La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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IX

Así las cosas y andando los días, una noche, en casa de Verónica, tomó aésta del brazo Sagrario; llevósela a un rinconcito lejos de la gente; yallí, sentadas las dos en sendos sillones de rica tapicería, dijo lavehemente rubia a su amiga, entre mustia y alegre, pero con más cargade lo primero que de lo segundo:

—¡Por fin!...

—Por fin... ¿qué?—preguntole la otra con cara de pascua, al ver loindefinible de la de su amiga.

—Que se decidió... eso.

—Y ¿cuál es eso?

—¡Jesús, y qué torpe estás hoy de entendederas! ¿Qué ha de ser eso más que... lo de Gonzalo?

—¡Lo de Gonzalo! Y ¿qué le pasa a Gonzalo, hija mía?

—¡Caramba con la chica ésta!... Que me caso con él. ¿Lo entiendesahora?

—Sí que lo entiendo; pero no es noticia para mí.

¿Cuántos siglos haceque estáis... en eso?

—¡Dale, la muy taimada!... ¿No te he dicho que, por fin, se de-ci-dióya? ¿Lo quieres más claro?

—¿Quieres decir que os vais a casar en seguida?

—Eso mismo.

—¡Acabaras!

Aquí un ratito de silencio. Cierta inquietud en Sagrario.

Miradasinvestigadoras en su amiga, envueltas en sonrisas maliciosas. Recios,secos e intermitentes charrasqueos del abanico de la novia. Al finvolvió a hablar la primera, y dijo a la segunda, sin borrar de su carala expresión maliciosa:

—¿Y para contarme esto solo me has traído tan acá y tan a escondidas,cuando podías haberlo publicado a gritos en medio de la tertulia..., yde seguro lo publicarán mañana los periódicos en sus crónicas desalones?

—Para esto solo—respondió Sagrario, sonriendo también—, y para lo quede ello se cae por su propio peso.

—Lo suponía: un poco de comentario; pero como te quedaste tancallada...

—Pensaba yo que a ti te tocaba empezar.

—Claro, ¡como no hay todavía franqueza entre nosotras, y tú eres unajoven tan corta de genio!... ¿O es que piensas tomar el papel de casadapor lo serio y comienzas ya a hacer provisiones de formalidad?... Locierto es que te desconozco esta noche...

—Ya ves tú..., el lance, al fin y al cabo, si no es serio, es nuevopara mí; y al verme tan cerca de él...

—Con franqueza, Sagrario; ese lance ¿te duele o te gusta?

—Ni me gusta ni me duele; le tomo como me le presentan: amasado ycocido. Me dicen «ahora»; pues ahora.

—¿De modo que tú no has contribuido a él... ni con la inclinación?

—Absolutamente, y bien lo sabes tú; ni ¿por qué había de contribuir coneso?, ni, aunque quisiera, ¿cómo podría? Ya ves qué ganga... ¡Gonzalo!

—¿Qué?

—¡Qué estampa de galán! con todos los vicios del catálogo...

—Entonces, ¿por qué le aceptas?

—Y a mí ¿qué más me da? Dicen que las mujeres de nuestra alcurnia debencasarse, a cierta edad, con hombres de determinadas condiciones: la casaMiralta cree que no puede entroncar con otra que la de Camposeco, y éstajuzga que vino al mundo para fundirse con la de Miralta; yo soy loprimogénita de una, y Gonzalo es el único heredero de las grandezas ycaudales de la otra; se acuerda entre ambas familias que Gonzalo y yonos casemos... «para que se cumplan las profecías»: no se admitenconsultas, ni protestas, ni reparos, porque, como «ellos» dicen, loprincipal es que se haga el matrimonio, « lo demás no importa trescominos»; a esta idea nos vamos haciendo, y a este papel nos vamosacomodando poco a poco el galán y la dama de esta comedia de la buenasociedad... hasta que llega la hora del desenlace, nos echan labendición, se baja la cortina... y cada comediante o vivir como Dios ledé a entender. Esto, después de bien mirado, es hasta cómodo.

¿No teparece a ti lo mismo, Nica?

Y Nica dijo que sí, pero sin dejar de sonreírse. En seguida preguntó asu amiga:

Pero ¿no puede ocurrir que la dama de esa comedia tenga, al llegar esedesenlace, el corazón interesado por otro galán de los de la sala?

¡Yo lo creo!..., ¡y a quién se lo preguntas!—respondió Sagrario en unarranque de sinceridad de los suyos.

—Pues, entonces...

—Entonces ¿qué?

—Más claro: tú no amas a Gonzalo

Naturalmente.

—¿Y no preferirías para marido al hombre a quien amaras?

—Ponlo en presente: a quien amo.

—Lo pongo: a quien amas.

—Corriente... Pues te respondo que quizás no.

—¿Que no?

—Que no... ¿Te asombras? Pues no hay motivo para ello.

