La Invasión o el Loco Yégof by Erckmann-Chatrian - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Camaradas: aquí tenéis a nuestra madre, la que nos ha dado la pólvoray la que nos ha mantenido para que defendamos la patria; aquí tenéistambién a mi hija;

¡salvadlas!

Todos contestaron a una voz:

—Las salvaremos o moriremos con ellas.

—Y no olvidéis decir a Divès que permanezca en el Falkenstein hastanueva orden.

—Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio.

—¡Pues en marcha, doctor, en marcha!—exclamó el valiente guerrillero.

—¿Y usted, Hullin?—dijo Catalina.

—Mi sitio es éste; hay que defender la posición hasta la muerte.

—¡Papá Juan Claudio!—gritó Luisa, tendiéndole los brazos.

Pero el guerrillero doblaba ya la esquina; el doctor arreó el caballo, yel trineo se deslizó por la nieve. Detrás de él, Frantz Materne y sushombres, con las carabinas al hombro, apresuraban el paso, mientras queel ruido de las descargas continuaba alrededor de la casa.

Esto fue todo lo que Catalina Lefèvre y Luisa vieron en el transcurso dealgunos minutos. Sin duda había sucedido algo extraño y terrible aquellanoche. La anciana, acordándose de su sueño, permanecía silenciosa. Luisase secaba las lágrimas y dirigía miradas angustiosas hacia la meseta,iluminada como por un incendio. El caballo saltaba al recibir los golpesdel doctor, y los hombres de la escolta seguían a duras penas el trineo.Durante largo tiempo oyéronse los tumultos y clamores del combate, lasdescargas y el silbido de las balas que segaban la maleza; pero todoesto fue diminuyendo cada vez más, y al llegar a la parte baja delsendero, todo desapareció como si fuese un sueño.

El trineo acababa de llegar a la otra vertiente de la montaña y volaba,como una flecha, en las tinieblas. Sólo turbaba el silencio el galopedel caballo, la respiración anhelante de la escolta y, de vez en cuando,el grito del doctor: «¡Eh, Bruno! ¡Arriba, vamos!»

Ráfagas de aire frío, ascendiendo de los valles del Sarre, traían de muylejos, como un suspiro, los rumores eternos de los torrentes y de losbosques. La Luna, filtrándose entre las nubes, alumbraba de lleno lasselvas sombrías del Blanru, con sus grandes abetos cargados de nieve.

Diez minutos después llegaba el trineo a la linde de estos bosques, y eldoctor Lorquin, volviéndose sobre la silla del caballo, preguntó:

—¿Qué hacemos ahora, Frantz? Este es el sendero que se dirige a lascolinas de San Quirino, y este otro el que baja al Blanru. ¿Cuáltomamos?

Frantz y los hombres de la escolta se aproximaron. Como se encontrabanentonces en la vertiente occidental del Donon, empezaban a distinguir,por el otro lado, en lo alto del cielo, el fuego de los alemanes quevenían por el Grosmann. No se veía mas que los fogonazos, y algunosminutos después se oía la detonación retumbar en los abismos.

—El sendero de las colinas de San Quirino es el más corto—dijoFrantz—para ir al

«Encinar»; por lo menos, adelantaremos tres cuartosde hora.

—Sí—exclamó el doctor—, pero nos exponemos a ser detenidos por los kaiserlicks, que han tomado ya el desfiladero del Sarre. Mirad, sondueños de las alturas; sin duda han enviado destacamentos hacia elSarre-Rojo para rodear el Donon.

—Tomemos el sendero del Blanru—dijo Frantz—es más largo, pero es másseguro.

El trineo descendió a la izquierda, a lo largo de los bosques. Losguerrilleros, en fila, con el fusil a la espalda, marchaban por lo altodel talud, y el doctor, a caballo, iba por el camino en trinchera,abriéndose paso por entre las ramas de los árboles, proyectando su negrasombra sobre el sendero profundo, y la Luna alumbraba los alrededores.Aquel paso tenía algo tan pintoresco y majestuoso, que en cualquier otracircunstancia Catalina hubiese quedado maravillada al contemplarlo, yLuisa no hubiera dejado de admirar aquellas altas pirámides de escarcha,aquellos festones que relucían como el cristal, a la pálida luz de laLuna; pero entonces sus almas estaban llenas de inquietud. Además,cuando el trineo entró en el desfiladero, desapareció en absoluto laclaridad, y sólo quedaron iluminadas las cimas de las altas montañas dealrededor. Iban caminando así hacía un cuarto de hora, en silencio,cuando Catalina, después de haber puesto muchas veces freno a su lengua,no pudiendo contenerse más, exclamó:

