Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales lecubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero;pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla yalargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubiosy le clavó a uno de los cañones. Después, se puso derecho, y mirandoalrededor, con las cejas fruncidas y en tono sentencioso, dijo:
—Ya están todos despachados; los cañones son nuestros.
Para abarcar el conjunto de tal escena hay que imaginarse la refriegaque tenía lugar en la meseta de las Mineras; los aullidos, los relinchosde los caballos, los gritos de ira, la huída de unos, arrojando lasarmas para correr más de prisa, el encarnizamiento de otros; más alládel barranco, las escalas, cubiertas de uniformes blancos y erizadas debayonetas; los montañeses, situados en la rampa, defendiéndosedesesperadamente; las vertientes de la ladera, el camino y, sobre todo,la parte baja de los parapetos, cubiertos de muertos y heridos; eltropel de enemigos, con el fusil al hombro, los oficiales en medio deellos, apresurándose por seguir el movimiento; por último, Materne, depie en la cima del talud, con la carabina en alto, cogida por el cañón,la boca abierta hasta las orejas, llamando a voz en grito a su hijoFrantz, que llegaba con el pelotón, precedido del señor Juan Claudio,para ayudar a la defensa. Hay que imaginarse también el ruido de lamultitud de disparos que se hacían, de las descargas, ya
cerradas,
yasucesivas,
y,
sobre
todo,
los
gritos
lejanos,
vagos,
terribles,interrumpidos por prolongados lamentos, que iban a morir en los ecos delos montes. Todo aquello concentrado en un solo instante y en una solamirada: tal era el cuadro que debemos tener ante los ojos.
Pero Divès no era hombre que se entregara a la contemplación, y noperdió tiempo en hacer reflexiones poéticas sobre el tumulto y elencarnizamiento de la batalla.
Bastole una mirada para hacerse cargo dela situación, y arrojándose del caballo, se dirigió al cañón máspróximo, que se hallaba cargado; cogió las palancas de ajuste paracambiar la dirección, apuntó al pie de las escalas y, aplicando unamecha encendida que encontró por allí, hizo fuego.
Un momento después se oyeron, en la lejanía, clamores extraños, y elcontrabandista, mirando a través del humo, vio una brecha sangrienta enlas filas del enemigo. Agitó entonces los brazos en señal de triunfo, ylos montañeses, encaramados en los parapetos, le respondieron con unhurra general.
—¡Vamos! ¡Pie a tierra!—dijo Divès a sus hombres—; no hay quedormirse. ¡Aquí un cartucho! ¡Una bala! ¡Ahora, estopa! Nosotros somoslos que vamos a limpiar el camino. ¡Cuidado!
Los contrabandistas se colocaron en posición, y el fuego continuó contralos uniformes blancos con entusiasmo. Las balas atravesaban de una puntaa otra las filas enemigas. A la décima descarga, hubo un clamor generalde «¡Sálvese quien pueda!»
—¡Fuego!, ¡fuego!—gritaba Marcos.
Y los defensores de las trincheras, apoyados finalmente por la tropa deFrantz y dirigidos por Hullin, volvieron a tomar las posiciones quehabían por un momento perdido.
Al cabo de unos segundos no se vieron en la ladera mas que fugitivos,muertos y heridos. Eran las cuatro de la tarde; la noche se acercaba. Laúltima bala cayó en la calle de Grand-Fontaine y, rebotando en laesquina del abrevadero, derribó la chimenea de El Buey Rojo.
Cerca de seiscientos hombres perecieron aquel día. No fueron pocos losmontañeses muertos; pero los kaiserlicks fueron muchos más. Y sin elcañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eranmenos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de latrinchera.
XVI
Los alemanes, amontonados en Grand-Fontaine, huían en bandadas haciaFramont, unos a pie, otros a caballo, aligerando el paso, arrastrandopesados cajones, arrojando las mochilas y mirando para atrás, como sitemieran que los franceses les fueran a los alcances.
