La Horda by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Su respiración comenzó a ser menos agitada. Abriose su boca, absorbiendoel aire con grandes y ruidosas aspiraciones; la nariz se dilatódesmesuradamente, chocando después sus alillas al contraerse. Comenzarona descender en intensidad los estremecimientos; los músculos cesaron decontraerse. Los brazos se extendieron pegados a las piernas inmóviles.Los ojos mostraban las pupilas dilatadas, con una veladura mate, como sifuesen ojos de cadáver. Un sueño pesado, letárgico, se apoderó de ella.

Maltrana creyó por un momento que había muerto, pero al aproximar eloído a sus labios se tranquilizó. Una débil respiración animaba con suestertor el cuerpo inmóvil.

Entonces oyó que llamaban a la puerta, y fue a abrir para que entrasenla Teodora y otra vieja.

¿Cuánto tiempo había transcurrido?... Las gitanas llegaban corriendo,alarmadas por el recado de Salguero, pero Isidro creyó que había pasadoalgo así como un siglo.

Dejose caer en una silla, como si al recibir el auxilio de aquellasmujeres sintiese de golpe todo el terror que la crisis le había causado.

La Teodora examinó a la enferma, mientras Isidro le explicaba loocurrido con voz temblona. Ella conocía estos accidentes: había visto amuchas mujeres sufrir lo mismo en sus embarazos.

—Es mal de corazón, don Isidro—decía con la certeza que leproporcionaba su ciencia—. La señorita es tan poca cosa, que elembarazo la trae trastorná. Esto, en cuanto suerte la churumbela queyeva dentro, ya no se repite.

Después habló de sangrarla; ella era capaz de hacer la operación. Habíapinchado a todos los enfermos del barrio con una maestría que yaquisieran tenerla muchos barberos. Pero ante el gesto de Maltrana secontuvo. Conformes: no la sangraría; por el momento ya había pasado elpeligro; pero en cuanto despertase la pobre «señorita», iba aadministrarla unas tacitas de un cocimiento que hacía milagros: hierbasdel campo recogidas por ella misma y que guardaba en su casa. Lacompañera fue por los hierbajos, y Maltrana y la vieja quedaron junto ala enferma, contemplándola silenciosos.

Feli dormía tranquilamente, con los ojos cerrados. El sueño parecíaarrollar en su avance los últimos signos de la enfermedad.

Cuando despertó, después de anochecer, llevose la mano a la frente, comosi quisiera fijar sus recuerdos. Miró en torno de ella, titubeando, comoextrañada de verse en el lecho, en plena noche, a la luz de una bujíaque marcaba en la pared las sombras de Isidro y la Teodora, sentadosjunto a la cama.

—¡Ya está buena la señorita!—gritó la vieja—. ¡Olé, ya tenemos niña!

Maltrana, instintivamente, se abalanzó a la enferma, besándola repetidasveces, sin hacer caso de la extrañeza de Feli, que pugnaba por reunirsus recuerdos.

La gitana, ayudada por su compañera, confeccionó en la cocina su famosainfusión, de la que hizo beber varias tazas a la enferma.

Viendo tranquila a Feli, se fueron las dos viejas, recomendándola que noabandonase el lecho. Aquello no había sido mas que una crisis propia desu estado: tal vez habría cogido frío. Había que cuidarse, que el tiempoera muy perro.

Al quedar solos los jóvenes, Isidro habló a la enferma del miedo quehabía sentido.

—Creía que ibas a morir, que te perdía en un instante.

Y añadía con sencillez, temblando aún su voz con el recuerdo de lapasada emoción:

—¡Ay, Feli! ¡No mueras, mi alma! No he sabido lo que te amo hasta estatarde, en que creí que te ibas para siempre.

La enferma movía con pereza una de sus manos y acariciaba la cabelleracrespa de Maltrana, lamentándose de la forma aterradora de la crisis,como si ésta fuese un acto de su voluntad.

—¡Pobrecito!—decía lentamente—¡qué susto te he dado! Aún se te conoceen la cara; estás pálido, te tiembla la voz. Ríñeme, por mala... Te juroque no lo haré más.

