La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Dios está en todas partes. Pero, en fin, si quieres darme elcrucifijo, lo guardaré con cariño como un recuerdo.

—Espérate un momentito. Tengo aquí el hábito.

Se retiró un instante y volvió trayendo el crucifijo de bronce, que mepasó al través de las rejas. Al tomarlo me apoderé de aquella manomorena y firme y la besé cuantas veces pude con voraz glotonería.

—¡Basta, chiquillo! ¿Crees que se va a concluir de aquí a mañana?

Me retiré de la reja con pena, ebrio de amor y de alegría. Tan mareadoiba, que a los pocos pasos encontré al sereno y le di dos pesetas.Después me pesó, porque no había necesidad, según lo que Gloria me habíadicho. Tampoco reparé esta vez si las estrellas centelleaban allá arribacon suave fulgor, ni si la luz de la luna se filtraba por el laberintode calles oscuras, manchándolas aquí y allá con jirones de plata.Llevaba yo dentro del alma un sol radiante que me ofuscaba y me impedíaobservar tales menudencias.

IX

Hago amistad con un bendito señor.

ECIBÍal día siguiente una carta de D. Sabino el capellán, invitándomea que pasara por su casa. Era para decirme, con mucho misterio, queGloria había salido del convento. Le di las gracias por la noticia, y,haciéndome cargo de que esperaba algo más que esto, le pregunté si teníaintención de permanecer en el cargo que ocupaba, o si aspiraba a otro.Me confesó su ardiente deseo de un beneficio en la catedral. Le prometíescribir a mi tío, y en efecto, así lo hice. Por cierto que me contestóseveramente, preguntándome si no creía que eran bastantes las cienrecomendaciones que todos los días recibía, para que un sobrino viniesetambién a concluir con su paciencia. No le di cuenta, por supuesto, a D.Sabino de esta carta.

El coloquio de la noche siguiente, si no tan prolongado, no fue menosdulce para mí que el de la anterior. Gloria, más fértil en astucias queel prudente Ulises, tenía ya un proyecto en la cabeza. Expresándole yocon tristeza mi desconfianza de que algún día llegáramos a unirnos,porque su madre no lo consentiría, exclamó riendo:

—¡Oh, qué pajarito eres tan madruguero! ¡Quién piensa todavía en esascosas!

Con disgusto cambié de conversación, temiendo haber cometido unaimprudencia; pero al cabo de un rato, ella misma volvió a sacarla de lamanera espontánea y graciosa que caracterizaba su charla.

—Mira tú, cuando nos casemos, haremos un viaje a Francia, y pasaremospor las Provincias, ¿verdad? Tengo deseos de ver otra vez el colegio deVergara, donde estuve dos años... Porque nosotros nos casamos; es cosaresuelta... Mi madre podrá tener intención de dedicarme a vestirimágenes, pero desde ahora renuncio al empleo. Ni me siento en elpolletón, ni quiero que San Elías me apunte en su libro de memorias.

—¿Qué es eso de San Elías?

Me explicó que por Semana Santa sale un paso donde va San Elías con unapluma en la mano y mirando a los balcones. Se dice en Sevilla que vasacando una lista de las solteronas.

Reí de buena gana, porque me halagaba aquella resolución, y volví sobrela idea de matrimonio y a dolerme por anticipado de los obstáculos conque íbamos a tropezar.

—¿Sabes lo que se me ocurre en este momento?—dijo de pronto, mirándomefijamente.—Pues se me ocurre que debías entrar en casa y ser amigo demamá... y de don Oscar.

—¿Quién es don Oscar?—le pregunté insidiosamente, pues, aunque vaga,ya tenía noticia de quién era y qué representaba este personaje en lacasa.

—Don Oscar—dijo con alguna vacilación—es un señor que administra lahacienda de mamá... Es amigo antiguo de la familia...

—¿Y vive con vosotras?

—Sí, desde hace tres o cuatro años... Como es un señor viudo sin hijosy a mamá le sobraba mucha casa... se vino a vivir aquí...