En Grand-Fontaine, todo lo destruían por venganza, forzaban puertas yventanas, maltrataban a las gentes, exigían comidas y bebidas sindilación y perseguían a las muchachas hasta los graneros. Los gritos,las imprecaciones, las órdenes de los jefes, las lamentaciones de losaldeanos, el rumor sordo, continuo, de pasos que se elevaba del puentede Framont, el relinchar penetrante de los caballos heridos, todoaquello subía como un zumbido confuso hasta los parapetos.
En la ladera sólo se veían armas, chacós y muertos; en una palabra, losresiduos de una gran derrota. Enfrente se aparecían los cañones deMarcos Divès enfilados hacia el valle y dispuestos a hacer fuego en casode un nuevo ataque.
Todo había afortunadamente acabado. Y, sin embargo, ni un solo grito seelevaba de las trincheras; las pérdidas de los montañeses habían sidomuy dolorosas en el último asalto. El silencio que siguió al tumultotenía algo de solemne, y cuantos hombres lograron escapar a lacarnicería se miraban unos a otros con gravedad, como admirados devolverse a ver. Algunos llamaban al amigo; otros, al hermano, que norespondía, y dirigiéndose en su busca por la trinchera, a lo largo delos parapetos o por la rampa, gritaban: «¡Eh! ¡Jacobo, Felipe! ¿Erestú?»
Mientras tanto, iba acercándose la noche; sus tonos grises se extendíanpor los atrincheramientos y por el abismo, envolviendo en el misterioaquellas horribles escenas. La gente iba y venía entre los despojos dela batalla sin reconocerse.
Materne, después de haber secado la bayoneta, llamó a sus hijos con vozronca.
—¡Eh! ¡Kasper! ¡Frantz!
Y al ver que se acercaban entre sombras, les preguntó:
—¿Sois vosotros?
—Sí; nosotros somos.
—¿No tenéis nada?
—No.
La voz del cazador, que era sorda al principio, ahora temblaba, yquedamente añadió:
—¡Nos hallamos otra vez los tres reunidos!
Y el cazador, del que no podía decirse que era nada cariñoso, besó a sushijos con frenesí, lo cual sorprendió a éstos sobremanera. Mas al oír unruido que se escapaba del pecho de su padre, algo así como sollozosinteriores, ambos jóvenes se quedaron atónitos y no pudieron dejar depensar: «¡Cómo nos quiere! ¡Nunca hubiéramos creído esto!»
Frantz y Kasper se sintieron también conmovidos hasta las entrañas.
Pero en seguida, el anciano, dominando su emoción, exclamó:
—¡Está bien, hijos míos! ¡La jornada ha sido dura! ¡Vamos a beber untrago, porque tengo sed!
Dirigieron los tres una última mirada hacia el talud sombrío, y viendolos centinelas que de treinta en treinta pasos acababa de poner Hullinal pasar, se encaminaron juntos hacia la vieja alquería.
Iban atravesando la trinchera, llena de muertos, levantando los pies alsentir algún objeto blando, cuando oyeron una voz ahogada que decía:
—¿Eres tú, Materne?
—¡Ah! ¡Pobre amigo Rochart, perdón!—respondió el cazadorinclinándose—; ¡te he tocado! Pero ¿cómo? ¿Estás todavía aquí?
—Sí... No puedo andar..., porque me faltan las piernas.
Permanecieron los tres silenciosos, y el leñador añadió luego:
—Dile a mi mujer que detrás del armario, en una media, hay cincoescudos de seis libras; los había reservado... por si caíamos enfermosuno u otro... Pero yo no necesito nada ya.
—¡Ya veremos, ya veremos!... No hay que perder la esperanza desalvarse, amigo mío. Ahora vamos a trasladarte.
—No, no merece la pena; no duraré más de una hora; ya habrá ocasión deque me lleven.
Materne, sin responder, hizo una seña a Kasper para que cruzara lacarabina a modo de angarilla con la suya, y a Frantz le indicó quecolocara encima al leñador, a pesar de sus lamentos, lo cual quedó hechoen un instante, y de este modo llegaron juntos a la casa.
