¿Es que quieres burlarte de mí?
—Lo digo como lo siento—continuó la muchacha con sencillez—; el másguapo de Madrid. Pero no se enorgullezca usted por esto, señorito.
Ella se había enamorado sin saber cómo. Su padre la hablaba conadmiración de los grandes hombres desconocidos a los que había tratadoen sus tiempos de impresor. Al presentarse Maltrana, ella pensó que erauno de aquellos seres que, vistos desde la casucha del dañador,aparecían como semidioses.
La Mariposa hablaba de su nieto a todo el barrio, augurando que algúndía le verían entre los mandones; el Mosco reconocía en Isidro untalento que se aproximaba al de sus grandes ídolos; el señor Manolo el Federal lamentábase, a sus espaldas, de que un muchacho de tantomérito no se inscribiese en el censo del partido. Y Feli, incitada porestos elogios, mirábale con creciente admiración, escuchando horasenteras de sus labios cosas que no entendía, pero que sonaban en su oídocomo música celeste.
De vez en cuando, en la muralla de palabras incomprensibles se abría undesgarrón, una gran ventana, por la que contemplaba la muchacha uncielo nuevo, otro sol, un mundo sobrenatural que sólo habitaban losseres como Isidro. Cuando éste recitaba versos al final de sus meriendascon el Mosco, cuando hablaba de aquellos grandes escritores que vivíanen el extranjero con honores de príncipe, a la pobre Feli le temblaba elcorazón, sentía que sus piernas se doblaban, le faltaba poco parallorar, como si estuviese en presencia de una religión nueva.
Comenzó a pasar las noches en continuo ensueño, viéndole a él, siempre aél, hermoso como un ángel, asombrando a los hombres con su grandeza;siendo lo más extraño que al día siguiente, contemplándolo en surealidad, lo encontraba no como era, sino embellecido con los mismosatractivos de la nocturna visión.
—¡También tú!—exclamó Maltrana—. ¡También tú sueñas!...
Feli habló luego con tristeza de las dudas que le habían atormentado.Isidro estaba demasiado alto para que descendiese hasta ella, pobremuchacha hija de un dañador que vivía entre la gente miserable de labusca. Cada vez que llegaba con palidez de hambriento, buscando losalmuerzos y las meriendas del Mosco, experimentaba ella una alegría.Aplicábase al cocineo, poniendo todos sus sentidos en el guiso de losgazapos. Bendecía estas privaciones de la existencia bohemia, como algoprovidencial que aproximaba al hombre amado, dándola nuevas esperanzas.Pero luego transcurrían largas temporadas sin que le viese. Estaba enMadrid... ¡en Madrid!
Y la muchacha repetía la palabra con ciertacólera, como si evocase un mundo desconocido lleno de tentaciones.Isidro debía tener allá mujeres muy hermosas; seguramente que era amigode las actrices, como todos los que escriben en los papeles.
¡Las nochesque había pasado gimiendo de desesperación, creyendo perdidas susilusiones!...
La inocente Feli decía esto trémula aún de miedo, como si no tuviese laseguridad de poseer a Isidro, como si temiera que se lo arrebatasenaquellas tentaciones que abultaba con fantástico relieve. Maltrana rióde la simpleza de la muchacha. ¡Alma cándida y trémula!... ¡Si conociesela realidad de su vida!... ¡Suponerle de jolgorio entre actrices ygrandes cocotas, a las mismas horas en que, desfallecido de hambre,pensaba en la cazuela bienhechora de la redacción! ¡Creerle favorecidopor las mujeres, perseguido por ellas, cuando hasta los hombres seburlaban de la ruindad física del pobre Homero y le herían con susbromas!...
Las palabras de la joven resultaban, sin saberlo ella, de una ironíacruel. Maltrana siguió riendo de la inocencia de Feli cuando ésta ledijo con un gestecillo hosco:
—Se acabaron las calaveradas, ¿eh? Sólo me querrás a mi: no harás casode las señoronas. Porque advierto a usted, señorito, que yo soy muycelosa, y si me haces alguna de las tuyas, grandísimo pillo, me lapagarás... ¡vaya si me la pagarás!
