La Hora de Leviatán by Alemany - HTML preview

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mediante cargas de dinamita, una parte del caudal del río hacia el mar. Y todas las

 

televisiones locales, nacionales e internacionales, se hallaban en el hall del Ayuntamiento

 

esperando poder entrevistar a la alcaldesa. Pero ésta no acababa nunca de salir de su

 

despacho.

 

Al cabo hizo su aparición y una nube de micrófonos de todos los colores y ostentando toda

 

clase de siglas la cercó por todos lados. Admitió que, tras haberse reunido con su gabinete de

 

crisis y con un grupo de expertos, había tomado, mediante un intenso aunque reflexivo debate,

 

la decisión que se imponía, a saber, colocar tres cargas explosivas, una en la orilla del río, otra

 

en la carretera nacional y, finalmente, una tercera en la vía férrea, adoptando las debidas

 

precauciones con objeto de cortar tanto el tráfico viario como el ferroviario y aseguró que los

 

propietarios de los terrenos de cultivo devastados por las aguas serían correctamente

 

indemnizados por el Ayuntamiento, incluidos los pertenecientes a términos municipales

 

vecinos.

 

Tales palabras fueron recibidas en la atalaya por una estentórea carcajada general. Entre

 

unas cosas y otras, reinaba un ambiente de fin de guerra, cuando en realidad se trataba tan

 

sólo de una tregua. Aún no habíamos terminado de comer cuando cayó una nueva tromba de

 

agua, tan repentina y violentamente como la anterior. A pesar del toldo, nos mojamos todos

 

quitando la mesa en un santiamén. Esa vez ya no paró en toda la noche.

 

Nicolai nos cedió su habitación y él se fue a dormir al sofá del salón. Si es que alguien

 

consiguió dormir algo con el fragor de la lluvia. Al amanecer estábamos desayunando todos

 

en la cocina, con la radio puesta. La catástrofe se había consumado de todos modos, aunque,

 

al decir de los expertos, lo peor se había evitado, puesto que la ciudad había sido inundada por

 

la aportación de las torrenteras y barrancas, así como por el extraordinario volumen de

 

precipitación caído sobre ella misma; por el contrario, de haberse desbordado el río, dado el empuje que llevaban sus aguas, reforzado por la ligera pendiente que existe entre éste y la

 

población, las consecuencias hubieran alcanzado una proporción realmente dramática.

 

Mefiboshet nos preguntó si habíamos mirado a través de la ventana. Lo hicimos. Un agua de

 

color terroso alcanzaba la altura de un primer piso. La guardia civil y los bomberos se

 

desplazaban por las calles, convertidas en canales, mediante lanchas neumáticas. La ciudad

 

entera estaba asignada a domicilio. Afortunadamente tenemos provisiones para un mes,

 

aseguró Mefiboshet. ¿Tanto se va a prolongar esta situación? No creo, una semana como

 

mucho. Probablemente dos o tres días.

 

A los dos días, en efecto, el agua se había drenado, pero dejó una capa gelatinosa de barro

 

de un metro de espesor que lo cubría todo, incluido garajes, plantas bajas y algún entresuelo.

 

La alcaldesa, Marisol Herrera, habló de nuevo por la radio y la televisión para pedir la

 

formación de brigadas populares, con objeto de que colaboraran con los servicios

 

municipales, absolutamente insuficientes para afrontar la situación. Unas horas más tarde se

 

anunció también la intervención del ejército.

 

Di orden de que nuestros hombres se presentaran como voluntarios, a título individual, sin

 

manifestar el menor indicio de cohesión o de jerarquización entre ellos. Nosotros, los

 

integrantes de la cúpula, daríamos el ejemplo enrolándonos en las mencionadas brigadas.

 

V

 

La explanada del Ayuntamiento se llenó de sujetos de toda condición y edad, con polainas

 

e impermeable y un humor más bien taciturno y sentencioso. No llovía, pero el cielo seguía

 

gris y unas nubes aceradas como acorazados surcaban sus aguas, amenazando con encallar en

 

los edificios más altos. Aquí y allá, confundidos entre la multitud anónima, percibía el rostro

 

conocido de alguno de nuestros hombres. Dentro de la casa consistorial reinaba un silencio

 

lóbrego.