Después me explicó que le era muy antipático, por el afán que tenía demeter la nariz en todo y dirigirlo y mangonearlo.

—¡Las lágrimas que me hizo verter ese maldito en los meses que estuveen casa hasta que volví al convento! Me puso un reglamento más estrechoque el del colegio.

Desde que me levantaba hasta que me iba a la cama,no tenía un momento mío. Ahora quiso hacer lo mismo... ¡pero ya me lo hesabido sacudir!... Bueno—añadió, haciendo un gesto con la mano, como sialejase ideas enfadosas de la mente.—Importa mucho que tú te hagasamigo de este señor, porque mamá no ve más que por sus ojos. Lo mejorpara ello es que vengas recomendado por algún carlista de los gordos,porque este señor es muy beato, ¿sabes?...Si te fingieras oficial de donCarlos, ¡qué gran golpe! Te recibiría, de seguro, con los brazosabiertos... Y tú tienes tipo de militar, con esos bigotes retorcidos yesa perilla. Además, eres buen mozo...

—Muchas gracias...

—Hombre, déjame que te diga alguna mentirilla, en pago de las que mehas ensartado desde que nos conocemos... Pues nada, te finges oficial,pides una carta de recomendación a cualquiera y vienes a hacernos unavisita.

Por la obstinación con que sostuvo este plan y por el modo resuelto yhabilidoso con que iba descartando las dificultades que a él se oponían,entendí que lo tenía muy meditado. Quedé convencido de que, a pesar delo dicho, había madrugado tanto como yo a pensar en nuestro matrimonio.El mayor obstáculo era que yo no había estado en la guerra y no podíahablar de las batallas y los sitios, que sólo conocía de oídas o por losdatos vagos de los periódicos.

—Mira, don Oscar tiene una porción de historias y documentos de laguerra.

Mañana te traigo dos o tres libros, los lees, y luego vuelvo acolocarlos en su sitio.

Aunque los echase de menos, ¿cómo iba a presumirque yo se los había llevado?

—¿Y la carta de recomendación?

—Para eso entiéndete con tío Jenaro. Él es también un poco carlista ytiene un hermano que ha sido general con don Carlos... Sabe muchas cosasde la guerra, y podrás aprovechar algo de lo que él te diga.

El plan era arriesgado; pero Gloria me infundía aliento, y me dispuse allevarlo a cabo con la prudencia y astucia que me fuera posible. Noquise pedir la recomendación al conde. Comprendía que, siendo él tambiéncarlista, le había de repugnar algo esta farsa, por más que suamabilidad le hiciera consentir en ella. Me dirigí a Villa, a quienhabía oído decir que tenía un tío en Cádiz, presidente del comitécarlista. En cuanto le manifesté mi plan, se apresuró con júbilo asecundarlo.

Escribiole a su tío pidiéndole una carta de recomendaciónpara D. Oscar, destinada a un oficial carlista amigo suyo, y no se hizoesperar. Provisto de ella, y después de haber convenido con Gloria lahora y las circunstancias de la visita, me personé en su casa a eso delas once de la mañana, preguntando por D. Oscar.

La criada que salió a abrirme me condujo, al través del patio que yohabía mirado tantas veces desde fuera, a la sala de recibo, desde dondeGloria me hablaba. Aunque turbado y tembloroso, no pude menos de echar ala ventana una mirada enternecida.

Sobre su alféizar se sentaba misaladísimo dueño todas las noches. ¿Dónde se encontraría ahora? Elcorazón me decía que no debía de andar muy lejos; pero, por más que mirécon atención a todos lados, desde que traspuse la cancela, no habíalogrado ver ni el borde de su vestido. La estancia donde me hallaba noera grande. Tenía el sello característico de las salas donde no se hacevida de familia y se destinan solamente a las visitas. Los muebles,antiguos todos, se hallaban esmeradamente cuidados y colocados enperfecto orden y simetría: las sillas forradas de seda color oro viejo,de alto respaldo terminado con unas bellotitas de poco gusto.