Habían entrado en el camino viejo que conduce de Madrid a la Patriarcalde San Martín. Por este camino bajaban, al caer la tarde, las mendigasde las afueras para recoger la sopa en el Asilo de San Bernardino.
Los dos jóvenes llegaron al parterre que se extiende ante la Patriarcal.Sus pasos, haciendo crujir la arena, sonaban agigantados por elsilencio. De vez en cuando oíase el chillido de un pájaro y el follajese estremecía con invisibles aleteos.
Feli, que siempre había visto de lejos este cementerio, sintió graninquietud al encontrarse cerca de él. Por entre el ramaje y el hierro delas verjas veíase la blancura del mármol de los panteones. El brazo dela muchacha se estremeció de inquietud, apretando el de su novio.
—¡Tonta!—exclamó Maltrana—. ¡Si esto es un jardín! La última queenterraron fue mi protectora, y antes de que trajesen su cadáver habíanpasado muchos años sin entierros... Esto es muy bonito: hace pensar enel amor más que en la muerte.
Contemplaba la joven desde el parterre todo el frente del cementerio:dos pabellones color de rosa unidos por una doble columnata del mismotinte alegre. En un pabellón estaba la capilla, cerrada muchos años, conuna espadaña de hierro en el tejado, de la cual pendían dos campanascubiertas de herrumbre. El pabellón opuesto servía de habitación alconserje, y en una ventana de medio punto alineábanse macetas de floresbajo una cortina de tonos alegres que la brisa hacía ondear.
Una verja cerraba la columnata, y por entre sus hierros veíase todo elcementerio como un frondoso jardín. Los cipreses, esbeltos y elegantes,alineábanse a lo largo de las avenidas. En el espacio comprendido entresus troncos agrupábanse altos rosales de hermosa vejez. Las plantastrepadoras enroscaban sus verdes ondulaciones en las columnas de losclaustros, llegando hasta los arcos de herradura. Los mausoleos, lasimágenes yacentes, los ángeles de mármol, en medio de las platabandas detupida vegetación, parecían estatuas de jardín.
Maltrana, siempre que veía de lejos este cementerio, destacando en elcielo las techumbres redondas de sus pabellones, las columnatas y lahelénica vegetación de sus esbeltos cipreses, pensaba en una acrópolisclásica de aquellas que eran fortaleza, santuario y paseo a un tiempo.
La dulce calma, cortada por el rumor del follaje y el piar lento de lospájaros, disipó la inquietud de Feli.
—Entremos—dijo su novio—. Esto es un cementerio de novela; un jardíncomo no hay otro en Madrid.
La enamorada pareja sentíase atraída por el poético silencio de esterincón olvidado.
En la columnata vieron a una vieja haciendo calceta, y junto a ella unhombrón, que fijó en los jóvenes su mirada escrutadora.
—¿Vienen ustedes por algún pariente?—dijo.
Maltrana contestó con la firmeza del que dice verdad:
—Tengo aquí lo mejor de mi familia.
El guardián no parecía satisfecho.
-¿No vienen ustedes a pintar?—preguntó de nuevo—. Porque para pintarse necesita permiso.
Isidro sonrió, echando atrás las aletas de su macferlán. ¡Pintar! ¡ Vayauna pregunta!
¿En dónde iba a ocultar los colores y la paleta?...
Los dos jóvenes, tras un gruñido de asentimiento del portero, entraronen la Patriarcal, comentando las extrañas preguntas de éste con risasque parecían alegrar el fúnebre silencio.
Maltrana quiso que Feli viese la sepultura de su protectora, y los dossalieron de la avenida central para descender por una escalerilla enforma de túnel a un patio inmediato.
En este rectángulo, mucho más bajo que el centro del cementerio, novieron árboles ni platabandas. El suelo estaba totalmente ocupado por lamuerte; las tumbas se apretaban entre las galerías del claustro.
Embellecía el abandono este rincón con desolada poesía. Las grandeslosas sepulcrales estaban curvadas por el tiempo y la lluvia, con lasinscripciones borrosas; las plantas parásitas, creciendo entre laspiezas de mármol, las hacían saltar, desuniéndolas con el impulso vitalde sus raíces. Las coronas, pendientes de cruces de hierro mohoso,habían perdido sus flores, sus doradas siemprevivas; eran aros de pajanegra y putrefacta, guardando en sus briznas un hervidero de insectos.
