La Horda by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—¡Abuela!—gritó Maltrana—. No lo haga usted por ella ni por mí, yaque no nos quiere. Pero hágalo por el que va a venir.

Intentó enternecer a la Mariposa hablándola de su futuro hijo, deaquel pequeñín, que sería como una extraordinaria prolongación de laexistencia de la anciana.

¡Tendría un biznieto! Pocas mujeres lograbanver su descendencia hasta tal límite. ¿Y

sería capaz de dejar en elabandono a la tierna criatura?...

El instinto de la familia despertó en la avara. Volvió a gemir, allevarse el delantal a los ojos, pero sin moverse, sin acceder a lassúplicas de su nieto.

—¡Desgraciado!—murmuraba—. ¡Eres muy desgraciado!... Y toda la culpala tuvo tu madre, por su empeño en huir del barrio... ¡Cuánto mejorhubiese sido para todos seguir en el oficio!

Maltrana hizo un movimiento de impaciencia. ¿Qué tenía que ver su pobremadre en lo de ahora?... ¿Quería ayudarle, sí o no?...

La vieja siguió gimoteando, sin contestar, y el joven púsose de pie conademán resuelto.

—Adiós, abuela. Quédese usted con lo suyo. Ya sé lo que debo hacer.

Pero antes de que volviese la espalda, la trapera se abalanzó a él.

—¡Isidrín... hijo mío... quédate! Tendrás lo que quieres: todo lo de tuabuela será para ti, aunque me quede en cueros, aunque me muera dehambre.

La emoción había ablandado su dura avaricia; la tristeza del nieto lainfundía miedo.

Además, en su pensamiento senil estaba fija la imagendel biznieto, de aquella criatura que aún había de venir y la llenaba deorgullo.

—Te lo daré todo, ¡todo!—dijo misteriosamente al oído de Maltrana.

Después miró a los inmediatos cerros con inquietud, como si temiese lapresencia de algún curioso.

—Vigila bien—añadió—. Apenas veas el carro del tío Polo, avisa.¡Mucho ojo!

Y llevándose un dedo a la nariz para indicarle discreción y vigilancia,se introdujo en el estrecho túnel que conducía a la cuadra.

Transcurrió mucho tiempo. Isidro se imaginaba los trabajos que estaríarealizando la abuela con sus manos trémulas para extraer del escondrijoaquel tesoro famoso que Zaratustra husmeaba, sin llegar nunca a darcon él. Por fin salió, sucia de telarañas, con el pañuelo de la cabezacubierto de briznas de paja.

Llevaba en las manos un trapo blanco repleto de objetos. Al depositarlosobre un tronco, con mucho cuidado, como si contuviese cosas frágiles,sonó en su interior un retintín metálico.

La Mariposa suspiraba, como echando fuera el dolor de este sacrificio,y lentamente, sin dejar de mirar a lo lejos, con el temor de sersorprendida, fue desatando los nudos del envoltorio.

Un resplandor de oro, de piedras preciosas, de objetos de gran brillo,que aun parecían más esplendorosos en este ambiente de miseria, hiriólos ojos del asombrado Maltrana. El tesoro era cierto. ¡Vive Dios! Larealidad tenía sorpresas de cuento fantástico. El joven pensó por uninstante en las novelas de portentosas aventuras leídas en su juventud.

La vieja se gozaba en el asombro del nieto.

—¡Qué hermosura! ¿eh? Toda mi vida me ha costado el reunirlo. Y no tecreas que he apandado nada de mal modo: todo en la basura... Yo hetenido grandes parroquianos, todos gentes ricas.

Maltrana había cesado de mirar el tesoro, para contemplar a la Mariposa con unos ojos en los que se leía el asombro y la compasión almismo tiempo.

—¿No hay más, abuela?—preguntó dulcemente—. ¿Sólo tiene usted esto?

La Mariposa le miró escandalizada.