El suelotapizado de estera fina de paja. Con el sombrero en la mano y las manoscolocadas sobre los riñones, comencé a dar vueltas examinando loscuadros que colgaban de las paredes. Lo primero que llamó mi atenciónfue un retrato al óleo que representaba una mujer joven y agraciada, conlejano parecido a Gloria. Llevaba en la cabeza la alta peineta que segastaba a principios del siglo, lucía hermoso pecho y tenía entre lasmanos una paloma. Presumí que sería la madre de Gloria. A entramboslados había dos cuadritos al pastel que decían debajo: « Les petitsfavoris du jeune âge». El uno representaba un niño dando de comer aalgunos conejos. En el compañero se veía a otro niño abrazado a uncorderito. Frente a estos cuadros, en el lienzo opuesto, había un relojen forma de cuadro, igualmente representando un paisaje; por el díaseñalaba las horas un pequeño disco que figuraba ingeniosamente el sol;por la noche debía de señalarlas otro que figurase la luna. A los ladoshabía dos medallones bordados sobre papel con sedas de colores y en elcentro la firma de Gloria Bermúdez, y debajo una fecha bastanteatrasada.

Aquella salita tenía extremado carácter, como hoy se dice. Respirábaseuna atmósfera donde se mezclaba el sosiego, la mojigatería, el bienestarfísico, el misticismo, la soledad y la riqueza, que no sabría decir sila hacía grata o desagradable. No era de esas estancias que acusan alinstante los gustos, la vida y hasta el carácter de sus dueños. Detrásde aquel orden, de aquella limpieza y esmero, no se notaba más quecierto apego a la tradición y una vida retraída, sin saber por quécausa. Lo mismo podía vivir allí una familia de la Biblia que de unatragedia de Shakspeare. Olvidábaseme decir que no sólo en el patio, sinoen todo el tránsito que había recorrido, en los rincones de la sala yhasta en el medio de ella, se veían tiestos con flores. Luego que hubeexaminado todo lo que allí había, acerqué la nariz a estas flores,claveles, alelíes, rosas, y me pasé algunos segundos tratando deembriagarme con su perfume para calmar la inquietud que me atormentaba.Escuché entonces algunos golpecitos como dados en un cristal. Alcé losojos, y vi pegado a las vidrieras de la puerta de la alcoba el rostrosonriente de Gloria. Con la agradable sorpresa que puede imaginarse medirigí rápidamente allá; pero se retiró, poniendo un dedo en los labios,y no volví a verla.

Habían transcurrido diez minutos lo menos desde que la criada me habíadejado en la sala, y D. Oscar no parecía. Aún transcurrieron otroscuantos. Al fin la puerta, que estaba entornada, se abrió y dejó paso aun hombre de figura por cierto originalísima.

Era de estatura muchomenos que mediana, lo cual dependía, a no dudarlo, de la cortedad de laspiernas, pues el torso era grande, robusto, casi atlético. Las faccionescorrectas, los ojos saltones y negros adornados con espesas cejas. Perolo que caracterizaba fuertemente a aquel rostro eran unos enormesbigotes blancos que tapaban lo menos la mitad. Podría tener sesenta ypico de años.

—Servidor de usted, caballero—me dijo con desembarazo al entrar,clavándome sus ojazos.

La voz me dejó aún más confuso. Era un vozarrón poderoso de bajoprofundo, áspero y seco, como si las cuerdas vocales fuesen de cáñamo.Saludele cortésmente, y venciendo la agitación que quería dominarme, lepresenté sonriendo la tarjeta del tío de Villa.

—¡Ah! De don Alfonso.

Y enterándose rápidamente de lo que decía, levantó la cabeza, exclamandocon satisfacción:

—¿Conque es usted de los netos? ¿Y ha hecho la campaña en el Norte?Apriete usted esa mano, compañero. A nadie se la doy yo con mássatisfacción que a los soldados del rey y la religión... ¿Con quégeneral ha estado usted?

—He servido a las órdenes de Ollo y Dorregaray. En dos días me habíatragado un número harto considerable de noticias referentes a laguerra, sacadas de la biblioteca misma de aquel extraño personaje. Teníala cabeza mareada y corría grave peligro de equivocar los datos y deciralgún disparate. Pero, comprendiendo que en la situación en que mehallaba hacía falta serenidad y osadía, me dispuse a responder conaplomo a todas las preguntas.

