La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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II

Todos los informes dados por Manolo Casa-Vieja a su amigo PacoBallesteros sobre lo ocurrido a los personajes de nuestro relato, desdeque los despedimos en el último capítulo de la primera parte de él, eranla pura verdad. En los Apuntes autógrafos que me sirven de guía,constan también, aunque en otra forma menos interesante, por descoloriday difusa; razón por la cual, y por el sabroso aderezo que llevan en eldiálogo de los dos amigos, le he reproducido al pie de la letra, conpreferencia al otro texto, para llenar un requisito que había dellenarse más temprano o más tarde, y es bien que se haya llenado dondese llenó, porque esa luz de más tendremos para llegar más fácilmente adonde vamos...

Por de pronto, a casa de nuestra amiga la marquesa de Montálvez, que yano es la indigesta, doliente y envejecida matrona de antes ni vive en elsuntuoso principal de la calle de Alcalá, donde tantas veces penetramosel lector y yo: ahora se trata de su hija, la cual, si ha perdido muchoen frescura con el cambio de vida y el roce de los años, ha ganado otrosatractivos no menos poderosos con la vigorosa acentuación de sus formas,que ha modificado su belleza, pero sin destruirla, y vive en la calledel Barquillo, desde la fuga del banquero, en otro principal bastantemás barato y más pequeño, o mejor dicho, bastante menos caro y menosgrande que el de la calle de Alcalá. No hay dentro de aquél el lujollamativo y hasta charro que hubo dentro de éste; pero, en cambio, haymayor elegancia y mejor gusto, sin que falte nada de cuanto debe haber,así en cantidad como en estilo, en la morada de una mujer de los vuelosde nuestra heroína.

La cual ha vuelto a adquirir la expresión risueña, el mirar malicioso yel picante gracejo de sus mejores días, señales evidentes de que suespíritu ha recobrado también la serenidad y el vigoroso temple quepasajeras vicisitudes le habían hecho perder; y es la verdad, así comolo es también que esta reconstitución moral irradia sobre el físico dela marquesa ciertas luces de estival hermosura, que justifican bien elelogio que de ella nos hizo Manolo Casa-Vieja; es, en suma, y como diríaun distinguido barbián del Sport-Club, «una gran mujer que comienzaa ajamonarse, pero sin el menor síntoma de embastecerse».

Aunque con menos estruendo que en la calle de Alcalá, vivía en grande enla del Barquillo. Se quedaba en casa una vez por semana, y otras doscomían con ella algunos amigos. Más de tarde en tarde, y alternando conlas de Sagrario y de Leticia, espléndidas soirées en sus salones;turnos en el Real y días de moda en otros teatros, como en tiempos desu madre; y viajes de verano, como entonces, aunque con mayor libertad ymejor aprovechado todo; completa y bien adiestrada servidumbre, doscarruajes serios (landó y berlina) y uno de fantasía, con dostroncos de media sangre; y a este tenor la mesa y el arreo. Un datoque el lector apreciará como mejor le parezca: conserva a su servicio lamisma doncella que dormía en el cuarto contiguo a su tocador, en la casade la calle de Alcalá, aquella noche que se menciona en el últimopárrafo de la primera parte de esta verídica historia.

En opinión de su mayordomo, tampoco el presupuesto de gastos de lamarquesa cabía en el de sus ingresos, aunque los primeros estuvieranreducidos a menos de la mitad de los del tiempo de su padre, porquetambién habían disminuido los segundos en más de otro tanto; pero o seera o no se era una gran dama de las principalísimas de la corte, o sevivía o no se vivía a la altura de las demás congéneres; pues adelantecon los gastos, que ni siquiera era de buen tono eso de apurarse pordinero una mujer de su clase y de su estampa. Además, ella no sabía otracosa. Eso la habían enseñado, en eso había nacido y en eso tenía quemorir. Mirar por la hacienda de vez en cuando; sondar sus llagas, yhasta ver por dónde se la puede hincar el diente sin producir otrasnuevas ni enconar las antiguas, menos mal, y eso ya lo hacía ella por lacuenta que le tenía; pero reducirse, pero obscurecerse, pero arrumbarsecuando era viuda, cuando era libre, a lo mejor de la vida, cuando suestrella, cuando su sino o el mismo Lucifer encarnado en las gentes quedebieron defenderla y ampararla, la habían arrancado del fondo de sualma, con horribles dolores, el sentimiento del bien, la noción de lojusto y de lo honrado, la conciencia entera..., hasta la idea de Dios,¡qué locura! En último caso, por donde fueran otras, iría ella; y loque otras hicieran, lo haría ella también. Todo menos detenerse.