—¡Qué! ¿aún te parece poco? Pero muchacho, ¡si hay ahí para comprartodas las Carolinas! Fíjate, Isidrín: ¡es un tesoro!

Maltrana no necesitaba fijarse mucho. Pasado el primer deslumbramiento,había visto la falsedad escandalosa de las joyas enormes y absurdas quebrillaban en la cumbre del montón de baratijas.

Eran adornos de teatro, ridículamente fastuosos, de metal dorado, conpiedras de diversos colores, cuya grandeza hacía temblar de emoción a lapobre Mariposa.

—Esas joyas de reina—dijo—eran de aquella buena señora que me queríatanto: de la cómica que murió. Las encontré en una carretada de cartasrotas, trajes viejos y retales que me llevé de su casa... Pensé unmomento en devolverlas, pero me quedé con ellas, y no me arrepiento. Losherederos eran gente indigna.

El joven apartó a un lado estos adornos ridículos, para revolver conávidas manos el resto del montón.

—Fíjate en ese rosario—dijo la vieja—: todo de perlas finas. Era deuna dama de palacio.

Maltrana hizo un gesto de desaliento. Mentira también: eran granos demarfil, con un débil montaje en oro. Y mentira los imperdibles de doublé; las sortijas ennegrecidas por el largo encierro, con susvidrios opacos y muertos; los botones de grandes uniformes, que la viejacreía de oro puro; los alfileres verdosos y oxidados, con la pedreríaempañada. Aquellas riquezas que hacían estremecer de codicia a latrapera no eran mas que basura de insignificante valor.

Isidro únicamente apartó lo que la Mariposa consideraba de menosvalía: un par de docenas de cucharas de plata de diferentes formas ytamaños, caídas, sin duda, durante el fregado en el estiércol de lacocina; una cadenilla de oro, un sonajero del mismo metal y cuatrosortijas lisas, pero de algún peso. Era lo único del tesoro de la abuelaque tenía cierto valor. Tal vez llegasen a darle por todo ello hastatreinta duros.

La Mariposa seguía con atención el apartado que realizaba su nieto,sonriendo al ver que se satisfacía con lo más humilde del tesoro,abandonando las grandes joyas, los objetos brillantes, que la llenabande orgullo.

—Haces bien—murmuraba—. Con eso que te llevas tienes bastante por elmomento. Lo demás te lo guardará la abuela para otro caso de apuro, ycuando yo falte será para ti.

Con un respeto religioso iba amontonando en el trapo blanco lasdeslumbrantes baratijas desordenadas por las manos del nieto. La viejale tributaba mentalmente los mayores elogios. Su Isidro era bueno; noquería abusar de la bondad de su abuela, y la dejaba lo mejor. Aimpulsos del agradecimiento, desató una de las puntas del trapo, sacandodel nudo unas cuantas monedas de plata.

—Toma, Isidrín—dijo—. Todo el dinero que tengo. Para que lo añadas aesas cosillas, ya que no has sido exigente. Lo menos llevas ahí sieteduros entre pesetas dobles y sencillas.

Maltrana se metió la cantidad en el bolsillo. Después fue distribuyendopor los bolsillos de su traje las cucharas y los otros objetos.

La inmensa decepción que le había hecho sufrir la cándida avaricia de suabuela trocábase en compasivo regocijo al ver el cuidado con queenvolvía el resto de sus baratijas.

—Ya has visto el tesoro—siguió diciendo la vieja con voz misteriosa—.Tú eres el único que lo conoce. Cuidado con hablar. Esto sólo se reúneteniendo buena parroquia, trabajando años y años con los ojos bienabiertos para que nada se escape. Cuando mi biznieto sea mayor,venderemos la diadema, las pulseras, el alfiler de pecho con esosdiamantes como garbanzos que quitan la luz de los ojos. Alégrate,Isidrín; no te engañaron: tu abuela es rica, tiene su tesoro; pero túsolo debes saberlo, pues será para ti.