—Doctor Lorquin: puesto que nos tiene usted aquí, en el fondo delBlanru, y que puede usted hacer de nosotros lo que quiera, ¿quiereexplicarme por qué se nos conduce por fuerza? Juan Claudio me tomó, medejó en este montón de paja... y aquí estoy.

—¡Arre, Bruno!—murmuró el doctor.

Y luego respondió gravemente:

—Esta noche, señora Catalina, nos ha sucedido la mayor de lasdesgracias. No hay que culpar a Juan Claudio si, por la falta de otro,perdemos el fruto de nuestros sacrificios.

—¿La falta de quién?

—De ese desgraciado de Labarbe, que no ha sabido defender eldesfiladero del Blutfeld. Bien es cierto que ha muerto cumpliendo con sudeber; pero eso no repara el desastre, y si Piorette no llega a tiempode socorrer a Hullin, todo se habrá perdido; será preciso abandonar elcamino y batirnos en retirada.

—¡Cómo! ¿El Blutfeld ha sido tomado?

—Sí, Catalina. ¿Quién hubiera nunca pensado que los alemanes entraríanpor allí?

¡Un desfiladero casi impracticable para los peatones, encajadoentre rocas cortadas a pico, en el que hasta los pastores a duras penaspueden bajar con sus rebaños de cabras! Pues bien; han pasado por allídos a dos, han rodeado la Peña Hueca, han destrozado a Labarbe y hancaído sobre Jerónimo, que se ha defendido como un león hasta las nuevede la noche; pero, al fin, se vio obligado a refugiarse en el monte ydejar el paso libre a los kaiserlicks. Eso ha sido, en resumen, lo queha pasado. Es espantoso. Debe haber alguna persona del país, bastantecobarde y bastante miserable, para guiar al enemigo a nuestras espaldasy para entregarnos a él atados de pies y manos. ¡Oh, elbandido!—exclamó Lorquin con voz colérica—; yo no soy malo, pero si eltal se pone a mi alcance, he de dejarle seco... ¡Arre, Bruno, arre!

Los guerrilleros seguían marchando por los lados del camino sin decirnada, como si fuesen sombras.

El trineo volvió a correr al galope del caballo; poco después moderó lamarcha; el animal respiraba agitadamente.

La labradora permanecía silenciosa, tratando de ordenar aquellas nuevasideas en su cabeza.

—Empiezo a comprender—dijo Catalina al cabo de algunos segundos—;esta noche hemos sido atacados de frente y de costado.

—Exactamente, Catalina; por fortuna, diez minutos antes del ataque, unhombre de Marcos Divès, el contrabandista Zimmer, que ha sido dragón,llegó a todo correr para prevenirnos. Sin este aviso, estábamosperdidos. El muy valiente cayó en nuestras avanzadas, después de haberatravesado un destacamento de cosacos en la meseta del Grosmann; elpobre hombre había recibido un sablazo terrible, y sus entrañas colgabande la silla del caballo. ¿No es así, Frantz?

—Sí—respondió el cazador con voz sorda.

—¿Y qué dijo?—preguntó la anciana.

—No tuvo tiempo mas que para gritar: «¡A las armas!... ¡Estamoscercados!... Me envía Jerónimo...; Labarbe ha muerto... Los alemanes hanpasado el Blutfeld.»

—¡Era un valiente!—murmuró Catalina.

—Sí, era un valiente—contestó Frantz inclinando la cabeza.

Quedó todo en silencio, y el trineo siguió avanzando por el valletortuoso durante un largo espacio de tiempo. A cada instante erapreciso detenerse, pues la nieve se hacía muy profunda. Entonces tres ocuatro de aquellos serranos de la escolta descendían de lo alto deltalud, tomaban al caballo de la brida y se continuaba la marcha.

De repente Catalina pareció salir de su sueño, preguntando:

—De todos modos, ¿por qué no me ha dicho Hullin?...

