Cuando los amantes, dando por terminado el arreglo del dormitorio,volvieron a lo que había de ser despacho, Maltrana buscó el martillo ylos clavos.
Quería adornar su habitación de trabajo colocando unas láminas regaladaspor un amigo. Eran retratos, y el joven explicó a Feli la grandeza detodos aquellos señores que mostraban sobre el papel su gesto leonino,mirando a lo alto con ojos ardientes de inspiración.
—Fíjate, nena; éste es Víctor Hugo, un semidiós. Cuando yo arregle mislibros, te daré a leer algo suyo. Este otro es David-Federico Strauss,uno que se metió a examinar la vida de Jesús y no dejó en ella títerecon cabeza. Este barbudo es Darwin; el otro, que parece un erizo blanco,mi gran tío Schopenhauer; el de más allá, Zola, con su mirada triste,como si fuese a llorar; aquel viejo tan guapo y simpático, el amigoHæckel... Todos gentes distinguidas, apreciables puntos, que no seofenderán de vivir con nosotros en plena alegría juvenil. ¡Las cosas quevan a presenciar estos ilustres gachos!...
Feli sonreía contemplando los retratos, creyendo de buena fe, en susencilla ignorancia, que eran señores de Madrid a los que conocía ytrataba su amante. Esta misma amistad la hizo presentir que podían sermal vistos por el dueño de la casa.
—Pero Isidro, ¿y don Vicente? ¿No se ofenderá al ver a estoscaballeros?
Maltrana prorrumpió en una carcajada al oír el nombre del «santo». Eldía anterior, al dejar los grabados en la casa, se los había enseñado,quedando el devoto perplejo largo rato en su contemplación.
—Yo—dijo—desconfío siempre de los señores que tienen mucha fama. Noconozco a estos caballeros mas que para servirles; jamás leo periódicos;pero me escamo cuando los papeles hablan mucho de un hombre. Ahora sólose habla de los grandes pecadores: los santos viven en la obscuridad.
Luego de una larga reflexión, había preguntado:
—¿No estarán entre estos señores Voltaire y Garibaldi?
El
hermano
Vicente
no
conocía
mayores
impíos.
El
nombre
de
Voltaire,pronunciado con todas sus letras, le hacía estremecer, al mismo tiempoque se alteraban sus ojos inflamados con el lagrimeo de la rabia.
-No; señor Vicente; no están.
-Me alegro. Porque si estuvieran Voltaire y Garibaldi, yo me marcharía.No podría vivir bajo el mismo techo que esos demonios.
Y más tranquilo ya, examinó los retratos, alabando a algunos de aquellosseñores, que, por sus grandes barbas de plata y sus frentes serenas,tenían, según él, caras de santo.
Cuando Maltrana terminó de clavar unas perchas en el dormitorio y diopor definitivamente colocados todos los muebles, comenzaba a anochecer.Había que pensar en la cena y en la luz. Las necesidades de la vidaturbaban su amoroso aislamiento, haciéndoles salir de aquellainconsciencia de pájaros errantes que por primera vez construían nido.
Isidro tomó el sombrero para bajar a la calle y hacer sus compras.
—Adiós, niña... Rica, adiós: vuelvo en seguida.
Se despedían entre fuertes abrazos. Alejábanse y volvían a juntarse, connuevos besos, como si Fuese él a emprender un interminable viaje. Porfin, se separaron en el rellano de la escalera.
—Cierra, bien—dijo Maltrana, como si temiese los mayores peligrosdurante su ausencia.
Y sólo se decidió a bajar cuando vio cerrada la puerta y sonaron trasella los ruidos de la llave y el cerrojo.
Volvió a la media hora, con un paquete de bujías, dos chuletas empanadasde una taberna cercana, una libreta, una botella de vino y un paquete dedulces. ¡Juerga completa! Decididamente, la vida de burgués, con casapropia y mujer única, tenía grandes encantos. La vida era alegre; habíaque dar a la vida un sentido helénico, y el helenismo no podía ser másfácil de conseguir: estaba en el escaparate de una confitería, en losojos de una tierna muchacha, aunque hubiese nacido entre losestercoleros de Tetuán.