Después miró con inquietud a lo lejos, poniéndose una mano sobre losojos.

—Tú que tienes mejor vista, Isidrín: ¿no es aquel carro el del tíoPolo?... Sí que es; ya está ahí ese judío, ese camastrón, que no piensamas que en apandarme el tesoro.

Huye, Isidrín: que no nos pille aquí;que no huela el gato.

Y la vieja, con la inquietud del miedo, temiendo que le arrebatasenaquellas riquezas, a las que amaba como su propia vida, desapareció enel túnel oprimiendo entre sus brazos el blanco envoltorio. Se habíadespedido de Isidro apresuradamente.

¡Que le trajese el biznieto apenasnaciera! Se contentaba con verlo una vez, y luego morir, dejándole susriquezas.

Isidro descendió del cerro por los sembrados para no encontrarse con Zaratustra, pensando, mientras caminaba, en el medio de sacar unaspesetas más del famoso tesoro oculto en sus bolsillos.

X

Bien entrado el otoño, Isidro y Feli fueron a vivir en las Cambroneras.Después de abandonar la casa del hermano Vicente, habitaron un cuartointerior en la calle de Embajadores. Pagaban tres duros por él; perotranscurrido el primer mes, no pudieron satisfacer el segundo, yabandonaron la habitación, salvando casi milagrosamente sus escasosmuebles.

Más aún que los tormentos del hambre, temía Maltrana las inquietudes ydesasosiegos que traía consigo el alquiler. Feli sólo se preocupaba deasegurar el techo. Realizaba economías asombrosas por ir juntando poco apoco el dinero para la casa. Ya tenía tres pesetas, ya tenía un duro, yase aproximaba lentamente a los dos, y de pronto surgía una necesidadimperiosa, una exigencia ineludible, el pago a la tienda, que se negabaa fiar más sin recibir algo a cuenta, la compra de material para elemballenaje de los corsés, la necesidad de echar unas suelas a las botasúnicas de Maltrana, mientras éste permanecía prisionero en el cuarto; yde este modo la mala fortuna llevábase de una manotada todos losahorros, sin dar tiempo a que se completase el importe del alquiler.

Maltrana adoptó una resolución. Los pobres como ellos, de vidaincierta, sólo podían vivir en las casuchas cuyos cuartos se pagandiariamente, en los falansterios de la miseria, como aquel caserón deobreros donde él había nacido.

Vivió en varios edificios de esta clase, en el barrio de las Peñuelas yel de las Injurias, repugnándole sus hacinamientos, la suciedad sórdidade sus paredes, las frecuentes peleas de las hembras desgreñadas, que seinsultaban de galería a galería...

Su pobre Feli no era una princesa,pero ¡ay! sentía él honda repugnancia al verla, tan delicada y tandulce, viviendo en este infierno.

En las Cambroneras encontró un cuarto independiente, y decidiótrasladarse a este barrio habitado por gitanos, que le parecieron másapreciables y tranquilos que las familias de las casas de vecindad.

El alquiler se pagaba todas las noches: real y medio. Al obscurecerllamaba a la puerta el encargado de la cobranza, un hombre alto, enjutoy moreno, al que el exceso de estatura hacía caminar arqueando laespalda. Era de la policía. El que administraba las casas de lasCambroneras teníalo allí como cobrador y guardián del orden, por sucarácter de agente de la autoridad. Dábale por esto un interés sobre lacobranza y vivienda gratuita para él, su prolífica mujer y la banda dechiquillos que completaba la familia. De sus mocedades, transcurridas enel campo, antes de ser soldado, guardaba gran afición al cultivo de latierra, y cuando sus deberes de agente de «la secreta» no le hacían ir aMadrid, pasaba las horas en la heroica tarea de convertir enhuertecillas los desmontes de tierra amarillenta, sacando a brazo elriego de una noria abandonada.

