La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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III

Así estaban las cosas, con un pasito más que luego conoceremos, alinvitar yo en los comienzos del capítulo precedente al lector amable ypío, a que me acompañara al nuevo

domicilio

de

la

marquesa

de

Montálvez.Reprodúzcole aquí la invitación; y puesto que no la desaira, vamosadentro con todas las cortesías y comedimientos del caso.

Hela aquí, bien iluminada por la luz directa de la calle, aunquetemplada por la interposición de vidrieras y cortinajes entreabiertos,en el instante de atravesar el saloncillo que separa su gabinete de laelegante pieza que le sirve de despacho. A ver si hay castellana deleyenda que mejor arrastre la fimbria de su vestido; ni que con máslindo ni mejor calzado pie hunda más gallardamente el espeso vellón deuna alfombra; ni cuerpo en que mejor caiga una bata de paño de seda griscon encajes de Bruselas; ni curvas de más valiente trazo para lucir lashechuras de una prenda semejante; ni cabeza más airosa sobre cuellomejor colocado.

El despacho era una monada, por lo pequeño y lo primoroso. Parecía elinterior del estuche de una joya. Oro, blanco, rosa y azul. No había máscolores allí. Azul y oro, en el tapizado de las paredes; oro y blanco,en los muebles de menuda talla, estilo Luis XVI, y rosa, blanco y azul,en alfombras y colgaduras.

En la penumbra del cortinón medio recogido de la puerta de escape haciael interior de la casa, aguardaba una persona, a la cual mandó entrar lamarquesa un momento después de sentarse en el precioso sillón de su mesade escribir. La persona que aguardaba en la penumbra del cortinón,manoseando suavemente un rollo de papeles, era Simón, que no se dobló endos mitades al acercarse a su señora, como se doblaba al ponerse delantedel difunto marqués, ni se notaron en su cara ni en su voz los reflejosy las inflexiones de entonces. Los tiempos habían cambiado y lascircunstancias también; y lo que halagaba mucho ciertas debilidades delpadre, no lo aceptaba, por instintivas resistencias, la hija. Simón losabía sin que nadie se lo hubiera dicho, y lo había tomado muy encuenta para ajustar su conducta a los nuevos gustos. En lo demás, elmayordomo, fuera de las canas que habían acabado de blanquearle lacabeza, y cierto sello de contrariedad mal disimulada que se pintaba ensu fisonomía, era el hombre de siempre, hasta con la misma ropa.

—La señora marquesa—dijo con voz segura, pero mansa y reverentemente,cuando se le autorizó para hablar—está servida en el encargo que sedignó encomendarme antes de ayer.

En esto, desarrollaba los papeles que traía en la mano, y volvía aarrollarlos en sentido inverso para que perdieran el vicio: eran unoscuantos pliegos en folio, metidos bajo una carpeta bien rotulada. Enseguida puso el cuadernillo en manos de su señora.

—¿Está aquí todo lo que yo he pedido?—preguntó la marquesa volviendola primera hoja.

—Todo—respondió el mayordomo, inclinando el busto sobre el papel yapuntando a la página con la diestra, medio extendido el brazo, siemprea cierta distancia respetuosa—.

En el primer pliego hallará la señoramarquesa la lista de todas las propiedades y valores de su pertenencia.(La marquesa volvió otra hoja.) En el segundo papel consta, porseparado, cuáles de esas propiedades están libres y cuáles no, y quégravamen pesa sobre cada una de las que no lo están. (Otra hoja vueltapor la señora.) En el tercer pliego verá la señora marquesa un estadocomprensivo de la situación actual de los bienes libres, en producto,con algunas observaciones para la debida inteligencia. (Nueva hojavuelta por la marquesa.) En el folio siguiente está bien especificado, ypartida por partida, el número de cargas que pesan sobre los bieneshipotecados, su importe anual y vencimiento de la correspondientehipoteca. (La marquesa volvió el quinto folio.) Y, por último, en lahoja restante, una sencilla comparación de lo que se debe, con losproductos líquidos de lo que hay; y al pie, la diferencia a favor de laseñora marquesa. Ajustándome a su expreso mandato, lo he puesto así,cosa por cosa y en papel separado cada una. Me alegraré de haberacertado.