Feli le aguardaba en el rellano, trémula de miedo.
—Isidro, ¿eres tú?—preguntó con voz acongojada.
Había anochecido. Al invadir las sombras su nueva habitación, lamuchacha experimentó el terror de lo desconocido. La daban miedo loslibros en sus vetustas estanterías; pensaba con pavor en cierto Cristoensangrentado, con lacias melenas, que el señor Vicente tenía en lapieza inmediata. Se había refugiado en la escalera y aguardabaimpaciente la llegada de Isidro.
Este encendió una bujía, y fue alineando sus provisiones sobre la mesa.Feli, con la luz y los dulces, recobró la alegría.
Comieron y bebieron, hablando de acostarse al poco rato. Reían, pensandoen que otras noches, a aquellas horas, todavía vagaban por los campos.Iban a dormir como las gallinas. ¡Oh la vida ordenada! ¡La vidatranquila, lejos de todos, queriéndose mucho, aislados del mundo, en eldulce egoísmo del cariño!... Les parecía imposible que las gentes fuesentan ciegas que no supieran vivir así.
Mientras comían, hablaron de lo que pensaban hacer a la mañanasiguiente.
Visitarían las tiendas de la calle de Toledo para que ellacomprase las sábanas. Isidro, desoyendo sus protestas, pensaba regalarlecierto vestido expuesto en un maniquí a la puerta de una tienda demodas. Además, acordábase de que hacía tiempo que soñaba Feli con unasbotas altas, muy altas, de suave color de limón y con muchos botones.
—Pero ¡nos vamos a arruinar, nene!—suspiraba ella, posando la cabezaen un hombro del amante—. Tú no tienes dinero para tanto.
Maltrana protestó. El trabajaría. ¿Y para quién era todo su dinero?...Para su Feli, para su gorrera graciosa, que lo había abandonado todo;siguiéndole a él, pobre y feo.
—¡No digas eso!...—suspiraba ella—. Tú eres el hombre más guapo deMadrid, el que más sabe. Aunque me buscase el mismísimo príncipe deAsturias, le diría que no.
Ya tengo a mi Isidro, que es para estapobrecita mucho más que los príncipes y los reyes. ¡Si supieras quécelos me daba una compañera de taller cuando decía que, aunque feo, eressimpático!...
Terminada la cena, devoraron los dulces y bebieron las últimas gotas devino. Feli, sin darse cuenta, habíase deslizado de su asiento, acabandopor acomodarse en las rodillas de Maltrana. Le ofrecía entre sus labiosun dulce; lo partían con largo y meloso beso, y el joven, después deesta caricia, hablaba gravemente de su porvenir.
—Vivimos mal, Feli—decía—. ¿Crees tú que estoy satisfecho de laexistencia que te ofrezco?... Ahora podemos sufrirlo todo porque somosjóvenes, porque nos amamos. Tenemos la salsa que hace chuparse los dedoscon el plato más insípido: la alegría y el amor...
—Yo estoy bien, nene. Quisiera quedarme para siempre así... con lacabecita en tu hombro... y dormirme... y no despertar nunca.
—Pues yo deseo más. Yo quiero darte criada y un cuarto mejor, y quevistas como una señora, y vayas al teatro, y algún día la gente tesalude, y digan todos: «Ahí va la mujer de Isidro», y hasta en losperiódicos se hable de «la bellísima señora de Maltrana».
Feli rió como una niña.
—Pero ¡qué tonto!... ¡Qué cosas tan superficiales deseas! Lo queimporta es quererse. La gente que se arregle como pueda; que diga lo quemejor le plazca.
Maltrana quedó largo rato pensativo. Sentía el entusiasmo, la fe en elporvenir, los ensueños de ambición que acompañaban todos sus momentos debienestar físico.
—Empezamos mal, Feli; con grandes necesidades, como todos los quesubieron muy alto... Tú no te das cuenta de adónde podemos llegar. Mequieres, pero ignoras en realidad quién es tu Isidro. Hasta el presentehe luchado con la mala suerte; pero tú me traes la Fortuna. Trabajaré,escribiré mucho: tengo ahora una fuerza, un vigor para el trabajo, queno había conocido nunca. La gente acabará por fijarse en Maltrana, porver en él un gran escritor, un talento extraordinario.