—¡Pobre Ollo!—exclamó D. Oscar.—¡Qué lástima de hombre! Era uno delos mejores generales que el rey tenía.

—Estaba yo a treinta pasos de él cuando cayó muerto—dije con la mayordesvergüenza.

—¿Un casco de granada?

—Le hizo pedazos la cabeza.

—¿Qué graduación tenía usted?

—Teniente de la cuarta del primer batallón navarro.

—A la entrada del rey en Francia, le habrá a usted hecho capitán.

—Eso es; todos ascendimos un empleo.

Invitome a sentarme con vivas instancias, y hablamos un rato de laguerra y de nuestras esperanzas, quiero decir, de las suyas, porque lasmías se cifraban en cosas bien distintas y de las que él, por fortuna,estaba ignorante. Creo que puedo decir, sin faltar a la modestia, quesalí no sólo bien, sino con lucimiento, del compromiso. Mi imaginaciónsupo llenar los vacíos que en las noticias de los libros existían,describiendo interesantes y pintorescos pormenores, los accidentes delos combates en que me había hallado, los sitios, las personas,reconstruyéndolo todo con los vagos datos que tenía. Al mismo tiempohuía con cuidado de aquellos sucesos de más bulto, que mi hombre podíatal vez conocer bien. No insistí más que en las escaramuzas. En una deellas, mientras esperábamos un convoy enemigo ocultos en un bosque derobles, sentí cierto campanilleo extraño y temeroso. Eran las espuelasde los soldados de caballería, que chocaban, por el temblor de laspiernas, con las vainas de los sables.

—¿Cómo por el temblor? Yo pensé que los valientes voluntarios del reyno temblaban jamás.

—¡Oh! Crea usted, señor, que cuando se entra en batalla, al que más yal que menos se le encoge un poco el corazón. Es cosa de un momento. Encuanto se entra en la pelea, pasa.

Este dato, que yo había oído a un oficial amigo, como era en perjuicionuestro, imprimió gran sello de verdad a todas mis noticias. Mientrasdepartía con él, no dejaba de observarle. Hablaba con gran firmeza yaplomo, no parecía tonto, y mostraba cierta superioridad que mehumillaba, aunque yo no fuese lo que estaba aparentando. Alguna que otravez me interrumpía extendiendo la mano; hacía una observación entérminos precisos, y cuando terminaba, volvía a extender la mano,diciendo lleno de condescendencia: «Puede usted continuar». Cuando medirigía alguna pregunta y yo me disponía a contestar como Dios mesugiriese, solía atajarme exclamando;

«¡Método! ¡método! No comienceusted por el fin, porque no nos entenderemos».

Escuchaba después concortesía no exenta de severidad, dignándose aprobar con la cabezamientras yo llevaba la palabra. En suma, los modales y las palabras deaquel señor, lo mismo que su rostro, parecían los de un ser superior, unpoderoso gigante confiado en su fuerza, seguro de que su destino era elde dirigir a los demás seres que pueblan la tierra. De aquellas míseraspiernas con que el cielo te había dotado hacía caso omiso. Por venturase forjaba la ilusión de que correspondían perfectamente al ciclópeotorso y a su espíritu altanero. Preguntome por algunos personajes delcarlismo que él había conocido, y dio la casualidad que siempre me habíahallado algunas leguas distante de ellos. En cambio le hablé largamentedel Pretendiente, a quien conocía por las fotografías, y de su esposaD.ª Margarita.

Por fin llegó la pregunta que esperaba.

—¿Y qué vientos le traen por aquí, señor Sanjurjo?

