—¿Es usted, Catalina? Nuestros asuntos toman mal aspecto—dijo JuanClaudio.
—Sí; ya he oído; no hay manera de renovar las provisiones.
—¡Las provisiones!—dijo Brenn con sonrisa extraña—. ¿Sabe usted,señora Lefèvre, para cuánto tiempo tenemos víveres?
—Para más de quince días—contestó la buena mujer.
—¡Para ocho días!—exclamó el contrabandista, vaciando de cenizas lapipa golpeándola contra la uña.
—Esa es la verdad—dijo Hullin—. Marcos Divès y yo creíamos que elenemigo atacaría el Falkenstein; pero nunca pudimos pensar que lobloquearía como una plaza fuerte. ¡Nos hemos equivocado!
—¿Y qué vamos a hacer?—preguntó Catalina palideciendo intensamente.
—Vamos a reducir la ración de cada uno a la mitad. Si, en quince días,Marcos no vuelve y no nos queda nada..., entonces veremos.
Dicho lo cual, Hullin, Catalina y los contrabandistas, muy cabizbajos,tomaron el camino de la brecha. Apenas habían comenzado a bajar por lapendiente cuando, a unos treinta pasos más abajo de donde seencontraban, vieron aparecer a Materne, que trepaba por las ruinas casiahogándose, agarrándose a la maleza para marchar más de prisa.
—¡Qué!—le gritó Juan Claudio—; ¿qué pasa, amigo mío?
—Iba a buscarte; un oficial enemigo avanza hacia el muro del antiguo burg con una banderita blanca; parece que quiere hablarnos.
Hullin, dirigiéndose en seguida hacia la pendiente de la peña, vio, enefecto, a un oficial alemán de pie sobre el muro y que parecía esperarque se le hiciera señal de subir. Se hallaba a dos tiros de carabina, ymás lejos se veía a cinco o seis soldados con las armas en el suelo.Después de haber observado aquel grupo Juan Claudio volviose y dijo:
—Es un parlamentario que, sin duda, viene a intimarnos la rendición.
—¡Que se le haga fuego!—exclamó Catalina—. Eso es lo mejor quepodemos contestarle.
Todos parecían de la misma opinión, excepto Hullin, que, sin hacerninguna observación, bajó a la terraza, donde se encontraban los demásguerrilleros.
—Hijos míos—dijo—, el enemigo nos envía un parlamentario. No sabemoslo que quiere, aunque supongo que será una intimación para deponer lasarmas; pero también puede ser otra cosa. Frantz y Kasper irán a suencuentro, le vendarán los ojos al pie de la peña y le conducirán aquí.
Nadie hizo observación alguna, y los hijos de Materne, cruzándose lacarabina en bandolera, se alejaron bajo la bóveda en espiral. Al cabo dediez minutos los cazadores llegaron adonde el oficial estaba, hablaroncon él breves momentos, y los tres empezaron a subir al Falkenstein. Amedida que ascendía el pequeño destacamento, mejor se distinguía eluniforme del parlamentario y hasta su fisonomía: era un hombre delgado,de
cabellos
rubios,
cenicientos,
bien
proporcionado
y
de
movimientosresueltos. Al pie de la peña, Frantz y Kasper le vendaron los ojos, y notardaron en oírse sus pisadas, que resonaban bajo la bóveda. JuanClaudio se adelantó a su encuentro, y desatándole con sus propias manosel pañuelo, le dijo:
—Si desea usted comunicarme algo, señor, ya le escucho.
Los guerrilleros estaban a quince pasos del grupo que los reciénllegados y Juan Claudio formaban. Catalina Lefèvre, que se hallaba máscerca, escuchaba con las cejas fruncidas; su cara huesuda, su narizaguileña, los tres o cuatro rizos de cabellos grises que caían al azarsobre sus sienes descarnadas y sobre los pómulos de sus hundidasmejillas, la contracción de sus labios y la fijeza de su mirada,llamaron en primer término la atención del oficial; luego éste descubrióel rostro pálido y dulce de Luisa, detrás de la anciana; más allá, aJerónimo, con su barba rojiza, cubierto con una túnica de estameña; alanciano Materne, apoyado en su carabina, y más lejos a todos los demás;por último, la elevada bóveda de piedra roja, cuyas masas ingentes,formadas de sílex y de granito, avanzaban por encima del precipicio conalgunas zarzas marchitas en las hendeduras, servía de fondo. Detrás deMaterne, Hexe-Baizel, con un largo escobón de retamas verdes en la mano,la cabeza erguida y vuelta de espaldas al borde de la peña, parecióllamar un momento la atención del oficial.