Inspirábanle gran respeto los dos jóvenes, hasta el punto de hacerleafirmar que don Isidro y doña Feli eran las únicas personas decentesque habitaban en las Cambroneras.

—Adelante, Pepe—decía Maltrana cuando, cerrada la noche, sonaba ungolpe en la puerta.

Y Pepe se presentaba llevando en las manos un lápiz y un rústicotalonario de papel de barbas. Entregaba una hoja, después de garrapatearalgunos signos, y recibía las monedas de cobre.

Isidro mostrábase satisfecho de su nuevo alojamiento. Por una ventanacontemplaba el río, casi a sus pies, y en la orilla opuesta las praderaspintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se aglomeraban los cipresesy mausoleos de los cementerios de la Almudena y San Isidro. Por otraventana veía el descampado de las Cambroneras, un gran espacio de tierraatravesado por un riachuelo, en el que lavaban sus guiñapos las gitanas,flotando sobre la corriente trapos y pedazos de periódicos. Enfrenteabríase un gran portalón dando entrada a una callejuela de guijarrosflanqueada por dos hileras de casuchas. Unas eran de techo bajo; otrastenían en el primer piso una galería de madera, con escalerillas detablones carcomidos, que crujían a la más leve presión como si fuesen aromperse.

Maltrana no tardó en conocer la heterogénea población de lasCambroneras.

Formaban un mundo aparte, una sociedad independiente dentrode la horda de miseria acampada en torno de Madrid. Pepe el cobradorrelatábale las costumbres y rarezas de aquellas gentes, a las que élllamaba «su ganado».

Existían dos grandes divisiones en el vecindario de las Cambroneras,cuyos límites nunca llegaban a confundirse; a un lado los payos, queeran los menos, y al otro los gitanos, que constituían la mayor parte dela población. Los payos se subdividían en pordioseros, que iban todaslas mañanas a Madrid a mendigar en las puertas de las iglesias, yquincalleros, que en el verano vagaban por las ferias de Castillavendiendo baratijas y durante el invierno organizaban juegos trampososen las afueras o tomaban parte en algún robo, si se ofrecía ocasión.

Los gitanos estaban divididos en tres naciones: gitanos andaluces,gitanos castellanos y gitanos manchegos. Tratábanse con ciertafraternidad, impuesta por la raza y las costumbres, pero cada grupomanteníase fiel a su origen, creyéndose superior a los otros. Losandaluces echaban en cara a los manchegos su rusticidad y a loscastellanos su falta de sangre cañí, adulterada por innumerablescruces con los payos. Estos, a su vez, despreciaban a los procedentes deAndalucía por sus trapacerías y enredos, que habían dado a la raza sufama deshonrosa.

Reconocíalos Isidro a simple vista a los pocos días de vivir en lasCambroneras. Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero,chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre lasorejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevabanbigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de unbronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo trajeimitaban.

Las mujeres salían en las primeras horas de la mañana, para no volverhasta la caída de la tarde, o permanecían dentro de sus casas, recluidasvoluntariamente, con una pasividad de hembras asiáticas. También sereconocía en ellas la diferencia de origen.

Las andaluzas eranparlanchinas y vociferadoras; hablaban gesticulando y manoteando,esparciendo con su cháchara el aturdimiento en torno de ellas.

Vestíanfalda de percal rameado con largos volantes, llevaban el mantónterciado, el moño aceitoso caído sobre la nuca, la frente concuernecillos de pelo pegado, y en el cuello varias sartas de cuentasazules. Salían de las Cambroneras poco después de surgir el sol, caminode la plaza de la Cebada, para decir la buenaventura y echar las cartasa las criadas, que eran su mejor clientela. Los hombres se desperezabanen la puerta; las bandas de chicuelos color de chocolate, descalzos ycon la panza al aire, se agarraban a las faldas pintarrajeadas de lasmadres.

Gachí—decía el marido—, a ver si hoy traes argo pa jamar. Mira queestoy jarto de tanta jambre.