—Si le habla de esos ataques—interrumpió el doctor—, usted hubieraquerido quedarse allí.

—¿Y quién puede impedirme hacer lo que quiera? Si ahora mismo quisieraapearme del trineo, ¿no podría hacerlo?... He perdonado a Juan Claudio,y estoy arrepentida...

—¡Oh, mamá Lefèvre!, ¿y si muere mientras usted dice eso?—murmuróLuisa.

—Tiene razón la niña—pensó Catalina; y rápidamente añadió:

—Digo que estoy arrepentida; pero es un hombre tan valiente, que no sele puede tener rencor por lo que ha hecho. Le perdono de todo corazón;en su lugar, hubiera hecho lo mismo.

A doscientos o trescientos pasos de allí, los fugitivos penetraron en eldesfiladero de las Rocas. La nieve había cesado de caer y la Lunabrillaba entre dos grandes nubes, una blanca y otra negra. La estrechagarganta, bordeada de ingentes rocas cortadas a pico, se extendíabastante lejos, y sobre ambos lados los abetos gigantes se elevabanhasta perderse de vista. Nada turbaba en aquel lugar la calma de losgrandes bosques; dijérase que se hallaban muy lejos todas lasagitaciones humanas. El silencio era tan profundo, que se oían los pasosdel caballo en la nieve, y, de vez en cuando, su entrecortadarespiración. Frantz Materne se detenía algunas veces, dirigía una miradahacia las laderas obscuras y luego apresuraba el paso para alcanzar alos demás.

Y los valles se sucedían unos a otros; el trineo subía, bajaba, volvía ala derecha, después a la izquierda, y los guerrilleros, con la bayonetacalada, seguían la marcha sin detenerse.

De este modo caminaron todos hasta las tres de la madrugada, en quellegaron a la pradera de Brimbelles, sitio en el cual se ve hoy todavíauna hermosa encina que avanza sobre el camino, al dar la vuelta alvalle. Al otro lado, hacia la izquierda, en medio de malezas cubiertasde nieve, detrás de un muro pequeño de piedra en seco y de lasempalizadas de un jardinillo, comenzaba a descubrirse la vieja casaforestal del guarda Cuny, con sus tres colmenas puestas sobre una tabla,su antigua y nudosa parra, que trepaba por un colgadizo hasta el tejado,y su rama de abeto pendiente del canalón a guisa de muestra; porque Cunytenía también el oficio de tabernero en aquellas soledades.

En tal sitio, como el camino que corre a lo largo de la parte superiordel muro de la pradera está situado cuatro o cinco pies más arriba queésta, y como en aquel momento una densa nube velase la Luna, el doctor,temiendo volcar, detúvose bajo la encina.

—No nos falta mas que una hora de camino—dijo Lorquin—. Animo, pues,señora Lefèvre; no tenemos prisa.

—Sí—dijo Frantz—; hemos pasado lo peor y podemos dar descanso alcaballo.

La escolta se reunió alrededor del trineo; el doctor echó pie a tierra.Algunos hicieron lumbre con los eslabones para encender sus pipas; peronadie decía una palabra; todo el mundo pensaba en el Donon. ¿Qué estaríapasando allí? ¿Lograría Juan Claudio sostenerse en la meseta hasta lallegada de Piorette? Tantas cosas tristes, tantas reflexionesdesconsoladoras inundaban el alma de aquellos valientes, que nadiesentía deseos de hablar.

Cinco minutos llevarían de descanso bajo la encina centenaria, cuando,en el momento que la nube se separaba lentamente de la Luna y que lapálida luz de ésta penetraba hasta el fondo del desfiladero, a unosdoscientos pasos de distancia de los fugitivos, se destacó en el senderoy entre los pinares una figura negra a caballo.

Aquella figura, alta ysombría, no tardó en recibir un rayo de Luna; viose entoncesdistintamente que era un cosaco con su gorro de piel de cordero y quellevaba la lanza bajo el brazo, con la punta hacia atrás. Se adelantabaal paso; y ya Frantz había apuntado, cuando detrás de él apareció otralanza y otro cosaco, y después otro...