Contendré mis nervios; procuraré no dejarme llevarpor ellos, aunque reviente.

Volvió a dormirse muy entrada ya la noche. El silencio era absoluto.Fuera de la casa, ni un ruido de pasos, ni una voz: la nieve pesabasobre la vida, ahogando sus movimientos.

Helaba. Un frío punzante e irresistible, el frío que sigue a las grandesnevadas, deslizábase por las rendijas de las maderas, filtrábase por lasparedes.

Feli se agitó en el lecho, murmurando con suspiro infantil, sin abrirlos ojos:

-Frío... mucho frío.

Estaba cubierta por la única manta que tenían en la casa y elmantoncillo que le había comprado Isidro al comenzar el invierno. Eljoven extendió sobre el cuerpo de ella un traje de percal y la poca ropablanca que colgaba de unos clavos. Estas telas sutiles eran de un abrigoilusorio.

La enferma seguía estremeciéndose, y el pobre Isidro, que temblaba defrío, se quitó el macferlán para añadirlo a la cubierta.

Era una noche terrible. Maltrana paseábase por el cuarto como siestuviese en medio de la calle. No se oía ruido de viento: la calma eraabsoluta; pero en este ambiente tranquilo, el frío resultaba máspunzante, más mortal. Parecía que el mundo acababa aquella noche, que elsol ya no saldría más, que la tierra iba a permanecer por siempre bajosu mortaja de nieve.

El joven entró en la cocina. En una cazuela quedaban unas brasas,abandonadas por la Teodora después de su cocimiento. Metió en lahabitación este anafe improvisado, colocándolo cerca de la cama.

Feli seguía quejándose entre sueños.

—Frió... mucho frío... Tengo los pies de hielo.

Maltrana se quitó la chaqueta, una prenda de verano que aún subsistíasobre sus hombros como testimonio de pobreza, y la extendió encima de lacama.

El fuego mortecino iba extinguiéndose. Isidro pensó con envidia en lafuerza de los obreros. De tener el vigor de un albañil, de un peón deladoquinado, arrancaría una puerta, haría astillas una ventana paramantener el fuego; se defendería de la noche cruel, eterna como lamuerte. Lamentaba su miseria física, que añadía nuevas tristezas a susituación. Estaba desarmado para la vida: el último de los vagabundosque marchaba por las carreteras valía más que él, con toda su culturainútil.

Fuego... necesitaba lumbre. Se lo pedía Feli angustiosamente, en eltormento de la congelación que turbaba su sueño.

Miró con rabia los papeles y libros apilados en un rincón. En Madrid noencontraba quien le diese pan, pero siempre volvía a casa con losbolsillos llenos de papeles. Los camaradas le ofrecían periódicos paraque leyese sus artículos; los autores le regalaban libros con pomposasdedicatorias. «Al erudito y notable escritor Isidro Maltrana, suadmirador...» ¡Le admiraban! ¿Por qué? Tal vez por su miseria. Vendíalos libros por unos cuantos reales, por lo que querían darle, y sinembargo, siempre tenía volúmenes en su casa: versos tristes de gentescon salud y medios para defenderse del hambre; novelas sobre crisis delas almas; tratados para resolver el conflicto social. El papel leperseguía, le rodeaba; había nacido para ser su siervo. ¡Siempre elpapel, negro de tinta, acosándolo, cerrándole el camino! Mientras tanto,el pan y el bienestar huían de él, yéndose en busca de los brutos.

Con la cólera que le inspiraban estos pensamientos, arrojó en el tristerescoldo un volumen, el primero que halló a mano. El papel grueso ybrillante se ennegreció, al mismo tiempo que de sus páginas, encorvadaspor el fuego, surgía una llama, esparciendo denso humo por lahabitación.

Ni calor podía dar el maldito papel, motivo de envidias y locuras paramuchos imbéciles. Y temiendo que el humo le obligase a abrir la ventana,cogió la cazuela con el volumen chamuscado, llevándola a la cocina.

Al volver, paseó largo rato con los brazos cruzados y las manos en lossobacos, temblando de frío, agitando sus piernas violentamente, como sitemiese quedar yerto.