Los pequeños se agitaban en torno de ellas, acompañándolas cuesta arribahasta el puente de Toledo. A ver si podían apandar, como otras veces,los chulés de algún payo. Y si no eran chulés (nombre que daban alos duros), que fuesen plañís (modestas pesetas), que bien lasnecesitaba la familia, confiada a los azares de la suerte.

—Mare—gritaban los pequeños al quedarse junto al puente—, que traigausté callardó, mucho callardó.

Era el chocolate: el gran regalo de la gente gitana, su licor y sualimento. Bueno era el balinchó (el cerdo); suculento el balebás(tocino); dulces los mantejos (almendras), que se arrojaban a puñadosen los días de boda; pero el chocolate era lo mejor del mundo, elalimento de Dios, que parecía embriagarles con su perfume y su ardor.

Los pequeñuelos, con la esperanza de que la madre trajese al anocheceruna enorme cantidad de callardó, la saludaban desde lejos.

—Adiós, mi dai.

Y la gitana alejábase hacia la puerta de Toledo, combinando, en lastortuosidades de su trapacera imaginación, el medio de jonjabar aalgún payo que le deparase la buena suerte, de sacarle el dinero,prometiéndole, por medio de sortilegios, el premio gordo de la Lotería.

Vagaban hasta las doce por las inmediaciones del mercado, deteniendo alas criadas, aturdiéndolas con su charla, alabando sus caras de ángel,aunque fuesen de horrible fealdad, lamentando con extremos grotescos dedesesperación las desgracias de sus amores y que no se cuidasen deconjurar la mala suerte acudiendo a la experiencia gitana.

—Tu mano... enséñame tu mano, resalá, que por San Juan te digo queyevas en eya tu fortuna y tú no lo sabes.

Tenían sus parroquianas, sus creyentes de inconmovible fe, que apenaslas veían marchaban a su encuentro, ansiosas de nuevas revelaciones.Metíanse en los portales solitarios, y allí, sobre la tapa de la cesta,soltaba la gitana los mugrientos naipes ocultos bajo el mantón. Todosalía: el hombre moreno que penaba por la sirvienta, pero al cual ligabacon malas artes una mujer blanca, que había que vencer; después, elhombre rubio, muchas veces con espada (un militar), que se presentaríapara llevársela sobre un caballo tordo; luego salían por dos veces losoros: dinero y más dinero...

—Tú has heredao argo—afirmaba la gitana con una convicción que noadmitía réplica.

—¡Qué he de heredar yo, pobre de mi!—contestaba la sencilla criada.

—Bueno; pues heredarás.

Y seguía el juego. La sota: otra vez la mala mujer, que había de ser superdición si no la anonadaba haciendo lo que ella le dijese.

Cuando la muchacha, aturdida por este parloteo, y dudando si emplear susahorros en el gran remedio que le proponía para sujetar al novio infiel,acababa por entregarle dos reales, la gitana prorrumpía en lamentos ysúplicas.

—Reina, añade aunque no sea mas que un realillo. ¡Con esa carita declavel, y tan agarrá! Anda, grasiosa, que tienes ojillos de Virgen...Mira que tengo un ganao de churumbeles que no levantan del suelo tantoasí, y están muertesitos de nesesiá. Mi hombre lo tengo baldao; mi bato... ¡mi pare! está en las últimas; mi probesita dai se me murió;mi plan (mi hermano, ¿entiendes?) está en el presidio de Alcalá...

Y seguía enumerando desgracias y muertes, como si la peste negra hubiesepasado por las Cambroneras.

—Vaya, presiosa, suerta un poquito más de jurdé, que por eso no vas aquedar probe. No te pido papiris der Banco; suerta manque sean tresperrillas más.

En sus exploraciones en torno del mercado, cuando vagaban aburridas, sinencontrar parroquianas, plantábanse audazmente ante los hombres quesalían de las tabernas o los comerciantes que tomaban un poco de aire ala puerta de sus establecimientos.