 

Llegaron al cabo empleados municipales que nos pertrecharon con palas y azadas, formaron

 

cuadrillas, les adjudicaron un cabo y las despacharon hacia diversos sectores. A Ouissene y a

 

mí nos tocó un barrio popular del oeste de la ciudad. Bajamos del camión y nos enfrentamos a

 

la tarea más urgente, abrir un camino a través del barrizal uniforme que cubría la calle. Dado

 

que la maquinaria pesada era totalmente insuficiente, en muchos lugares tuvo que hacerse esta

 

tarea utilizando procedimientos prehistóricos. La gente nos contemplaba en silencio, con la

 

esperanza cansada de la población civil que asiste a la entrada del ejército liberador. Poco a

 

poco, se fueron animando y comenzaron a bajar, armados con herramientas propias. Unas

 

horas más tarde, éramos una armada de hormigas aplicada a una tarea ingente. Penetramos al

 

fin en las viviendas. El espectáculo era desolador, la inmensidad de la labor pegaba al cuerpo

 

una sensación semejante al estado depresivo que confería una pesadez mayor a los músculos.

 

El barro era como una lepra marrón que lo cubría todo. Trabajamos sin descanso durante el día entero y a la mañana siguiente volvimos al tajo.

 

Limpiamos pisos, apartamos muebles para ponerlos a secar, lo que ya no tenía remedio lo

 

sacamos a la calle, la confusión era enorme y el cansancio comenzó a hacer estragos.

 

Hombres, mujeres y niños parecíamos espectros sin refugio y sin objeto. Sin embargo, nada se

 

detuvo. La capacidad de los pueblos para soportar catástrofes, guerras y calamidades de todo

 

tipo es inmensa, inagotable. El temple escondido bajo aquel ropaje de carne que le plantaba

 

cara a la adversidad, me mantuvo en pie, impidiendo que me desmoronara sobre el lodo,

 

ayudándome a reconquistar el equilibrio y vencer la náusea.

 

Entonces comenzó a propagarse el rumor de que venía una nueva riada. Otros, en cambio,

 

aseguraban que habían ido a ver el río y su nivel estaba bajo. Reanudamos pues el trabajo,

 

pero un cierto desasosiego se sumó a la fatiga. La sospecha de que nuestro afán era hacer para

 

deshacer limaba las pocas fuerzas que nos quedaban.

 

De repente alguien clamó que una ola gigantesca corría campo a través, más veloz que un

 

caballo. La multitud se puso a gritar y a precipitarse en todas direcciones, el caos fue

 

indescriptible. Los que conservaban un residuo de serenidad, conminaban a subir de

 

inmediato a los tejados. En poco tiempo las calles se vaciaron. Dejamos que ascendieran

 

primero las mujeres, ancianos y niños. Seguidamente nos lanzamos a través de las cajas de las

 

escaleras y cada peldaño era una garantía suplementaria de vida.

 

Se oyó el bramido de un oso malherido atronar el aire, luego el golpear de un sinfín de

 

objetos contra las paredes y finalmente el horrísono regüeldo del agua ascendiendo por el

 

hueco de la escalera. Parecía que el mar se nos había caído encima. La gente gritaba, histérica,

 

y ascendía frenéticamente en la semioscuridad. De hecho, el nivel del agua dio un tremendo

 

tirón, dejándonos atrás, sumergidos en un líquido sucio y espeso. Por suerte se detuvo un par

 

de metros más arriba. Tan sólo unos cuantos hombres y una mujer joven nos habíamos dejado atrapar por ella. Entre Ouissene y yo sacamos a la superficie a dos tipos que habían recibido

 

seguramente un golpe y estaban como aturdidos, revelándose incapaces de nadar.