—En efecto—dijo la marquesa—, está todo como yo lo mandé. Puedeocurrir hacer uso de algo de ello, y no hay necesidad de que nadie seentere de lo restante...¡qué tiene que ver! En substancia, y sin metermeahora a sondar estas llagas de mi hacienda, que ya se hará también,resulta de este triste expediente que mis rentas hoy, reales yefectivas, no pasan de... doscientos sesenta...

—De trece mil duros mal contados—interrumpió Simón, sabiendo que elduro era la unidad monetaria que usaba la marquesa en sus cálculos y libramientos.

—¿Y con esta miseria hay que vivir y recobrar lo hipotecado, si no meresigno a perderlo?

—Es seguro, por triste que parezca.

—¡Bien se ha robado en esta casa, Simón, desde la muerte de mi pobreabuelo!

Simón aguantó esta acometida al pecho, con la imperturbabilidad de unsoldado ruso; y como si el golpe nada tuviera que ver con él, dijo a suseñora compungiendo bastante la voz:

—¡Cuántas veces previne al difunto señor marqués y a la también yadifunta señora marquesa, que cierto sistema de gastos llevaba loscaudales a las manos de los usureros, y que caer en estas manos erapunto menos que caer en una lumbre!... Después, quisiera yo querecordara la señora lo que costó la irremediable desgracia de suigualmente finado esposo: allí quedó mucho entre los escombros, y casiotro tanto en poder de la justicia, que no deja de ser fuerte de manospara agarrarse al dinero. También espero de la señora marquesa el favorde no haber olvidado algunas indicaciones que oportunamente me heatrevido a hacerla, en cumplimiento de mi honrado deber... De modo, ysalvo el merecido respeto, que a este caudal todos han sido a rozarle(valga la comparación, si no ofende) y nadie a reponerle; y así, comosabe muy bien la señora marquesa, hasta las peñas se acaban.

La marquesa miraba de hito en hito a Simón mientras éste iba hablando;pero en Simón caían aquellas miradas, que no eran de miel, como chispasde pedernal en un montón de nieve. En seguida le dijo:

—Insisto en que se ha robado mucho en esta casa; mucho más de lo que seha gastado en ella..., y hasta sé cómo se ha robado...

—Perdone la señora marquesa que, como administrador...

—El administrador, para cumplir con su deber, no ha hecho bastante conadministrar... a su modo, sino que ha debido impedir que otros roben asus amos..., a los que le daban de comer..., a los que le han hechorico..., más rico que yo.

—¡Señora!...

—Lo dicho, señor administrador..., y dejemos aquí este punto escabroso,por ahora; que, entre los dos, no es a mí a quien más conviene que nopase adelante la porfía.

—Siempre acatando humildemente los mandatos de mis señores y dueños;pero, salvo el respetable parecer de la señora marquesa, quisiera yo...,me atrevería yo, mejor dicho, a suplicarla que se dignara tener encuenta que cuando a un hombre, ya encanecido, le abonan treinta y ochoaños, bien largos, de incesantes, aunque modestos servicios en una solacasa como me abonan a mí, se puede disculpar..., creo que es denecesidad y de justicia, que este hombre se muestre lastimado decualquier expresión...

—¿Le han dolido a usted algunas de las mías?

—Si la señora marquesa me lo permite, le responderé que sí.

—Pues me alegro; y si el dolor es tal que no puede resistirle sin elremedio que pretende y yo no le he de proporcionar, queda usted libre,desde este instante, de ponerse en situación más independiente y segura.¿Me comprende usted?