Yo tengo acá miteoría sobre el caso; y no es así, al aire y como se quiera, sinofundada en la observación y en el propio sentir. De pronto te pareceráun lugar común de la manoseada sátira contra el matrimonio, porque algoasí se ha dicho en esas rutinas desacreditadas; pero es cosecha de micaletre, créelo. Te la expondré en forma de máxima, como

hacemos siempre

los

sabios

para

acreditar

vulgaridades: «si quieres conservar elamor que sientas por un hombre, con todo lo que de este amor se sigue yse desprende, no te cases con él».

—¡Cáspita!

—Así como suena, hija mía. Parece duro y un si es no es atrevido; peroes la pura verdad. Y si no, tiende un poquito la vista sobre todo lo queconoces en derredor de ti: es un semillero de comprobantes de mi modo depensar sobre el caso. Otra máxima: «el amor se alimenta de deseos, deprivaciones y de contrariedades; dale todo cuanto pida, sin cortapisas ya pasto, y cátale muerto en dos días; y muerto por hartazgo de prosa,que es, de todos los hartazgos, el más abominable.

Sonreíase otra vez la amiga de Sagrario al oír cómo ésta se despachaba,vuelta ya al pleno dominio de su carácter, y replicola:

—Eso dependerá de la calidad del amor... me parece a mí.

—No hay más que una calidad de amor—repuso con ademán resueltoSagrario—, y el amor tonto, que no reza con nosotras.

—Y suponiendo que tú tengas razón—preguntó Verónica a su amiga, decuyas palabras parecía estar pendiente, sin duda por la gracia que lehacían—, ¿es lícito eso?

Revolvió aquí un poco en el sillón el lindo cuerpo la interrogada, y,después de vacilar un instante, respondió con gran desparpajo a suamiga:

—Verdaderamente que no me he puesto nunca a mirar el caso por ese lado;pero muy ilícito no debe de ser, cuando tanto se usa.

—¿Qué es lo que tanto se usa, Sagrario?

—¡Caramba!, pues el vivir con el marido y el gozar con el amante... Meparece que cosa más corriente...

Después de estas palabras, fue Verónica quien se quedó un brevísimo ratoalgo suspensa; en seguida, sin dejar de mirar con marcada fijeza a suamiga, la dijo:

—¿Y qué piensa Gonzalo de esa teoría tuya?... Porque supongo que se lohabrás dado a conocer...

A lo que respondió Sagrario con igual frescura que si el asunto norezara con ella:

—¡Yo lo creo que lo conoce! Pero ¿qué se le importa a él? ¡Gracias aDios, no tiene por qué callar! ¿No sé yo la vida que ha hecho, la quehace y la que hará? ¡Ni más ni menos que la mía! ¡Para él estaba!Además, ¿qué pone por su parte en este fregado? Sus lacras, susdeformidades y sus vicios. ¿Puede, en buena justicia, y aunquepudiera, aspirar al pleno y singular dominio y usufructo de esta mi«lozana y exuberante juventud», como dijo de ella nuestro poeta Aljófar en su anteúltimo sahumerio? ¡Oh!, sobre estas materias, ni élni yo podemos llamarnos nunca a engaño, por muy recio que truene.Estamos los dos bien enterados, bien prevenidos y bien conformes. Y¡cómo no estarlo!

Nuestro casamiento es lo que menos importa aquí, porlo tocante a las inclinaciones y propósitos de cada uno. Nos lo hemosdicho muchas veces, y ayer hicimos un esmerado resumen

de

todas

lasanteriores

advertencias

y

prevenciones: «nos casamos por razón deEstado, como si dijéramos; habrá de común entre los dos el hogar, losbienes y el ceremonial que es propio de la jerarquía en que se noscoloca. Fuera de esto, cada cual se atenga a lo suyo, guarde su alma ensu almario y haga de su vida lo que mejor le parezca..., por supuesto,respetando siempre las buenas formas y las conveniencias sociales...»,porque a esto, bien lo sabes tú, Beronic, no se debe faltar jamás...Conque ya ves.

—¿Y tan conformes los dos?—dijo la otra, mirando a Sagrario con losojos un poco fruncidos, mientras se abanicaba lentamente y se recostabacontra el respaldo del sillón.

—Tan conformes—repitió la novia.

—¡No es poca fortuna!—añadió su amiga sin cambiar de postura—; sobretodo, para ti.

—Y para él ¿por qué no?

—Porque como en Gonzalo no hay grandes prendas que admirar, ni bellezasque apetecer, se comprende sin dificultad que tú te avengas sin granesfuerzo a ese convenio; pero que él se resigne a no ser dueño y señorabsoluto de una mujer tan hermosa como tú, siendo esta mujer la suyapropia, me parece una abnegación...

inverosímil.

Aquí se sonrió Sagrario, contó con los ojos y con el pulgar y el índicede su mano izquierda las varillas de su abanico abierto; y sin cesar eneste entretenimiento ni mirar derechamente a su interlocutora, lareplicó con acento de indiferencia:

—Después de todo, ¿qué más le da?

—¡Pues me gusta!...

—Lo dicho, Nica—añadió Sagrario animándose un poco más—; y si teparece mucho así, pongamos casi, casi.