Feli abrió los ojos y mostró asombro al ver a Isidro en mangas decamisa. Iba a constiparse: hacía mucho frío. ¿Dónde tenía sus ropas?...

Maltrana mintió con un cinismo que hacía llorar. Había dejado su abrigosobre la cama porque tenía calor. La noche era magnífica: aún sentía ensu estómago la tibieza del vino que había bebido por la tarde y deaquellas sardinas que eran un bocado de príncipe.

El joven, al decir esto, daba diente con diente, y fingía reírse paraocultar su temblor.

El frío acabó por obligarle a refugiarse en el lecho. Feli protestabacontra su empeño de permanecer en vela; sentíase bien: el peligro habíapasado...

Juntáronse los dos cuerpos por la atracción del calor, pegándose el unoal otro con intensos escalofríos. Se confundían sus alientos y lossudores de su piel; experimentaban la voluptuosidad del bienestaranimal al ir calentándose poco a poco en esta comunión de sus cuerpos.Maltrana sentía la dura redondez del hemisferio materno, el contacto deaquel fardo de vida que amenazaba su porvenir. La juventud había huidode él para condensarse en esta cavidad. La pobre Feli había perdido degolpe la alegría y la salud. Se habían unido, creyendo en la hermosurade la vida, en la eterna primavera del amor, con las risas einconsciencias del pájaro, para verse de pronto prisioneros de su propiaobra, transformados en vulgares procreadores, con todas las angustias dela responsabilidad.

Feli dormía otra vez, y su amante pensaba. La obscuridad de lahabitación parecía embrollar sus ideas. Sin saber por qué, recordó unode sus juegos en el Hospicio. Los muchachos cogían una mosca, laarrancaban las alas y empujábanla después, pretendiendo que volase.

¡Ay! El era como aquella mosca. Le habían arrancado las alas; le habíanarrebatado las armas naturales para la lucha por la vida. Hubiese sidomejor dejarle en las profundidades sociales donde había nacido, dedicadoal trabajo manual como sus ascendientes. Sus brazos serían fuertes, susmanos estarían duras; no le faltaría el pan.

Atravesaba Madrid con elrubor del pedigüeño, con la vileza del mendigo de levita, inventandoembustes

para

comer,

mientras

los

hambrientos

de

blusa

encontrabansiempre un medio para satisfacer su hambre. Aquí, ayudaban a descargarun carro; más allá, abrían la portezuela de un carruaje; pedían a todos,y las manos caritativas daban y daban, como si la tosquedad deltrabajador manual despertase mayor compasión. El vagaba encogido,vergonzoso, sin otro recurso que asediar a los amigos con el espectáculode su miseria, y se oía llamar sablista inaguantable, mientras el otroera el pobre obrero, merecedor de protección.

¡Ay, aquella pobre señora que le había trasplantado!... ¡Cuánto daño lehizo sin saberlo! Pensaba en ella con agradecimiento, pero decíase quehubiera sido mejor no conocerla nunca, no haber abierto un libro, pasardel Hospicio al aprendizaje. Ahora sería oficial de albañil; su Feli lellevaría la cesta a la obra, como la llevaba su madre; comerían en unaacera, en un paseo, sin otra aspiración que la alegría de satisfacer lasnecesidades del cuerpo. Hasta los peligros de muerte constituían unaventaja. La caída del andamio, el derrumbamiento de un piso, eran mediospara salir rápidamente de este mundo de miserias, acabando de una vez.

Todo resultaba preferible a su existencia actual, a su situaciónambigua, sin el mendrugo de los de abajo ni el bienestar que gozan losde arriba. Ni era de los siervos alimentados, ni de los señores quedominan.

Había estudiado para ser infeliz, para conocer y paladear todas lasfealdades de la existencia. No podía creer en las mentiras aceptadas porla buena fe de los humildes.

La instrucción le había servido pararozarse con los privilegiados, conociendo las abundancias que lesrodean. Carecía de vigor físico para trabajar como un hombre; era unenclenque debilitado por el estudio, y el desarrollo de su pensamientono le servía para abrirse paso.