Todos los heridos que durante el combate se habían sentido con fuerzaspara llegar a la ambulancia se encontraban allí. El doctor Lorquin y sucolega Despois, que llegó en el transcurso de la acción, tuvieron quetrabajar de firme, y no hay que creer que la tarea se había acabado.
Cuando Materne, sus hijos y Rochart atravesaban el obscuro pasilloalumbrado por la luz de una linterna, oyeron a la izquierda un grito queles heló la sangre en las venas, y el leñador, medio muerto, exclamó:
—¿Por qué me traéis aquí? No quiero, no... No consentiré que me hagannada.
—Abre la puerta, Frantz—dijo Materne con la frente cubierta de unsudor frío—;
¡abre pronto!
Frantz empujó la puerta, y vieron en una gran mesa de cocina, en mediode la sala baja, cuyo techo era de anchas vigas obscuras, rodeado deseis velas de sebo, al joven Colard, tendido cuan largo era, dos hombressujetándole los brazos, y una cubeta debajo. El doctor Lorquin, con lasmangas de la camisa dobladas hasta los codos y una sierra corta, de tresdedos de ancha, en la mano, se hallaba ocupado en cortar una pierna alpobre muchacho, mientras que Despois manejaba una gran esponja. Lasangre espejeaba en la cubeta; Colard estaba más pálido que la muerte.Catalina Lefèvre, de pie, a su lado, con un paquete de hilas sobre losbrazos, parecía serena; pero de tanto apretar los dientes, dos profundasarrugas surcaban sus mejillas, a los lados de su ganchuda nariz. Laanciana tenía los ojos fijos en el suelo y no veía nada.
—¡Se ha terminado!—dijo el doctor volviéndose.
Y dirigiendo una mirada hacia los recién llegados, dijo:
—¡Eh! ¿Es usted, señor Rochart?
—Sí, yo soy; pero no quiero que nadie me toque. Prefiero acabar así.
El doctor levantó una vela, le miró e hizo un gesto.
—¡Vamos, amigo mío! ¡Ha perdido usted mucha sangre, y si esperamos unpoco será demasiado tarde.
—¡Tanto mejor! ¡Ya he sufrido bastante en mi vida!
—Como usted quiera. Pasemos a otro.
Había una larga fila de jergones en el fondo de la sala; los dos últimosestaban vacíos, y en ellos se veían grandes manchas de sangre. Materne yKasper colocaron en el más apartado al leñador, mientras que Despois seacercaba a otro herido diciéndole:
—¡Nicolás, ha llegado tu hora!
Entonces Nicolás Cerf se levantó con el rostro pálido y los ojosdesencajados de terror.
—Dadle una copa de aguardiente—dijo el doctor.
—No; prefiero fumarme una pipa.
—¿Dónde está tu pipa?
—En el chaleco.
—Bien; aquí la tienes. ¿Y el tabaco?
—En el bolsillo del pantalón.
—Pues cargue usted la pipa, Despois. Este hombre tiene valor; ¡muybien! Da gusto ver hombres de corazón. Vamos a cortarle el brazo en dostiempos y tres movimientos.
—¿No sería posible conservarlo, señor Lorquin, para dar de comer a mishijos? ¡Es lo único que tengo!
—No; el hueso está triturado y no se puede reducir. Encienda usted lapipa, Despois.
Ten, Nicolás, fuma, fuma.
El desgraciado comenzó a fumar sin ninguna gana.
—¿Estamos?—preguntó el doctor.
—Sí—respondió Nicolás con voz ahogada.
—Bien. ¡Cuidado, Despois! ¡Lave usted!
El doctor, con un cuchillo grande, hizo rápidamente un corte circular enla carne.
Nicolás rechinó los dientes. La sangre saltó. Despois seocupaba en ligar algo. La sierra rechinó durante dos segundos, y elbrazo cayó pesadamente al suelo.
—Esto es lo que se llama una operación bien terminada—dijo Lorquin.
