derecho ruso, antes de ser declarada en quiebra por un tribunal americano y liquidada.
Hoy en día, también Evgueni Ismailovo, que es objeto de un mandato internacional de
arresto por organización de asesinato e infracciones financieras, ha tenido que abandonar el
país, como tantos otros de su género, y vive alternativamente en Israel, donde ha obtenido la
nacionalidad por derecho de sangre pues su padre es de ascendencia judía, país en el que ha
efectuado igualmente colosales inversiones en la industria petrolífera, y en el sur de España,
muy cerca del paraíso fiscal de Gibraltar. El Parquet General ruso parte de la tarea que le ha
sido encomendada por el poder político, obtener la extradición de Ismailovo, enviarle a un
campo en el fondo de Siberia y, por fin, echar mano, del modo que sea, a los últimos activos
del grupo Sukros/Amenhotep, varios miles de millones de dólares reinvertidos en el sector
petrolífero israelí (y quién sabe si en otras muchas partes), los cuales, con toda evidencia,
turban el sueño de los habitantes del Kremlin.
V
Al leer esto llegué a varias conclusiones. La primera de ellas, evidentemente, que Evgueni
tenía sus sobradas razones para palidecer. La segunda, si me permites la suputación, fue que
procedía dar un golpe certero a la mafia rusa en España. Bueno, al menos comprendí que, con
un poco de habilidad, tal vez fuera posible hacerlo. E instalarte en su lugar. Evidentemente.
Claro que, al mismo tiempo, era consciente de la ardua tarea que se alzaba ante mí, así como
del peligro que representaba; a pesar de que yo tenía ya una vaga idea respecto a cómo llevar
a cabo esa jugada. Hasta ese momento todo había resultado muy fácil, en parte porque
habíamos tenido suerte, puede que sea verdad, pero también porque nuestros adversarios
iniciales no eran sino unos intrigantes en el ámbito de una economía y una política municipal,
por mucho que se tratara de una localidad dotada con vastas posibilidades, mas no unos
mercenarios del crimen organizado, que ya tenían en sus vitrinas un abultado historial según
pude comprobar en el informe Nicolai, como iba a ser el caso a partir de entonces. Con el
agravante de que Evgueni había declarado, de eso no cabe la menor duda, el estado de sitio en
su organización. Tanto más férreo cuanto que se imaginaba un enemigo infinitamente más
poderoso que el inexperto adversario que le acosaba en ese preciso momento.
Pues bien, una vez alcanzada la redacción definitiva del mencionado informe Nicolai, reuní
a mi estado mayor en la atalaya, incluido Felipe, a la hora de comer. Previamente había
dispuesto que se le hiciera llegar a cada uno de ellos una copia del mismo, de modo que, al
comenzar el sínodo, todos se hallaban instruidos con relación a la causa. Al pasar junto a la cocina, no pude sino percibir un sugestivo aroma de marisco. Cedí a la
curiosidad y entré. Mefiboshet vigilaba la última fase de la cocción y ni siquiera se volvió
para enterarse de quién había osado penetrar en su santuario. ¿Qué tal, Juan? ¿Qué nos has
preparado hoy? Todavía sin volverse, sonrió. Arroz del señorito. Se dice del señorito porque
no hay que tomarse la molestia de pelar las gambas. Una vez más has dado en el clavo, Juan,
pues hoy no podemos permitirnos perder mucho tiempo, ni vagar en distracciones inútiles.
Salí al enclave radiante y elevado de la terraza, donde me aguardaban ya todos los
miembros conscriptos, sentados alrededor de la mesa. Reinaba, en ese círculo, un silencio
expectante que dejaba pasar algunos detalles de la circulación, muchos metros más debajo de
nuestros pies. Pienso que la única razón por la cual los rostros no se mostraban decididamente
graves era la perspectiva de comerse el arroz del señorito del que sin duda habían tenido
barruntos, o acaso confundía las apariencias en los demás con mis sensaciones íntimas. En
todo caso, una moderada alharaca saludó mi presencia. Tomé asiento en el puesto preferencial
que me había sido asignado y di por levantada la sesión.
Bien, en este caso se trata de perforar el telón de acero. Nada menos. Felipe, ¿tienes alguna
remota idea de cómo hacerlo? No solamente tengo varias sino que, además, ya hemos
conseguido establecer una primera cabeza de puente en la residencia de los Ismailovo.