Tal era la conducta, tales eran los pensamientos y tales los propósitosde la mujer mundana (en el mejor sentido del vocablo). Ahora vengan aquítodos los fisiólogos de la tierra, y hasta esos otros señores que handado de poco acá en la flor de empeñarse en convencernos de que los quematan y los que roban, todos los criminales, en fin, son unos pobreslocos irresponsables ante las leyes divinas y humanas, porque loco esigualmente el vate que crea y canta, y hasta, por la regla, lo soy yotambién mientras me entretengo en emborronar estas hojas; vengan aquí,repito, los unos y los otros señores, y díganme, en presencia del ejemplar exhibido, cómo pueden en una sola pieza una mujer de sutemple y una madre como la que a ver vamos.

Ya nos dijo Manolo Casa-Vieja que era de admirar

«cómo y lo que quería»a su hija la marquesa de Montálvez; y era de admirar, en efecto. Desdeque la vio en el mundo, desde que la tuvo en sus brazos, su primerpensamiento fue el que asaltaría a un infeliz menesteroso metido hastala cintura en una charca infecta, y a quien le cayera de pronto entrelas manos el pan de toda su vida, en un tesoro envuelto en armiños:«Señor, ¿en dónde pondré yo esto para que ni se corrompa ni se memanche?» Ese fue el pensamiento de la marquesa entonces, y ese continuósiendo después a todas horas y todos los días; porque la charca de susaprensiones no tenía límites, y más se ensanchaba a sus ojos cuanto másandaba por ella y más iba creciendo su hija.

¿Dónde ponerla para que nose la corrompieran o se la mancharan? Y miraba con espanto a su propiohogar, que le parecía lo más cenagoso y lo más profundo de la charca; ytodo se le ocurría, menos el fácil recurso de cerrar sus puertas a lapeste de afuera, purificarse ella misma arrojando de su cerebro lapodredumbre de sus ideas y trocarlas por otras más dignas de aquelpurísimo sentimiento que la naturaleza había infundida en su corazón.

Y este es el fenómeno que yo sometería al examen de los susodichosseñores, tan dados a compaginar contrasentidos y desembrollarmonstruosidades.

En cuanto la niña comenzó a dar claras señales de que ya alboreaba enlos limbos de su cabecita la luz de la inteligencia, su misma madre,trayendo a la memoria lo que casi tenía olvidado por desuso, oadquiriéndolo con prolijos afanes donde lo había, la enseñaba a rezarlas primeras oraciones que balbuce la infancia en los crepúsculos delsueño, iluminada la mente candorosa con la visión plácida y celeste dela Virgen Purísima y del Ángel de la Guarda. No fiándose de nadie, ymucho menos de su doncella,

a costa

de

imponderables

indagaciones

ypesquisas adquirió una niñera por el estilo de la que ella había tenido,y a esta niñera encomendó el cuidado incesante de su hija. Ambas habíande vivir en casa, apartadas de todo trato y comercio con la servidumbrede ella, y de todo roce con el ceremonial mundano que en ella se seguía.Y es de advertir que cuando de tarde en tarde visitaba Pepe Guzmán a lamarquesa, lejos de tachar por extremado aquel celo de la madre, se leestimulaba con preguntas y advertencias que no suelen hacer los hombrescorridos, por el bien del primer rapazuelo con quien

topan.

También

sepreocupaba

mucho

el

despreocupado galán con los lodazales y las charcas.

—Es cosa peregrina—le dijo la marquesa en una de estas ocasiones—veral lobo pidiendo que se encierren las ovejas.

—Pues ya ves que se dan casos—respondió Guzmán.

—Sí, en casos de hartura..., como el de un lobo que yo conozco.

—Lo cual no es exacto.... y bien lo sabes tú.

—Séalo o no, siempre será para mí muy de lamentar que no le tocara a lamadre tan buen consejero como el que le ha caído en suerte a la hija.