A su vez, él era objeto de una curiosidad singular. Se veía en suactitud, en su rostro alargado, fino y moreno, en sus ojos de color grisclaro, en su bigote poco poblado, en la delicadeza de sus miembrosendurecidos por la guerra, que procedía de una raza aristocrática; teníaalgo de hombre de campo y algo de hombre de mundo; era una mezcla demilitar burdo y de diplomático.
Aquella inspección recíproca se terminó en un abrir y cerrar de ojos, yel parlamentario dijo en buen francés:
—¿Es al comandante Hullin a quien tengo el honor de dirigirme?
—Sí, señor—contestó Juan Claudio.
Y como el parlamentario dirigiese una mirada indecisa alrededor delcírculo, Hullin exclamó:
—¡Señor, hable usted alto para que todo el mundo le oiga! Cuando setrata del honor y de la patria nadie sobra en Francia, y las mujerespueden intervenir lo mismo que los hombres. ¿Tiene usted que hacermealguna proposición? ¿De parte de quién?
—Del general comandante en jefe. Mi misión es la siguiente...
—Veamos. Ya le oímos—interrumpió Hullin.
Entonces el oficial, levantando la voz, dijo en tono firme:
—Ante todo, permítame, señor comandante, decirle que usted ha cumplidomagníficamente con su deber y que por ello ha conquistado la estimaciónde sus enemigos.
—En materia de deberes—contestó Hullin—, no puede haber más ni menos.Hemos hecho lo que hemos podido.
—Sí—añadió Catalina con sequedad—, y puesto que el enemigo nos estimapor eso, dentro de diez o quince días tendrá ocasión de estimarnos másaún, porque no hemos llegado al fin de la guerra, y ha de ver cosasmejores.
El oficial volvió la cabeza y quedose estupefacto al observar la ferozenergía impresa en la mirada de la anciana.
—Esos son sentimientos muy nobles—replicó el oficial después de uninstante de silencio—; pero la humanidad tiene sus derechos, y derramarsangre inútilmente es hacer el mal por el mal.
—Entonces, ¿por qué venís a nuestro país?—gritó Catalina con vozaguda—.
Marchaos y os dejaremos tranquilos.
Después añadió:
—Hacéis la guerra como los bandidos: robando, saqueando y quemando.Merecéis ser ahorcados todos, y para que sirviera de ejemplo, ahoradeberíamos arrojar a usted desde lo alto de esta peña.
El oficial palideció, porque creyó capaz a la vieja de ejecutar laamenaza; sin embargo, al instante se repuso, y replicó con tranquilidad:
—Sé que los cosacos han prendido fuego a la finca que se ve frente aesta peña.
Esos son bandidos que siempre siguen a todos los ejércitos;pero un acto aislado no prueba nada contra la disciplina de nuestrastropas. Los soldados franceses han hecho cosas semejantes en Alemania, yparticularmente en el Tirol: no contentos con saquear e incendiar lasaldeas, fusilaban cruelmente a los campesinos sospechosos de habertomado las armas para defender el país. Nosotros podríamos usarrepresalias, y estaríamos en nuestro derecho; pero no somos bárbaros,comprendemos cuánto el patriotismo tiene de noble y de grande, aun ensus extravíos más lamentables. Por otra parte, no hacemos la guerra alpueblo francés, sino al emperador Napoleón. Así, el general, al saber laconducta de los cosacos, ha castigado públicamente ese acto devandalismo, y, además, ha acordado indemnizar al propietario de lafinca.
—¡No quiero nada de vosotros!—interrumpió Catalina bruscamente—;prefiero sufrir la injusticia... y vengarme.