Nicolás había dejado de fumar; la pipa se desprendió de sus labios.David Schlosser, de Walsh, que había sujetado al herido, le soltó.Lorquin envolvió el muñón en unos trapos blancos, y Nicolás, sin ayudade nadie, fue a acostarse de nuevo al jergón.
—¡Otro que está despachado! Limpie usted bien la mesa, Despois, ypasemos a otro—dijo el doctor mientras se lavaba las manos en unajofaina.
Cada vez que Lorquin decía «Pasemos a otro», los heridos se estremecíande terror, a causa de los gritos que habían oído y de los cuchillos quehabían visto relucir; pero
¿qué hacer? Todas las habitaciones de lacasa, las trojes, los dos cuartos de arriba, todo se hallaba ocupado. Noquedaba libre mas que la sala grande para la gente de la alquería. Era,pues, preciso operar a la vista de aquellos a quienes, más tarde o mástemprano, había de llegar el turno.
Cuanto hemos descrito sucedió en pocos instantes. Materne y sus hijoscontemplaban tales escenas como se contemplan las cosas horribles, parasaber lo que son; luego vieron en un rincón, a la izquierda, debajo delreloj antiguo de loza, un montón de brazos y piernas. Allí había ido aparar el brazo de Nicolás, y ahora se ocupaban los doctores en extraeruna bala del hombro de un montañés del Harberg, de rojas patillas, paralo cual hacían a éste anchas incisiones en forma de cruz en la espalda,cuya carne se estremecía, y de los velludos costados del herido lasangre corría hasta las botas.
¡Cosa extraña! El perro Plutón, situado detrás del doctor, mirabaaquello con aire atento, como si comprendiera de lo que se trataba, y devez en cuando estiraba las patas y arqueaba el lomo, abriendo la bocahasta las orejas.
Materne no pudo ver más.
—¡Vámonos!—dijo.
Apenas hubieron entrado en el obscuro pasillo, oyeron exclamar aldoctor: «¡Aquí está la bala!»
Lo cual debió causar una gran alegría al hombre del Harberg.
Una vez fuera, Materne, respirando el aire frío con toda la fuerza desus pulmones, exclamó:
—¡Y cuando pienso que hubiera podido sucedernos lo mismo!
—Sí—respondió Kasper—; recibir una bala en la cabeza, eso no es nada;pero que le descuarticen a uno de esa manera y tener luego que pasar elresto de su vida pidiendo limosna...
—¡Bah! ¡Yo haría como Rochart!—exclamó Frantz—; acabaría de una vez.Tiene razón el viejo: cuando uno ha cumplido su deber, ¿por qué ha detener miedo? ¡Dios es justo y lo ve todo!
En tal momento, el ruido de unas voces fue elevándose a la derecha delos interlocutores.
—Son Marcos Divès y Hullin—dijo Kasper, después de prestar atención.
—Sí; seguramente vienen de poner parapetos detrás del pinar paradefender los cañones—añadió Frantz.
Escucharon otra vez; los pasos se acercaban.
—Tú mismo no sabes qué hacer con esos tres prisioneros—decía Hullincon brusquedad—; pero puesto que vas a volver esta noche al Falkensteinpara traer municiones, ¿por qué no te los llevas?
—¿Y dónde los meto?
—¡Pardiez! En la prisión municipal de Abreschwiller; nosotros nopodemos tenerlos aquí.
—¡Bien, bien!; comprendido, Juan Claudio. Y si quieren escaparse en elcamino, los atravieso con el sable por la espalda.
—¡Eso, ni que decir tiene!
Llegaron ambos a la puerta, y Hullin, al ver a Materne, no pudo reprimirun grito de entusiasmo.
—¡Eh! ¿Eres tú, amigo mío?; hace una hora que te busco. ¿Dónde demonioestabas?
—Hemos traído al pobre Rochart a la ambulancia, Juan Claudio.
—¡Ah!, ¡qué dolor!
—Sí, ¡qué dolor!