En toda la extensión del monte,sobre el fondo pálido del cielo, no se veían mas que banderolas en formade cola de golondrina y el brillo de las lanzas de los cosacos, queavanzaban en fila, directamente hacia el trineo, pero sin apresurarse,como gentes que iban en busca de algo, unos alzando la vista y otrosinclinándose en la silla para mirar entre la maleza. Eran, seguramente,más de treinta.

Júzguese cuál sería la emoción de Luisa y Catalina, que se hallaban ental momento sentadas en medio del camino. Miraban ambas mujeres con laboca abierta. Un minuto más, y se encontrarían rodeadas de aquellosbandidos. Los guerrilleros parecían estupefactos; era imposibleretroceder: por un lado había que saltar un muro del prado, y por elotro, era preciso trepar por la montaña. En su turbación, la pobrelabradora cogió a Luisa por un brazo y gritó con voz alterada por elpeligro:

—¡Huyamos al bosque!

Y quiso saltar por encima del trineo; pero sus pies no pudieronsepararse de la paja.

De repente, uno de los cosacos dejó escapar una exclamación gutural, querecorrió toda la línea.

—¡Nos han descubierto!—gritó el doctor Lorquin sacando el sable.

Apenas había pronunciado estas palabras, doce disparos iluminaron elsendero de un extremo al otro, y verdaderos aullidos de salvajescontestaron a las detonaciones. Los cosacos desembocaron del sendero enel prado de enfrente, encorvados sobre sus caballos, con las piernasencogidas, a rienda suelta y corriendo a todo correr hacia la casaforestal, como ciervos perseguidos.

—¡Ah! huyen como diablos—gritó el doctor.

Pero Lorquin había hablado con sobrada ligereza; después de recorrerdoscientos o trescientos pasos por el valle, los cosacos se apretujaroncomo una bandada de estorninos, describiendo un círculo, y con la lanzaen ristre y la cara casi entre las orejas de sus caballos se lanzaron atodo correr contra los guerrilleros, gritando con voz ronca: «¡Hurra,hurra!»

Fue un momento terrible.

Frantz y sus compañeros se arrojaron sobre el muro para cubrir eltrineo.

Dos segundos después, la confusión era indescriptible: chocaban laslanzas contra las bayonetas, y gritos de rabia respondían a lasimprecaciones; a la sombra de la gran encina, por la que se filtrabanalgunos rayos de luz débil, no se veía mas que caballos encabritados,con las crines erizadas, tratando de saltar el muro del prado, y, pordebajo, las figuras bárbaras de los cosacos, con los ojos relucientes,el brazo en alto, descargando tajos con furor, avanzando, retrocediendoy lanzando gritos tan espantosos que ponían los cabellos de punta.

Luisa, muy pálida, y Catalina, con la cabellera gris suelta, se hallabande pie sobre la paja del trineo.

El doctor Lorquin, delante de ellas, paraba los golpes con su sable, y,mientras batía el hierro, les gritaba:

—¡Tendedse, con mil demonios, tendedse en el trineo!

Pero ellas no lo oían.

Luisa, en medio del tumulto y de aquellos feroces aullidos, no pensabamas que en cubrir con su cuerpo a Catalina. La labradora—¡júzguese cuálsería su terror!—

acababa de reconocer al loco Yégof montado en uncaballo alto y flaco, con la corona de hojalata en la cabeza, la barbaerizada, empuñando una lanza y con la amplia piel de perro flotandosobre sus hombros. Catalina le veía perfectamente, como en medio deldía: allí estaba el viejo, y su lúgubre perfil se destacaba a unos diezpasos, con los ojos fulgurantes, blandiendo su larga flecha azul en lastinieblas y tratando de alcanzar a la labradora. ¿Qué hacer? ¡Someterse,sufrir su muerte!... Así los más firmes caracteres se sienten carcomidospor un destino fatal: la anciana se creía señalada de antemano; veía aaquellos hombres saltar como lobos, darse tajos y pararlos, a la luz dela Luna. Veía caer algunos combatientes; a los caballos, sueltas lasbridas, huir por el prado... Veía, a la izquierda, que se abría elventanuco más alto de la casa forestal, y el anciano Cuny, en mangas decamisa, apuntando con el fusil en dirección del grupo, pero sinatreverse a disparar... La anciana veía todas aquellas cosas con unalucidez extraña, y se decía: «El loco ha vuelto... Suceda lo que quiera,esto tiene que terminar como he visto en sueños, y mi cabeza colgará dela silla de su caballo...»