¡Cáspita! ¿Y de qué manera? Pues nos enteramos de que la esposa de Evgueni había
efectuado la compra de un aparador en la tienda de un anticuario. No obstante, puesto que el
mueble requería unas cuantas reparaciones, todavía se hallaba en el taller de dicho
comerciante. Fuimos a visitarle y, tras llegar a un acuerdo mediante una módica suma, no sin
darle igualmente una serie de garantías, éste transigió en dejarnos un rato a solas con el
armatoste en cuestión. Abrumado por las preocupaciones recientes, imagino que Evgueni
debió olvidar por completo la compra, y cuando su mujer le comunicó que la entrega era
inminente, parece que no se atrevió a rechazarle ese capricho a su adorada consorte. Efectuarían, probablemente, sus inspecciones, pero el micrófono se hallaba tan oculto que
hubiera sido necesario astillarlo minuciosamente para encontrarlo. Los detectores más
sofisticados son inservibles pues esta maravilla de la tecnología tiene un dispositivo de
activación a distancia por lo que cuando ellos llevaron a cabo el inevitable examen, el
micrófono no emitía y se confundía su presencia con la de las restantes partes metálicas del
cuerpo de este testigo solemne y silencioso. Ahora tenemos instalado permanentemente un
oído poderosísimo en el comedor de Ismailovo que nos transmite hasta el fragor de la resaca
proveniente de la cercana playa. Pero necesitamos permanentemente la colaboración de
Nicolai para la traducción. Muy bien, la piedra que los constructores desecharon vino a ser,
una vez más, la piedra angular, pues Nicolai, sin eso, ya había hecho un excelente informe,
cuya eficacia como colirio no podía sino ser reconocida por todos los presentes. Hasta el
momento no hemos asistido más que a conversaciones domésticas, prosiguió Felipe. Aunque
sabemos que Evgueni suele convocar sus cónclaves secretos en ese exacto lugar, donde sus
lugartenientes beben vodka servidos por la propia señora de Ismailovo.
Mefiboshet hizo su aparición con una enorme marmita humeante e inició la tarea de servir
generosamente los platos de los numerosos comensales. Destapó un cuenco de barro repleto
de ajoaceite y sugirió que debía mezclarse bien con el arroz. Se fue para regresar de inmediato
con varias botellas de un caldo ambarino fuertemente empañadas por el frío del congelador y
una bandeja de pan cortado en rodajas. El trabajo literario del día anterior había despertado en
mí un apetito voraz, así que le hice los correspondientes honores al arroz de Mefiboshet sin
hablar demasiado durante el ágape. Los demás, sintiéndose dispensados por mi mutismo del
candente orden del día, pues al fin y al cabo se trataba de un almuerzo de trabajo, lo que les
había dejado un poco confusos al principio, se dejaron arrastrar enseguida hacia
conversaciones intrascendentes, postergando la patata caliente del tema central del mismo
para el momento de los licores y el café. Mientras daba buena cuenta del plato cocinado por el genio popular de Mefiboshet, gustaba
el excelente blanco de estirpe local seleccionado por el enólogo en potencia que era
igualmente el propio Mefiboshet, cada vez estaba más convencido de que su fichaje había
sido uno de mis mejores aciertos, y atendía con un retazo de conciencia la ágil palabrería que
revoloteaba en el entorno, consideré una vez más cuán rápido avanzaban las aguas turbulentas
en que flotábamos, por no decir que se precipitaban irremediablemente hacia un vacío que se
hallaba, por el momento, más allá del alcance de nuestros ojos. Esos corrimientos del destino
siempre intimidan, aunque sea para bien, o lo parezca, porque uno siente que pierde el control
de los acontecimientos. Uno abandona la patria para hacer la guerra a una ciudad vecina y
cuando vuelve a tomar conciencia de sí, se encuentra batallando en la India, sin que se hayan
agotado los horizontes que conquistar. En tales casos, uno es un héroe, un gran general, un
estratega, un visionario, pero ¿conserva el dominio de su propia persona? El menor resquicio
de su alma se convertirá en una brecha por donde se vaciará por completo. Estos grandes
alisios de los hados nos llevan, como si fuéramos restos de un naufragio, hacia la dorada playa
o el abismo; y donde quiera que sea, sólo lo sabremos en el último momento, en el tramo
final.
Sí, hay hombres que estáis destinados a viajar como paquetes en la cala de un barco. Y otros
son los timoneles que usan el sextante y bregan con los vientos.
Con la llegada de la sobremesa, Felipe consideró oportuno reanudar la conversación. Exhaló
pues una gran bocanada de humo denso de puro y continuó el asunto allí donde lo había
dejado. Nicolai, pues, hace horas suplementarias con los auriculares en las orejas y por el
momento no hay nada digno de mención. En cuanto aparezca algo con cierta relevancia,
Nicolai apretará el botón rojo de la grabación. Luego transcribirá con toda exactitud la
escucha y la pondrá en nuestra página privada, que todos deberemos consultar con cierta
frecuencia. Si acaso se tratara de algo urgente, te enviaríamos un sms de tenor neutro, de esos que circulan a millares, como por ejemplo echa un vistazo al blog o algo así. Incluso si la
urgencia es máxima, Nicolai podría grabar de viva voz la conversación interceptada y colgarla
en nuestra página privada. Bien, pero por supuesto no debemos contentarnos con haber puesto
un micrófono en el comedor de Evgueni, aún admitiendo que ha sido un paso formidable. No,
claro, estamos al acecho y en cuanto se presente una buena oportunidad para instalar otros
micrófonos e incluso cámaras en las restantes piezas de la casa, la tomamos de inmediato.
