo grave tenía que decirme.Me eché a temblar, porque el estado de inquietud en que me hallaba hacíaalgunos días me predisponía a los sobresaltos.

—Tengo que hablar con usted—dijo por lo bajo, pasando cerca de mí consemblante severo.

Debí de ponerme pálido, pensando que iba a anunciarme una catástrofe. Sihubiera tenido el espíritu sereno, podía comprender que las mujeresgozan interviniendo en las intrigas amorosas y desempeñan su papel conmucha seriedad. Vi que se acercaba al piano y comenzaba a tecleardistraídamente. Agitado y convulso, me aproximé también.

—Prepárese usted a recibir una noticia importante—dijo la condesita,sin mirarme y con acento grave y misterioso.

—¿Qué hay?—murmuré con voz desfallecida.

—Gloria está ya en su casa.

Creí que me caía. Tardé algunos segundos en contestar.

—¿Cómo? ¿En su casa? ¿Desde cuándo?

En aquel instante, Joaquinita, ¡maldita sea su estampa!, se llegó anosotros con sonrisa picante.

—Pero ¿qué tapujos traen ustedes? ¿Contra quién se conspira? Yo no pudereprimirme un gesto de impaciencia. Pero Isabel, con mayor aplomo,sonriendo plácidamente, respondió:

—Contra ti.

—¡Puede!—replicó la de Anguita, riendo para disimular su recelo.

—La pura verdad.

—Sí será; porque yo nunca te he sido simpática—dijo Joaquinita sindejar de sonreír, pero con acento irritado.

—En efecto, lo que se llama simpática no me lo eres.

Al decir esto sonreía con la misma dulzura. Yo pensé que estabanhablando en broma.

—Pues, hija, no haces más que tomar lo que yo te he cobrado poranticipado.

—También lo creo. Hace tiempo que sé que me aborreces.

—No; aborrecerte no, pero quererte tampoco.

—Sí, aborrecerme; ¿por qué no eres franca, como yo lo soy?

—Con franqueza te digo que no te quiero.

Se hablaban con tal sosiego y naturalidad, sonreían de un modo tanplácido, sobre todo Isabel, que cualquiera dudaría, como yo, si estabanbromeando. Sin embargo, al fin pude convencerme de que se lo decían muyen serio, lo cual me sorprendió y a la vez me hizo gracia. Las dejédepartiendo, al parecer amigablemente, y fui a contárselo a Villa, quienarrimó el ascua a su sardina, exclamando:

—¡Qué corazón tan franco el de Isabel! ¿verdad? Ni cuando quiere nicuando aborrece puede ocultarlo.

Antes de retirarse, tuvo ésta ocasión para invitarme a almorzar al díasiguiente, de parte de su papá. Acepté con júbilo, porque sabía queíbamos a hablar de lo que más me interesaba. Pero antes de ir a su casadi más de treinta vueltas aquella mañana por la calle de Argote deMolina, donde Gloria vivía. Esta calle, una de las más originales einteresantes de Sevilla, va desde la de Conteros a la iglesia de SanAlberto. Es estrecha y hace una porción de vueltas, con recodos bruscosque le prestan carácter misterioso y poético. Transita por ella pocagente, y está habitada en general por familias bien acomodadas, a juzgarpor los suntuosos patios que a derecha e izquierda se ven al través delas cancelas.

La casa de doña Tula ocupaba uno de los rincones más solitarios. No eragrande, pero estaba restaurada recientemente con bastante lujo. Solotenía un piso alto, con dos balcones miradores, y uno bajo, con dosgrandes ventanas enrejadas. El pavimento del portal era de mármolesfinos; la cancela, elegante con delicados trabajos en los hierros; elpatio, no grande, con primorosa arquería de jaspe, lleno de plantas yflores.

Advertíase que no faltaban el dinero y el gusto. Yo tenía bienconocida aquella casita.

En cuanto llegué a Sevilla, fue una de lasprimeras que visité, porque Gloria me había dado las señas. Mas en todoel tiempo que hacía que allí estaba no había logrado ver alma vivienteni en los balcones ni en el patio, y eso que había pasado bastantesveces por delante.