—¡Quién lo duda, bobito!—exclamó Feli—. Tú tienes mucho talento: esolo he dicho yo desde que te conocí. Deja que te bese esa frente dondeguardas tu talentazo; deja que te acaricie con los labios ese almacén dedonde sacas tus cosas bonitas.
Oprimía entre sus brazos la cabeza del amante, la besaba enardecida,como si quisiera morder su frente enorme y rugosa.
Maltrana, después de desasirse, continuó con entusiasmo:
—Me dedicaré a la política; quiero que seas una gran señora, y en estepaís no hay camino mejor para subir aprisa. Yo llevo dentro algo. El díaque me conozcan, impondré respeto. Seré director de periódico, serédiputado... ¡Llegaré a ministro, Feli, y tú serás mi mujer, la esposa deSu Excelencia!...
El joven hablaba con la fe de todos los humildes de alguna imaginación,que hasta en los momentos de mayor angustia se sienten tocados por lasalas de oro de la Quimera y creen que en el porvenir les aguardaninmóviles la riqueza o la fortuna política para que las tomen con susmanos.
Feli reía con entusiasmo infantil, no sintiendo la menor duda acerca delas esperanzas de su amante, creyendo que estos ensueños podíanrealizarse al día siguiente.
—¡Yo, ministra!—exclamó—. ¡Y tendré coches, y los lacayos se mequitarán la chistera con galones dorados, y mi tío el Federal sequedará con un palmo de boca abierta cuando pase en carretela por laPuerta del Sol, frente a su oficina!... ¡Y tú irás a Palacio y tetratarás con las grandes damas, y...!
El rostro de Feli pareció entenebrecerse. Apretó los labios, lebrillaron los ojos, y dijo con enfurruñamiento:
—No; tú no serás ministro; no quiero que lo seas, no me da la gana, ¿loentiendes, Isidro?... Dime que no lo aceptarás aunque te lo ofrezcan;dimelo, o reñimos... El mundo está lleno de tentaciones, y ¡no digo nadasi acudirían las señoronas al ver a este feo, que habla como los propiosángeles y tiene tanto talento, vestido de general, con una casaca deesas que tienen la pechera bordada de ojos!... ¡lo mismo que las moscasa la miel! ¡Ojo, señorito! Yo tengo mucho quinqué, y adivino las cosas.No serás ministro, no. Dime en seguida que no lo serás, o te pego.
Se incorporaba sobre las rodillas de Isidro, y fingiendo furor,abofeteábale con su blanca manecita. Después, pareciéndole poco estecastigo, metía sus dedos en la crespa cabellera del joven, tirando sincompasión de los mechones.
—No, no lo seré—exclamó Maltrana—. Presento la dimisión de lacartera; crisis total. Pero ¡déjame el pelo, niña, que me haces daño!
—Está bien—dijo Feli más tranquila—. Te dejo, pero ¡cuidadito confaltarme a la palabra!... Lo que deseo es que algún día vivamos comoesos matrimonios que no tienen que rabiar por el puchero, que envían suslujos a un colegio, tienen su buena casa allá en el barrio de Salamanca,salen a paseo juntos, y los días que hace mal tiempo se dan unavueltecita en coche, muy apegadizos, con los vidrios levantados.
¿Puedeser esto, Isidrín?... Tú escribirás mucho; escribe cuanto quieras: yo nohe de enfadarme por eso. Pero sin cansarte, ¿eh? Cuando te canses, lodejas; no quiero que se me pongan enfermos estos ojitos tan monos.
Y besaba los ojos de Maltrana delicadamente, como si temiera lastimarloscon sus labios.
