La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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Aquella noche durmió Verónica bastante mal, porque le dio mucho en queentretenerse el recuerdo de su conversación

con

Sagrario.

Aunque

ésta

latenía

acostumbrada a sus genialidades, que no eran siempre de color derosa, jamás había oído de sus labios palabras tan crudas ni pensamientostan atrevidos. Y no era el escándalo de estas sinceridades lo que lamortificaba al acordarse de ellas, pues estaba curada de ciertosespantos y había en su naturaleza, relativamente fría, y si no fría,serena y bien equilibrada,

aguante

para

mucho

más;

sino

la

coincidenciainesperada del fruto de sus largas y minuciosas investigaciones por elorganismo, digámoslo así, del medio ambiente en que respiraba y semovía, con las teorías expuestas por Sagrario. Una cosa es el juiciocallado que formamos por el esfuerzo único de la propia observación, yotra muy distinta ese mismo juicio cuando le vemos confirmado a vocespor los demás. Sin ser un verdadero hallazgo entonces, parécenos dedoblada consistencia; y esto le presta cierto color de novedad.

Después de andar divagando por estos espacios con las alas de suimaginación, de amiga en amiga, de conocida en conocida, pesando ymidiendo los actos y las palabras, la vida y milagros de cada una deellas, y cuando vio que sí, entre tantas, eran muy contadas las quetenían el desparpajo de Sagrario para descubrir los repliegues de laconciencia y los escondrijos del corazón, eran todavía menos las que nocabían en los moldes trazados por la desenvuelta rubia, pensó en elconsejo que ésta le había dado por despedida.

¡Demonio con el consejo!Cierto que no podía darse otro más acomodado a la manera de pensar de laconsejera, y, sobre todo, por lo tocante a don Mauricio el Solemne,como ésta le llamaba; pero ¿a qué traer a colación a Pepe Guzmán? ¿Quéhabía visto en él Sagrario para aconsejarla a ella que no le aceptarapor marido «aunque, por milagro de Dios, lo pretendiera»? Por supuestoque esta condicional la usó Sagrario teniendo en cuenta la fama deincasable que gozaba el aludido, no porque la considerara a ella indignade aquel otro heroísmo de este Guzmán. ¿Cómo había de saber, la muycuriosa y entrometida, lo que ignoraba sobre el caso la mismainteresada? Al fin y a la postre, ¿qué había pasado entre Pepe Guzmán yella? Nada en substancia. Que, por entonces, era Verónica la que merecíalas

preferencias

corteses

del

incombustible

caballero; que hablaban amenudo; que la conversación de él le parecía muy amena y entretenida aella, y que, según ella podía juzgar, no le desagradaba la suya al otro;que de esta mancomunidad de complacencias, había ido naciendo comocierto propósito de variar de tema en las conversaciones, y de meter lasonda de la curiosidad en las espesuras del alma y en las profundidadesdel pensamiento; que se andaba tiempo hacía en preparativos de ello, máso menos ingeniosos, y que todo esto y mucho más podía hacerse entre unhombre tan desapasionado como Guzmán, y una mujer tan despreocupada comoella, sin que el amor interviniera para nada en el juego... ¡Amor!Guzmán, según fama, era incapaz de sentirle por ninguna mujer. Era asísu naturaleza. En cuanto a ella, Verónica, ¿en qué había de fundarle?Reconocía que era hermoso de cuerpo, noble de alma, y culto y rico deinteligencia; que levantaba muchos codos por encima de los galantesfrívolos, de los mozos simples y de los viejos verdes que más abundabana su alrededor; que sentía una lícita y honda complacencia en verseobjeto de sus codiciadas atenciones; que le ola con gusto y que seapartaba de él con cierta pena; que después de cada entrevista le durabasu recuerdo largas horas; que se preparaba para la inmediata con mayoresprecauciones que las de costumbre en parecidos casos, y, por último, queharía cualquier sacrificio por vencerle en el duelo medio empeñado entreambos, es decir, por arrancarle el secreto de sus intenciones, laprimera gota..., vamos, la señal de que el hielo se fundía al calordel... interés que ella le inspiraba; pero ¿no puede sentirse ydesearse e intentarse todo esto sin amor? ¿No bastaba el móvil de lacuriosidad para que lo sintiera, lo deseara y lo intentara una mujercomo ella? ¡Oh!, el amor presenta síntomas bien diferentes de éstos; senota en algo más profundo y más sensible que la memoria y el discurso;se siente en lo más vivo del corazón, y el de ella no era, hasta lafecha, más que una víscera que funcionaba con la inalterable regularidadde un cronómetro.