Como tenía bien preparada la respuesta, le expliqué prolijamente lasdesgracias que me habían acaecido desde la paz. Primero, había resididodos años en Bayona, manteniéndome con los recursos que nosproporcionaban a los emigrados algunas personas acaudaladas del partido.Cuando cesaron, me vi precisado a venir a España, y vivir a expensas deun hermano que tenía en Galicia, ayudándole en la administración de susrentas. Pero este hermano había fallecido, y su esposa, a quienpertenecían todos los bienes, tenía un carácter que me había hechopadecer bastante, hasta que al fin rompimos definitivamente. Quedé sinmedio alguno para vivir. Durante algún tiempo me sostuve como pude un elpueblo; pero ya, últimamente, lo pasaba tan mal, y me daba tal vergüenzadeber algunas mensualidades en la posada, que decidí marcharme y buscaren cualquier parte una colocación honrosa.

D.

Oscar

escuchó

con

atención

mi

relato.

Después

comenzó

a

hacermeobservaciones severas sobre los males que acarrea la falta de previsióny de ahorro, dándome una verdadera lección de economía doméstica. Paraél, todas las desgracias humanas dependían de la falta de previsión y demétodo en la vida.

«Distribuya usted bien el tiempo, distribuya ustedbien el dinero, y todos seremos felices, y el mundo será una balsa deaceite.»

—Aquí, en Andalucía, casi, casi nos podemos creer dentro de ella. Todolo componen con aceite las cocineras—dije sonriendo.

No

le

pareció

bien

la

bromita.

Permaneció

grave

y

severo,

y

prosiguiódesenvolviendo su tesis. No es que supusiera que yo había sido unmalversador... pero se autorizaba el dudar que hubiese aprovechado todoel tiempo en cosas útiles.

—¡Oh, en cuanto a eso!...

—¿Lo ve usted?—exclamó con aire triunfal.—Pero, en fin, usted es muyjoven aún, y puede corregirse.

Quedose después algunos instantes pensativo, y al cabo dijo, como sitomase una resolución importante:

—Voy a presentarle a la señora de la casa, una persona de grandísimotalento y consejo. Lo hago porque es usted un oficial de S. M., y deseoserle útil.

Agradecí el inusitado favor que me hacía. En cuanto se levantó delasiento, le perdí el respeto que le había tenido mientras permanecierasentado. En esta posición, y no mirándole a las piernas, lo infundíarealmente por sus bigotes, por su corpulencia, y sobre todo por suextraordinario vozarrón, que atronaba los oídos. Mas en cuanto ponía lospies en el suelo, volvía a ser el enano ridículo que me había excitadola risa al entrar. Olvidado siempre de sus piernas, o equivocado sobresu valor intrínseco, avanzó hacia la puerta pisando muy fuerte, la abrióy gritó como un trueno:

—¡Doña Tula! ¡doña Tula!

Al instante se oyó una vocecita lejana:

—¿Qué se ofrece, don Oscar?

—Tenga usted la bondad de venir un instante—volvió a decir elcíclope-enano.

—En seguidita.

Tornó a sentarse a mi lado, diciéndome en voz que para ser confidencialtuvo que semejar a un sordo gruñido:

—Va usted a ver qué talento tan portentoso. La penetración de estabuena señora asombra a todo el mundo...

Me eché a temblar, pensando que con tanta penetración no podría menos dedescubrir al instante que yo no era oficial carlista, sino el noviogallego de su hija Gloria.

—Y a su inteligencia, verdaderamente extraordinaria, se une una piedadejemplar...

verdaderamente ejemplar... ¡Oh, es más entusiasta que yotodavía por los héroes de la guerra!... Luego, tiene un tactomaravilloso para conducirse en sociedad, aunque sus costumbres austerasno te permitan estar mucho tiempo dentro de ella... ¡Es una santa!

Encuanto usted la conozca un poco, le inspirará un profundísimo respeto.Le apetecerá prosternarse y besar la orla de su vestido...

«Por conducto de las mejillas de su hija, no diré que no», pensé.

—Luego, inocente, a pesar de sus años, como una paloma... Pero ya meextraña que no venga—añadió, levantándose y avanzando otra vez a lapuerta con más fuerte y poderoso taconeo.

—¡Doña Tula! ¡doña Tula!

La voz del medio cíclope hizo retemblar la casa.

—Ahorita.