El parlamentario comprendió, por el tono de voz de la anciana, que nopodría hacerla entrar en razón y que sería peligroso siquieracontestarle. Volviose, pues, a Hullin y continuó:
—Estoy encargado, señor comandante, de ofrecerle honores de guerra siconsiente en rendir la posición. Carecen ustedes de víveres, y nosotroslo sabemos. Dentro de pocos días se verán obligados a deponer las armas.La estimación que le profesa el general en jefe es lo único que le hamovido a ofrecer a usted condiciones tan honrosas. Una larga resistenciano conduciría a nada. Somos dueños del Donon, y nuestro cuerpo deejército ha entrado en Lorena. La campaña no ha de decidirse aquí y notiene interés para ustedes defender un punto inútil. Queremos ahorrarleslos horrores del hambre. Y ahora, señor comandante, a usted correspondedecidir.
Hullin se volvió hacia los guerrilleros y les dijo sencillamente:
—¿Habéis oído? Por mi parte, rehúso; pero me someteré si todos aceptanlas proposiciones del enemigo.
—¡Las rechazamos todos!—dijo Jerónimo.
—Sí, sí, todos—repitieron los demás.
Catalina Lefèvre, hasta entonces inflexible, pareció enternecerse aldirigir una mirada a Luisa. Cogió la anciana a ésta por un brazo, yvolviéndose hacia el parlamentario, le dijo:
—Tenemos una niña con nosotros; ¿no habría un medio de enviarla a casade alguno de nuestros parientes de Saverne?
Apenas Luisa oyó tales palabras se precipitó en brazos de Hullin,poseída de un gran terror, exclamando:
—No, no. Quiero permanecer con vosotros, papá Juan Claudio; quieromorir con vosotros.
—Está bien, caballero—dijo Hullin intensamente pálido—; dígale a sugeneral lo que acaba de ver; dígale que el Falkenstein será nuestrohasta la muerte. Kasper, Frantz: conducid al parlamentario a sus líneas.
El oficial parecía dudar; pero al tratar de abrir la boca para hacer unaobservación, Catalina, pálida de cólera, exclamó:
—¡Fuera, fuera de aquí! Lo que vosotros pensáis está lejos aún desuceder. Ese bandido de Yégof os ha dicho que carecíamos de víveres,pero es falso; tenemos para dos meses, y en dos meses nuestro ejércitoos habrá exterminado a todos. A los traidores les vuelve la espalda lafortuna. ¡Desgraciados de vosotros!
Y como la anciana iba excitándose cada vez más, el parlamentario juzgóprudente marcharse. Volviose, pues, hacia los guías, que le pusieron elpañuelo en los ojos y le condujeron al pie del Falkenstein.
Lo que Hullin había ordenado a propósito de los víveres fue ejecutadodesde aquel mismo día, y cada cual recibió media ración para la jornada.
Colocose un centinela delante de la caverna de Hexe-Baizel, donde seguardaban las provisiones; se hizo una barricada ante la puerta, y JuanClaudio ordenó que los repartos se hicieran en presencia de todos, conel fin de impedir las injusticias; pero semejantes precauciones nohabían de preservar a aquellos desgraciados del hambre más horrible.
XXV
Hacía tres días que los víveres faltaban completamente en elFalkenstein, y Divès no había dado señales de vida. ¡Cuántas veces,durante aquellas largas jornadas de agonía, los sitiados habían vueltolos ojos hacia Falsburgo! ¡Cuántas veces habían escuchado con inmensaatención, creyendo oír los pasos del contrabandista, cuando sólo llenabael espacio el vago murmullo del aire!
En medio de las torturas del hambre pasó aquel día, que era el que hacíadiez y nueve de la llegada de los guerrilleros al Falkenstein. Todospermanecían silenciosos, sentados en el suelo, los rostros demacrados yentregados a una especie de sueño sin fin. De vez en cuando se mirabanunos a otros con miradas centelleantes, como dispuestos a devorarse;pero luego caían de nuevo en el abatimiento y la languidez.