Los pasos de los dos jóvenes hacían resonar las oquedades repletas dehuesos; por todos lados, en el suelo y en las paredes, la sensación delo hueco, la repetición interminable del más leve ruido, la nada sonorade la muerte.
Maltrana se detuvo ante un nicho. Allí estaba su ángel bueno, la que élllamaba por antonomasia «la señora». Acordábase, conmovido, de laspalabras de la buena anciana cuando le prometía buscarle una esposa quele hiciese feliz. Señora, la compañera estaba allí: venía a saludarla,agradecida por lo que había hecho con él. No era rica, tal vez no erabuena cristiana, como la deseaba ella; pero embellecería su existencia,dándole ánimos para seguir aquel camino áspero en el que le habíaabandonado su mano protectora, paralizada por la muerte.
Al salir del fúnebre patio, les pareció aún más hermosa la avenidacentral del cementerio. El jardín, con su belleza melancólica,ahuyentaba toda idea de muerte. Era distinto de los patios cercanos,henchidos de cadáveres. Sus diseminadas tumbas parecían monumentos deadorno, colocados allí sin otro objeto que alterar la verde monotonía dela vegetación. Eran sepulturas de ricos, de privilegiados, que aundespués de muertos parecían guardar la tranquila compostura de losfelices. Los nombres de antiguos ministros, de generales, de duquesasfamosas por sus gracias, brillaban en las caras de estos enormesjuguetes de mármol.
Las primeras mariposas movían sus alas sobre los rosales, cuya sequedadinvernal comenzaba a hincharse a impulso de los tiernos brotes. Zumbabanlos insectos en el ambiente dorado de la tarde; la tierra se agrietabapara dar paso a una vegetación salvaje, a una maraña verde, que parecíala cabellera primaveral surgiendo lentamente de la tierra. Las hormigasremovían el suelo, elevaban pirámides junto al túnel de su vivienda, yen negros rosarios atravesaban los andenes, realizando bajo la hierbaobscuras epopeyas de combates, conquistas y trabajos hercúleos. Deciprés en ciprés aleteaban pájaros negros, rasgando el silencio con susilbido. Eran los mirlos y las currucas ocultos en la espesura de laPatriarcal, único refugio de follaje en medio de las yermas colinas.
Tres niños con blancas blusas, sonrosados y mofletudos como angelotes,tres pequeñuelos de la familia del conserje o de alguna casucha cercana,jugueteaban puestos en cuclillas sobre la hierba, hurgando loshormigueros y arrojando pedradas a los pájaros, que apenas si movían lasalas. Feli los contempló con ojos amorosos; sentía deseos de abrazarse aellos, de comerse a besos sus hociquillos sonrosados y sucios, como sifuesen una imagen de la vida triunfadora, invadiendo el rincón delolvido.
Maltrana, bajo la influencia de este ambiente melancólico y dulce,hablaba a Feli de sus ideas. Le gustaba el cementerio de San Martín, consu rumorosa vegetación de jardín abandonado, porque ofrecía la bellezade la Muerte tal como él la había concebido.
La Muerte no era un esqueleto de burlesca risa y grotescas cabriolas,cual la representaba el bárbaro arte de la Edad Media en su horror a lacarne. Era una gran señora de belleza triste, pálida, intensamentepálida, con una piel mate que parecía absorber la vida del aire, sindejar en su superficie brillo ni jugo; con unos ojos negros, intensos,helados, profundos, que recogían la luz del espacio sin devolver el másleve fulgor. Era una matrona de potentes caderas, en cuyas entrañasrenacía la vida; de robustos y voluminosos pechos, siempre hinchados deleche densa y amarga. A un pecho se agarraba el Recuerdo, gimiendo alpaladear el líquido de acíbar; al otro el Olvido, que chupaba cerrandolos ojos, queriendo dormir. A su paso callaban los pájaros, mustiábanselas flores, caían al suelo los seres animados, se hacía el silencio.