Todavía tardó algunos segundos, durante los cuales D. Oscar permanecióinmóvil, cogido a la puerta como uno de esos enanos decorativos que secolocan a la entrada de los panoramas para atraer a la gente.

Llegó al fin D.ª Tula. Era una señora bajita también, pero bienproporcionada, de tez pálida, ojos claros y facciones regulares. Suscabellos rubios, donde brillaban muchas hebras de plata, estabanpeinados formando un número considerable de ondas o rizos pegados a lafrente con goma. Su traje era un poco extravagante, o por lo menosimpropio de una señora de su edad, pues frisaría ya en los sesenta.Consistía en falda oscura y pañuelo color crema de seda atado a lacintura, como lo gastan las artesanas en mi país, y otro pequeñito debatista anudado a la garganta a guisa de corbata. De joven habría sidouna mujer muy linda, aunque sin la gracia que caracterizaba a su hija,con quien guardaba cierto parecido, que más bien debiera llamarse airede familia. El conjunto no era simpático. Había en aquella figura unnosequé de estrafalario y misterioso que chocaba y repelía. Mas elpensamiento de que era la madre de Gloria hacíame mirarla con vivointerés, y hasta cariño.

—Tengo el honor de presentar a usted al señor Sanjurjo, oficial de losejércitos de S.

M. don Carlos, que ha hecho la campaña del Norte.

—¡Oh! ¡Es usted militar carlista!—exclamó con vocecita dulce ysonriendo.—

¡Cuánto me alegro de conocerle! ¡Pobrecito! ¡pobrecito!

No dejó de sorprenderme aquella compasión tan prematura, cuando yo nohabía narrado en su presencia desgracia alguna, ni siquiera habíaabierto la boca.

—Señora, la alegría y el honor son míos—pronuncié algo turbado.

—Y viene usted a hacer un viajecito por nuestro país, ¿verdad? ¡Cuántome alegro!

¿Le gusta a usted Sevilla?

—Muchísimo. Es una ciudad encantadora.

—Muchísimo, ¿verdad? ¡Pobrecito! ¿Y piensa usted permanecer aquí todoel verano?

—Señora, eso depende de las circunstancias—dije echando una mirada deinteligencia a D. Oscar, quien se dignó aprobar con la cabeza.

—Vamos, al parecer, trae usted asuntos pendientes con don Oscar.¡Cuánto me alegro! No le pesará a usted nada de ello, porque estebendito señor se pinta para arreglar cualquier negocio, por intrincadoque sea. ¿De dónde viene usted ahora, de Navarra?

—No, señora; de Galicia, donde he nacido.

—¡Ah, de Galicia! Entonces, no me asombra que esté usted encantado coneste país.

¡Qué diferencia! ¿eh?

—Sí, señora, mucha... Pero aquello también es bonito.

—¿Lo encuentra usted así? ¡Ay, pobrecito, cómo quiere a su patria!

Y volvió los ojos hacia D. Oscar, para hacerle participe de la compasiónque sentía, no sé si por mí o por Galicia, o por ambos a la vez.

Doña Tula, en su acento, era una andaluza más cerrada, si cabe, queGloria. Si ésta se comía la mitad de las letras del abecedario, su madrese comía lo menos las dos terceras partes. Su amabilidad era tan melosaque no despertaba agrado. Al cabo de un momento se veía que decía lascosas maquinalmente, y que debajo de aquel aparente interés no había másque indiferencia. En el espacio de pocos minutos me hizo un sin fin depreguntas, muchas de ellas tan insustanciales que era dificilísimocontestarlas.

Sus ojos estaban siempre clavados en mí con expresióndolorosa de piedad, como si le estuviese dando cuenta de los más tristesy amargos pesares. Confieso que aquella mirada insistente yridículamente compasiva llegó a irritarme la bilis.

—¿Conque no ha estado usted en Sevilla hasta ahora? ¡Pobrecito!¿Entonces no habrá usted visto la Semana Santa? ¡Ay, madre mía, no habervisto nunca las procesiones del Jueves y Viernes Santos, no haber vistolas cofradías ni los pasos, no haber visto al divino Señor del GranPoder ni a la Santísima Virgen de la Esperanza!...¡Parece mentira,vamos, parece mentira! ¡Pobrecito!