¡Pobre mosca mutilada! Le habían arrancado las alas de su nacimiento, yla mala suerte se divertía empujándole, gritando: «¡Vuela!» ¿Cómo iba aremontarse? Estaba vencido sin remedio, caído en el suelo, sin fuerzaspara moverse. El estudio desordenado y ansioso sólo servía para anularsu voluntad. Pasaba la existencia enterándose de lo que miles de serespensaron a través de los siglos, y cuando las necesidades de la vida leimpulsaban a la acción, encontrábase desarmado, sin fuerzas para seguirsu camino.

La sombra que le envolvía al pensar esto era una imagen de suexistencia. ¡Todo negro! ¿Adónde ir? ¿Qué hacer?... Y como si su propiadesgracia no le bastase, el amor había unido a él una infeliz, cuyoúnico delito era quererle y admirarle; la había colgado de su brazo paraque marchase con más dificultad, tropezando a cada paso, tirandopenosamente de esta compañera, que al principio era la alegría y setrocaba poco a poco en una cadena que arrastraba tras él, impidiéndoleavanzar. Todo lo veía negro, con la lobreguez de una miseria a cuyo finestaba la muerte. Deseaba morir, acabar de una vez esta existencia sinobjeto, dar fin a una vida fracasada, irresistible y penosa, como unaequivocación de la Suerte. Pero ¿y ella? ¿y la dulce compañera, quehabía abandonado la órbita de su existencia para seguirle, arrebatadapor la atracción de su mala fortuna?...

Maltrana, escuchando la respiración de Feli, palpando en la sombra sucuerpo desfigurado por la maternidad, experimentó el mismo remordimientoque si la hubiese asesinado y tuviera el cadáver tendido junto a él.Sintió la cobardía de aquella tarde ante el espacio cubierto de nieve;un empequeñecimiento de niño abandonado, un deseo de achicarse, de dejarde ser hombre, de convertirse en un insecto, en una planta, en unapiedra, en algo que estuviese por debajo de las crueldades humanas; yrompió a llorar silenciosamente, permaneciendo entre el sueño y eldoloroso desvelo, víctima de pavorosas alucinaciones, hasta que sefiltró la luz del día por las rendijas de la ventana.

Al volver de Madrid, en la tarde siguiente, pisando la nieve convertidaen fango, encontró su vivienda en revolución. Venía alegre: habíalogrado reunir unas cuantas pesetas; pero olvidó su gozo al ver a laTeodora con otras gitanas en torno de Feli, que estaba en el lecho,sumida en el sopor de la crisis.

Habíase repetido el ataque. La enferma tenía en la frente una contusiónque denunciaba su caída al suelo. Las gitanas, advertidas por unavecina, habían corrido en su auxilio.

La Teodora fruncía el ceño al hablar al joven... Don Isidro, la pobre«señorita»

estaba muy enferma. Estos ataques iban a repetirse confrecuencia. Eran cosas del embarazo, que se presentaba muy mal. Según sucuenta, faltaba un mes para que Feli llegase al parto, pero este mes erade grandes peligros. No tenían dinero para pagar a un médico; allífaltaba todo. El tenía que salir a ganarse el pan, ellas podían hacer unfavor de vez en cuando, como buenas cristianas que eran, aunque gitanas;pero esto no era posible a todas horas, pues sus casas y familiastambién exigían cuidados.

—En fin, don Isidro—dijo la gitana—, hay que tomar una resolución.Pecho al agua; algo durilla es la cosa, pero yo creo que la probeseñorita estaría mejó en el hospital.

¡El hospital! Maltrana quedó aturdido, como si esta palabra equivaliesea un golpe...

Pasado un rato, pudo reflexionar. ¡El hospital! ¿Y por quéno? Lo habían hecho para las gentes como ellos: era un lugar dedelicias, comparado con esta habitación desmantelada, en cuyos rinconescreía ver encogidos los espectros del hambre y el dolor... En él habíanmuerto sus padres.

Pasó aquella noche sin acostarse, velando a Feli, que había recobradosus facultades, pero apenas podía hablar. Su lengua estaba hinchada, congrandes rasguños, por habérsela mordido durante la crisis.