Suspies, invisibles bajo la túnica de crespones, hacían temblar la tierracual si estuviesen calzados con coturnos de hierro. Pero apenas pasaba,todo resurgía a su espalda, casi en los bordes de sus fúnebres velos:revivían las flores con nueva fuerza, trinaban otros pájaros, y delpolvo donde habían caído los viejos, los inútiles y los débiles, volvíana levantarse, transfigurados por la juventud. Ella era el abono de lavida, la hoz que siega el prado para que resurja con mayor fuerza.Maltrana la conocía: la había visto pasar ante sus ojos, con todo suesplendor melancólico, evocada por la más sublime de las exaltacionesartísticas. Wágner la sacaba de las tinieblas de lo misterioso,haciéndola marchar entre graves melodías que eran ecos del dolor humano.Por dos veces la había contemplado Maltrana cerrando los ojos, con supiel pálida, sus ojos negros y fríos que brillaban hacia adentro, suscaderas de eterna creadora y sus pechos amargos: cuando el salvajeSigmundo habla a la walkyria que le anuncia la muerte; cuando ladesesperada Iseo se enrosca de dolor y se mesa los cabellos, agitadospor el viento del mar, ante el cadáver de Tristán.
Era ella, la verdadera, la única, la que inspira miedo y consuelo; labelleza triste que nunca se aja; la pálida señora del mundo; la beldadque llega puntual a la cita con su beso de olvido y de paz, con elsupremo espasmo de la insensibilidad y el anonadamiento.
Feli escuchaba a su novio con los ojos dilatados por el asombro,pugnando por entenderle.
—¡Cuánto sabes, Isidro!—murmuró acariciándole con la mirada—. Por esote quiero tanto: porque dices cosas bonitas.
Maltrana rió de la sencillez de la muchacha, sintiéndose halagado almismo tiempo por su admiración. Casi se arrepintió de lo que llevabadicho: eran tonterías; la hablaba como si fuese un compañero al quequisiera turbar con sus paradojas. Se cogieron del brazo otra vez, yMaltrana condujo a la joven a una galería de nichos, en lo más hondo delcementerio.
—Quiero enseñarte cómo acaban los hombres de talento, cómo reposan losque en vida tuvieron aduladores y fanáticos... Mira.
Y después de una rápida busca con los ojos, le señaló un nicho, el másmísero de todos. Su boca apenas estaba cubierta con un hule, desprendidode las puntas; un andrajo negro con letras amarillas y borrosas. Felileyó con algún trabajo: «Aparisi y Guijarro».
—Ese señor—continuó Isidro—fue famoso en vida. Pronunciaba en elCongreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de todaEspaña, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia losperiódicos para leerle. Y ahora, mírale: cualquier tabernero tiene mejoralojamiento después de muerto... Era un poeta, un soñador; y los poetas,no sé por qué, tienen mala sombra en la política... Yo no creo en él;pero le compadezco y le defiendo por espíritu de cuerpo. Este olvido nosconsuela a los que trabajamos sin esperanza en la tienda de enfrente,que es la de los pobres, la del populacho.
Maltrana siguió hablando con tono de cólera. Bien podía el rey de aqueltribuno adecentar su tumba; bien podían los representantes de latradición acordarse un poco del gran artista que les había enardecidocon sus himnos oratorios. Equivalía a una burla infame citar su nombre atodas horas, como gloria y bandera de las aspiraciones hacia el pasado,mientras sus restos permanecían en un rincón, sin el más leve signo dehomenaje, como los de un hombre que hubiese atravesado la vida sin ruidoy sin afectos.
Feli deletreaba las inscripciones en lápiz que ennegrecían el yesoalrededor del nicho. Eran versos disparatados e ingenuos en honor del«Cicerón español», del
«paladín de la fe y las tradiciones»; testimoniosde entusiasmo de algunos curas de misa y olla, que, al venir a Madrid,no habían querido tornar a sus pueblos sin ver la tumba de su grandehombre. El hule caído parecía reírse con sus arrugas de tales elogios,que sonaban a falso en este abandono.
Maltrana examinó las firmas.
—Todas son del populacho: curas pobres, guerrilleros ilusos; gente deabajo, de la que tiene corazón.