Lo mismo acaeció esta mañana, lo cual me pesó, como es natural, más quenunca.

No vi a Gloria ni rastro de ella. Los miradores seguían con losmismos transparentes de tela fruncida; las ventanas, con las mismaspersianas verdes; el patio, en idéntica soledad. Ni una sombra ni el másleve ruido. ¡Qué anhelo, qué curiosidad sentía yo por ver a mi monjitacon el vestido de sociedad! Durante el almuerzo, Isabel me dio cuenta delos trabajos de su padre en mi favor. El conde no estuvo tan expansivo ylocuaz como la otra vez. Se conocía que algo le preocupaba, tal vez unapérdida grave en el juego de la noche anterior. Había ido de visita consu hija a casa de la prima Tula, con pretexto de llevarle noticias deuna parienta que tenía en Filipinas. Siguiendo los impulsos de sucarácter, atacó bruscamente la fortaleza, reprobando en términos severosla estancia de Gloria en el convento. La tía había intentadodefenderse, alegando que era vocación de su hija y que su conciencia nole permitía contrariarla; pero el conde la atajó con energía,manifestando que para creer en esa vocación era menester demostrarla.

—Mira, chica, sácala del convento; pero no para encerrármela en casa,como la otra vez. Que vea el mundo, que entre en sociedad, que asista ateatros, paseos y tertulias.

Si después de hacer esta vida durante seismeses o un año persiste en meterse monja, déjala que vaya bendita deDios. Mientras tanto, a nadie convencerás de que no se ejerce presiónsobre ella.

—¡Uf!—exclamó Isabel, después de repetir estas palabras de supadre.—La tía se puso de veinticinco colores. Creí que le iba a dar undesmayo.

—Si le hablé tan duramente—dijo el conde sin levantar la vista, conacento de mal humor,—fue porque estaba presente aquel señor tanempachoso.

—El pobrecito no dijo una palabra. Se estuvo lo mismito que un muerto.

—¡Tendría que ver que dijese algo!—replicó el conde con arrogancia.

—¿Quién era ese señor?—le pregunté por lo bajo a Isabel.

Se encogió de hombros, sonrió con malicia, y al cabo dijo:

—...¡Un señor! ¡Un bendito señor, como dice la tía Tula!

—¿Cómo se llama?

—Don Oscar.

—Nombre romántico.

—Pues ¿sabe usted? él no tiene nada de romántico ni depoético—repuso, cambiando una mirada y una sonrisa significativas consu padre.

En resumen, después de aquella memorable visita, y a los cuatro díasjustos de haberse efectuado, Isabel recibió una carta de Gloriadiciéndole que estaba ya en su casa.

—¿Qué le parece a usted de nuestros trabajos? ¡No contaría usted con eltriunfo tan pronto! ¿verdad?

Mostreme en efecto asombrado de aquella rapidez, y más agradecido aúnque asombrado. La condesita me pidió en albricias que le dedicase una delas poesías que de vez en cuando publicaba en La Ilustración Española,a lo cual cedí con gusto. No obstante, aquellas últimas palabrasdespertaron en mi mente un pensamiento cruel.

Gloria estaba en su casahacía dos días, había escrito a su prima, y para mí no había tenido unaletra siquiera. ¿Me estaría alegrando estúpidamente de un suceso que nome iba a reportar ventaja alguna? ¿Resultarían ciertas aquellascalabazas que humorísticamente me había anunciado? Quedeme preocupado.Por más esfuerzos que hacía por aparecer alegre, no lo alcanzaba, ytemiendo que se advirtiese demasiado mi distracción, despedime de loscondes, repitiéndoles con efusión las gracias. Antes de partir, Isabelpudo decirme en voz baja que procuraría traer a Gloria a casa, y quecuando esto sucediese, me avisaría para que pudiésemos hablarnos. Estapromesa me conmovió extremadamente. El temor, la alegría y la esperanzase apoderaron a la vez de mí corazón. El conde, al apretarme la mano,también me dijo con exquisita cortesía:

—No basta lo que hemos hecho. Es menester llegar hasta el fin... Yasabe usted cuál es... Véngase por aquí otro día, y trataremos deorganizar la batida.