—Pues mira, y a propósito de buenos consejos: no dejes de sacarla deaquí en cuanto tenga edad para ello. Tienes la casa demasiado llena delobos..., empezando por ti, para que pueda vivir en ella sin dar conalguno esa inocente corderilla. Créeme: estos aires no son los mejorespara hacer sangre honrada a los niños.

—¡Ah, si yo pudiera hacer correr los años a mi gusto!

—Pero en tu mano está purificar los aires, que es lo mismo.

—¡Tunante!

—¿Por qué me lo llamas?

—Porque lo eres..., con algo más que no quiero llamarte ahora, porquete lo está llamando la conciencia con mejor derecho.

—¡Injusta! Y ahora, en castigo de tus durezas, mándala venir para queyo la dé un beso.

—¿De lobo?

—Corriente; pero con el corazón entre los labios.

—¡Que no pudiera acabar yo de aborrecerte!

Y vino la niña. Luz se llamaba, y jamás hubo nombre mejor colocado. Todoera luz en aquella criatura: un rayo de sol de primavera sobre un vasode cristal lleno de rosas y azucenas; luz de las glorias de Murillo,henchidas de ángeles con cabelleras de oro y blancas alitastransparentes; luz irradiaban sus ojos azules; luz sus mejillasnacaradas; luz sus rizadas guedejas rubias; luz los húmedos corales desus labios sonrientes; luz las mutiladas palabras de su fresca boca; luzel argentino timbre de su voz infantil; y una aureola de luz delamanecer de un día de mayo era la indescriptible expresión de angélicainocencia, de dulce ingenuidad que resultaba del conjunto de todas lasperfecciones de aquella cabeza, colocada sobre un cuerpecito que parecíadelineado por las hadas de los cuentos orientales.

Guzmán se quedó extático delante de la hermosa criatura: devorábala conlos ojos como si no se atreviera a tocarla. Al fin, la tomó en susbrazos; separó después los dorados rizos que caían sobre su frente, yestampó en ella un beso en que debió tomar el corazón mayor parte quelos labios, por lo que fue de sonoro, de apretado... y de repetido.Después pidió a Luz que le besara a él; y Luz, buscando lo más despejadode barbas en la mejilla más cercana a su boca, besó allí una, dos yhasta tres veces, y hasta mil hubiera besado sin satisfacer todavía eldeseo del cortesano Guzmán, que más que de ello tenía entonces, por sucara dulzona y zarandeando la niña en el aire, de padrazo ramplón delvulgo pedestre. Por último, lejos de soltar a Luz, corrió a ponerse conella delante de un espejo. La marquesa, que sin decir una palabra,aunque expresando un libro entero con los ojos, había estado muy atentaa la escena de los besos, en cuanto vio lo que estaba haciendo Guzmán,le quitó la niña de sus brazos; llamó a la niñera y se la entregó paraque la sacara de allí. Tanto miedo tenía a una imprudencia de su amigo.

Cuando estuvo a solas con él, le dijo:

—De lo que tú buscabas en el espejo, va quedando ya muy poco, y mealegro.

—Te equivocas también en eso: queda todo lo que cabe entre lo divino ylo humano, entre el cielo y la tierra. ¡Qué criatura, Nica! Dios debe dehabértela dado, o para tu gloria, o para tu castigo. Cuida de elegir atiempo y lo mejor.

—¡Miren el diablo metido a fraile!

—Hasta en el diablo cabe un buen consejo.

—¡Pregúntamelo a mí, consejero diabólico! Pero cuando a mí me tuestenpor ese pecado, ¿qué será de tu pellejo?

—Dime tú, entre tanto, ¿por qué te alegrabas de que fuera borrándoseaquella supuesta semejanza?

—Porque en cuanto desaparezca del todo, me será más fácil aborrecerte.

—Y ¿por qué deseas aborrecerme?

—Porque es de necesidad que yo te aborrezca.

—No será por el estorbo que te hago.

—Pero sobra con el daño que me has hecho.

—Es mayor el beneficio que me debes, si sabes utilizarle.

Con que, enbuena justicia, no puedes aborrecerme, aunque llegues a olvidarme.

—¡Eso sí que no es tan fácil, embustero, como lo ha sido para ti!