Aquel soñador de Levante, artista engañado, también tenía corazón, y poreso reposaba en el olvido.
—Era pobre y defendió a los ricos—continuó Maltrana—; era plebeyo ypidió la resurrección del pasado con sus privilegios de raza; tenía elcarácter independiente y un tanto levantisco de su tierra y deseaba elabsolutismo. Los que él defendió no se acuerdan de él, y tal vez siguencon esto al instinto, que no engaña. Vivió para ellos, pero no fue desu familia.
Los dos jóvenes se alejaron de este rincón, volviendo a la avenidacentral. Remataba ésta en un edificio abierto, especie de ábside, queocupaba el fondo del cementerio, con muros en semicírculo y mediacúpula. En las paredes habíanse abierto grandes hornacinas con ricasurnas funerarias. Los segmentos de la bóveda ostentaban varias pinturasrepresentando la resurrección de Jesús. La gran puerta del fondo,cerrada por una verja mohosa, dejaba ver al través de sus vidrios elcerro de enfrente y un grupo de álamos entre dos casitas rojas en lo máshondo de una cañada.
Sobre esta puerta abríase un medio punto de vidrios de colores, por elque se filtraba el sol de la tarde, dando a las paredes, a las tumbas,al suelo, las palpitaciones policromas del iris. La luz fantásticaparecía prestar vida a las figuras de la bóveda, animándolas conesplendores de apoteosis.
—¡Qué bonito!—murmuró la muchacha.
Esta luz alegraba los ojos, borrando la lúgubre significación del sitio.A Feli le parecía el ábside un salón de baile alumbrado con luces decolores: creía que todos los muertos, con trajes vistosos, sonrientes ysin infundir miedo, iban a mostrarse para intervenir en la fiesta. Lospájaros piaban en el inmediato jardín o revoloteaban bajo las arcadas,como atraídos por la hermosa iluminación.
La clase social de las gentes enterradas en esta parte del cementeriosólo evocaba imágenes de lujo, de placer y de fiestas. Eran duquesasfamosas por su hermosura, damas palaciegas que habían muerto en lo mejorde su edad, mujeres que gozaron sus épocas de reinado y adoración. Losnombres que brillaban en letras de oro sobre la blancura láctea delmármol hacían soñar en fiestas elegantes, amorosas entrevistas,tocadores lujosos impregnados de suaves esencias, adornados con florescostosas.
Maltrana, como si sintiera los efectos de este recuerdo de voluptuosidady amor que las ilustres muertas evocaban con sus nombres, fijó los ojosen Feli, que contemplaba absorta las hermosas tumbas. Pasó un brazo porsu talle, la atrajo hacia él y la besó donde pudo, donde alcanzaron suslabios, entre el lóbulo sonrosado de una oreja y el cuello moreno, queerizó su piel, estremecida al contacto de los labios.
La joven se desasió con rudo empujón.
—¡Isidro!—exclamó avergonzada—. ¡Isidro!...
Y bajó la cabeza tristemente, como dolorida por la audacia del amante.
Después habló para acusarse a sí misma, sin dirigir el menor reproche aljoven. Ella tenía la culpa: debía haber evitado esta soledad, negarse aentrar en el cementerio con Isidro, que estaba acostumbrado a losmayores atrevimientos con sus impúdicas amigas de Madrid... ¡Besarla!...¡y en aquel sitio!...
Miró en torno, como si esperase que se abrieran las tumbas, irguiéndoseairados los cadáveres por tal profanación.
Maltrana sonreía. ¡Tonta! ¿a qué tal miedo? Aquel sitio era lo mismo queotro; mejor aún, por su poesía silenciosa de jardín abandonado, propicioal amor. Ellos no hacían mas que repetir el eterno himno de la vida.Antes lo habían cantado aquellas gentes que fueron felices y dormíanahora en sus envolturas de mármol. Lo único verdadero de la vida era elamor. Si los muertos pudiesen recordar el pasado, la memoria de lashoras amorosas sería el consuelo de su eterna noche.