—Podías hacer también cosas para los teatros; mi tío dice que eso damucho dinero... Pero no: ¡qué bruto soy! Dime que no en seguida, o tearaño. ¡Dónde iba yo a meterte!... Nada de teatro: queda prohibido.Escribirás en los periódicos, escribirás libros; y si alguna vez lasseñoronas te envían cartitas, entusiasmadas por esas cosas tan monas quesabes decir, ¡cuidado con hacer caso de ellas!... Mira que tú aún no meconoces; mira que yo, cuando le tengo ley a una persona, soy peor queuna mosca.
Y la pobre Feli, haciéndose la temible, se apretaba contra Isidro, leestrechaba en sus brazos, frotaba su cara en uno de sus hombros, leacariciaba el cuello con el raso de sus labios.
Sentíanse invadidos los dos por una dulce laxitud, por un deseo dedescansar en algo más sólido que las frágiles sillas... ¡A dormir! Perono durmieron: no tenían sueño.
Escucharon desde su cama, envueltos en la obscuridad, el rechinar de lacerradura y la entrada del señor Vicente, a tientas, en su habitación.
Feli, apretando su boca contra un brazo del amante para que no sonase surisa, seguía, regocijada, todos los ruidos del «santo», adivinando susignificación. ¡Plam!
¡plam! Era que se quitaba, los zapatones defraile, arrojándolos lejos. Ahora, se desnudaba; después se tendía en eljergón.
La traviesa Feli tuvo un pensamiento que la hizo retorcerse con grandescontorsiones para ahogar su risa. Isidro le preguntó al oído, riendoigualmente, sin saber por qué. ¿En qué pensaba?
—Pienso...—murmuró la muchacha—pienso en la figura que hará el santoen camisa.
Y los dos, fuertemente abrazados, volvían a reír, estremeciéndose suscarnes desnudas bajo la manta, rozándose con el temblor del regocijosofocado.
Sonó largo rato un murmullo en la vecina habitación. El señor Vicenterezaba sus oraciones. Luego, un ronquido fatigoso cortó el silencio.
Los amantes no durmieron. Reían de este roncar grotesco interrumpido porlargos suspiros. El señor Vicente despertaba unos instantes, mascullandosantas exclamaciones: «¡Ay, señor!», y volvía a sumirse en su sueñointranquilo, cortado por las visiones del ayuno y la exaltación.
Oían detrás del tabique su voz medrosa con sacudidas de terror:
-¡Suéltame... te conozco! Eres el Malo... ¡Largo de aquí!
Feli no pudo contenerse por más tiempo, y su carcajada infantil rodó enel silencio como una campanilla de plata.
Así transcurrió la noche. Los amantes ya no reían; callaban, como sidurmiesen. En su habitación gemía la cama con ligeros temblores, cual sianduviesen ratas por debajo de ella.
Al otro lado del tabique hablaba en sueños el señor Vicente, estremecidopor el horror de sus visiones.
—Te conozco, Malo... Pierdes el tiempo enseñándome esasasquerosidades... Mi carne está muerta... Gloria al Señor... La impurezano entrará en la casa de su siervo.
VII
Maltrana, en la apacible calma de su nueva existencia, terminó pronto ellibro del marqués de Jiménez. El grave prócer mostrábase satisfecho deltrabajo. Además, por encargo suyo, vigilaba el joven la impresión ycorregía las pruebas. ¡El senador tenía tantas ocupaciones!...
Cada vez que Isidro le presentaba un pliego impreso, don Gasparexaminábalo minuciosamente, dando bufidos de satisfacción ante laspáginas que presentaban gran cimiento de notas. Las que aparecían con eltexto solo, provocaban en él un mohín de disgusto.
—No tienen seriedad—decía el senador—. Parecen páginas de una novela.Pero, hombre, ¿qué le hubiera costado poner unas cositas al pie?...
Cuando el libro estuvo impreso, el marqués hizo un nuevo encargo aMaltrana. El jefe del partido, que había de escribir el prólogo,entreteníale con excusas, sin cumplir su promesa. Don Gaspar no seofendía por ello, conociendo las exigencias de la política, la vidacruel, abrumada de trabajo, que arrastran sus hombres. Por fin, elimportante personaje, dando al marqués una muestra de gran confianza, lehabía rogado que escribiese él mismo el prólogo, autorizándole para quepusiese su firma al pie. Quien había escrito un libro tan notable, bienpodía en una noche pergeñar unas cuantas cuartillas a guisa deintroducción.