Isidro se explicó tímidamente, mientras ella lo contemplaba silenciosa,con sus ojos que parecían agrandados por los recientes espasmos. Allíestaba muy mal: podía morir abandonada durante una ausencia suya, lomismo que morían los irracionales, y él estremecíase sólo al pensarlo.¡No, no!... Y gesticulaba enérgicamente, como si la viese ya en suimaginación muriendo durante la noche, sin otro socorro que los gritos ylas carreras del amante, enloquecido por la desgracia.

—Yo no sé cómo decírtelo, nena—murmuró con voz temblona, haciendolargas pausas—. Hay que tener valor... apreciar las cosas tales comoson. Lo que voy a decirte no es mas que una idea... Si tú no quieres, noserá... Podías entrar en el hospital... No, no te asustes. No en elhospital adonde van todos; en las clínicas, en la Facultad. Yo tengobuenos amigos de mis tiempos de estudiante... Te visitarían loscatedráticos... todos unos sabios. Asunto de permanecer allí un mescuando más.

Tendrías la criatura, rodeada de más cuidados que aquí...sanarías, y luego... luego continuaríamos nuestra vida más feliz queahora, pues la mala suerte no va a atormentarnos siempre.

Isidro esperaba una explosión de llanto, la protesta de una repugnanciainstintiva, y quedó asombrado al ver la inmovilidad del rostro de Feli,sus ojos fijos y tristes puestos en él. Tras una larga pausa, bajó lacabeza en señal de asentimiento. Sí que aceptaba: iría al hospital, perosin participar de los optimismos del joven.

—No siento—murmuró, moviendo su lengua con gran dificultad—, nosiento mas que el no verte... y que tal vez no volveremos a vernosnunca.

-¡Feli de mi alma—gritó Isidro—, no digas eso; no lo creas, nenamía!...

Volveremos a ser felices. Verás qué bien te tratan allí.

A la mañana siguiente, Maltrana salió muy temprano, dirigiéndose a lacalle de Atocha para esperar en la puerta de San Carlos a un antiguocamarada de la época estudiantil, que ya era doctor y ayudante en unaclínica.

Apellidábase Nogueras, y era un joven de carácter alegre, pequeño decuerpo, con lentes de grueso cristal, que tomaba a broma los lances dela vida, como si le curase de todo espanto el diario espectáculo de lasmiserias y desarreglos de la máquina humana.

No había visto a Isidro enmucho tiempo, y al reconocerle en la puerta de la Facultad de Medicina,le echó los brazos al cuello, riendo de su facha miserable.

—Eso de la literatura debe de ir mal—dijo—. ¿Necesitas algo de mi?Pide lo que quieras, menos dinero. Ya ves: doctor, profesor clínico, ytengo mil quinientas pesetas al año... con descuento. Menos que los quebarren los ministerios.

El alegre doctor cesó de reír ante la gravedad de Maltrana. Este lehabló de Feli y de su enfermedad.

—¡Vamos, es una queridita que te has echado!—dijo el médico.

Isidro contestó afirmativamente. Sí; una querida a la que amaba comomuchos maridos no aman a sus mujeres; una querida que podía gloriarse deuna fidelidad que pocas esposas conocían.

—Bueno, adelante—dijo el médico levantando los hombros—. ¿Y qué es loque tiene?

Maltrana explicó las crisis de Feli, haciendo un esfuerzo pararecordarlas en todos sus detalles.

—No digas más—interrumpió el doctor—. Los síntomas son claros.Pensaba bajar contigo a las Cambroneras para verla, pero ya no esnecesario: eso es lo que llamamos nosotros eclampsia puerperal. Hay queprovocar el parto, acelerarlo, o corre peligro de muerte. Tráela estatarde; te esperaré en la Comisaría. La meteremos en la clínica departos. Yo no estoy en ella, pero recomendaré tu socia al compañero, congrandísimo interés... Hasta la tarde, ¿eh?

Tenía prisa: su catedrático le esperaba en la sala de profesores. Lemostró la entrada de la Comisaría, una puertecita algo más abajo delgran portalón de la Facultad. Allí, a las cuatro.

