Sin entretenerme, abandoné el palacio y me dirigí al centro de comunicaciones. Vuk me
había precedido y se encontraba ya con los cascos puestos. Hola, ¿lo han liberado o todavía
no? Están aún en el coche.
Le di a la clavija que despierta la cafetera y con un gesto le pregunté si quería un café.
Repuso, con otro, que sí lo tomaría. Preparé sendas tazas bien cargadas. La noche había sido
intensa y tal vez no había concluido. Vuk se la tomó a pequeños sorbos concentrados. Cada
uno de sus rizos de cobre parecía una acerada antena asimilando un fuego impregnado de
datos. Pensé que un país incapaz de dar salida a hombres como él atravesaba realmente una
crisis profunda. Han parado el motor, musitó como para sí. Al tiempo que hablaba, me
alcanzaba unos auriculares e iniciaba la grabación. Oí cerrar las cuatro puertas del automóvil
y enseguida una conversación serena en lengua eslava. Vuk me brindó una traducción libre,
habida cuenta de su brevedad. Lo van a desatar y a quitarle la venda. Dejé caer la leve cortina
de mis párpados para mejor concentrarme en cada uno de los propósitos que iban a llegar
hasta mis oídos, pues evidentemente se le liberaba con su arsenal intacto de móviles. Un
cerebro humano debe gastar mucha energía absorbiendo y procesando la enorme cantidad de
información que le llega a través de los ojos. Algunas veces pensé que, lógicamente, ganaría
en concentración si cortara, durante una porción significativa de tiempo, esa fuente. Más
tarde, cuando tuve que hacer de mi cuerpo un caparazón donde enquistar mi alma, reducida al
mínimo de sus funciones vitales, puse en práctica ese procedimiento. Imaginé que apagando mis ojos exteriores, se encenderían otros internos con los que vería a mis enemigos moverse
en la oscuridad, peinar la urbe y los baldíos, acercarse a mi refugio pero sin sospechar que yo
me hallaba en su interior, aletargado, reducido a una vida mineral. Y veía también a Leviatán,
levantando los techos de las casas, escrutando en todos los rincones y rugiendo de furor al no
encontrar el menor indicio de mi presencia en ese mundo que, a pesar de todo, compartíamos.
Sabía que estabas en la ciudad, que no habías huido, sentía tu presencia, el rumor que surgía
de tus destellos metálicos ocultos bajo un celemín. Sólo tenía que adivinarlo, entre miles de
otros celemines iguales, y alzarlo. Y yo percibía el roce de tus dedos escarbando la tierra y el
fragor de tu cólera retenida. Al fin se apaciguó esa cólera con tu presencia entre mis dos
manos, tal y como debía suceder y siempre sucede.
Luego escuché, en un castellano correcto esa vez pero cargado con un fuerte acento, sigue
por esa senda, a unos cincuenta metros se encuentra la carretera, tómala hacia la izquierda,
tendrás que caminar como dos kilómetros y llegarás a un pueblo. Allí te las arreglarás tú solo
muy bien. Ten, esto es tuyo. Le ha dado el maletín, con su colección completa de móviles,
aclaró Vuk. Pasos, roce del pantalón contra la maleza. Poco después restalló una cremallera
sobre mi cabeza, unos dedos hurgaban dentro del cubil en el que me encontraba, lo levantaron
todo, sentí el ligero mareo del navío que se encarama al lomo de una ola. Lola, estoy libre.
Pero todavía no sé dónde. Y luego una voz más débil, aunque perfectamente audible, cortada
de cuando en cuando por sollozos, ¡por fin, gracias a Dios! Habría esperado sólo hasta
mañana a primera hora, como me dijiste, para llamar a la policía. Me han asegurado que cerca
hay un pueblo. En cuanto llegue y sepa qué pueblo es, llamaré a un taxi. ¿Quiénes eran?
Hablaban en ruso. ¿Otra vez ellos? No sé, hay algo raro, pero puede que traten de enredar….