—Y yo, joven amigo—siguió diciendo el prócer—, le transmito a ustedel encargo, rogándole que haga todo cuanto sepa... ¡Qué honor, joven!¡Escribir cosas que ha de avalorar con su firma un personaje ilustre!Muy pocos alcanzan esta gloria a la edad de usted... Creo inútilindicarle lo que el prólogo debe decir. A su talento me confío. El jefeme quiere mucho; de permitirlo sus ocupaciones, hubiese dedicado a miobra grandísimas alabanzas. Tire usted de pluma sin miedo. Mejor quenadie, sabe usted que ese libro es el resumen de una larga vida políticay que hay en él cosas muy notables.
Descendiendo, como él decía, a la práctica, y sin soñar—eso nunca—,habló el marqués de la remuneración del nuevo trabajo. Por el libro,ajustado en tres mil reales, le daría mil pesetas, pues estaba contento,aunque no había apretado la mano tanto como él deseaba en lo de lasnotas. Aun así, el jefe, que sólo conocía el índice, había hecho grandeselogios de la erudición de la obra. Por el prólogo le aumentaríacincuenta duros, pero tendría que lucirse, haciendo un trabajo queasombrase y apabullase a los otros caudillos de grupo que osabandiscutir en el Congreso con el ilustre jefe.
—Estos son misterios de alta política. ¡Qué honor para usted conocerlossiendo tan joven! Punto en boca, amigo Maltrana: me perdería usted anteel jefe si éste llegase a saber que el prólogo lo ha hecho otro que yo.No tendría confianza en mi, y a usted le conviene que la tenga... Cuandoseamos Poder... ¡Ya verá usted cuando seamos Poder!
Con estas esperanzas pretendía halagar a Maltrana para que guardasesilencio. El joven escribió el prólogo, mostrándose satisfecho de laretribución. ¡Cinco mil reales, de los cuales llevaba comidos cerca dela mitad!... Le quedaba cuerda para dos meses largos, y en este tiempo,raro sería que don Gaspar, halagado por el éxito, no desease hacer otrolibro. Decididamente, la vida era alegre.
Aún no había salido del primer encantamiento de su existencia plácida,ordenada y tranquila al lado de Feli. La muchacha se revelaba como unaexcelente ama de casa.
Descendía por las mañanas a la plazuela conmantón y cesta; después, pasábase el día con los brazos arremangados,cocinando, sacudiendo el polvo, repasando la escasa ropa de Isidro.
Nunca había ido éste tan pulcro. Sus amigos hablaban con asombro de lablancura de su camisa y la limpieza de su sombrero. Además, engruesaba,tenía mejor color.
Los pucheretes de Feli, los guisos campestresaprendidos en casa de su padre y el no trasnochar daban nuevo vigor a sucuerpo quebrantado por las privaciones y desarreglos de la vida bohemia.
—Tiene una muchacha—decían sus camaradas—que le arregla y le cuida:una verdadera ganga, y además, guapa. ¡Qué suerte la de ese chico!...
Y comentaban el astuto recelo de Maltrana, que, conociendo la lengualibre y las audacias de la tropa menuda de sus amigos, cuidábase deocultarles su domicilio.
Temía las visitas de éstos, y aun a los másíntimos les daba cita en el salón del Ateneo llamado de la«Cacharrería».
Feli, por su parte, también experimentaba los beneficiosos efectos de lanueva existencia. Mostrábase alegre; sólo de tarde en tarde pasaba unanube por sus ojos, acordándose del Mosco. ¡Qué haría su padre en lacasucha de las Carolinas! ¡Qué diría de ella!...
Cuando en las tardes de los domingos salían los dos a las afueras,evitando el aproximarse a los Cuatro Caminos, o paseaban por lasavenidas más solitarias del Retiro, el amante contemplábala con ciertoorgullo, como si fuese obra suya, complaciéndose en sus perfecciones.
—¡Si te viesen tus amigas de antes, chiquilla!... Estás hecha unaseñorita; el día en que menos lo esperes te compro un sombrero.