Cuando el cuervo de Yégof, volando de cima en cima, se acercaba a aquellugar de infortunio, el anciano Materne se disponía a disparar sucarabina; pero en seguida el pájaro de mal agüero se alejaba velozmente,lanzando graznidos lúgubres, y el brazo del anciano cazador volvía acaer inerte. Como si el agotamiento que causaba el hambre no hubierabastado a colmar la medida de tanta miseria, aquellos desgraciados noabrían la boca sino para acusarse y amenazarse mutuamente.
—¡No me toquéis!—gritaba Hexe-Baizel con voz desgarradora a los que lamiraban—; ¡no me miréis, porque os muerdo!
Luisa deliraba; sus hermosos ojos azules, en vez de objetos reales, noveían mas que sombras, ya danzando por la meseta, ya suspendidas de lamaleza, ya posadas en la antigua torre.
—¡Aquí están los víveres!—exclamaba de vez en cuando la desdichadajoven.
Entonces los demás sitiados se irritaban contra la pobre niña, gritando,llenos de indignación, que quería burlarse de ellos y que mirase bien loque hacía.
Sólo Jerónimo permanecía en completa calma; pero la gran cantidad denieve que había bebido para apagar el ardor de sus entrañas inundaba sucuerpo y su demacrado rostro de un sudor frío.
El doctor Lorquin se había atado un pañuelo a la altura de los riñones ylo apretaba cada vez más, pretendiendo de este modo aliviar su estómago.Se hallaba sentado de espaldas a la torre, con los ojos cerrados, y dehora en hora los abría, diciendo:
—Estamos en el primero..., en el segundo..., en el tercer período. Undía más, y todo habrá concluido.
En seguida comenzaba a disertar sobre los druidas, sobre Odin, Brahma yPitágoras, haciendo citas latinas y griegas, anunciando latransformación próxima de los del Harberg en lobos, zorros y animales detodas clases.
—Yo—exclamaba—seré león, y comeré quince libras de carne de vacatodos los días.
Y, después de una breve pausa, continuaba:
—¡No; yo quiero ser hombre; predicaré la paz, la fraternidad y lajusticia! ¡Ah, amigos míos! Sufrimos por nuestras propias faltas. ¿Quéhemos hecho al otro lado del Rin desde hace diez años? ¿Con qué derechoqueremos imponer señores a esos pueblos? ¿Por qué no cambiamos con ellosnuestras ideas, nuestros sentimientos, los productos de nuestras artes yde nuestra industria? ¿Por qué no los tratamos como hermanos en lugar dequerer someterlos? En tal caso, hubiéramos sido bien recibidos.
¡Cuántohan debido sufrir esos desgraciados durante diez años de violencia y derapiña!... ¡Ahora se vengan..., y es de justicia! ¡Que la maldición deDios caiga sobre los miserables que separan a los pueblos paraoprimirlos!
Después de estos momentos de exaltación, el doctor caía desmayado en elmuro de la torre, murmurando:
—¡Pan!... ¡Oh! ¡Nada más que un pedazo de pan!
Los hijos de Materne, agazapados en la maleza, con la carabina alhombro, parecían esperar el paso de una caza que no llegaba. La idea deun acecho sin fin sostenía sus expirantes fuerzas.
Otros muchos, encorvados sobre sí mismos, tiritaban al sentirsedevorados por la fiebre y acusaban a Juan Claudio de haberlos llevado alFalkenstein.
Hullin, con una firmeza de carácter sobrehumana, iba y venía observandolo que pasaba en los valles de los alrededores, sin pronunciar unapalabra.
De vez en cuando avanzaba hasta los bordes de la peña, y con lasmandíbulas apretadas y los ojos centelleantes, miraba a Yégof sentadodelante de una gran hoguera en la meseta de «El Encinar», en medio deuna pandilla de cosacos. Desde la llegada de los alemanes al valle deCharmes el loco no había abandonado aquel puesto; parecía que estabacontemplando desde allí la agonía de sus víctimas.
Tal era el aspecto que ofrecían aquellos desgraciados bajo la inmensabóveda de los cielos.
El suplicio del hambre en el fondo de un calabozo es horrible, sin dudaalguna; pero al aire libre, bajo un cielo lleno de luz, a la vista detodo el mundo, en presencia de los recursos de la Naturaleza, eso excedea toda ponderación.