Bueno, ya no te preocupes más, dentro de poco estoy en casa. Vale, hasta ahora. Hasta ahora
mismo. ¿Paco? Sí, dime. Óyeme bien, mañana, a primera hora, reunión del gabinete de crisis. Tú,
Carlos, Serafín, Mariano, Joaquín, a las ocho en punto todos como clavos en el Ayuntamiento.
Pero hombre ¿qué te pasa, se te ha aparecido la Virgen del Rocío o qué diablos te pasa? No
puedo hablar por teléfono de esas cosas, coño, ya lo sabes, por eso os convoco mañana en mi
despacho, porque hay tomate y del bueno. Bien hombre, pues mañana nos vemos. Adiós.
Ruano no tardó mucho, en efecto, en llegar a su domicilio y se puso, sin más dilaciones de
las estrictamente necesarias, a recuperar todo el sueño que tenía pendiente, porque debió
dormir poco y mal atado en la silla. También yo tomé con parsimonia el camino de mi casa,
albergando el propósito de hacer lo propio, aunque sabía que no podía permitirme más de
cuatro horas de apagón total, pues por nada del mundo quería perderme lo que iba a ocurrir el
día siguiente y convenía seguirlo en directo, por si acaso. Así había vivido durante las últimas
semanas, a salto de mata, y no me había ido tan mal. El problema era que no podía pararlo, el
remolino que me estaba absorbiendo, un verdadero agujero verde oscuro formado por el
espeluznante dinamismo del océano, un boquete sin fondo rugía no lejos de mí y me obligaba
a recorrer las primeras circunvoluciones de una espiral movida por una fuerza telúrica. Sobre
todo en esos momentos, me hallaba tan cansado que ni siquiera afloró en mi mente el menor
intento de resistencia ante semejante poder. Pero el vértigo comenzaba a romper los primeros
cristales en mi médula espinal.
Tal como había supuesto, el móvil de Ruano, en fin, uno de ellos, comenzó a sonar
temprano. Una voz con acento bronco, que nada tenía de ibérico, espetó a bocajarro, ¿qué
demonios te ha pasado durante los últimos días? ¿Te fuiste a matar cabras a Afganistán?
Lamentablemente no, me secuestraron. Hubo un silencio. Me lo suponía. Tenemos que
vernos, para que me cuentes en detalle lo que ha ocurrido. ¿Dónde? Pues en el sitio de las
reuniones discretas. ¿A qué hora? De inmediato. Bien, voy para allá. Casi enseguida, volvió a sonar. ¿Qué diantre te ha pasado, que no cogías el teléfono? Me
tenías muy preocupado. He sido víctima de un secuestro, don Caetano. Es lo que me temía.
Conviene que vengas a mi casa para que me lo cuentes todo con pelos y señales. ¿Cuándo
tendría usted la bondad de recibirme? Ahora mismo. Verá, don Caetano, me han citado ellos
primero, acabo de cortar la comunicación. ¿Ellos? ¿Quiénes? Los rusos. Encima pretenden
hacernos comulgar con ruedas de molino ¿pero qué se creen, que nos sorbemos los mocos
todavía? Veremos, don Caetano, cuál es el juego que se traen entre manos, porque la verdad
es que, a primera vista, no parece evidente. Está bien, luego te pasas por mi casa y hablamos;
espero que tu conversación con ellos me haga cambiar de opinión, porque si no, se van a
enterar de lo que vale un peine, en Sicilia, no en Villarrobledo, sino en Sicilia. Entendido, don
Caetano, así se hará.
Ruano salió conduciendo su propio coche. Uno de mis hombres, al volante de una furgoneta
cargada con material de construcción, lo siguió discretamente. Le había pedido que no tomara
riesgos en exceso, pues lo esencial, que era la grabación, la teníamos asegurada.