Discurriendo por esta senda, llegó a topar con el sueño, que la venciótras breve lucha; tan breve, que con serlo mucho más el nombre de Pepe, se le quedó éste a la hermosa entre los húmedos labios, porfalta de tiempo para acabar de pronunciarle; de manera que del actoaquel, medio inconsciente, más que palabra vino a resultar un beso...

Pero volvamos ahora a Sagrario. Su casamiento no tardó en celebrarse másque el tiempo puramente indispensable para los preparativos de él,hechos por la posta a fuerza de oro. ¡Y qué preparativos, Santo Dios! Enlos periódicos elegantes no cabían las listas de tantas y tantas ropas,de tantas alhajas, de tantos muebles, de tantos caprichos de arte,comprado esto, regalado lo otro, tanto en París, cuanto en Viena;aquello, de Florencia; de Londres, lo de más allá; de Bruselas, losencajes; del mismísimo Japón y del propio Sevres, las porcelanas; deBohemia, la cristalería de color; de puro rocío cuajado, la de mesa; loque costaba el traje de novia, blanco como los ampos de la nieve; lo quepodría comprarse, para avío de dos docenas de familias mal acomodadas,con lo que valían las joyas y el trousseau que regalaba el novio, sincontar con otro tan lucido que acababa de recibir «la hermosa prometida», como regalo de sus padres... Todo lo fisgoneaban, todo losabían y todo lo conocían por adentro y por afuera, por arriba y porabajo, los diligentes revisteros, y de todo escribían sin tregua nidescanso, sin calo ni medida, mojando la áurea pluma en

«ámbar desleído»y sahumando el papel con nubes olorosas de mirra y algalia del Oriente.Así trascendía ello, que mareaba. Del «lecho nupcial», tesoroinapreciable de maderas, bronces, lienzos, sedas, y brocados, y delsimbólico boudoir, obra de hadas, que no de mortales,

¡Cristo mío, quécosas se escribieron!... En fin, hasta para los carruajes ingleses, ypara los caballos que habían de arrastrarlos, y para los levitonespeludos de los cocheros que habían de conducirlos, hubo jarabe en lasplumas, y sahumerios en los incensarios de aquellos ingenios deguardarropía.

Tras esto, que duró muchos días y fue el pasto sabroso de todas lasmujeres y de todos los hombres frívolos de la corte, llegó la horasuprema; y vuelta a empezar los pobres chicos con nuevos catálogos deindumentaria, de piropos inverosímiles y de sensiblerías y finezascursis: que si la novia así o del otro modo; que si pálida, que sipensativa; que si, con sus cabellos rubios y sus atavíos blancos,parecía una joya de oro entre copos de nieve; que si el Patriarca, quesi los padrinos, que si las amigas, que si quince duques, y veintemarqueses, y treinta condes, y no sé cuántos destitulados, de comitiva;y si la fila de coches llegaba desde tal a cual parte, y si hubo entreellos uno de palacio con las correspondientes damas; y quien, en elmomento crítico, «vertió lágrimas furtivas»; quien se desmayó, o quienparecía arrobada en el más dulce de los éxtasis...

¡Hasta del novio sedijo que era «un varón, honra, prez y esperanza de su preclarolinaje»!