Aquellasaristócratas ocultas tras la piedra que pregonaba sus títulos, susbandas y su caridad no pasaron toda la vida con la diadema nobiliariaen el peinado y los cintajos en el pecho, echándolas de damas benéficas.Habían sido mujeres orgullosas de su hermosura, propicias a conceder laadmiración de sus encantos como una limosna regia.
Isidro, con impúdica imaginación, se las representaba en el abandono desu dormitorio, mostrando misterios de nácar y rosa al través de laespuma de sus blondas, agarradas al hombre amado con el supremoestremecimiento del deseo, olvidándose de las vanas grandezas de lavida, concentrando toda su existencia en el violento estrujón carnal.Aquel personaje tendido sobre su sarcófago con la severa toga del quejuzga a sus semejantes no siempre había sido ceñudo y austero, como lomostraba el escultor.
Alguna vez el hombre vencería al personaje, yrecatándose como un mozuelo, dando al diablo su gesto imponente, habríabuscado un rayo de felicidad en misteriosos rincones, lejos de lafamilia, abominando de su moral avinagrada y áspera. Los muertos habíanconocido la dicha mucho antes; ahora les tocaba el turno a ellos, ydebían aprovecharse de la buena suerte.
—Feli, vida mía—exclamó Maltrana con su vehemente exageración—, ríetede los muertos; no nos odian, nos envidian. Grita conmigo: ¡viva elamor!...
—No; vámonos—murmuró la muchacha—. Fuera de aquí hablaremos; gritarélo que quieras. ¡Quererse por primera vez en un cementerio!... Esto damala sombra; acabaremos mal. Vámonos, Isidro.
Tiraba de él poseída de un terror infantil, y el joven la siguió. Peroal pasar bajo el arco que daba entrada al ábside, Isidro la detuvo,lanzando una exclamación de asombro.
La luz de la vidriera envolvía a Feli. Era una faja de colorespalpitantes, que abarcaba a la joven de pies a cabeza, haciendo temblartodo su cuerpo como si estuviese formado con las tintas del iris.
—¡Qué bonita!—exclamó Maltrana con arrobamiento—. ¡Si pudierasverte!...
Tienes la falda verde y el pecho azul. Tu boca es de colornaranja; una mejilla es violeta y la otra ámbar. Parece que tengasclaveles en la frente.
Feli permanecía inmóvil, sonriendo con femenil complacencia, gozosa deque su novio la viese tan bella. Sentía la caricia del rayo mágico desol; entornaba los ojos, cegada por la ola de colores que palpitaba ensus ropas y su carne.
El halago de la coquetería disipaba su miedo al cementerio, con esafacilidad que tienen las mujeres para el olvido cuando se sientenacariciadas en su vanidad.
Algo más que el contacto ardoroso de la luz sintió de pronto Feli. Sunovio la estrujaba otra vez, pero con mayores arrebatos, sin que ellaintentase resistir.
—Deja que bese ese amarillo de oro... Ahora, el morado; ahora, elazul... el rosa de tu frente... el heliotropo de tus labios... lasvioletas de tus ojos.
Caían los besos sobre ella como una lluvia sonora, con chasquidos depasión, que agrandaba el eco del cementerio.
Feli revolvíase entre sus brazos, intentando en vano librarse de ellos.Al moverse, los colores cambiaban de sitio, pasando de una parte a otrade su cuerpo adorable.
Todos los resplandores de la luz desfilaban porsu boca. Maltrana no perdonó uno; quiso saborearlos todos, en medio deaquella gloria de colores que envolvía su amoroso grupo.
Feliciana cerraba los ojos, estremecida por el chaparrón de besos,vibrando su virgen sensibilidad con el apretón de los masculinos brazos,sintiéndose próxima a caer al suelo, como si las piernas temblorosas nopudiesen sostenerla, murmurando entre suspiros dulces:
—Basta... déjame... Que me matas: que grito... Asesino...
Por fin pudo desasirse: y arreglándose el mantón, atusándose el peloalborotado por los viriles apretones, fijó sus ojos en el novio, con unamirada en la que había reproche y agradecimiento.
—En seguidita me coges otra vez... ¡Y cómo se ha divertido el niño conesa tontuna de los colores! Vámonos o reñimos.