Primero se dirigió, como estaba previsto, al Ayuntamiento, donde tenía convocado su
gabinete de crisis. La reunión, empero, fue breve. Seguidme a mi despacho. Ruido de pasos
sobre baldosas. La llave que entra en el cerrojo y le da dos sonoras vueltas. Acomodaos donde
podáis, o quedaos de pie, me importa un huevo. Bueno, ¿qué pasa, te ha dicho una gitana que
los cuatro jinetes del Apocalipsis vienen por la autopista de Málaga? Pues pasa, ni más ni
menos, que ayer me secuestraron, como lo oís; y, no contentos con eso, me restregaron por las
narices documentos que venían directamente de aquí. ¡Pues sí que hemos hecho un pan como
unas hostias! Como tú lo dices, Mariano. La suerte que tenemos es que no ha sido la policía,
la que les ha echado mano, a los dichosos documentos. Pero ahora, quien quiera que sea, nos
querrá hacer chantaje. Ya lo ha hecho, Carlos, a ver para qué diablos crees que me querían,
¿para invitarme a tomar chocolate con churros? Mis buenos cuartos me ha costado taparles la boca y ahora, por si fuera poco, hay que seguir abonando una mensualidad, como si de los
pagos de una póliza de seguros se tratara. Y en cierto modo lo son. ¡Pero vosotros también
pagaréis el pato, ya lo creo que pagaréis, a tanto por porrate saldremos! ¡De alguna manera
tendréis que pagar esto, porque toda la culpa de lo que pasa es vuestra, con los cirios que
montáis! ¡Pero esto se acabó! ¡Vaya que si se acabó! No te sulfures, Juanjo, todos estamos
embarcados en este bote, pero no tenemos más culpa que tú de que alguien haya conseguido
meter las narices en las entrañas del Ayuntamiento. ¡Si no hubierais armado tanto jolgorio, si
es que España entera tiene los ojos puestos en el Ayuntamiento de esta puñetera ciudad! Y
con tanto pasacalle, la consecuencia es que los periodistas nos espían hasta cuando vamos a
mear. La culpa de eso la tuvo el Pajuel, ya lo sabes, con la tira de circos que montaba. Luego
la prensa estaba ya cebada, acudían como las moscas al panal. Bueno, acudían aunque no
hubiera panal, porque sabían que siempre se llevarían algo. Y por poco que hiciéramos, pues
ya estábamos saliendo en los papeles. Os ha faltado discreción, Paco, no me digas que no. Y
esa actitud indolente ahora comienza a pasarnos factura. Pero os digo una cosa, como no os
enmendéis de golpe y porrazo, esto acabará como el rosario de la aurora, ya veréis, acordaos
de lo que os digo. Si esto os sirve de escarmiento, todavía podremos levantar el dedo. En fin,
no hablemos más por ahora, que el tiempo apremia. Os ponéis de inmediato a limpiar el
Ayuntamiento de documentos comprometedores. Lo que quepa en una llave USB, lo ponéis
en una llave USB y lo que haya que colocarlo en cajas, lo colocáis en cajas. Luego me lo
daréis a mí para que yo lo ponga a buen recaudo. Y lo que se pueda destruir, al diablo con
ello. De ahora en adelante haremos limpieza todos los días y ya sabéis, en boca cerrada no
entran moscas. En mi despacho no toquéis nada, ya me encargo yo. Ahora disculpadme, tengo
que irme. Rumor de sillas corriéndose. Portazo. Cerrojo.
Salió como alma que lleva el diablo de la Casa Consistorial. El hombre apostado en la
furgoneta arrancó el motor y prosiguió la persecución. Tomaron la carretera de circunvalación hacia el norte, dejando atrás la ciudad. A los tres o cuatro kilómetros, torcieron a la derecha,
en dirección a la costa. Se trataba de una carretera estrecha, delimitada a ambos lados por
empalizadas hechas con cañas, que desembocaba en una lujosa urbanización dispuesta como
una cenefa blanca junto al mar. La furgoneta pasó de largo. Nada tan banal como una
furgoneta cargada con material de construcción, adornada con los rótulos de una conocida
empresa del ramo, cruzando una urbanización donde, al fondo, se hallaban aún varias casas en
fase de obra. Nada tan banal como eso, me atrevería a decir, en todo el país de aquellos
tiempos. Otra distinta, sin embargo, estacionó a unos cien metros del chalet por cuya puerta
había penetrado Ruano. Cinco minutos más tarde llegaron dos coches cautelosos, potentes,
provistos de cristales muy oscurecidos. Las cámaras fotográficas especiales que traían mis
agentes comenzaron a crepitar. El que abría camino se detuvo ante la puerta de la casa, el que
venía a la zaga aparcó unos cincuenta metros antes. Los ocupantes del primer vehículo, tras
unos breves instantes de reconocimiento, siguieron el mismo camino que Ruano; los del
segundo tomaron asiento en una terraza desde la que dominaban toda la calle. Mis hombres
los fotografiaron a todos sin escatimar las instantáneas, según pude comprobar poco después.
