La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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IX

La marquesa había dicho a su médico que probablemente necesitaría tomar,durante el verano que se acercaba, algunas aguas sulfurosas y quizástambién algunos baños de mar; pero «caserito todo ello, y a lo pobre».Quería dar a entender que en puntos de poco ruido aristocrático y enEspaña. En seguida expuso las razones en que se fundaba para creer denecesidad lo que decía (fundamentos que bien pudieran haber sidoinventados por ella). El amable doctor, después de escucharlaatentamente, la respondió muy risueño que estaba enteramente conformecon su parecer.

Entonces añadió la marquesa que ella sabía de unaprovincia española donde se hallaban ambos remedios, y a muy cortadistancia el uno del otro.

—Pues a esa provincia—repuso el complaciente médico—. Tome usted muypoco de lo sulfuroso y cuanto pueda resistir de lo del mar; y si Luz notiene miedo a las olas, que se columpie en ellas también siempre que ledé la gana, pues hasta en naturalezas tan saludables como la suyasientan esos tónicos a maravilla.

Y por estas razones, con alguna más que ella conocería, y que bienpueden sospecharse sabiendo su nuevo modo de pensar sobre las vanidadesde su mundo, se hallaba la marquesa de Montálvez con su hija, en elrigor de aquel verano, tomando los baños de mar en una de las playas máshermosas, aunque no la más nombrada, de la Península.

Se encontraba muy bien allí. La concurrencia era abundante, pero no de primer lustre. Precisamente lo que la marquesa quería. Gentes de buenpelaje: de tierra adentro las más, pero sin llegar a Madrid. Como nohabía etiquetas, aunque si mucha presunción, entre los bañistas, lamarquesa vivía entre ellos con la mayor holgura, casi en trajedoméstico; y no suprimía el casi, porque no se tomara su desaliño adesdén de gran señora. El aire de la playa, el rumor de las olas, lainquietud de la mar, el abrupto perfil de la costa, las puestas del solentre celajes de fuego y sumergiéndose el astro y apagando su luz poco apoco en lo último de aquellas aguas sin fin... Cien veces lo habíatenido delante de los ojos en otras playas de Europa, y no lo habíavisto hasta entonces. ¡Qué saludable y qué hermoso le parecía!

Creían hacerla un gran favor aquellos corteses bañistas cuando lainvitaban a las fiestas con que entretenían los ocios de la temporada; yno podían imaginarse hasta qué extremo la molestaban poniéndola en eldeber de aceptarlo todo. ¡Fiestas a ella, que venía huyendo de las quele habían envejecido el espíritu a lo mejor de la vida!

Pero no se trataba de ella sola: se trataba de Luz, a quien indirecta,pero principalmente, iban enderezadas las invitaciones, y era muy justono desairarlas, así por la buena intención de los invitantes, como porlo inofensivo de lo brindado. Podía la hermosa novicia hasta saturarsede ello sin temor de daño alguno.

Lo peor era que Luz no lo apetecía mucho más que su madre. Habían hechoque lo tomara casi en aborrecimiento las intemperancias galantes deaquellos donceles que la miraban, que la seguían y que la requebrabanimplacables, y de

aquellas

damas

que

buscaban

su

trato

incesantementepara alabarla cuando hablaban con ella, para ponerla defectos las más,en cuanto se alejaban un poco, y para imitarla todas, al fin, hasta enel modo de andar.

Pero lo que su madre le decía: «estás aquí, y en la edad de divertirte,y tienes hasta que hacer que te diviertes con lo que aquí se diviertenlos demás». Y Luz lo aceptaba todo con el mejor de los deseos, y entodas partes aparentaba divertirse mucho, aunque en realidad sedivirtiera muy pocas veces. Sin embargo, tampoco se aburría; y quieroque conste este dato para que no se confunda con el melindre indigestolo que era hasta abnegación de una naturaleza sobria y delicada degustos.

La marquesa, por vecindades en la mesa redonda del hotel en que sehospedaba, había trabado amistad con una señora de buen aire, la cualseñora tenía dos hijas muy guapas: la una y las otras eran, además, muydiscretas y muy distinguidas de porte. Tampoco eran de Madrid—

condiciónmuy del gusto de la marquesa—; pero sin ser de Madrid se puede serguapo, y hasta listo y elegante. El caso es que si las dos señoras simpatizaron entre sí, las chicas de la una se entendieron con Luz yLuz con ellas, como si toda la vida hubieran andado juntas y en paz. Enmuy pocos días llegó a haber entre ambas familias toda la intimidad quecabe en los tratos de esta especie. La marquesa, particularmente, estabacomo niño con zapatos nuevos con la amistad de aquella señora, que eraafable sin fingimientos, y buena sin doblez. Nunca se había visto enotra la gran dama; y este sencillo y honrado placer se le debía a lamujer de un magistrado cesante. ¡Y ella se había pasado la vidapagándolos a precios exorbitantes en las grandes cúspides sociales, sinadquirir uno solo que no la dejara rastros de amargura y deremordimientos!