—¡Ojalá tuvieras razón!

—Pero no será el milagro obra mía.

—Y en este ejemplo, ¿qué más da el tronco que la rama?

Todo es árbol.

No solían profundizar mucho más que esto las breves conversaciones entrela marquesa y Guzmán, en las pocas visitas que éste la hacía. Jamás lehabía dirigido ella un cargo serio y formal, con tantos motivos comotenía para hacérsele, ni él la había dado las menores señales de estararrepentido, ni de creerse culpable siquiera: al principio, por enterezay altivez de la una, y por malicias y conveniencias del otro; después,porque caídas las cosas del lado a que se habían inclinado entonces, ¡ycaídas tan abajo!, el uno y la otra tenían grandes motivos para novolver los ojos hacia atrás, y frescura sobrada para tratar el casomedio en broma, cuando el caso llegaba por si sólo a clavárseles en lalengua.

Es muy difícil de presumir qué conducta hubiera seguido Guzmán con lamarquesa si, al verse ésta viuda y libre, se hubiera contenido en loslímites que parecían trazarle sus honrados antecedentes, aquel amornobilísimo y extremado que sentía por su hija, y el sentimiento que lamovía a defenderla de la peste de su propia casa. Pero está fuera deduda que sus desatinados vuelos por el ancho espacio de su reciénadquirida libertad, y aquellas «muy contadas», pero nuevas fragilidadesde que hablaba Casa-Vieja a su amigo Ballesteros, desencantaron de talmodo a Guzmán, que sin el vínculo (también mencionado por el displicenteorador del Sport-Club) que le dejaba ligado por el corazón a lamarquesa, hubiera llegado muy pronto hasta olvidarse de ella.

Por eso se trataban en la tessitura que hemos visto.

Quizás quedaba enella mayor cantidad de chispas de aquel fuego sacro de otros tiempos,que en él, en quien sólo había un puñado de cenizas calientes; pero enlos dos era el mismo el propósito de no intimar gran cosa en el trato,no solamente porque así convenía a los fines pudibundos de la madre encuanto se relacionaba con la hija, sino por recíproco impulso de lasrespectivas conciencias, a cual más remordida y desencantada. Guzmán ibaallí a lo que hemos visto, y nada más; y eso porque sentía en su almacierto extraño apetito que no se calmaba sino con aquel sencillo manjar,que él pagaba, no siéndole permitidos mayores lujos, con los más caros ycaprichosos juguetes que hallaba en Madrid o en cualquiera parte delmundo por donde anduviera.

Tomando pretexto del ardiente amor de la marquesa a su hija, solía enocasión oportuna extender sus discretas advertencias al capítulo de losgastos ruinosos.

—Eres una manirrota—la decía—, como toda tu casta, y vas a dejar a tuhija en la miseria, después de quererla tanto, o te falta juicio, o tesobra amor. Elige.

—Me falta juicio—respondió la marquesa.

—Pues recóbrale.

—Que me le devuelva quien me enseñó a perderle. No te canses enpredicarme, porque por donde quiera que tomes el punto, estásdesautorizado para ello.

—Déjate de cuchufletas, y atente a lo que te importa. El gastar más delo que se tiene, obliga a malvender lo que queda..., y algo más que nose recobra con nada. Yo no tengo derecho para aconsejarte que te pongasa ración, porque de lo tuyo gastas; pero sí para recomendarte que no tedejes robar de usureros y de cómplices suyos, que quizás comen de tupan. Esto se consigue siempre que se quiere.

Respondía ella que todo se arreglaría del mejor modo posible; y con otracuchufleta, más o menos punzante para su amigo, daba por terminada suconversación con él.

—Entretanto, iba creciendo la niña, y con ello los sobresaltos de lamadre; porque, a mayor inteligencia, correspondían mayores riesgos enaquel semillero de peligros. A Sagrario y a Leticia las temía de lumbre;y cada vez que una de ellas sentaba a Luz sobre sus rodillas parabesarla, resonaban los besos en sus oídos como el chapoteo de las ondascenagosas, y hasta veía la tersa y pura frente de la niña salpicada delfango de la charca.