Hubo un momento de silencio; luego la satisfacción del jefe,sobreponiéndose a todo, le hizo exclamar:
—La cosa no tiene nada de alegre; pero, ¿qué quiere usted?, sonconsecuencias de la guerra. Y vosotros, ¿no tenéis nada?
—No, estamos los tres sanos y salvos.
—Tanto mejor, tanto mejor. Los que hayan salido con bien puedengloriarse de tener suerte.
—Sí—exclamó Marcos Divès riendo—; yo veía llegado el momento en queMaterne iba a tener que tocar llamada; sin los cañonazos de última hora,a fe mía, la cosa tomaba mal cariz.
Materne enrojeció, y dirigiendo al contrabandista una mirada torva, dijoásperamente:
—Puede ser; pero sin los cañonazos del comienzo no hubiéramos tenidonecesidad de los del fin; el pobre Rochart y otros cincuenta hombrestendrían sus brazos y piernas, lo cual nada dañaría nuestra victoria.
—¡Bah!—interrumpió Hullin, que veía iniciarse una disputa entre losdos hombres, poco conciliadores por naturaleza—; dejemos eso; todo elmundo ha cumplido con su deber, que es lo principal.
Y luego, dirigiéndose a Materne, añadió:
—Acabo de enviar un parlamentario a Framont para comunicar a losalemanes que pueden venir a retirar sus heridos. Sin duda llegarán antesde una hora; hay que avisar a las avanzadas para que les dejenacercarse, pero sin armas y con antorchas; si vienen de otro modo, hayque recibirlos a tiros.
—Voy allí en seguida—respondió el cazador.
—¡Eh, Materne! Volverás pronto a casa con tus hijos para cenar.
—Bien, Juan Claudio, iremos.
Materne se alejó.
Hullin ordenó a Frantz y a Kasper que encendieran grandes hogueras enel vivaque para la noche; a Marcos, que diera avena a los caballos, parair sin pérdida de tiempo a traer municiones, y al ver que ambos semarchaban, Juan Claudio penetró en la alquería.
XVII
Al final del pasillo obscuro estaba el patio de la casa de labor, al quese descendía por cinco o seis escalones desgastados. A la izquierda sealzaban el granero y el lagar; a la derecha, las cuadras y el palomar,cuyo negro mojinete se destacaba del cielo obscuro y tormentoso; porúltimo, frente por frente a la puerta, se hallaba el lavadero.
Ningún ruido de fuera llegaba hasta allí; Hullin, después de tantasescenas tumultuosas, quedose sobrecogido por aquel profundo silencio, ymiraba gavillas de paja amontonadas entre las vigas de la troje hastacerca del techo, los rastrillos, los arados, los carros, que se perdíanen la sombra de los cobertizos, con un sentimiento de paz y bienestarindefinibles. Un gallo cacareaba entre las gallinas, recostadas junto ala pared. Un gato cruzó como el relámpago y desapareció por la entradadel sótano.
Hullin creía despertar de un sueño.
Después de algunos minutos de aquella silenciosa contemplación,dirigiose lentamente hacia el lavadero, cuyas tres ventanas brillaban enmedio de las tinieblas. A este local se había trasladado la cocina delcortijo, que no bastaba para disponer el alimento de trescientos ocuatrocientos hombres.
El señor Juan Claudio oyó la fresca voz de Luisa que daba órdenes en untonillo decidido que le sorprendió:
—¡Vamos, vamos, Katel!—decía—, acabemos pronto; la hora de cenar seacerca, y nuestras gentes deben tener apetito. ¡Sin tomar nada desde lasseis de la mañana y batiéndose constantemente! No les hagamos esperar.¡Pronto, pronto! Lesselé, muévase usted; traiga la sal, la pimienta...