Al acabar aquel día, entre cuatro y cinco de la tarde, el cielo seencapotó; grandes nubes negras se elevaron por detrás de la cumbre delGrosmann; el Sol, rojo como una bala al salir de la fragua, lanzaba susúltimos rayos desde el horizonte cargado de brumas. El silencio en todoel ámbito de la peña era profundo. Luisa no daba señal alguna de vida;Kasper y Frantz conservaban una inmovilidad de piedra entre la maleza.Catalina Lefèvre, sentada en el suelo, con las agudas rodillas entre losbrazos descarnados, las facciones rígidas y duras, los cabellos sueltos,que caían sobre sus verdosas mejillas, la vista huraña y el mentónapretado como un tornillo de carpintero, parecía una vieja sibila,sentada en medio de los brezos. Catalina había enmudecido.
Hullin,Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentadoalrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecíansilenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el gruposombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veíanbrillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes.
Ental situación, la labradora, saliendo del estupor en que se hallaba,murmuró de repente algunas palabras ininteligibles. Luego añadió en vozbaja:
—¡Divès llega!... Le veo... Sale por la poterna que está a la derechadel arsenal...
Gaspar le sigue y...
Catalina comenzó a hablar lentamente:
—¡Doscientos cuarenta hombres!—añadió—. Son guardias nacionales ysoldados...
Ya cruzan el foso... Ahora suben por detrás de la medialuna... Gaspar habla con Marcos... ¿Qué le dice?
La anciana parecía que escuchaba.
—«¿Vamos pronto?» Sí, venid pronto... El tiempo vuela... ¡Ya están enla explanada!
Hubo un largo silencio; luego, de improviso, la anciana, poniéndose enpie completamente, con los brazos en alto, los cabellos erizados y laboca muy abierta, aulló de un modo terrible:
—¡Valor! ¡Sí, matad, matad!; ¡ah!, ¡ah!
Y cayó pesadamente al suelo.
Aquel espantoso grito despertó a toda la gente; los mismos muertos sehubieran despertado si lo oyeran. Los sitiados dijérase que renacían.Algo extraño había en el ambiente. ¿Era la esperanza, la vida, elespíritu? No sé; pero todos llegaban a cuatro pies, como los animales,conteniendo la respiración para mejor oír. Luisa también se movíalentamente y levantaba la cabeza. Frantz y Kasper se acercaron andandode rodillas, y, ¡cosa singular!, Hullin, hundiendo la mirada en lastinieblas del lado de Falsburgo, creyó ver el chisporroteo de unosdisparos, como si se tratara de hacer una salida de la plaza.
Catalina había vuelto a tomar su primera actitud; pero sus mejillas, queun momento antes estaban inertes como una máscara de yeso, seestremecían convulsivamente, y su mirada parecía cubrirse con el velodel ensueño. Todos prestaban gran atención; hubiérase dicho que susvidas pendían de los labios de la anciana. Así transcurrió un cuarto dehora, al cabo del cual la labradora prosiguió:
—Han atravesado las líneas enemigas... Corren hacia Lutzelburgo... Losveo...
Gaspar y Divès van delante con Desmarets, Ulrich, Weber y losamigos de la ciudad...
¡Ya llegan, ya llegan!...
Y
calló
nuevamente;
durante
largo
tiempo
los
guerrilleros
permanecieronescuchando; pero la visión había pasado. Los segundos se sucedían unos aotros con la lentitud de los siglos, cuando de repente Hexe-Baizelcomenzó a decir con agria voz:
—¡Está loca! No he visto nada... Yo conozco a Marcos y sé que se burlade nosotros. ¿Qué le importa a él que perezcamos aquí? ¡Con tal de queno le falte su botella de vino, sus embuchados y que pueda fumarse unapipa tranquilamente junto al fuego, lo demás le tiene sin cuidado! ¡Ah,bandido!
Todo volvió a sumirse en el silencio, y los guerrilleros, reanimados uninstante con la esperanza de una salvación próxima, cayeron de nuevo enla desesperación.