Cuando Luz llegó a tener siete años, su madre no pudo esperar más. ¡Erantan precoces la inteligencia y el juicio en aquella criatura! Había quedecidirse a sacarla de casa. ¿A dónde? Bien pensado lo tenía ella. A uncolegio..., que no fuera colegio precisamente, donde se la guardaran,por de pronto, durante el día, y la enseñaran lo que ella dispusiera,más por entretenimiento que por cultivo; donde hallara un cariño y unoscuidados y unas compañías que sustituyeran, en todo lo posible, el amory el amparo de su madre, y, sobre todo, donde no corriera los riesgosque la amenazaban en su propio hogar.

Pero ¿querría la niña? ¿Podría, aunque quisiera, aclimatarse a aquelextraño modo de vivir?

Por de pronto, quiso, sin revelar esfuerzos de voluntad ni violenciasdel espíritu; y buscando entonces su madre con perseverancia, hallócuanto creía necesitar, y bien cerca de su casa. Parecíale que sequedaba sin corazón cuando llegó la hora de salir de ella con su hija,por más que sólo debían estar separadas, por algún tiempo, durante eldía; pero no era esto lo que la apenaba, sino la idea de lo extraño, delo desconocido para la pobre Luz, que jamás había volado fuera del nidomaterno sin la sombra y el amparo de las alas de su madre. Y ¿qué valíaeste sacrificio comparado con los que tendría que hacer después?¡Adelante, y con los ojos cerrados, que para otras empresas mayores ymás negras los había cerrado también!

Todo cuanto tenía que prevenir y encarecer sobre el carácter ynecesidades de la educanda, se lo había prevenido y encarecido ya cienveces a la señora bajo cuya dirección, amparo y vigilancia iba a ponerseLuz. Pues todavía, después de entregársela, la llamó aparte para decirlauna vez más:

—No me la atosiguen, no la atareen demasiado. Pocos libros, pocagramática por ahora..., es mejor el Catecismo, pero bien explicado...,hasta que conozca a Dios, al verdadero Dios, al Dios de los pobres; alDios que los riñe, los castiga y los premia según sus leyes inmortales,que no se mudan ni se corrompen como las leyes del Dios de ciertospersonajes. Que no sepa aquí en qué mundo ha nacido, ni cómo es esemundo, ni qué vida hacen las gentes en él. Búsquenla para amigas ycompañeras las niñas más humildes de nacimiento y de carácter; no paraque ella se crezca a su lado, sino para que sufra el contagio de suspensamientos y de sus obras, hasta que las imite y las iguale. Todo lodemás lo hará ella por sí sola, porque es incapaz de obra mala ni detorpe pensamiento... Pero puede morirse... ¡Dios misericordioso, lo queme duele hasta suponerlo!..., o, cuando menos, puede enfermar, si sunaturaleza de ángel no encuentra aquí lo que necesita para vivirrisueña... Pues bien: el jugo, el rocío de esa azucena, es el amor, elcariño siquiera. ¡Que no le falte un solo momento!

Y cariño y amor tuvo Luz en aquella casa, y vida tan acomodada a susinclinaciones, y amistades y compañías tan de su gusto, perfectamenteajustado a los deseos de la marquesa, que, mucho antes de lo que éstapensaba, logró que se quedara en el colegio como educanda interna. Ellala visitaba casi todos los días, y eran muy contados los en que lasacaba para comer en casa, pero solas las dos a la mesa.

Cuando Luz vivía a su lado, tenía que llevarla consigo en sus viajes deveraneo, por no saber dónde dejarla más segura. Pero esta ataduracortaba sus vuelos de peregrina elegante, y dejaba su paladar decortesana a media miel.

Ahora sería muy distinto el caso. Con el segurorefugio de su hija, era ella más libre para ese y otros menesteres de suvida; y mañana, cuando Luz necesitara otro refugio más lejano y porlargo tiempo, lo sería más aún.

Apunto estas reflexiones, porque son las primeras que la marquesa sehizo en cuanto dejó de padecer con el recelo de que su hija no llegara aaclimatarse a la vida de colegiala.

Cotéjense estos pensamientos demadre cariñosa con aquellos otros de mujer desjuiciada; considérese queson dos eslabones gemelos de una misma cadena de ideas, y vuelvan avenir aquí los fisiólogos de marras para apuntar este nuevo fenómeno ensu libro de curiosidades psicológicas.