—No lo entiendo, hija—respondió Verónica con visibles muestras decuriosidad, y otras tantas de sus intenciones de tirar de la desjuiciadalengua de Sagrario—. Si no lo pones más claro, como si callaras.

Volvió la rubia a contar el varillaje de su abanico; cerrole de prontocon estrépito; incorporose de un salto; rodeó con sus brazos el cuellode su miga, y la dijo al oído un secreto.

—¡Pobrecillo!—exclamó la otra, en cuanto Sagrario volvió a sentarse,abriendo el abanico con las dos manos y poniéndose también a contar elvarillaje con los ojos un tantico cobardes.

—Como lo oyes—dijo la otra algo lisonjeada con el éxito de suconfidencia.

—Y tú ¿de qué lo sabes?—preguntó Verónica atreviéndose poco a poco.

—De que me lo ha confirmado él con la mayor desvergüenza.

—¡Confirmado! ¿Luego ya lo sabías?

—Por Leticia, a quien se lo dijeron amigos íntimos de Gonzalo.

Volvió a contar las varillas de su abanico Verónica; calló tambiénSagrario, mirando el paisaje del suyo; y dijo a poco rato la primera,acaso por mudar de conversación, quizás porque realmente deseaba ver asu amiga apurar la materia a que se referían sus palabras:

—Volvamos un momento al caso aquel de tu teoría sobre...

—¡Hola!... ¿Si te habrá caído en gracia?

—Se me ocurre un reparo que ponerte.

—¿Acaso nacido de lo que acabamos de tratar?

—Precisamente de ello..., pero de su casta es.

—Pues venga el reparo.

—Si el matrimonio es la mortaja del amor, como has venido a decirme ensubstancia, y han dicho antes que tú muchos calaveras que se hancasado en seguida, ¿por qué te casas en la forma que lo haces?

Quedose un poco suspensa la interpelada, como si no entendiera bien elalcance de la pregunta, y dijo a la interrogante:

—Si concretaras el caso un poquito más...

—Concrétole—repuso la otra; y añadió—: si lo que interesa esconservar el amor que sientes, por hoy, y este amor es de más hondasraíces que el de ayer... y el de anteayer, porque no tienen cuenta losque te he conocido...

—Gracias.

—Es justicia.

—Como te parezca... Adelante.

—Si lo que te interesa, digo, es conservar ese amor con todos susencantos, ¿por qué te casas sin maldita la necesidad? Conságrate a élcon vida y alma...

—¿Soltera?

—Soltera.

—¡Bah! Entonces no me has entendido; porque ése es precisamente el amortonto que yo exceptué; y el amor de que yo trato, es amor de mássubstancia, de más... en fin, que no es amor para doncellas.

Pareciole demasiado crudo el concepto a Verónica, a juzgar por la caraque puso, y dijo, con miedo de escuchar algo peor:

—De manera que, para complemento de la teoría, es también de necesidad algo de matrimonio.

—Indispensable, Nica. ¡Como que es... la patente de corso!

—¡Jesús,

qué

chica

ésta!—exclamó

Verónica,

verdaderamente asombrada.

—¿Ahora te desayunas—la preguntó Sagrario con desenvuelta frescura—,y con remilgos de beata te me vienes? Pues ¿qué ha hecho Leticia, entreotros cien ejemplos que pudiera citarte, sino buscar la patente esa, oaceptarla con gusto, por lo menos?

—Leticia no dice esas cosas...

—No; pero las hace. ¡Te aseguro, y bien lo sabes tú, que se aprovechade la patente como el corsario de más hígados!

Vuelta Verónica a lo suyo y siguiendo en cuanto podía el tono de suamiga, atreviese a replicarla:

—Se me ocurre otro reparo que hacer, no a tu teoría precisamente, sinoal modo que has tenido de ponerla en práctica: la patente que adquierasen tu matrimonio, de nada ha de servirte.

—¿Por qué?

—Si es cierto lo que me has contado al oído...

—Te dije que casi, casi: recuérdalo...; y entre ello, por poco que sea,y el extremo que tú pensabas, cabe perfectamente la gran vida que puededarse una mujer de tan buen gusto como yo.

—¿Y con esas teorías, y con esos... hígados—dijo Verónica levantándosey dando a su amiga unos golpecitos en cada mejilla con el abanicocerrado—, te me andabas con melindres al comenzar a hablarme de tucasamiento, como una colegialilla ruborosa?

—Pues, créeme—respondió Sagrario, levantándose también—: así y todo,me costaba empezar. Pero necesitaba este desahoguillo en vísperas detrance tan nuevo. Aunque una está tranquila de conciencia, gusta recibirlos alientos de tan buenas amigas como tú.

—¡Valiente pieza estás!—respondió ésta riéndosele muy cerquita de lacara.

—Pues te voy a pagar el piropo con un gran consejo—

repuso Sagrario,deteniendo a su amiga, que ya había echado a andar—: no te cases conPepe Guzmán, aunque, por milagro de Dios, lo pretenda él; pero si donMauricio el Solemne, pide tu mano, acéptale.