Correcto, sin embargo, además de ello, hay que seguir, con toda discreción desde luego, cada
uno de los pasos no sólo de Evgueni sino también de sus hombres, y tomar buena nota de
todos sus contactos. Los cuales, a su vez, serán objeto de una selección y de una posterior
investigación. Milos, da consignas estrictas a tus alfiles para que se anden con pies de plomo.
Ahora nos vamos a ver las caras, por primera vez, con un ejército de veteranos bien
entrenados y sé de buena tinta que no suelen andarse con chiquitas. Para nosotros será un
bautismo de fuego, para ellos una guerra más. Otro factor que cambia es que ya no podemos
contar con el efecto sorpresa, el adversario se halla en estado de alerta roja. Una vez más
puede confundirnos con su enemigo mortal y si eso ocurre, el coletazo podría ser tanto más
temible cuanto que se siente acosado y herido, con su principal jefe entre barrotes, haciendo
los cien pasos en una inconfortable celda de Siberia. Así que ¡ojo al Cristo, que es de plata!
A medida que le iban dando el último sorbo al café, se iban despidiendo y eclipsando, cada
cual a su tajo. Se acabaron los tiempos en que sólo había una punta de lanza activa aquí y allá,
unos ordenadores rodando y otros con las ruedas en el aire; en ese momento, hombres y
máquinas, todos tenían grano que moler. Y el trabajo febril de muchos operarios, orientados
hacia un mismo objetivo, siempre tiene algo de sobrecogedor, una sensación que culebrea
como un rayo y que acaba en escalofrío. Cuando el mecanismo está lanzado de tal manera que
surge calor de todos sus engranajes, uno no tiene que esperar mucho para que aparezca ante
sus ojos el bastimento de una fábrica con sus numerosas naves alrededor, los primeros tomos de una monumental enciclopedia, compendio del saber humano, o la catedral que pretende
simbolizarlo para la eternidad. Sí, pero no olvides que tú lo único que pretendías era crear una
fabulosa máquina de fabricar dinero; en fin, dinero y poder, como ya admitiste en más de una
ocasión. Es cierto que eso está grabado con letra indeleble en el ADN de todo hombre, mas
conviene no perder de vista ese grano de modestia que consiste en reconocerlo. Porque no me
digas que tenías pensado utilizar ese dinero y ese poder para hacer el bien al género humano.
Tú, en esos momentos no tenías ni la más puñetera idea de para qué querías semejante dinero
y semejante poder, únicamente alcanzabas perfecto conocimiento de que te hallabas lanzado
en una desenfrenada carrera por obtenerlos y que más valía que no surgieran obstáculos que
plantearan severos problemas de conciencia, porque estabas dispuesto a todo. A mucho sí, a
todo no, Leviatán. Y ésa es posiblemente la diferencia que nos separa; Leviatán tiene unos
ojitos muy reducidos en comparación con su abultado cuerpo, adecuados para ver tan sólo la
potencialidad de practicar el mal que contienen las cosas. Te equivocas, esos ojitos son tan
pequeños para que no pueda ver ni el bien ni el mal en las cosas. Leviatán sigue su instinto y
para él los objetos se ven reducidos a sus meras cualidades físicas de volumen, dureza y color.
Te hallas ante el perfecto brazo ejecutor. Nadie me ha amenazado con el castigo eterno, pero
si lo hubiera hecho, no albergaría ningún temor, puesto que no tengo alma. Soy una criatura
inocente, anterior al concilio del pecado original. La fuerza con la que se me ha dotado es una
fuerza telúrica. Dime. ¿Quién está detrás de ti, Leviatán? ¿A quién obedeces? ¿Qué entidad
oculta te envía? Leviatán es insensible a las preguntas, aunque provengan de él mismo. Sigue
contando tu historia, si todavía tienes ganas de hacerlo.
Mefiboshet quitó la mesa y me dejó solo en la terraza. Tenía al alcance de mi mano los
periódicos del día, pero no me apetecía leerlos. También me dije que cuando el pensamiento
se convierte en obsesión improductiva, hay que aplacarlo. Había sabido lanzar a mis hombres,
había conseguido acordarlos en un frenesí único, tenía una idea detrás de la cabeza, bailando en el occipucio de mi cráneo, tan sólo me restaba refrescarme los ojos y aguardar a que me
presentaran datos, cifras, detalles concretos. Si seguíamos avanzando al ritmo con que lo
habíamos hecho hasta ese momento, no tardaría en tenerlos. Entonces no haría falta
reflexionar, todo estaba decidido, bajar la visera y lanzarse al ataque, golpear de una vez por
todas en la testa del dragón.