—¿Te la digo, grasioso? Dame la mano, barbitas de San Juan, que tienespatitas de bailaor y ojillos de meteor.

Las repelían como si fuesen perros, amenazándolas con llamar a lapareja, y ellas se alejaban sin resentimiento, con muecas burlonas,abriendo los ojos desmesuradamente.

—¡Juy, Pare Santo! ¡Y qué mal genio gasta el señó!... ¡Ni que juese el Livanó que toma las declarasiones!... ¡En el estaribel te veas,mardito, y que el Baró no quiera sacarte ni con fianza!...

Cuando pasado mediodía cesaba la afluencia en el mercado, las gitanas,en vez de volverse a las Cambroneras, seguían hacia el centro de Madrid,callejeando hasta la caída de la tarde. Pedían limosna; deteníanse antelas ventanas de los cafés, dando golpecitos en los cristales; lanzabanmiradas intranquilas a los puestos exteriores de las tiendas, pensandoen la posibilidad de un descuido... Iban a lo que saliese; el robo noles parecía gran pecado: chorar era una ocupación digna de elogio, sise hacía con habilidad y sin riesgo. Y cuando choraban una pieza detela, unas manzanas o un panecillo, volvían orgullosas a casa, diciendoa las vecinas:

—Hoy le he dao el jonjanó a un payo.

Maltrana, al asomarse a la puerta de alguna de aquellas casuchas,blancas por fuera y negras por dentro, sin otro respiradero que lapuerta, conocía el origen de sus habitantes sólo con ver mujeres en suinterior o notar su ausencia.

—¿Son ustedes andaluzas?—preguntaba intencionadamente a las hembrassentadas en corro sobre el duro suelo, mirándose silenciosas, con lamandíbula apoyada en una mano.

—¡Nosotras andaluzas!—exclamaban ofendidas—. Somos mujeres de nuestracasa.

Nosotras no salimos a engañar a la gente.

Eran gitanas manchegas. Tenían padres o maridos que trabajasen por elsostenimiento de la familia; y si no había chambos, si el «trato» delas caballerías se paralizaba, daban vuelta de llave a su estómago ysufrían el hambre en silencio, sentadas junto a los pedruscos fríos delhogar, con las faldas esparcidas en torno de ellas como hongos enormes,taciturnas y dispuestas a morir sin moverse del sitio.

Maltrana, a pesar de la miseria de su propia casa, sentía compasión alver las viviendas de estas gentes. Eran tabucos cuyo suelo, de tierraapisonada, estaba mucho más bajo que la calle. No tenían tabiques, ycuando el pudor exigía la separación de lechos, salían del apurocolgando de una cuerda una manta vieja. En el fondo de la casucha, conla cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frentea la puerta, estaban los caballos, las mulas y los burros queconstituían la fortuna de la familia. Los colchones astrosos, apiladosen un rincón, se extendían por la noche junto a las patas traseras delas bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calordel común estiércol. Unos ladrillos colocados en el centro de la casuchaservían de cocina. No se encendía fuego mas que por la noche. El humo dela leña llenaba la habitación, saliendo por donde podía buenamente: porla puerta abierta o las grietas del techo, por no existir el menororificio que sirviese de chimenea. Las paredes estaban ennegrecidas poruna capa de hollín que representaba luengos años de atmósferaasfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación,limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosospor el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían,apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el frescode la leche.

Pepe el cobrador alababa las ventajas del continuo ahumamiento.

—Gracias a eso—decía—no mueren como chinches. El humo les limpia, yaque nunca tocan el agua. ¡Porque cuidado, don Isidro, que son sucios!...En cambio, en la comida no he visto gente con mayores escrúpulos.