 

Llegados a la azotea, nos precipitamos, como lo habían hecho ya los demás, hacia la

 

baranda, para ver lo que sucedía abajo. De nuevo las calles se habían convertido en torrentes

 

tumultuosos, bravíos. Nos hallábamos en un edificio de cinco plantas y el nivel del agua había

 

superado la segunda. Desde la otra parte de la terraza el espectáculo era todavía más

 

aparatoso, allí donde antes había una avenida que desembocaba en una plaza, entonces se veía

 

un auténtico brazo de mar, arrastrando troncos del tamaño de una barcaza y toda clase de

 

objetos, muebles, vigas, colchones. Todas las fincas se hallaban coronadas por una multitud

 

que se agitaba y voceaba. De lejos, parecía de alegría. Pero cuando nos percatamos de que, a

 

nuestro alrededor, las mujeres lloraban y se tiraban del pelo, los hombres maldecían y los

 

niños se hallaban completamente pasmados, penetramos el verdadero sentido de lo que estaba

 

sucediendo en todos los edificios y en todos los balcones.

 

Nadie parecía comprender lo sucedido, máxime cuando el sol pugnaba por abrirse camino

 

entre las nubes, como para ver, también él, el desastre en que se hallaba sumido el mundo. La

 

explicación de lo ocurrido era, como supimos más tarde, que se había roto el pantano y se

 

había volcado todo su contenido de golpe. Una colosal ola se formó, la cual se dirigió al mar

 

por el camino más recto, ignorando el cauce del río, llevándose todo a su paso, las viviendas

 

de los vivos y también las de los muertos. Cadáveres recientes y añejos quedaron esparcidos

 

en buena hermandad y puestos a secar entre desperdicios, en medio de un abominable campo

 

de batalla. Pero ello formaba parte del capítulo de visiones dantescas que se nos había

 

reservado para después.

 

Sí, había llegado para ti el instante del heroísmo. Uno de tus más graves errores. Ouissene me señaló algo tras de mí. Miré en la dirección indicada y se me apareció un niño

 

de no más de cinco años, encaramado a lo que parecía ser un pesado aparador, acercándose a

 

toda velocidad.

 

En medio de lo que había sido la plaza, se cruzaban dos corrientes, por lo que se había

 

formado una suerte de espina dorsal que la recorría casi de punta a punta. Todo cuanto llegaba

 

allí se hundía y no reaparecía hasta cincuenta o sesenta metros más allá. El chaval, con su

 

improvisada embarcación iba directo hacia esa línea, imposible de evitar por otra parte, pero

 

previamente tenía que cruzar por delante de donde estábamos nosotros.

 

Antes de que Ouissene pudiera reaccionar, salté sobre el pretil apoyándome en un palo de

 

tender. Cuando éste se recuperó de la sorpresa, avanzó un paso hacia mí, pero con un gesto

 

tajante de la mano lo dejé de nuevo clavado en el suelo. Se hizo un silencio en la azotea que

 

yo percibí como de fin de mundo.

 

Aguardé un instante a que el chaval se acercara un poco más y me lancé al vacío, como

 

desde un trampolín. Tardé una eternidad en caer. Todavía conservo la película a cámara lenta

 

de los balcones cuajados de macetas con geranios que iba rebasando cabeza abajo, del

 

estupor, en todos sus matices, que reflejaban los diversos rostros que encontré a mi paso y que

 

me vieron recorrer mi camino vertical. Recuerdo que mi mayor temor consistía en que, a

 

pocos palmos de la superficie, viajara un tronco, o una viga de madera, o cualquier otro objeto

 

de los que arrastraba la corriente, y me estrellara contra él. Me recibió una inmensa fuerza fría

 

que parecía ocupada en otra cosa, por lo que ni siquiera me percibió. Salí a la superficie casi

 

al instante y nadé con todas mis fuerzas hacia el armario. La velocidad alcanzada era tal que

 

sentí vértigo, o quizá el vértigo provenía al notar la potencia portentosa de las aguas que me

 

envolvían. Sin embargo, avanzaba en línea recta hacia mi objetivo, ayudado por los vectores

 

de fuerzas en presencia. Una vez agarrado al mueble, me fui acercando al chaval, quien me contemplaba en silencio.