Me levanté para dar campo a mi vista. Desde la atalaya se contemplan todos los puntos de la
ciudad, el mar, tras la barrera de edificios que jalonan el paseo marítimo, la escollera donde
arrancaba mejillones con mi padre y donde atravesé por primera vez el río, a los seis años. Se
han borrado muchas cosas de la memoria, pero otras permanecen indelebles, como un
daguerrotipo sobre la conciencia, este chico ya nada, venga, pasemos a la otra parte y
flanqueado por mi padre y un amigo suyo crucé aquellas aguas entreveradas de mar y de río,
con un sabor único que no volverá, bajo un cielo infinitamente más azul y resplandeciente que
los de ahora. Sentado en una roca, recibí los encomios entusiastas de ambos y gusté del mayor
triunfo de mi vida. Luego, un poco más mayor, solía ir más allá, aguas arriba, a nadar bajo un
puente cuyo arco también se divisaba desde la atalaya. Allí se reunió una vez toda una tribu
de gitanos para ver cómo me lanzaba desde lo más alto, pero lo que no se me borrará nunca es
la especial frescura del aire al iniciar la caída, debió ser hacia finales del verano, quizás ya en
septiembre, cuando la atmósfera recupera el resplandor puro de los días soleados de invierno.
Detrás se hallan las montañas donde, también en septiembre, solíamos ir de acampada,
explorábamos sus recovecos solitarios, sus grutas, espiábamos sus animales, escalábamos sus
cumbres; por la noche, al fulgor de la hoguera, escuchábamos la música de entonces.
Regresábamos al pueblo para la feria, aureolados de aventura, nos poníamos de manga larga y
en la escuela, con el olor de los libros nuevos, éramos un año más mayores. Lo mejor está
vivido ya, Leviatán. Ahora, por lo que resta, podemos chalanear, si te apetece, pero sin
demasiado entusiasmo. Veremos cuando suenen los clarines del último lance si hablas con ese mismo aplomo; con los afortunados, con los que han tenido el viento en popa en todos sus
viajes, cuando llega el instante supremo, siempre ocurre lo mismo, el metal del que están
hechos no ha sido templado en la fragua de la desesperación y se desmenuzan como si fueran
hojaldre; por otra parte, ¿quién ha hablado de chalanear?, yo no. Poco vivirá el que no asista a
ese último lance, Leviatán, los corazones han de ser copelados, cierto, para ver qué coño
tienen dentro. El de Leviatán es de acero cromado, no se funde. Aunque fuera de diamante,
siempre hay un fuego que lo derrite y un agua que lo disuelve, este mundo es un abismo
donde no hay criatura viviente que no penda de un hilo. Si quieres prolongar tu existencia
todavía un poco, cuenta más bien tu historia, ya que tus bravuconadas me aburren. Sigo con el
relato, pero sólo porque no me complace dejar las cosas a medias. Habla pues, llena este
hueco amable con palabras, ¿qué actividad, me pregunto, podría suplantar con éxito una grata
conversación antes de ir a dormir?
Permanecí en la atalaya hasta que el sol se hundió por completo en sus ardientes cobijas de
oro. Luego, dando un lento paseo, regresé directamente a casa. Llegué cuando ya era noche
cerrada. Bajé mi ordenador portátil a la mesa del jardín y me dispuse a escrutar vidas ajenas
como un dios que se ha aburrido de todo excepto de castigar. Elegí el epígrafe de Verónica de
la Mata, entré en su página y comprobé que no había documentos audiovisuales disponibles
para la descarga. No obstante, opté por colarme de rondón en su residencia.
En el comedor encontré a una pareja extraña por varios modos. En un extremo de la mesa,
de espaldas a la cámara, un hombre rechoncho, luciendo una coronilla con un diámetro
considerable, vistiendo un traje blanco de lino que hacía todo lo que podía para dar un mínimo
de elegancia a aquel cuerpo de tapón de garrafa. En el otro extremo una paloma torcaz a punto
de alzar el vuelo, una jineta furiosa, una gacela veloz y esbelta, una mujer revestida de sol, es
decir, Verónica de la Mata ataviada con una mínima y sugerente combinación de lencería.
Cuando vi a unos ensabanados y enturbantados sirviendo el condumio en bandejas de plata, se disiparon todas las dudas y supe que se trataba del príncipe de marras que contrató al
melenudo chupador de caramelos para sus labores de espionaje. En todo caso, no parecía ser
un gran conversador, el moro de la morería, pues con Verónica apenas intercambió palabra y
a los