Todo, en efecto, parecía justificar sus temores. Los guerrilleros, muyinferiores en número, retrocedían. No tardó en producirse un remolino enel que se mezclaban los adversarios; los cosacos, franqueando el muro,llegaron al sendero, y un lanzazo, hábilmente dirigido, ensartó el moñode la anciana, quien sintió el hierro frío deslizarse hasta su nuca.

—¡Oh, miserables!—gritó al caer, mientras que, con ambas manos, sesostenía de las riendas.

También el doctor Lorquin acababa de ser derribado contra el trineo.Frantz y sus compañeros, acosados por veinte cosacos, no podían acudir asu socorro. Luisa sintió una mano posarse sobre su hombro; era la manodel loco, que trataba de asir a la joven desde lo alto de su gigantescocaballo.

En aquel instante supremo, la pobre niña, loca de terror, dejó escaparun grito de angustia, y viendo relucir algo en las tinieblas, laspistolas de Lorquin, las arrancó del cinto del doctor, con la rapidezdel relámpago, e hizo fuego con las dos a la vez, quemando las barbas deYégof, cuyo rostro rojizo se iluminó al resplandor de los fogonazos, ydestrozando la cabeza de un cosaco que se inclinaba hacia ella con losojos desencajados por insanos deseos. Rápidamente, se apoderó del látigode Catalina, y de pie, pálida como una muerta, descargó varios latigazossobre los lomos del caballo, que partió a escape. El trineo volaba entrela maleza, inclinándose ya a la derecha, ya a la izquierda. De repentese sintió un choque, y Catalina, Luisa, la paja, todo rodó por la nieveen el declive del barranco. El caballo se paró en firme, aculándosesobre los corvejones y arrojando espuma y sangre por la boca, pues habíachocado con una encina.

A pesar de lo rápida que fue la caída, Luisa había visto algunas sombraspasar como el viento detrás del seto, y había oído una voz terrible, lavoz de Marcos Divès, que gritaba: «¡Adelante! ¡Atravesadlos!»

Aquello no fue mas que una visión, una de esas apariciones confusas quese nos presentan ante los ojos en el último momento; pero, allevantarse la pobre niña, no tuvo ya la menor duda: a veinte pasos deallí, detrás de un grupo de árboles, se oía el choque de las armas y lavoz de Marcos que gritaba: «¡Arriba, amigos míos!... ¡Que no hayacuartel!»

Después la joven vio una docena de cosacos que trepaban por la pendienteopuesta, entre los brezos, como si fuesen liebres, y más abajo, en unclaro, a Yégof que atravesaba el valle, a la luz de la Luna, como unpájaro azorado. Oyéronse numerosos disparos, pero ninguno alcanzó alloco, el cual, alzándose sobre los estribos en plena carrera, se volvió,y agitando la lanza con aire altanero, prorrumpió en un ¡hurra! con esavoz penetrante de la garza que logra escaparse de las garras del águilay hiende los aires velozmente. Otros dos disparos partieron de la casadel guardabosque, llevándose un jirón de los andrajos del loco, queprosiguió su carrera, repitiendo los hurras con ronca voz y subiendo porel sendero que habían seguido sus camaradas.

Toda aquella visión desapareció como un sueño.

Entonces Luisa se volvió. Catalina estaba de pie a su lado, no menosestupefacta y no menos atenta que ella. Ambas mujeres se miraron uninstante y luego se confundieron en un estrecho abrazo, con unsentimiento de bienestar indefinible.

—¡Nos hemos salvado!—murmuró Catalina.

Y las dos comenzaron a llorar.

—Te has portado admirablemente—decía la anciana—; es magnífico, esvaliente lo que has hecho. Juan Claudio, Gaspar y yo podemos estarorgullosos de ti.

Luisa se hallaba agitada por una emoción tan profunda, que temblaba depies a cabeza. Pasado el peligro, volvía a recobrar su carácter dulce, yella misma no podía comprender el valor de que había dado pruebas pocosminutos antes.

Después de un breve silencio, encontrándose más tranquila, se disponíanlas dos mujeres a volver al camino, cuando vieron a cinco guerrilleros yal doctor que iban en su busca.