 

No parecía asustado, sino que daba la impresión de mirarlo todo como si contemplara una

 

incomprensible pelea entre adultos. Sus dos ojos negros me consideraban serenamente. Yo

 

diría que fue él quien me calmó a mí y no al contrario. Me puse a su lado. Mira, vamos a

 

hundirnos durante un momento, como en los parques acuáticos, ¿vale? Pero luego salimos,

 

¿eh? No te preocupes si es un poco largo. Ven, agárrate fuerte a mí. Así, muy bien. Ahora,

 

cuando yo te diga, coges todo el aire que puedas. Busqué a tientas un asidero sólido. Todavía

 

no. Ahora, así, como yo.

 

El universo entero se puso a dar tumbos como una rueda a la deriva, las nebulosas y las

 

galaxias también, cual nubes de burbujas agonizantes. Pero la única gota de calor, el único

 

átomo de luz viva que refulgía aún en esa bola fría de materia inerte, la llevaba yo entre mis

 

brazos y por nada del mundo iba a permitir que me fuera arrebatada.

 

El aparador pasó por encima de nosotros, nosotros por encima de él. Así diez o doce veces.

 

Pero el milagro al fin se produjo, bajo un cielo nuevo y una tierra nueva, rebosante de sol.

 

La corriente se mantuvo intensa hasta que llegamos a mar abierto. Luego, paulatinamente,

 

disminuyó. La costa no quedaba excesivamente lejos. El armario se puso a navegar

 

paralelamente a ella. Al cabo, me decidí a ayudarlo a encallar.

 

Salimos a la playa y nos sentamos en la arena. Entonces me di cuenta de que una zodiac de

 

la guardia civil nos había seguido y estaba poniendo proa hacia nosotros. Vienen a por ti, le

 

dije, para llevarte a casa. A lo mejor nos vemos un día de estos, añadí. Él me contempló con

 

su serenidad inalterable, pero sin responder. Bueno, adiós. Cuando ya me había alejado unos

 

pasos me llamó. Oye. ¿Sí? Gracias. De nada. Y me fui con una sensación extraña, mezcla de

 

varios compuestos entre los que destacaban dos, primero que me parecía huir más que irme,

 

segundo, que entre él y yo había una diferencia de edad, pero no precisamente a mi favor. Llegado a lo alto de las dunas, me volví un instante. Los agentes conversaban ya con el

 

niño. Uno de ellos esbozó un movimiento hacia mí. Otro, que parecía tener más autoridad,

 

con un gesto se lo impidió. Bajé del otro lado de la duna y me perdí entre los naranjales.

 

Durante dos días más no se pudo entrar en la ciudad, así que me enrolé de nuevo en una de

 

esas brigadas que en ese momento estaban dedicadas a atender sólo las urgencias y dormí en

 

un cobertizo habilitado para acoger a los que se habían quedado sin techo.

 

Cuando al fin pude subir a la atalaya, supe que se me había dado por muerto, o les faltaba ya

 

poco para hacerlo. Ouissene pudo llegar antes que yo y relató lo que había acontecido.

 

Entonces supusieron que mi tardanza era, cuanto menos, signo de mal agüero. Yo únicamente

 

quería tomar una buena ducha y echarme a dormir. Lo hice durante dieciséis horas cabales.

 

Todas y cada una de ellas repletas de fantasmas y de pesadillas, todas como una sola manzana

 

podrida en la que bullen los gusanos, en la que pululan los cadáveres más diversos, desde los

 

de la película de Moscú, hasta los de la víspera, medio enterrados en el fango, asaeteados por

 

los cañaverales, colgados de los árboles como trapos sucios puestos a secar. Y arrastrándose

 

entre los escombros y el pus, surgía por todas partes el joven esbirro ruso, bramando y

 

llamando a su madre. Me desperté con la garganta ronca de tanto gritar algo yo también,

 

aunque nunca supe qué. Dunia estaba sobre mí, para evitar que hiciera un destrozo con todo lo

 

que se encontraba a mi alrededor y trataba de calmarme. Tardé todavía unos segundos en

 

comprender el significado de la nueva imagen que estaba viendo, sólo entonces mis nervios

 

cedieron. Dunia no me habló, pero sus ojos operaron el milagro de reconciliarme con la vida.