Si me hubiera dejado llevar del genio, le habría dicho que había muchascosas en el mundo que me gustaría ver más que aquéllas. Pero en vez dehacerlo, le manifesté con el mayor servilismo que lo consideraba comouna gran desgracia, y que aceptaría cualquier sacrificio por verlasalgún día. Llegó mi rebajamiento hasta suplicarle me indicase cómo mearreglaría para visitar algunas de aquellas santas y primorosas imágenesen sus santuarios. Entonces, D.ª Tula, con el acento de una persona queva a mostrar a un moribundo el medio de librarse de sus dolores y volvera la vida, me fue dando noticia de las iglesias, las calles en queestaban situadas, las horas en que podían verse y los parajes de lascapillas en que las imágenes se hallaban colocadas.

Yo escuchaba con afectada atención, pero el severo D. Oscar comenzó adar señales de impaciencia y concluyó por decir:

—Bueno, doña Tula; ya le irá usted dando esas noticias poco a poco,pues de una vez todas no es fácil que las retenga.

—Verdad, don Oscar, verdad. Tiene usted mucha razón. ¡Como soy tanpolvorilla!...

Lo mismo era mi difunto. Nos juntábamos un par, que nohacía falta más que un tantito así ( señalando con el dedo) para quesaltásemos por la chimenea.

—Ya se ve bien por el resultado de tal unión—dijo el enano con malhumor.

—Es verdad... Lo dice por mi hija Gloria ( dirigiéndose a mí).

—¿Tiene usted una hija?—preguntele yo con la mayor indiferencia.

—Sí, señor, tengo una hija, que parece amasada con rabos de lagartijas.¡Jesús, qué criatura! Desde que ha venido al mundo, no se ha estadoquieta un minuto en ningún sitio.

«Señora, no mienta usted. ¡Pues si está dos horas lo menos todas lasnoches sentada a la ventana hablando conmigo!»

Esto me apeteció decirle, pero me lo guardé. En su lugar pregunté,afectando cada vez más indiferencia:

—¿Hace muchos años que es usted viuda?

—¡Oh! Sí, bastantes. Mi marido tenía el pobrecito un genio demasiadovivo para poder vivir mucho tiempo. La pobrecita de mi hija se quedóhuérfana a los siete años...

Y con fastidiosa prolijidad para cualquiera, menos para mi a quieninteresaba aquella historia, me la contó, perdiéndose en un mar depormenores, mientras D.

Oscar, impaciente y cejijunto, tocaba el tamborcon los dos sobre el brazo del sofá.

—¡Oh! ¡Si viera usted cuántos trabajos he pasado por todos estilos! Lastravesuras de mi hija no me dejaban ni un ratito de sosiego. Luego, Diosnuestro señor quiso probarme con unos dolores tan fuertes de cabeza, quepensé volverme loca. Estos dolores me vinieron, sin duda, al ver que lafortuna ganada por mi pobrecito esposo se iba deshaciendo poco a poco yno podía hacer nada para remediarlo. Claro, a nosotras las mujeres nosengañan con mucha facilidad. ¿Qué sabía yo de administrar ni regir unosnegocios tan complicados? Entonces fue cuando pedí auxilio a estebendito señor que usted tiene delante. Y en seguidita que él se puso alfrente, las cosas cambiaron de golpe, y todo comenzó a ir como una seda.Él fue quien puso en claro las cuentas, se entendió con los acreedores,hizo marchar la fábrica, que estaba en pérdidas... En fin, ha sido laProvidencia de mi hija y la mía. A este bendito señor debemos el poderhoy comer, porque si no hubiera sido por él, Dios sabe si estaríamospidiendo una limosnita en las calles. ¡Si usted supiera la cabeza quetiene este bendito señor y lo dispuesto que es para todo!...

D. Oscar extendió la mano, exclamando:

—¡Basta, doña Tula, basta!

—Dé