Pronto se les vio aparecer por los altos de la casa, ojo avizor. No resultó demasiado
complicado averiguar cuál de ellos llevaba la voz cantante frente a Ruano. Fue este último
quien saludó el primero. Hola Evgueni. Hola, Juanjo ¿qué tal estás? Se te ve bien, a pesar de
todo. Parece que no te han hecho muchas miserias. Me han tratado bien, debo reconocerlo,
aunque me han tenido continuamente atado a una silla. Se te debió hacer el culo cuadrado. Sí,
fue un tanto incómodo como experiencia, pero podría haber sido peor. Cierto, ¿qué les dijiste?
Me limité a confirmar lo que sabían. ¿Sabían mucho? Sí, mucho. Y lo peor es que lo sabían de
muy buena tinta. No todo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para ir tirando del hilo y, si
son tan buenos como lo han demostrado hasta el momento, sacar fuera el ovillo, para nuestro
mal. Actuar de otro modo, en mi caso, hubiera sido como entrar en un callejón sin salida y una pérdida de tiempo puesto que las informaciones que poseían eran precisas, avaladas por
documentos auténticos. Ignoro cómo han logrado tener acceso a ellos. Tendré que hacer mis
averiguaciones, sin reparar en medios. ¿Y qué partido han conseguido sacarles? Pues se han
llevado, de momento, una suma considerable. ¿Considerable o excesiva? Sólo considerable. Y
un tributo mensual para sufragar su silencio. Hasta que obtengan un mejor postor. Tal vez.
Esto es forzosamente una situación provisional. Eso ya no entra dentro de mis competencias.
Lo sé… ¿Cómo sucedió? Me cogieron en mi propia casa. Estaban escondidos dentro del
garaje. Te apuntaron con una pistola y te intimaron a salir al volante de tu vehículo, con ellos
en su interior. Así fue. Clásico. Seguidamente fueron indicándome el trayecto hasta que
llegamos a un lugar apartado, donde me vendaron los ojos y me obligaron a meterme en el
maletero. Me enteré por mi mujer que esa misma noche dejaron mi coche aparcado frente a
mi puerta. ¿Duró mucho el viaje? Bastante, lo suficiente como para alcanzar cualquier otra de
las ciudades vecinas. Pero eso no quiere decir nada. No. Sea como fuere, acabamos por entrar
en una cochera y de ella me condujeron a un sótano. No me permitieron verlo en ningún
momento, lo deduje por el frescor que reinaba en aquella estancia. En ella me dejaron macerar
durante un tiempo considerable, hasta que juzgaron oportuno hacerme comparecer ante el tipo
que debía conducir el interrogatorio. Eso ocurrió dos veces. En la primera ocasión no tuvieron
más remedio que quitarme la venda para que pudiera leer las piezas a convicción y para que
hiciera las transferencias. Imagino que tomaron precauciones para que no les vieras las caras.
Por supuesto, llevaban máscaras y la figura que pudieran tener se hallaba disimulada bajo un
hábito de monje. La segunda vez no hacía falta quitarme la venda. ¿Con qué objeto te
convocaron una segunda vez? El tipo tenía ganas de conversar, o al menos eso es lo que dijo.