—¡Bien, Luisa! ¡Ya puede usted llorar cuanto quiera!—dijo Lorquin—;pero usted es un dragón, un verdadero demonio. Y ahora se hace lachiquita; pero todos hemos visto lo que ha hecho. Y a propósito, ¿dóndeestán mis pistolas?

En aquel momento se separaron las ramas y apareció Marcos Divès, con elespadón colgando de su mano, gritando:

—¡Bah, señora Catalina! ¡Estas sí que son emociones! ¡Con mil demonios!¡Y qué suerte la de haber estado yo aquí! Porque esos miserables iban adesvalijarles de pies a cabeza.

—Sí—dijo la anciana mientras metía sus cabellos grises dentro de lacofia—; ha sido una gran fortuna.

—¡Sí; ha habido suerte, ya lo creo! No hace todavía diez minutos quellegué con el furgón a casa del tío Cuny. «No vayas al Donon—me dijo—,pues hace una hora que se ve el cielo rojo por ese lado... Seguramenteallí arriba se están pegando de firme.»

«¿Usted cree?»—contesté—. «Afe mía, sí.» «Entonces voy a mandar a Joson de explorador, para saberalgo, y mientras tanto beberemos unas copas.» Pues bien, apenas habíasalido Joson, oigo unos gritos de dos mil demonios: «¿Qué es eso, Cuny?»«No sé»—me respondió—. Empujamos la puerta y vemos lo que pasaba:«¡Eh!—exclamó el contrabandista—; somos nosotros los que tenemos elfuego en casa.» Salto sobre mi Fox, y en marcha. ¡Qué suerte!

—¡Ah!—dijo Catalina—; si estuviéramos seguros de que nuestros asuntosdel Donon fueran tan bien como aquí, podíamos estar satisfechos.

—Sí, sí; ya me ha contado Frantz; es el destino; siempre tiene quehaber algo que salga mal—respondió Marcos—. En fin..., en fin...Todavía permanecemos allí, con los pies hundidos en la nieve; esperemosque Piorette no dejará que aplasten a sus camaradas, y vamos a vaciarlas copas, que aun están medio llenas.

Cuatro contrabandistas llegaron en tal momento diciendo que el miserableYégof podía fácilmente volver con otra cuadrilla de bandidos de su jaez.

—Es verdad—contestó Divès—. Vamos a regresar al Falkenstein, puestoque así lo ha ordenado Juan Claudio; pero no podemos llevarnos elfurgón, pues nos impediría ir por el atajo, y dentro de una hora esosbandidos caerían sobre nuestras espaldas.

Entremos un poco en casa deCuny; a Catalina y a Luisa no sentará mal tomar un trago, ni a los otrostampoco; así cobrarán ánimo. ¡Arre, Bruno!

Marcos cogió al caballo de la brida... Se acababa de colocar en eltrineo a dos hombres heridos. Otros dos habían perecido en el encuentro,junto a seis u ocho cosacos que quedaban tendidos en la nieve, con laspiernas abiertas; todo fue abandonado, y los supervivientes sedirigieron a la casa del guardabosque. Frantz se consolaba, al fin, deno encontrarse en el Donon. Había despanzurrado a dos cosacos, y lavista de la casa le puso de bastante buen humor. Delante de la puerta sehallaba el furgón de las municiones. Cuny salió exclamando:

—¡Sea bien venida la señora Lefèvre! ¡Qué noche para las mujeres!Siéntense las señoras. ¿Qué pasa en el Donon?

Mientras que se vaciaba la botella apresuradamente, fue preciso explicarlo sucedido otra vez. El buen anciano, vestido de una sencilla casaca yde un calzón verde, con la cara llena de arrugas y la cabeza calva,escuchaba con los ojos fijos, uniendo las manos y gritando:

—¡Dios mío, Dios mío! ¡En qué tiempos vivimos! No se puede andar porlas carreteras sin correr el peligro de ser atacado. ¡Esto es peor quelas antiguas historias de los suecos!

Y el anciano movía la cabeza.

—Vamos—gritó Divès—; el tiempo vuela. ¡En marcha! ¡En marcha!

Todos salieron. Los contrabandistas condujeron el furgón, que conteníavarios millares de cartuchos y dos barriles de aguardiente, atrescientos pasos de allí, en medio del valle, y desengancharon loscaballos.