—Ha sido un sueño—pensaban los desgraciados—. Hexe-Baizel tienerazón; estamos condenados a morir de hambre.
Mientras se sucedían estos hechos, iba la noche acercándose. Cuando laLuna salió tras los altos abetos alumbrando los tristes grupos desitiados, Hullin era el único que velaba, presa de los ardores de lafiebre. A lo lejos, muy a lo lejos, en los desfiladeros, oía la voz delos centinelas alemanes que gritaban: Wer da! , Wer da! , o bienpercibía el rumor de las rondas del vivaque al atravesar los bosques, oel agudo relincho de los caballos atados que pateaban el suelo y losgritos de sus guardianes. Hacia la media noche, el valiente guerrilleroconcluyó por dormirse como los demás. Cuando se despertó, el reloj de laaldea de Charmes daba las cuatro. Hullin, al oír aquellas lejanasvibraciones, salió de su amodorramiento; abrió los ojos, y como mirasesin conciencia de lo que hacía, tratando de evocar sus recuerdos, elvago resplandor de una antorcha pasó ante su vista; el guerrillerosintió miedo y se dijo:
—¿Me habré vuelto loco? La noche está obscurísima, y, sin embargo, veoluces...
Volvió a aparecer la llama. Hullin la miró mejor y se levantóbruscamente, apoyando la mano, durante algunos segundos, en su contraídafaz. Por último, dirigió al azar una mirada y vio distintamente unahoguera en la cumbre del Giromani, al otro lado del Blanru, una hogueraque barría el cielo con su ala púrpura y retorcía la sombra de losabetos proyectada en la nieve. Y recordando que aquella señal era laconvenida entre él y Piorette para anunciar un ataque, comenzó a temblarde pies a cabeza, su rostro cubriose de sudor y, marchando en laobscuridad a tientas, como un ciego, con los brazos extendidos,balbuceó:
—¡Catalina!... ¡Luisa!... ¡Jerónimo!
Pero nadie le respondió, y después de manotear en el vacío, creyendo queandaba, cuando en realidad no daba un paso, el desdichado guerrillerocayó al suelo, exclamando:
—¡Hijos míos!... ¡Catalina!... ¡Ya vienen!... ¡Nos hemos salvado!...
En el mismo momento oyose un vago rumor; parecía que los muertosresucitaban; luego resonó una carcajada seca: era Hexe-Baizel, que sehabía vuelto loca de sufrimiento.
Más tarde, Catalina exclamó:
—Hullin... Hullin... ¿Quién ha hablado?
Juan Claudio, repuesto de la emoción, dijo con acento firme:
—Jerónimo, Catalina, Materne y vosotros todos, ¿estáis muertos? ¿Noveis aquella hoguera, más allá del Blanru? Es Piorette, que viene asocorrernos.
Y en el mismo instante una profunda detonación repercutió en losdesfiladeros del Jaegerthal, como ruido de tormenta. La trompeta deljuicio final no hubiera producido mayor efecto entre los sitiados, quedespertaron repentinamente.
—¡Es Piorette! ¡Es Marcos!—gritaban voces cascadas y secas, voces deesqueletos—. ¡Vienen a socorrernos!
Todos trataban de incorporarse; algunos sollozaban, pero de sus ojoshabían huido las lágrimas. Una segunda detonación les puso en pie.
—¡Son descargas cerradas!—exclamó Hullin—; los nuestros hacen tambiénfuego por descargas; ¡tenemos tropas de línea! ¡Viva Francia!
—Sí—contestó Jerónimo—; la señora Lefèvre tenía razón; los deFalsburgo acuden a socorrernos; ya bajan por las colinas del Sarre, y,mientras tanto, Piorette ataca por el lado del Blanru.
En efecto; el tiroteo empezaba por ambos lados a la vez, hacia la mesetade «El Encinar» y las alturas de Kilberi.
Entonces los dos jefes se abrazaron, y cuando marchaban a tientas enmedio de la profunda noche tratando de llegar al borde de la peña, oyosela voz de Materne que les gritaba:
—¡Tened cuidado, que ahí está el precipicio!