Echó a correr hacia la salida, como si quisiera evitar las explicacionesde Maltrana, y éste la siguió. Cerca de la verja, los dos acortaron elpaso y marcharon unidos, con rostro grave, como si saliesen tristes desu visita a las tumbas.
Pasaron sin despegar los labios ante el portero que les había acogidocon tan extrañas preguntas; pero, al alejarse, Feli volvió la cara paramirarle y prorrumpió en una carcajada de niña. Isidro adivinaba elpensamiento de su novia; recordó el gesto hosco con que el portero leshabía preguntado si entraban a pintar.
—El tío presentía el suceso—dijo Maltrana alegremente—. De enterarsea tiempo, hubiera sido capaz de pedir su parte de colores.
El recuerdo de las caricias le hizo juntarse, enlazar sus brazos,caminar apoyados uno en otro, mirándose con ojos en los que aún brillabael fuego de las recientes sensaciones.
Feli olvidaba su enfado. Al verse en campo raso, donde no podía temernuevos arrebatos del novio, se abandonaba, apoyábase en él con desmayo,acariciándolo con el soplo de su respiración, mirándole de tan cerca,que Maltrana creía sentir el calor de sus ojos de brasa.
Finalizaba la tarde. Ocultábase el sol, y en el cielo de suave color devioleta flotaba la luna como una nubecilla pálida, borrosa aún por laluz diurna.
Los dos amantes siguieron el camino a lo largo del tercer depósito,haciendo crujir bajo sus pies el polvo de carbón que ennegrecía elsuelo. Pasaban hacia Madrid mujeres astrosas con niños dormidos en susbrazos; viejas arrugadas y negras como brujas, con pucheros destinados arecibir el rancho de San Bernardino.
Estas infelices, al cruzarse con la joven pareja, husmeaban el amor consu instinto de hembras, e imploraban una limosna. Isidro repartiópródigamente el dinero, acompañándolo de inmorales consejos, que hacíanreír a Feli. Nada de comprar pan: aquella limosna era para vino, paratomar la gran curda. El mundo había de alegrarse y saltar loco deembriaguez; debía reflejar la felicidad que rebosaba en su alma al verseamado por Feli.
También ellos dos iban en busca de un merendero, de un lugar bonito,para comer, para beber, para darse dos vueltas de vals al son de unpiano.
¡Viva la vida! Maltrana, recordando las afirmaciones de otros tiempos,repetía a su novia que la vida es alegre, que la vida tiene un sentidohelénico, que el dolor, que parece interminable, no es mas que unaccidente pasajero, el aperitivo de la felicidad, tras el cual se atracauno mejor de las dichas de la existencia.
Pasó un hombre con un cesto de naranjas, y al sorprender Isidro unaávida mirada de su novia le hizo detenerse. ¡A soltar en seguida lomejor del cesto! A Feli le gustaban las naranjas; aún no las habíaprobado aquel año, y él era capaz de tender a sus pies, como alfombra deoro, toda la cosecha de los campos valencianos.
Feliciana sólo quiso aceptar una naranja, la más hermosa, y los dossiguieron adelante, jugueteando ella como una niña con la pequeña esferade color de fuego, haciéndola saltar entre sus manos. Acabó por abrir unagujero en ella y por chupar su jugo apretándola entre los dedos. Unchorro de ámbar descendió por la comisura de sus labios hasta labarbilla de graciosa redondez, endulzando su piel. Isidro quiso beberlo,y de nuevo rozó con su boca la boca de Feli.
—¡Otra vez!—exclamó la muchacha, echándose atrás entre sonriente eindignada—.
Pero, condenado, ¿no ves que nos miran... que pasa gente?
Después rió del gesto desalentado de Isidro, el cual bajaba la cabezacomo un niño enfurruñado. Con mimosa gracia puso en su boca la naranja.
—Toma y no llores... Yo he puesto ahí los labios; chupa, y cuidaditocon volver al besuqueo... A ti habrá que tratarte como a un niño deteta. Zurra... zurra al nene, que es malo.
Y con su mano fina y blanca, aquella mano de señorita, que era elasombro de las Carolinas, abofeteó cariñosamente la cara del joven.
Al anochecer entraron en un merendero de la hondonada