Y se fue sonriente, sin que el dolor de su camarada arañase el caparazónde indiferencia con que parecían acorazarle las desdichas humanas.

Por la tarde abandonó Feli su casa. Fue una marcha lenta, que hizosufrir mucho a Maltrana. Al verla pasar la puerta del tabuco creyópercibir en su oído un lamento desgarrador. Se iba para no volver: secumplirían los presentimientos de la enferma.

¡La perdía para siempre!

La cuesta de las Cambroneras y el paseo de los Ocho Hilos fue una callede Amargura.

Feli, envuelta en su mantoncillo, cubierta la cabeza con un pañuelo queformaba visera sobre sus ojos, avanzaba con torpe paso apoyándose en suamante.

Sus piernas hinchadas apenas podían moverse; el abdomen monstruoso laatormentaba con peso sofocante. Las largas semanas de inacción en sucasucha de las Cambroneras habían entorpecido los resortes de sumovilidad. Deteníase a los pocos pasos; se dejaba caer, jadeando, entodos los bancos y poyos del paseo.

La Teodora quiso acompañarla hasta la Fuentecilla, animándola con suspalabras y gesticulaciones gitanescas.

—Arriba, mi niña... A ver cómo echamos unos pasitos más; a ver cómo semueven esos pinreles bonitos.

Y volviéndose hacia Maltrana, murmuraba con expresión llorosa:

—¡Está muy malita, don Isidro! ¡Qué bien jase usted en llevársela!...

Pasaron la Puerta de Toledo, y en la Fuentecilla se separó la gitana,después de dar varios besos a la enferma.

—¡Que el Baró der sielo te ponga pronto buena; que su santísima mareno se aparte de ti!... Adió, terronsito de asúcar; adió, armendritadurse!...

Y sus últimas palabras ya no se oyeron, pues se alejó con la cara ocultaen el delantal.

Isidro hizo subir en un carruaje de alquiler a la llorosa Feli,conmovida por los adioses de la gitana. Recordaba el joven los primerostiempos de su amor, cuando vagaban por las cercanías de Madrid,ocultándose de las gentes. Desde entonces no habían ido en coche. Ahora,todo el dinero que guardaba en el bolsillo, una peseta y algunas monedasde cobre, era para pagar esta carrera de dolor, la última tal vez queharían juntos.

Entraron en la Comisaría por entre varios grupos de mujeres andrajosascon niños al pecho y hombres de mísero aspecto, todos mostrandorepugnantes enfermedades: cegueras purulentas, costras roedoras, abcesosque desfiguraban sus miembros, retorciéndolos. Esperaban su turno parala consulta gratuita. Un fuerte olor de antisépticos impregnaba elambiente.

Nogueras, el alegre doctor, les vio por un ventanillo del despachoinmediato y salió a su encuentro. Miraba con fijeza a Feli, y ésta bajólos ojos, avergonzada... ¡Pchs! No era gran cosa como mujer...

Quedaron los dos amantes frente a frente, en una situación embarazosa.

Maltrana, al venir en el carruaje, estremecíase pensando en el horror dela despedida, llantos, gritos, abrazos, y tal vez un nuevo ataque de laenferma.

No fue así; no hubo nada de esto. Sólo un silencio, una sencillez en laseparación, más desgarradora que los extremos ruidosos del dolor.

El médico habló de las recomendaciones que había hecho a su compañero dela clínica de partos. Tenía ya su cama reservada; hasta había interesadoa la monja del departamento.

—Cuando usted quiera, la acompañaré—dijo mostrando cierta prisa.

Por fin se miraron, sin una lágrima, sin un suspiro, abriendo los ojosdesmesuradamente, con expresión de terror. ¡Iban a separarse!...

Ella fue la primera en dar un paso. ¡Ay, el valor de las mujeres!...

—Adiós, Isidro.

—Adiós, Feli.

Sus voces eran gemidos; pero no lloraron, no se atrevieron a besarse, aestrecharse las manos en presencia del mediquillo burlón y de aquellosenfermos que les miraban fijamente.