Detuviéronse, mirando a sus pies, pero no vieron nada. Una corriente deaire frío, que subía del abismo, era lo único que les reveló el peligro.Las cumbres y desfiladeros de los alrededores estaban envueltos entinieblas. A ambos lados de la ladera de enfrente, el resplandor de losdisparos pasaba como la luz del relámpago, iluminando ya una viejaencina, ya el negro perfil de una peña, ya un pequeño matorral, y losgrupos de hombres que iban y venían como en medio de un incendio.
Se oíaa dos mil pies más abajo, en las profundidades del desfiladero, sordosrumores, galope de caballos, clamores y voces de mando. De vez encuando, el grito del serrano que llama, ese grito prolongado que va deuna cumbre a otra, «¡Eh!, ¡oh!, ¡eh!», se elevaba hasta el Falkensteincomo un suspiro.
—Es Marcos—decía Hullin—; es la voz de Marcos.
—Sí, es Marcos, que nos recomienda que tengamos valor—añadía Jerónimo.
Los demás, sentados alrededor de los jefes, con el oído atento y lasmanos en el borde de la peña, miraban al abismo. Las descargascontinuaban con gran viveza, lo que revelaba el encarnizamiento de labatalla; pero era imposible ver nada. ¡Oh!
¡Cómo hubieran querido lospobres sitiados tomar parte en aquella lucha suprema!
¡Con qué ardor sehubieran precipitado al combate! El temor de ser otra vez abandonados,de ver a sus defensores en retirada al llegar el día, les tenía mudos deespanto.
Mientras tanto, comenzaba a nacer el día; el pálido crepúsculo seasomaba tras las negras cumbres; algunos rayos descendían hasta losvalles tenebrosos, y media hora después se plateaban las brumas delabismo. Hullin dirigió una mirada por los intersticios de las nubes ypudo reconocer la posición. Los alemanes habían perdido la altura delValtin y la meseta de «El Encinar» y estaban agrupados en el valle deCharmes, al pie del Falkenstein, a un tercio de la ladera, para no serdominados por el fuego de sus adversarios. Frente a la peña, Piorette,dueño de «El Encinar», levantaba barricadas con troncos de árboles en lapendiente de Charmes. Con la pipa en la boca, con el sombrero metidohasta las orejas y la carabina en bandolera, iba y venía de uno a otrolado. Brillaban a la luz del Sol naciente las hachas azuladas de losleñadores. A la izquierda de la aldea, en la ladera del Valtin y enmedio de los matorrales, Marcos Divès, montado en un caballejo negro delarga cola, con su espadón colgando del puño, señalaba las ruinas y elcamino de schlitte. Un oficial de infantería y algunos guardiasnacionales, con uniformes azules, le escuchaban; Gaspar Lefèvre solo,delante del grupo, y apoyado en el fusil, parecía meditabundo. Por suactitud se comprendía cuán enérgicas eran las resoluciones que formabapara el momento del ataque. Por último, en la cumbre de la colina, juntoal bosque, doscientos o trescientos hombres formados en filas, con elfusil en descanso, también miraban.
Al ver tan escaso número de defensores oprimióseles el corazón a lossitiados, tanto más cuanto que los alemanes, siete u ocho vecessuperiores en número, comenzaban a formar dos columnas de ataque paratornar de nuevo las posiciones perdidas. El general enemigo enviabaayudantes a diferentes lados transmitiendo órdenes, y las bayonetasempezaban a desfilar.
—¡Esto ha concluido!—dijo Hullin a Jerónimo—. ¿Qué pueden hacerquinientos o seiscientos hombres contra cuatro mil en línea de batalla?Los falsburgueses volverán a sus casas diciendo: «¡Hemos cumplido connuestro deber!», y Piorette será destrozado.
Todos los sitiados pensaban lo mismo; pero lo que colmó su desesperaciónfue ver de repente una larga fila de cosacos desembocar en el valle deCharmes a galope tendido, con el loco Yégof a la cabeza, volando comoel viento; su barba, la cola de su caballo, su piel de perro y su rojacabellera hendían el aire. El loco miraba hacia la peña y blandía lalanza por encima de su cabeza. Desde el