El corazón de Juan Claudio se estremeció de alegría al oír aquella voz,y el anciano, antes de entrar, no pudo dejar de mirar un momento por laventana. La cocina era grande, pero baja de techo, y estaba blanqueada.Una viva hoguera de troncos de haya chisporroteaba en el llar,envolviendo con sus doradas espirales la negra superficie de una enormeolla. La campana de la chimenea, muy alta y estrecha, bastaba apenaspara dar salida a las nubes de humo que se desprendían del llar. Sobreel fondo rojo de este cuadro se recortaba el bello perfil de Luisa, conla falda recogida para moverse fácilmente, el rostro iluminado con losmás vivos colores y el talle ajustado por un corpiño rojo que dejaba aldescubierto sus redondos hombros y su esbelto cuello. Allí se encontrabala joven en plena actividad, yendo y viniendo de un lado a otro,probando las salsas con cierto airecillo de suficiencia, saboreando elcaldo, aprobándolo o censurándolo todo.
—Otro poco de sal, otro de esto, otro de aquello—decía la joven—.Lesselé,
¿cuándo acabará usted de desplumar ese gallo? A ese paso noconcluiremos nunca.
Era encantador ver a Luisa dar órdenes de aquella manera, y Hullin lamiraba con los ojos llenos de lágrimas.
Las dos hijas mayores del anabaptista—una de ellas alta, delgada ypálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, decabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo untraje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra,gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies congran lentitud y balanceándose de un lado a otro—, aquellas dos jóvenesformaban con Luisa el más extraño contraste.
Por su parte, Katel iba y venía muy sofocada, sin decir nada, y Lesselé,con aire pensativo, lo hacía todo con medida y compás.
Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en unasilla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro dealgodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos delcasacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y devez en cuando decía en tono sentencioso:
—Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza;aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.
—Sí, sí, hay que moverse—decía Luisa—. ¿Qué sería de nosotras, Diosmío, si tuviéramos que reflexionar semanas y meses para echar una cabezade ajo en un guisado? Lesselé, usted que es más alta, alcánceme esaristra de cebollas que está colgada del techo.
Y la joven obedecía.
Hullin no había experimentado en toda su vida mayor satisfacción.
—¡Qué bien sabe hacer que se mueva la gente!—se decía el anciano—;¡je, je, je!; es un húsar, un ama de casa; no hubiera podidosospecharlo, ¡tan pronto!
Por fin, al cabo de cinco minutos, luego de haberlo visto todo, Hullinse decidió a entrar, diciendo:
—¡Valor, hijas mías!
En aquel momento, Luisa mantenía en el aire una cuchara con salsa; loabandonó todo y corrió a arrojarse en los brazos del anciano, gritando:
—Papá Juan Claudio, papá Juan Claudio, ¿es usted? ¿No está ustedherido? ¿No tiene usted nada?
Hullin, al oír aquellas palabras salidas del corazón, palideció y nopudo responder.
Sólo después de un largo silencio, y reteniendo entresus brazos cariñosamente a su hija, pudo al fin contestar con vozbalbuciente:
—No, Luisa, no; estoy bueno y soy muy feliz.
—Siéntese usted, Juan Claudio—dijo el anabaptista viéndole temblar deemoción—; aquí tiene mi silla.
Hullin se sentó, y Luisa, sentándose en sus rodillas y echándole losbrazos al cuello, comenzó a llorar.
—¿Qué te pasa, hija mía?—decía el buen hombre en voz baja, mientras labesaba—.
Vamos, tranquilízate. ¡Tú! ¡Tan animosa como te veía hace unmomento!
—¡Oh, sí! Sacaba fuerza de flaqueza; pero tenía mucho miedo, porquepensaba:
«¿Por qué no volverá?»
La joven rodeó con sus brazos el cuello de Hullin, y asaltándole derepente una idea extraña, cogió de la mano al anciano y gritó:
—Vamos, papá Juan Claudio, bailemos, bailemos.
Y le hizo dar dos o tres vueltas.
Hullin, sonriendo a su pesar, se volvió hacia el anabaptista, quepermanecía serio como siempre, y le dijo:
—Estamos algo locos, Pelsly; no debe usted extrañarse de ello.