Después, el espléndido banquete en los estupendos comedores de la casade la «hermosa desposada»; y aquello fue la de vámonos. De lo que allíhubo, con ser tanto lo que se dijo, fue mucho más lo que se devoró. Aljófar, el tierno poeta de los salones, que de eso vivía y de otrasfechorías semejantes, enronquecido de cantar la hermosura y laspomposidades de la novia en los periódicos elegantes, con un hartazgopara ocho días y bien atiborrado de Champagne, sin soltar la copa de lazurda desenvainó un soneto con la diestra; Y conmovido y mojando lapestaña antes de leerle, acometió de nuevo «a la hechicera reina de lafiesta» (con todas estas asonancias), y la puso hecha un tapizchinesco, con grandes aplausos del ilustre concurso, que le reputaba porel más grande de los poetas coetáneos, y con arroyos del «llanto» quesabía verter el propio vate a cada estrofa, el cual llanto apagaba contragos del espumoso néctar: casi como el pegotón aquel de marras,

«Llorando sin cesar lo que sorbía, Y sorbiendo a la vez lo que lloraba».

Por conclusión de estos y otros lances que no caben en papeles, lospreparativos del viaje de los novios; las despedidas, el lagrimeo, lossíncopes; lances todos ellos que habían de ser tema para el rudo trabajode tres días de los complacidos y galantes revisteros, y de unepitalamio inconmensurable del mimado poeta, obra de empuje ysubstancia, como concebida entre los horrores de la digestión de lo delbanquete, digestión de boa constrictor, por la duración y la dosis, yaque no por la calidad de la metralla engullida.

Y con tanto charlar estos gacetilleros y poetas, no dijeron una palabrade don Mauricio el Solemne, sino para citar su nombre entre los más«conspicuos» concurrentes; nada de sus ahogos al meeroodeear materiales para un brindis, al primer taponazo del Champagne; nada desus moribundas miradas a la « picante beldad, ilusión consoladora delos espléndidos marqueses de Montálvez»; nada de ciertas finezasmetafóricas que el deslumbrante banquero logró deslizar al oído de laelegante dama, como tímido recuerdo de sus anteriores memoriales.

Nada pescaron tampoco aquellos linces de pluma, del ingenioso y brevediálogo sostenido entre Pepe Guzmán y su predilecta amiga, formando lamás gallarda y distinguida pareja que podía imaginarse; en el cualdiálogo se parafraseó, con toda la discreción y gracia posibles, y nosacado a plaza por la interlocutora, sino por el sagaz interlocutor, eltema aquel que Sagrario confió al oído de su amiga; y se insinuaron,quizá en virtud del calor y motivo de la fiesta, las primeras estocadasdel consabido duelo pendiente entre estos dos expertos espadachines dela intriga galante.

Tampoco tuvo en la prensa todo el éxito que mereció la casi augustasolemnidad con que el buen marqués de Montálvez desempeñó su papel en lafiesta, particularmente durante el breve rato que conversó aparte conel presidente del Consejo de Ministros, y cuando, después de estrecharlereverentemente la mano le dijo algunas palabras al oído el Capitángeneral de Madrid, vestido de gran uniforme. ¡Oh, qué actitudes y quémímica las suyas en aquellas dos singularísimas ocasiones! ¡Qué bofetónmás sonoro para «los hombres de Gobierno» que todavía le regateaban lacredencial de senador! ¿Dónde hallarían ellos para ese cargo otro viejomás distinguido, más serio, más limpio, más planchado, más opulento,ni más adaptable por su tipo al grave ceremonial del «alto CuerpoColegislador»?

En fin, por callarse cosas importantes los cronistas de la solemnidad,ni siquiera mencionaron al general Ponce de Lerma, hombre grosero, que,en menos de dos horas, riñó tres veces con el ministro de la Guerra, ydio de puntapiés a un lacayo en un vestíbulo, porque al pasar, cargadode despojos de la mesa, le manchó el frac con una salsa amarilla,mientras su mujer (la del general) departía, en animado e interesantediálogo, con el subsecretario de Gobernación, gran mozo, candidato aministro para la primera crisis, soltero y de gran prestigio entre lasdamas elegantes. Era como la sombra de Leticia, desde que Pepe Guzmán sehabía decidido a ser la de Verónica...

Cierto que todas estas cosas mejor eran para calladas que paradichas..., casi tanto como las otras que se dijeron y se cantaron enprosa y en verso; pero los oficios, o ejercerlos a conciencia, o noejercerlos... En virtud de lo cual hago yo aquí punto redondo, antes queal impaciente lector le parezca larga esta digresión, que nada quita nipone al interés de la presente historia.