Y como lo pensó lo hizo la marquesa durante los tres años, biencorridos, que pasó su hija en aquel colegio de Madrid. Recorrió mediomundo, sin más trabas ni cortapisas que las instintivas repugnancias desu naturaleza, que no era del temple de la de Sagrario.

En sus últimas excursiones a Francia había buscado mucho, y hallado alfin, en una de sus ciudades, más nombradas, otro refugio donde guardarsu tesoro por largo tiempo, cuando le sacara del escondite de Madrid.

Esta ocasión se iba acercando por instantes. Luz había cumplido ya losdiez años, y necesitaba completar su educación... y alejarse mucho de sucasa, hasta que, determinado y bien definido su carácter, y en completodesarrollo su inteligencia, cultivada en sano terreno, hallara en símisma la posible fortaleza para luchar contra el enemigo que laaguardaba en el mundo de su madre. Porque ésta, lejos de curarse de susaprensiones, cada día las agrandaba en su imaginación. En Luz, por raroy singular capricho de la naturaleza, se iban desenvolviendo a un mismotiempo las bellezas del cuerpo y las del alma: todo crecía en ella conprodigioso equilibrio, sin descomponerse ni desfigurarse. La marquesano podía considerarlo sin admiración, pero tampoco sin miedo.

¿Hastadónde podía llegar aquella criatura? ¡Qué flor, y en qué terreno!

Acordada hasta la fecha del viaje con la niña a Francia, la marquesa,por una sucesión de pensamientos muy lógica, volvió su consideración alestado de su hacienda. Había que resolverse a mirar por ella con mayordetenimiento que hasta allí. Las advertencias de Guzmán sobre este casole parecían muy atendibles. Hablaría con él y se acomodaría a susdictámenes.

Llegada muy pronto esta ocasión, Guzmán insistió en que el mayordomosempiterno era la mayor sanguijuela que había en casa.

—¿Cómo se explican entonces sus resistencias a proporcionarme extraordinarios cuando se los pido?

—Creyendo que esas resistencias son la capa con que se encubre parahacer su juego a mansalva. Ponderando mucho las dificultades, sejustifican las innecesarias hipotecas, que han sido vuestra ruina y lade todos los perdularios. Para obtener cuatro en el momento, se hipotecauna cosa que vale doce o diez y seis. Llega el vencimiento; no hay conqué pagar lo prestado (lo cual sucede siempre que quieren losmayordomos, con la disculpa de los dispendios de sus señores), y sevende la hipoteca al desbarate. Esto es lo que se buscaba. Ya tiene elprestamista una finquita que vale doce o diez y seis, por poco más decuatro; la cual finquita se distribuye después, en partesproporcionales, entre el que preparó el negocio y el que le remató;es decir, entre el mayordomo y el usurero...; más claro: entre Simón ysu cómplice.

—Pero se le descubrirla el juego hecho así, por la prenda misma.

—No hay tal. Simón tomará su parte en dinero, para invertirlo en lo quemejor le parezca... Por eso es hoy más rico que tú.

—Pero un ladrón, si eso fuera cierto.

—¡Psch!; no sé yo hasta qué punto obliga a serlo la ocasión en que sele está poniendo en esta casa tantos Años hace. Sea lo que fuere, y yaque no te resignas a no gastar más que tus rentas, ni te sea fácildesprenderte por ahora de ese hombre, a cuya mano estás hecha, esindispensable, ante todo, que sepas lo que tienes y lo que debes; ydespués, que cuando necesites dinero, te le dé un prestamista honrado,entendiéndote con él directamente y con la garantía de tu crédito.

—¿Y hay prestamistas honrados?

—Pocos, y yo conozco uno de ellos.

—Pues venga ese.

Guzmán sacó de su cartera una tarjeta; escribió con lápiz al respaldo deella el nombre y las señas del domicilio del sujeto, y se la entregó asu amiga, diciéndola:

—Ahí está.

La marquesa leyó: «Don Santiago Núñez. Imperial, 15, 2º, derecha».Después dijo a su amigo:

—Está bien. Pues ahora voy a comenzar... por el principio. Las cosas, ohacerlas bien, o no hacerlas.

Y mandó llamar a Simón.

Se marchó Guzmán, y entró a muy poco rato el mayordomo.