Luz y sus dos amigas paseaban juntas muy a menudo, juntas se bañaban yjuntas asistían a bailes, jiras y conciertos. Las del magistrado habíanvisto y aprendido más cosas de la vida que ella, y la entretenían muchocon sus relatos de sucesos ( limpios, se entiende) recogidos siguiendoa su padre de la Ceca a la Meca, por azares de su destino. Luz, encambio, nada por el estilo podía contarlas; porque hasta de su mundo, alcual era recién llegada, sabía mucho menos que ellas, aunque sólo leconocían de oídas.

Y hablando, hablando, llegaron las confianzas al último límite, yresultó que la mayor de las dos hermanas estaba ya para casarse, y muyenamorada. Él era un joven muy guapo, recién graduado de doctor enMedicina; rubio, con toda la barba, pero muy recortada, lo mismo que elpelo; muy alegre por carácter, y muy cariñoso: a ella la quería atrozmente. A la hora menos pensada se presentaría por allí: se lotenía prometido. En la última carta, que era de Madrid, la anunciaba unagran sorpresa. Debía de ser su llegada. Ya tenían puesta la casita, muymona, en la mejor de las calles de la ciudad. Él era buen músico y algopintor, y ella tocaba regularmente el piano. Habían comprado uno nuevo,vertical: como mueble, muy elegante.

Luz oía todas estas cosas con gran atención, y no negaba que el novio desu amiga fuera muy guapo, con su barba rubia y su pelo recortado; pero aella le gustaban más los hombres de pelo negro y abundante y con bigotesolo, y no largo ni muy espeso. Bien estaría la casita de los novios;pero no tanto cómo el chalet que ella tenía en lo alto de «su mundo»; yen cuanto al piano, por superior que fuera, ¿a que no sonaba tan biencomo el suyo, cuando se ponía a tocarle después de dar un paseo por lastortuosas veredas de su paraíso, con «el arcángel» que se le custodiaba?

Por supuesto que Luz no decía nada de esto a sus amigas,

¡quién se lomandara!, pero lo iba pensando y hasta lo creía.

¿Y qué mal había enello?

Aquella noche había baile en el gran salón que uno de los hoteles teníadestinado a esa clase de fiestas. Las tres amigas, seguidas a cortadistancia de las dos madres, se dirigían a él, algo más peripuestas delo que habían pensado por la mañana, porque a última hora se supo queacababa de llegar un gran contingente de bañistas de buen humor, que nofaltarían al baile. No era bastante motivo este para emperejilarse máslas mujeres que asistían a otros tales muy bien vestidas; pero la ideanació de la novia del doctor de barba rubia; y hay motivos para creerque tomó por pretexto la asistencia de gente desconocida al salón, parapresentarse en él bien engalanada, sospechando que su novio le había dedar allí la anunciada sorpresa. Por lo mismo que ya no bailaba más quecon él, quería, si sus sospechas se realizaban, hacerle en aquellaocasión los honores en toda regla.

Y fue verdad que hubo gente nueva en el baile, y bastante, y de muy buenporte; y también se confirmaron las sospechas de la hija mayor delmagistrado cesante: allí se le apareció de golpe su novio, tal como ellale había descrito, con la barba y el pelo rubios y recortados, alegre ycariñoso, a juzgar por las muestras del momento. Comenzaron en seguidalas presentaciones y los mutuos cumplimientos; tocose luego a bailar, ycon este motivo la novia se colgó del brazo que el novio la ofrecía y,se largaron juntitos por el salón adelante.

Luz (que se excusaba de bailar siempre que podía) estaba sentadaentonces, y desde su asiento seguía con la mirada a los novios,asociando, sin poderlo remediar, a algunos pormenores de aquel sucesootros detalles semejantes de sus imaginaciones paradisiacas. En aquelencuentro y en aquel paseo, ¿no había un extraordinario parecido con losencuentros que ella tenía y con los paseos que se daba bien a menudo enlas arboledas de su retiro? Cierto que los fondos eran muy distintosentre sí; pero las figuras...