Ella se alejó por un corredor obscuro, precedida por el médico. Su pasovacilaba...

pero no quiso volver el rostro atrás, como si temiese perdertoda su firmeza.

Maltrana salió a la calle, y a los pocos pasos hubo de apoyarse en lapared. Tenía frío: un frío de sepulcro, que se le colaba hasta el alma.Lucía el sol de la tarde, un sol que Isidro no había visto nunca; un solobscuro, empañado, fúnebre, como si el astro del día enviase sus rayosal través de negra urdimbre; como si estuviese envuelto en un crespón.

XII

Ya no volvió a las Cambroneras. Tuvo miedo de vivir en aquella casa sinFeli.

Sentía el terror de los que pierden a un ser querido y no osanpenetrar en la mortuoria habitación. ¿Qué iba a hacer solo en aquelextremo olvidado de Madrid, entre las gitanas que le recordarían a laamante?...

Necesitaba ver gente nueva, aturdirse, olvidar su tristeza.

Aquella noche volvió a la redacción, después de una ausencia de tantosmeses. Los compañeros le recibieron con irónicas ovaciones.

—¡ Homero! ¡Ya está aquí el gran Homero!... ¡Salud al ilustre«tabarrista»!

Y le preguntaron si traía como fruto de su soledad algún artículo de losque sembraban el pánico en los suscritores.

Algunos de la redacción le habían visto paseando con Feli por el Retiro.

—Di, Homero: ¿qué has hecho de aquella muchacha tan simpática quellevabas del brazo?... ¿La encontraste en algún libro griego? ¿Era áticao beocia?

—Está en el hospital—contestó Maltrana con los ojos llorosos.

Su acento era tan triste, que impuso silencio a los alegres compañeros.

Pasaba las noches en la redacción. Había perdido la costumbre detrasnochar, y como no quería volver a su casa, buscaba los cuartos sinluz, dormitando en un diván.

Si llegaba una visita y había que encenderluz, Maltrana era despertado como un perro, y sacudiendo las aletas delabrigo pasaba a otro cuarto o se iba a la calle, procurando terminar elsueño en la casa de algún amigo.

Apenas comía. Ansioso de distracción, de conversaciones que leaturdiesen, juntábase muchas noches con ciertos borrachos famosos, ybien entrada la mañana se les veía por las calles más céntricas, conpaso inseguro, discutiendo a voces de filosofía o literatura. En mitadde una disputa, el recuerdo de Feli asaltaba a Isidro, y rompía allorar. Los compañeros atribuían la culpa de este llanto al coñac.Beberían cerveza.

Muchas mañanas iba a la puerta de San Carlos a esperar a Nogueras. Estehacía un gesto de repulsión al verle.

—Sigues

mal

camino,

chico;

apestas

a

aguardiente.

¿Qué

resuelvesemborrachándote?...

Maltrana contestaba con mal humor. No pedía consejos: lo que deseaba eraconocer el estado de Feli.

El joven doctor mostrábase impaciente. ¿Creía él que no tenía otrascosas en qué ocuparse?...

—¡Figúrate, con seis mil reales por todo sueldo!... Tengo que visitarmucho y a gentes que pagan mal. Además, esa muchacha no es de miclínica... La vi anteayer. Me pareció que estaba bien; pero si losataques de eclampsia se repiten, puede morir en uno de ellos. Van aprovocarla el parto: tal vez esto la salve.

Al día siguiente fue Nogueras quien, al verle, le habló el primero.

—Eres padre: arriba te guardan un niño las monjas. Su salud es buena yla madre no ha salido mal del parto. Si no quieres que esa segundaedición de tu persona vaya a la Inclusa, recoge pronto al pequeño.

Maltrana no experimentó ninguna emoción. Sólo pensó en ir a lasCarolinas para dar la noticia a su abuela. ¿Qué iba a hacer él con elchiquillo? La señora Eusebia se encargaría de cuidarle.

Y la abuela, conmovida por el suceso, bajó a Madrid para recoger a subiznieto, acompañada de otra mujer. Isidro fue con ellas hasta SanCarlos, pero no quiso pasar de la puerta. Lo dominaba el egoísm