No había que esperar que aceptasen una limosna de alimentos, ni queaprovecharan las sobras de nadie. Las gitanas, al volver de Madrid,traían comestibles de las tiendas; viandas crudas para guisarlas enpresencia de la familia. Pasaban días enteros sin comer, con latranquilidad de la costumbre, y a pesar del hambre, hacían gestos deasco al hablar de los traperos, de los mendigos, de todos los payos quela miseria ponía en contacto con ellos, gente de estómago vil, que sealimentaba de la bazofia arrojada por los demás y se vestía con susdespojos.

Chorar... ¡todo lo que pudieran! Robaban en Madrid, robaban en loscampos veraniegos cuando salían de excursión a las ferias; pero todohabía de ser nuevo, sin uso alguno. Su traje, aunque remendado y sucio,era suyo, lo habían hecho para sus cuerpos, y lo preferían, con toda suastrosidad, a las ropas usadas que fuesen mejores.

Su estómago sufríaantes el hambre que la náusea del asco. Cuando llegaba a sus manos unvestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En lasnoches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. Lamadre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, ycada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por másque la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.

Los jueves reuníanse los hombres en el mercado de bestias, junto a laPuerta de Toledo. Los que no tenían ganado también iban allá, con laesperanza de que cayese algo, empuñando una gran vara, como si tuviesenque arrear a una recua imaginaria.

Al primer paleto que se pusiera atiro le daban un emburreo, un correate, nombres con que designabanlas malas artes del «trato».

Después volvían, lamentándose de la decadencia del chalaneo. Había queesperar las grandes ferias del verano. En el mercado de Madrid apenas seveían compradores; todos eran gitanos... ¡y cómo iban a engañarse entreellos!...

Los más acomodados volvían a meter por las exiguas puertas de lasviviendas todo su ganado: los humildes guerñís de largas orejas yescandaloso rebuzno; el gras de trenzadas crines y cola peinada, quehacían galopar en torno de su látigo maestro, afirmando que el quemontaba el rey no era mejor; la chorí y el choro (la mula y elmacho), que esperaban vender a buen precio, cuando emprendiesen laexpedición veraniega por Castilla y la Mancha, ofreciendo sus bestias alos labriegos.

En el resto de la semana permanecían los gitanos en las Cambroneras sinhacer nada, esperando el regreso de sus hembras, pájaros vivarachos yparleros que traían en el pico el pan de la familia. Desayunábanse conuna copa de aguardiente o un mendrugo, y aguantaban el hambre durantetodo el día, en plácida vagancia. Jugaban a la barra o a los bolos en eldescampado de las Cambroneras; los más hábiles tañían la guitarra,alegrando su debilidad con una música melancólica; los que eranindustriosos tendíanse sobre el vientre en la orilla del río, y asípermanecían horas y más horas esperando que algún gorrión quisierabuenamente dejarse apresar por la red colocada sobre la hierba. Ciertosviejos de aire magistral batían palmas ante un grupo de diablillos colorde chocolate con pinceles de pelos sobre las orejas, que aprendían abailar, moviendo grotescamente los pies y los brazos, agitando su panzacon salvajes contorsiones. Era la vida de tribu: los machos descansando,por el privilegio de su fuerza, esperando el sustento de las hembras queiban al bosque, o sea a la inmediata población.

Maltrana, a los pocos días de estancia en las Cambroneras, conocía losnombres de todos los respetables tunos del hampa gitanesca, bronceados yágiles, con el rostro roído por las viruelas. Tenían por apodos el Mono, el Bastián, el Matamoros, el Malafolla, el Cachuli, el Mochón, el Navaco y otros no menos extraños. Nunca se les veíaborrachos: su bebida favorita era el chocolate.

El único que, con discursos incoherentes y grandes gritos, mostraba suafición al alcohol era Salguero, que se apodaba a sí mismo Salguerillo, un vejete malicioso, que habitaba treinta y tantos añosla primera casucha del callejón. En invierno fabricaba cestas demimbres, ayudado por la vieja que vivía con él; en verano salía a lasferias para ejercer su oficio de esquilador.

A la caída de la tarde iban llegando las mujeres,