Había adquirido Feli su traje en una tienda de modas de la calle deToledo. La sedujeron unos maniquíes colocados en la acera como si fuesendamas sin cabeza, vestidas de colorines y alineadas para una recepción.Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio.Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última modavenida de París», según declaración formal del hortera. Con él y unamantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantesaquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.
Pero lo que más satisfacía su vanidad femenil eran las botas, lasfamosas botas color limón con las que había soñado tantas veces, y queapreciaba como el mejor de los regalos de Isidro. El calzado era una desus preocupaciones. Consideraba sus pies la parte más preciada de supersona, y al andar fijaba los ojos coquetamente en las dos manchas deoro pálido, de aguda punta, que aparecían y se ocultabanalternativamente bajo el borde de su falda.
De sus paseos del domingo volvían fatigados, con los pies cubiertos depolvo, pensando en la dulce quietud de su casita, en la cena que lesesperaba, en la noche de cariñosa intimidad, interrumpida al otro ladodel tabique por las visiones tentadoras del señor Vicente.
—Estamos hechos unos burgueses—decía Isidro—. No hay en Madrid unapareja legal que viva tan virtuosamente como este par de socios...libres.
Y se aislaban cada vez más, satisfechos de su amor, olvidados del mundo,creyendo que la vida podía deslizarse de este modo eternamente.
Maltrana, al ir por la calle, examinaba a las gentes con extrañeza, comosi fuesen de otra raza, como si él procediese de un mundo distinto. Albajar de su alta habitación, creía descender a otro planeta.
La gran mayoría de los transeúntes no amaban ni eran amados. ¡Y podíansubsistir así!... El apenas si se acordaba de los tiempos recientes enque vivía como en el limbo, sin otras pasiones que leer, soltarparadojas y morder a los de arriba, no enterándose de que existíanmujeres en el mundo y un sentimiento llamado amor. Ahora le parecíaimposible haber vivido de este modo, como una planta, como un pedrusco,sin verdadera alegría, sin dulces tristezas... sin ideal. Como él habíasido, así eran casi todas las gentes que pasaban junto a él. Vivíanpreocupadas por las más groseras aspiraciones, sin una chispa de amor.Toda la poesía de la tierra se reconcentraba en unos cuantos, que eranellos, los enamorados.
Maltrana pensaba con orgullo que en el mundo existe una reducidaaristocracia, y que él pertenecía a ella: la aristocracia del amor, delos que saben embellecer la vida con sus pasiones. Los demás eran pobresbestias que bostezaban de aburrimiento con los ojos bajos y los pies enel barro, aunque gozasen de todos los refinamientos del bienestar.
Una tarde, Maltrana encontró al señor Manolo el Federal en la acera dela Puerta del Sol, donde tenía establecidas sus oficinas.
—Bien, muy bien, ciudadano—dijo irónicamente el capataz—. Tú y laFeli la habéis metido hasta el corvejón. Paece mentira que hombresintelectuales que no son del cuarto estado cometan esas pifias.
Le miraba con sus ojos saltones, limpiándose el sudor de la frente,jadeando, antes de hacer caer sobre Isidro la avalancha de suindignación.
—Paece mentira, hombre... Y no creas que yo pienso ojetar nada contrael hecho de que tú y la Feliciana haigáis pactado el amontonaros, en usode vuestra perfecta autonomía. Eso podrá escandalizar a losreaccionarios y a los unitarios, pero no a mí, que soy un ciudadanoconsciente y he pactado también muchas veces. El hombre es libre, lamujer es libre, el amor debe ser libre y autónomo... Pero lo que resultauna chiquillada, digna de azotes, es el dejar esa mocosa a su padreabandonado allá en las Carolinas. Yo voy a hacerle un rato de sociedadcon más frecuencia que antes. El Chispas vive con él, y no se lascampanean mal. Hacen cada cachuela que Dios se chupa los dedos. Pero elpobre Mosco está triste, le falta algo; no quiere que le nombren a lachica, y menos a ti. Bebe como un mosquito, y cuando tiene la tajá, latoma con los guardas, y quiere irse al Pardo para matar cara a cara alque asesinó a Puesto en ama. Le habéis puesto de un modo, que el díamenos pensado hará una barbaridad.
