Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama,
o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian
también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los
instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se
halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se
rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que
acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin
consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro
costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud
insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los
colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la
serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues
con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí,
una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba
era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la
sucursal.
Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me
dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía
tomada la decisión.
Deseo permanecer en el más absoluto anonimato.
El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro
era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el
significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche
que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de
hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo,
mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar
formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio
una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro.
Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse.
Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de
colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro
modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una
camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras,
más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa
angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había
sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan
ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello
pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar
mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda
prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia,
a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida
todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo. Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había
tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo,
renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso
abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno
hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi
epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno.
Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable
por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces
reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin
complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio
físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis
relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille
confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que
brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía
endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos.
Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había
convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa.
Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y
conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o
para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero
la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra,
viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando
plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún
temor. Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de
posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que
me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba
de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría
precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que
deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con
cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna
reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio
para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo
durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las
circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo.
Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle
del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto
de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia
considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para
transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé
de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más
amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos
ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a
mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en
un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres
con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me
provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú,
cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una
cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia
ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que
tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el
suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi
cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante.
Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis
hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las
mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté
profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que
ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la
esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie
miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta.
Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra
comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento.
Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse
delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres
direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa.
Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me
traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso.
Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera
instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las
arreglaría.
De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de
Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda
respuesta, le mostré los billetes.
A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía
en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía
escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a
un número determinado.
Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi
inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi
llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con
la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas
de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono
móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en
efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una
función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona
visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se
produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán.
Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver
a dónde se dirige.
Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla.
Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En
efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era
todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía
en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre.
Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese
día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando
el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas
acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente
a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam,
pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me
convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión
geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se
hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me
devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una
cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí
hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve
ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en
realidad mi mente estaba ya tejiendo a sus anchas el complot.
Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa
besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante
pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo
el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía
perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y
vasto bolsillo.
Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta
porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua
delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable,
interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué
un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le
hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba.
¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego
veremos.
Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero,
retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa.
Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana
Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo
menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no
saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad
más clemente.
En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin
mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y
resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta.
De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de
tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto
de sorpresa.
Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le
compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera
que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que
decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de
que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los
almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al
que acudían mi mujer y su amante. No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento
del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho
expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el
escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas
direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni
perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta
suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la
oficina.
La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una
satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya
propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el
cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de
dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido
hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por
cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada,
especialmente la que es dirigida contra nosotros.
Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía
aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro.
Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis
comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una
mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la
pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo
adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo
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