—No, Hullin, es natural. El mismo rey David, después de haber vencido alos filisteos, bailó delante del arca.
Juan Claudio, asombrado de parecerse al rey David, no respondió.
—Y dime, Luisa—añadió luego deteniéndose—, ¿no has tenido miedodurante la última batalla?
—¡Oh! En los primeros momentos, todo aquel ruido de cañonazos...; perodespués no he pensado mas que en usted y en mamá Lefèvre.
Juan Claudio permaneció silencioso:
—Ya sabía yo que esta muchacha era valiente—pensaba el anciano—. Nole falta nada.
Luisa entonces le cogió de la mano, le condujo frente a un batallón deollas que se alineaban alrededor del fuego y le enseñó, con aire detriunfo, toda la cocina.
—Aquí está la vaca, aquí el asado, aquí la cena del general JuanClaudio, y aquí el caldo para los heridos. ¡Ah! ¡Bien nos hemos movido!Lesselé y Katel pueden decirlo.
Y aquí está la gran hornada que hemoshecho—dijo la joven mostrando una larga hilera de panecillos dispuestossobre la mesa—. Mamá Lefèvre y yo hemos amasado.
Hullin la oía presa del mayor asombro.
—Pero no es esto todo—añadió Luisa—; venga por aquí.
La joven quitó la cubierta de hierro que tapaba la boca del horno, alfondo del cuarto de cola, y rápidamente se esparció por la cocina unolor de tortas de manteca que alegraba los corazones.
El señor Juan Claudio se sintió conmovido ante aquello.
En tal momento entró la señora Lefèvre diciendo:
—Vamos, es preciso poner la mesa; todo el mundo está esperando. Vamos,Katel, vaya usted a poner el mantel.
La voluminosa joven salió corriendo.
Y todos juntos, atravesando el patio en fila, se dirigieron hacia lasala. El doctor Lorquin, Despois, Marcos Divès, Materne y sus dos hijos,gente toda de buen diente y de apetito magnífico, esperaban la cena conimpaciencia.
—¿Y nuestros heridos, doctor?—preguntó Hullin al entrar.
—Todo está terminado, señor Juan Claudio. El trabajo que usted nos hadado ha sido rudo, pero el tiempo es favorable y no son de temer lasfiebres pútridas; todo se presenta bien.
Katel, Lesselé y Luisa entraron en seguida llevando una enorme soperaque humeaba y dos suculentos asados de vaca, que depositaron en la mesa.Todos se sentaron sin ceremonia, Materne a la derecha de Juan Claudio yCatalina Lefèvre a la izquierda. A partir de aquel momento el ruido delas cucharas y tenedores y el glogloteo de las botellas substituyeron ala conversación hasta las ocho y media de la noche. A través de loscristales de las ventanas se veía el resplandor de grandes hogueras, queanunciaban que los guerrilleros se disponían a hacer honor a la cocinade Luisa, y aquello contribuía a la satisfacción de los invitados.
A las nueve, Marcos Divès se hallaba de camino hacia el Falkenstein conlos prisioneros. A las diez, todos dormían en la alquería y en la mesetade la montaña, alrededor de las hogueras del vivaque.
Sólo se interrumpía el silencio de tarde en tarde, por el ruido de lospasos de las rondas y por el «¿quién vive?» de los centinelas.
Así terminó aquella jornada, en la que los montañeses mostraron que nohabía degenerado la vieja raza.
Otros acontecimientos, no menos graves, iban en breve a suceder a losque acababan de tener lugar; porque en este mundo, apenas vencido unobstáculo, se presentan otros nuevos. La vida humana se asemeja a un maragitado: una ola sigue a otra, desde el antiguo al nuevo mundo, y nadapuede detener este movimiento eterno.
XVIII
Durante la batalla, y hasta que cerró la noche, los habitantes deGrand-Fontaine habían visto al loco Yégof, de pie, en la cima delpequeño Donon, con su corona en la cabeza y el cetro en alto,transmitiendo órdenes, como un rey merovingio a sus imaginariosejércit