Vaya por Dios. Un hábil conversador, por cierto. ¿Qué viste la primera vez? Una sala amplia,
de techo alto, apoyado sobre vigas de madera. En un extremo se podía distinguir el hogar de
una chimenea y sobre una tarima, unos candelabros y el sillón que ocupaba mi inquisidor, llevaba puesta una máscara de la risa, pero el propietario no se rió ni una sola vez, me dio la
impresión. La situación tampoco lo requería. Cierto, mas el contraste era sobrecogedor.
Imagínate, alguien que te está amenazando con la muerte, nada menos, que se ha vestido
directamente de fraile para enterrarte lo más rápido posible aunque sin omitir los responsos de
rigor, pero que no pierde la sonrisa en ningún momento, aunque sólo sea en apariencia. Al
final se te ponen los pelos de punta. ¿Algún detalle más que haya llamado tu atención? El
hombre con quien mantuve ambas conversaciones hablaba un perfecto castellano. Él, ¿los
demás no? Los demás hablaban ruso.
Profundo y prolongado silencio. Esa última piedra lanzada por Ruano tardó mucho en tocar
fondo.
¿Estás seguro que era ruso? Sí.
Un silencio tan dilatado, por lo menos, como el anterior.
Bueno, de momento honra lo pactado. Si hay algún cambio de planes, te lo haré saber. Hasta
pronto.
Al salir fueron fotografiados y filmados. Había como una escondida chispa de precipitación
en sus gestos y semblantes. Una tercera furgoneta los siguió. La segunda aguardó a que saliera
Ruano y también lo siguió hasta la mansión de don Caetano. Ese día enriquecimos
considerablemente nuestro carnet de direcciones. Pero tenían la orden de ser muy cautos y
permanecer a la mayor distancia posible.
El tiempo de prepararnos y consumir un café con una pizca de tranquilidad y el teléfono de
nuestro solicitado asesor de urbanismo comenzó a transmitir de nuevo, como a quien se le
escapa un don sin sentirlo. Buenos días, Mario, una estupenda mañana para salir a pescar la
dorada. Me gusta ir más temprano, ahora ya es casi el momento de comerla. El jefe te aguarda
en la terraza. Pasos. Suena un reloj de carillón. Picaporte. Resaca de mar. Mis respetos, don
Caetano. Toma asiento, Juanjo. Don Abbondio y yo estábamos comiendo cualquier cosa para almorzar. Nos honraría que te unieras a nosotros. Se agradece, don Caetano. Así que te han
hecho pasar un mal trago. No ha sido una partida de brisca, pero tampoco es la primera vez
que me veo en el maletero de un coche, sin saber a dónde me llevan. Gajes del oficio, hijo, es
una mala vida la que hemos escogido, siempre sujeta a los más variados avatares. ¿Te
soplaron mucho? Me sacaron mis buenos cuartos; aun así, nada que no pueda recuperar tras
unos cuantos meses de trabajo serio. El trabajo es la mejor lotería, muchacho. Más
preocupado me tiene lo que alcanzaron a averiguar de ti. El dinero va y viene, pero la
información hace ganar las guerras, o perderlas, según qué caso. Pues de mí, directamente,
nada, don Caetano, pero por su cuenta es cierto que han llegado a saber bastante. No fue para
interrogarme, para lo que reclamaron mi presencia. La situación es grave. Si hay contables
entre ellos, obtendrán conclusiones certeras, aunque parciales. Lo que no ofrece la menor
duda es que nos encontramos ante una organización dotada de una apabullante
profesionalidad. No entiendo qué diantre pretenden, tronó don Caetano, sus tentáculos y los
nuestros se hallan tan entrelazados que no es posible golpearnos sin sufrir ellos idéntico
castigo. A no ser que estén apuntando a la cabeza con la pretensión de liquidar a la bestia de
un solo tiro bien meditado, mas no pueden ignorar que se trata de una hidra con numerosas
cabezas. Por el momento me encuentro un tanto perplejo, don Caetano. Pero nosotros, los
sicilianos de pura cepa, tenemos una máxima que no tardaremos en aplicar como esto siga así,
cuando estés perplejo, muchacho, aprieta el gatillo, de este modo no tardarás en salir de tu
pe