—Paréceme que he penetrado la idea; y por lo mismo, quiero decir, porel alcance que tiene, me atrevo a recelar que es la señora marquesa laque no me ha comprendido a mí... No quise llegar tan allá...

—Pues como si hubiera querido, o para cuando llegue..., y sin llegar,valga lo dicho, téngalo en cuenta y acabemos.

—Ordene la señora marquesa..., menos que se despoje a este viejoedificio de sus hiedras.

—¡También sentimental y culto! Pues me gusta la imagen, vea usted;aunque yo quizás la hubiera presentado al revés, por parecerme así másverdadera... Abreviando, señor administrador: lo que ordeno es que desdemañana, desde hoy mismo, no ha de haber en mi casa otro dueño de mihacienda que yo. Usted continuará administrándola como hasta aquí, peronada más que administrándola.

¿Comprende usted lo que esto quiere decir?Las cuentas, bien justificadas, cada tres meses; y para lo restante,quiero decir, para lo imprevisto, para lo extraordinario que puedaocurrir, yo sola y como mejor me parezca.

—¡Oh!, si treinta años hace se hubiera tomado en esta casa tan sabiadeterminación, ¡qué ahorro de sinsabores para el leal administrador!

—¡Y qué ahorros para mí!... Pero ya no tiene remedio, y más vale tardeque nunca. A otra cosa. ¿Qué dinero tiene usted disponible?

—¿Para cuándo?

—Para dentro de seis u ocho días.

—Lo más indispensable para los gastos ordinarios de la señoramarquesa..., si alcanza.

—Está bien. ¿Queda usted enterado de todo cuanto le he advertido?

—Perfectamente, señora marquesa.

—Pues hemos concluido.

Y con esto y un ademán muy expresivo, hizo entender al sensible mayordomo que estaba de más allí. El cual mayordomo salió del despachopor la puerta de escape, casi andando hacia atrás, y sin que a la vistamás sutil le fuera posible leer en su cara enjuta la impresión que lehabían causado más adentro las palabras Y la determinación de su ama yseñora.

Ésta, en cuanto se quedó sola, escribió una carta en un papel muy majo,muy recortadito en forma apaisada, muy perfumado y con lacorrespondiente corona por membrete; la metió en un sobre por el estilo,cerrole y copió en él lo mismo que había escrito con lápiz Pepe Guzmándos días antes al dorso de su tarjeta. Llamó y acudió en seguida uncriadito muy guapo y muy bien embutido en su media librea. Le entregó lacarta y le dijo:

—Inmediatamente... y que aguardo la respuesta.

Que tardó una hora larga en llegar; porque el señor don Santiago Núñezestaba con un ataque reumático hacía una semana, y, aunque ya selevantaba, no podía salir a la calle: gracias que arrastrando,arrastrando, lograba llegar desde el dormitorio a su despacho. Larodilla, la pícara rodilla derecha, que no acababa de jugar los goznescomo la otra, tenía toda la culpa. Pero si la señora marquesa teníaalgún asunto apremiante que tratar con él, allí le encontraría a sudisposición, a todas las horas del día y de la noche, la persona a quienla misma señora marquesa tuviera la dignación de encomendar elencargo..., porque él se creería muy honrado y satisfecho en servir a laseñora marquesa, que tan recomendada le había sido por el señor deGuzmán... Y todo esto y todo aquello y algo más, se creyó obligado donSantiago Núñez a decírselo a la señora marquesa, y se lo dijo en unacarta escrita a pulso y con reglero..., porque «a todo señor, todohonor».

Y la marquesa, aunque algo contrariada por la noticia, sin apurarse grancosa por la dificultad, arrojó la carta sobre el escritorio; volvió allamar, acudió el mismo criadito de antes, y le dijo levantándose:

—La berlina en seguida.

Mientras se la preparaban, volvió a su gabinete y llamó a su doncellapara que la vistiera para salir.