Maltrana se conmovió con hondo remordimiento al pensar en el dañocausado a aquel amigo. Sintió vehementes anhelos de reparar su falta. Elseñor Manolo podía interceder por ellos; él conseguiría que su hermanoles perdonase.
—Lo que habéis hecho—continuó el Federal—es una chiquillada que notiene nombre. ¿Os queríais?... está bien; pues haber venido a mí, quesoy la práctica, y juntos hubiésemos ido a las Carolinas a tener un ratode sociedad, y yo, con mi labia, habría presentado una moción...«Hermano: estos chicos se quieren, ya tienen edad de ser autónomos, ydeben confederarse ante la Naturaleza. Además, las cosas no merecen otroarreglo: andan, después de cerrada la noche, muy agarraditos por losdesmontes, según dicen las malas lenguas, y me recelo que se han comidoel puchero antes de las doce. He dicho.» E iniciado el debate, habríamosdiscutido con todos los turnos que fuesen menester, y al reasumir yo, esseguro que, en uso de vuestros derechos individuales, os habríais ido alcatre, sin que el Mosco las echase de tirano centralizador. Peroahora, después de vuestra calaverada sin substancia, veo difícil queencaucemos el debate.
Maltrana, impulsado por el remordimiento, tuvo un arranque de audacia, yhabló de ir con el capataz en busca del Mosco para pedirle perdón.
—No: es demasiado pronto—dijo el señor Manolo—. No vayas; si tepresentases así, de sopetón, sería capaz de tratarte lo mismo que a ungamo. Tiene unas ganas locas de matar a alguien. Déjame que yo loarregle; tú no sabes adonde llega mi habilidad; figúrate que estáshablando con la mismísima diplomacia.
El ablandaría poco a poco a la fiera. Mientras ellos no fueran por allá,no correrían peligro alguno. El Mosco permanecía en sus territorios yjuraba no volver a Madrid, por no encontrarse con los fugitivos. Leenfurecía que le hablasen de ellos. El señor Manolo no los mentabanunca, y eso que sabía dónde se ocultaban desde la semana siguiente a lade su fuga. Vivían cerca de la plaza de la Cebada, en la casa de unreaccionario, de un loco que repartía estampas y regocijaba a la gentecon sus sermones.
—Yo lo sé todo—dijo el capataz, riendo ante el asombro de Maltrana—.En mi oficina se habla de cuanto ocurre en Madrid.
Y miraba su oficina, la ancha acera, con su incesante corriente detranseúntes y sus vendedores, de plantón, pregonando billetes delpróximo sorteo, gomas para los paraguas, libros baratos y perrillos decría con un cascabel al cuello.
Se despidió Maltrana del señor Manolo, luego que éste le prometióinterceder cerca del Mosco para que los perdonase. Podía marchartranquilo, que en buenas manos dejaba el encargo. El era la diplomacia.
Al llegar a su casa habló Maltrana de este encuentro. Feli lloró unpoco, pero su dolor fue más breve de lo que esperaba Isidro. La vidaruda de las Carolinas, aquella existencia de nocturnas aventuras queseparaba al padre de la hija, haciendo familiar en la casa el riesgo dela muerte, había embotado los sentimientos filiales de la muchacha.Tantas veces había visto al padre herido y próximo a morir, que eldisgusto doméstico de su fuga lo apreciaba como un incidente de escasaimportancia. En ella no existía otro sentimiento vivo que el del amor.
—Que arregle tío Manolo todo eso—acabó por decir—; que nos perdonepadre.
Pero nada de separarnos, ¿eh? Contigo, siempre contigo.
Una mañana, al pasar Isidro después de las nueve por la Puerta del Sol,con dirección a la Biblioteca Nacional, reconoció en la entrada de lacalle del Carmen el carro de Zaratustra por los bizarros adornos de sucaballería. El filósofo de la busca estaba sentado dentro del vehículo,con las barbas esparcidas sobre las rodillas, aguardando a su criado el