—Vosotros, seguid marchando—gritó Marcos al resto de la caravana—;dentro de pocos minutos os alcanzaremos.

—Pero ¿qué vas a hacer con este furgón?—preguntó Frantz—. Puesto queno tenemos tiempo de llevarlo al Falkenstein, mejor sería dejarlo en elcobertizo de Cuny que abandonarlo en medio del camino.

—Sí, para que ahorquen al pobre viejo cuando vuelvan los cosacos, queestarán aquí antes de una hora. No tengas cuidado; se me ha ocurrido unaidea.

Frantz se unió al trineo que se alejaba. No tardaron los fugitivos endejar atrás la fábrica de aserrar del marqués; después torcieron a laderecha, para llegar a la casa de

«El Encinar», cuya elevada chimenea sedescubría sobre la meseta, a tres cuartos de legua. Marcos Divès y sugente llegaron gritando:

—¡Alto! ¡Pararse un poco! ¡Mirad allá abajo!

Todos volvieron la vista hacia el fondo del desfiladero, y vieron a loscosacos caracolear alrededor del carro de municiones, en número que nobajaría de doscientos o trescientos.

—¡Que llegan! ¡Salvémonos!—exclamó Luisa.

—Esperad un poco—dijo el contrabandista—; no tenemos nada que temer.

Y no había éste acabado de pronunciar tales palabras cuando una sábanainmensa de fuego extendió sus dos alas rojas de una a otra montaña,iluminando los bosques hasta las copas de los árboles, las peñas y lacasita del guardabosque, situada a mil quinientos metros más abajo;después se oyó una detonación tan fuerte, que la tierra se estremecióhasta sus entrañas.

Y mientras cuantos contemplaban el grandioso espectáculo se miraban unosa otros deslumbrados y mudos de espanto, resonó una formidablecarcajada de Marcos Divès, que se mezcló al zumbido que vibraba en losoídos de aquéllos.

—¡Ja, ja, ja!—exclamaba el contrabandista—; estaba seguro que losmiserables se detendrían alrededor del furgón para beberse elaguardiente, y que la mecha tendría tiempo de prender en la pólvora...¿Creen ustedes que nos perseguirán? Sus brazos y sus piernas han voladoa las copas más altas de los abetos... ¡Vamos, arre! ¡Quiera el cieloque suceda lo mismo a cuantos acaban de pasar el Rin!...

La escolta, los guerrilleros, el doctor, todo el mundo permanecíasilencioso. Tantas y tan terribles emociones sugerían a cada cualpensamientos inacabables, que nunca se presentan en la vida ordinaria. Ycada uno se decía: «¿Qué sucede a los hombres para destruirse de estamanera, para atormentarse, para destrozarse, para arruinarse así?

¿Quése han hecho para odiarse de tal modo? ¿Qué espíritu, qué impulso ferozles anima, si no es el mismo espíritu del mal?»

Unicamente Divès y su gente no se conmovían por aquellos sucesos, y sindejar de galopar, riendo y alborotando, gritaba el contrabandista:

—Nunca he visto una fogarata parecida... ¡Ja, ja, ja! Hay que reírsemil años...

Pero, al poco tiempo, Marcos quedose pensativo y dijo:

—Todo esto debe venir de Yégof. Es preciso estar ciego para nocomprender que ha sido él quien ha guiado a los alemanes al Blutfeld.Sentiría que le hubiese alcanzado un trozo del carro; le reservo algomejor que eso. Lo que más deseo es que continúe bien de salud, hasta quenos encontremos un día cara a cara, en cualquier lugar apartado delbosque. Que esto sea dentro de un año, de dos, de veinte, poco importa,con tal que suceda. Mientras más tiempo espere más ganas tendré; lasbuenas tajadas se comen frías, como la cabeza de jabalí con vino blanco.

El contrabandista decía tales palabras de una manera sencilla; pero losque le conocían adivinaban en ellas algo peligrosísimo para Yégof.

Media hora después, todos llegaron a la meseta de «El Encinar».

XXI

Jerónimo de San Quirino se había retirado hacia la granja, y desde medianoche ocupaba la meseta.

—¿Quién vive?—gritaron los centinelas al aproximarse la escolta deltrineo.

—Somos nosotros, los de la aldea de Charmes, respond