 

Me abracé a ella, pero no como a mi mujer, sino como a la única tabla de mi naufragio.

 

No tardé mucho en recuperarme. Descorrí las cortinas y el sol me cegó. ¿Qué día estamos

 

hoy? Hoy es uno de noviembre, repuso Dunia. Todo ha pasado ya, ¿verdad? Sí, Dunia, lo peor

 

ha pasado. ¿De veras que lo creíste? Sí, bajo ese espléndido sol de noviembre no se podía pensar otra

 

cosa.

 

Salimos para desayunar en la terraza. El aire era límpido y diáfano como el cristal. Hasta el

 

más diminuto detalle que alcanzaba la vista, allá en las cumbres de las montañas, se percibía

 

con toda nitidez. Sobre el mar se veían puntitos blancos, dispersos. Eran los veleros del Club

 

Náutico, como si nada hubiera pasado. Más al fondo, cruzaban los trasatlánticos de recreo. En

 

la terraza todos los rostros aparecían exultantes, como si la Jerusalén celeste hubiera

 

descendido ya y estuviéramos viviendo en ella.

 

Pues no era aún tiempo de vagar, ya que las últimas plagas no se habían cumplido todavía.

 

Es cierto, quedaba la postrera. La más terrible. Así es, la más terrible.

 

Algunos hombres comenzaron a decir que había llegado Leviatán a la ciudad. ¿Quién es

 

Leviatán? Nadie supo decírmelo. Sólo que habían escuchado la noticia de labios temblorosos

 

y ojos huidizos. Le dije a Milos, manda a tus hombres que abran bien los oídos, que

 

investiguen discretamente. La información que recibimos fue contradictoria. Para unos,

 

Leviatán era un gurú, que devoraba niños durante el transcurso de ceremonias satánicas. Para

 

otros era un antiguo mercenario que venía a traficar con armas. Los había que aseguraban

 

saber de buena tinta que Leviatán era un asesino a sueldo infalible, el cual solía ser contratado

 

para eliminar a los grandes de este mundo, cuando éstos comenzaban a importunar a otros

 

igualmente grandes. Los hubo, en fin, quienes aseguraron que Leviatán no era sino un rumor

 

propalado por alguien que pretendía asustarnos. Les pedí que siguieran indagando, que

 

accedieran a los ficheros de los aeropuertos, de las compañías marítimas, del Club náutico,

 

que revisaran los registros de propiedad, que patrullaran sin descanso las calles y que

 

prestaran oído a lo que se decía en los bajos fondos. Al cabo, todos coincidieron en decir que

 

Leviatán había venido a segar cabezas, en especial la que sobresalía.

 

Y otro ángel salió del templo gritando con voz de trueno a quien estaba sentado sobre la
nube: Coloca tu hoz y siega, ya que la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está
madura.”

 

Dispuse que testaferros míos compraran todos los apartamentos que se hallaban en los dos

 

pisos anteriores al ocupado por la atalaya. Que se instalaran en ellos hombres armados hasta

 

los dientes y que, día y noche, montaran la guardia. Di instrucciones para que se adaptaran,

 

según un modelo general que describí, apartamentos de nuestra propiedad para albergar

 

entrevistas secretas. También di consignas precisas sobre las obras que debían hacerse en esta

 

misma casa, por si acaso alguna vez me veía en la necesidad de habitarla de nuevo. Y yo me

 

fui a vivir con Dunia a la torre del mar, sin ninguna protección, pero también sin ningún

 

contacto con ellos. Salvo los que tendrían lugar en dichos apartamentos, según un ritmo y una

 

rotación que previamente definí. Ahora puedo revelarlo, los numeramos del uno al doce y

 

aprendimos la lista de memoria. El primer

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