Salí de aquella casa en un estado de espíritu indefible, sin saber si mehallaba alegre o triste. Cuando pasaron dos o tres horas, la tristezahabía crecido lo bastante para quedar señora del campo. A la caída de latarde vino un suceso imprevisto a cambiar por completo el curso de misemociones. Cuando regresaba a casa para comer, hallé a Paca esperándomea la puerta para entregarme una carta de Gloria. No quise abrirladelante del emisario, y traté de despedirlo lo más pronto posible. Perola buena mujer estaba demasiado contenta con la salida de la señoritapara no desahogarse un ratito. Entre interesado e impaciente escuchétodos los pormenores: cómo D.ª Tula la había ido a buscar en coche; lagrosería que con ella usaron en el convento, no saliendo a despedirlanadie más que el capellán; lo bien que le sentaba a la señorita el trajede sociedad; la alegría de todos al verla tan «salaíta y tanreguapísima» y todas las palabras insignificantes que con ella cambió enla conversación que habían mantenido.

Al cabo se fue, y corrí a micuarto, encendí agitadamente ta bujía y abrí la carta; «Ya estoy fueradel convento—me decía.—Si usted quiere recibir las calabazasprometidas, pase usted a las once por delante de mi casa. Estaré a lareja, y hablaremos». Puede juzgar cualquiera la viva alegría que aquellacarta debió producirme. Todos mis sueños se realizaban de una vez.Gloria me quería, me daba una cita, y esta cita tenía el singularatractivo para un poeta y un hombre del Norte de ser a la reja. ¡Lareja!

¿Verdad que este nombre ejerce cierta fascinación, despierta en lafantasía un enjambre de pensamientos dulces y vagos, como si fuese elsímbolo o el centro del amor y la poesía? ¿Quién es el que, por pocaimaginación que tenga, no ha soñado con un coloquio amoroso al pie de lareja en una noche de luna? Estos coloquios y estas noches tienen ademásla incalculable ventaja de que pueden describirse sin haberlos visto. Nohay mosquito lírico de los que zumban en las provincias meridionales oseptentrionales de España que no haya expuesto sus impresiones acerca deellos y armado un tinglado más o menos armonioso con «los dulces acordesde la guitarra»,

«el aroma de los nardos», «la luz de la lunaesparciendo sus hebras finísimas de plata sobre la ventana», «el cielosalpicado de estrellas», «el azahar», «los ojos fascinadores de ladoncella», «su aliento cálido, perfumado», etc., etc. Yo mismo, encalidad de poeta descriptivo y colorista, había barajado en más de unaocasión estos lugares comunes de la estética andaluza, con aplauso demis convecinos. Mas ahora la realidad excedía y se apartaba un poco deeste convencionalismo poético. Por lo pronto, yo no reparé al entrar enla calle de Argote de Molina, a las once, si había en el cielo luna yestrellas. Debía de haberlas, porque son cosas naturales; pero noreparé. Lo que sí vi divinamente fue al sereno que estaba arrimado consu chuzo y farol a una puerta no muy lejos de la de Gloria. «¿Habrá queesperar que este tío se vaya?», me pregunté con sobresalto. Por fortuna,a los pocos minutos de espiarle se apartó de aquel sitio y se fue callearriba. Además, yo iba a la cita sin guitarra ni capa, sólo con unjunquillo en la mano y vestido de sencilla e inofensiva americana. Nadade brioso corcel tampoco, negro, tordo o alazán. Sobre las propias ymíseras piernas, que por cierto me temblaban demasiadamente alacercarme a las ventanas de la casa. En una de ellas vi blanquear unbulto, y me aproximé hasta tocar en las rejas.

—¡Gloria!—dije muy quedo.

—Presente—respondió la voz de la joven.

Y al mismo tiempo su graciosa cabeza desnuda se inclinó hacia la reja yvi blanquear sus menudos dientes con la misma sonrisa hechicera yburlona que tenía yo dibujada en el alma. Vi lucir sus ojos negros deterciopelo. Quedeme inmóvil, sobrecogido, como si estuviese delante deuna aparición sobrenatural, agarrado con entrambas manos a las