También en las figuras, en las de ellos,encontraba grandes diferencias. Este era rubio y poco esbelto, al pasoque el otro...

Y al llegar aquí la candorosa Luz con sus comparaciones mentales, sequedó abismada en el mayor de los asombros...

junto a la puerta deentrada al salón, en el mismo sitio donde ella tenía puesta la mirada,casi rozándose con el novio de su amiga, que pasaba por allí en aquelmomento, acababa de aparecer... el otro, el mancebo de susimaginaciones; la figura de su cuadro, con su gallardía de continente;con su pelo negro, suelto y abundante; sus rasgados ojos tan negros comoel pelo y el sedoso bigote; su boca risueña y su mirar dulce y profundo.¿De dónde venía?

¿A qué iba allí?... No cabía duda: venía de suparaíso... y en busca de ella. ¿De qué otra parte podía venir, ni quéotra cosa, sino a ella, podía buscar en el salón con aquel modo de mirartan suyo?... Ya la había encontrado. ¡La misma sonrisa de allá; lamisma expresión de ansias bien satisfechas, en los ojos; el mismo andarque cuando iba hacia la roca blanquecina medio envuelta entre carrascas,hiedras y escaramujos! Si Luz hubiera estado entonces sola en su azotea,habría bajado de ella en seguida para salirle al encuentro; pero noestaba sola, ni en la azotea, y esperó a que llegara él.

Y llegó, y la invitó a bailar; y Luz, sin dudar un solo instante, selevantó de su asiento, enlazó su brazo con el brazo que le ofrecía elmancebo, y se fue con él por el salón adelante... ¡Lo mismo que cuandose iban por los tortuosos y blandos senderos de su mundo!

No bailaron..., ¡qué habían de bailar?

Lo que Luz no recordaba bien era el timbre de la voz de su acompañantede allá; pero en cuanto oyó hablar al otro de carne y hueso, exclamópara sí con nuevo asombro: «¡El mismo!»

Este otro la dijo que había ido a buscarla allí, porque una corazonadale había declarado que allí la encontraría. Luz no se atrevió apreguntarle dónde se habían conocido los dos, ni qué era lo que le movíaa buscarla con tanto empeño; y él la enardeció todavía más los deseos,declarando que la conocía mucho, ¡muchísimo! Jurara que de toda la vida,aunque la había visto muy pocas veces, y sólo sabía de ella que sellamaba Luz.

¡Y Luz, en cambio, con haberle tratado tanto, ignoraba todavía cómo sellamaba él!... Se atrevió a preguntárselo.

—Me llamo Ángel—respondió el mozo.

¡Ángel! Por arcángel le había tomado ella muchas veces al contemplarleen su imaginado paraíso guardándole las puertas. ¿Qué venía a suponeresa leve discrepancia de jerarquías? Siempre resultaba el mismo«guardián».

Pero ¿dónde la había conocido? Eso es lo que ella quería saber paraacabar de orientarse en aquel laberinto de coincidencias tan de suagrado. Y al fin lo supo también.

Ángel la había visto con admiracióndesde lejos, entre otros que también la admiraban. Por lo que les oyódecir, averiguó que se llamaba Luz, nada más que Luz. ¿Y no era esobastante? No volvió a verla en el mundo de la realidad, por más que labuscó; pero se forjó él otro mundo a su capricho, en el cual la veía atodas horas; porque aquel mundo era para los dos solos, Y viéndolaallí y admirándola sin cesar, le parecía que volaba el tiempo que habíade correr hasta que la encontrara de veras; porque este encuentrohabía de ocurrir necesariamente. Lo creía con ciega fe. Dios noinfunde en el corazón humano sentimientos tan dulces, tan puros y tanhondos como los que había infundido en el suyo, para que se conviertanen semillas de negros y dolorosos desencantos. Por eso se habíanrealizado allí sus esperanzas de encontrarla. El sitio era lo de menos,porque en alguno de la tierra había de ser.

Como creía llevar lospensamientos en los ojos, y entre estos pensamientos estaba hecha avivir la Luz de sus ilusiones, no se asombró de que la Luz de larealidad los leyera en las miradas con que la buscaba por el salón, nide que no temiera acercarse a ellos para vivir también un rato entre tanbuenos amigos. Esta era la verdad; y si no se la decía, ¿para qué habíaido él allí?

Lo mismo opinaba Luz. ¿De qué había de hablarla a ella aquel hombre sinode esas cosas y en aquellos términos?...

Pero ¿cómo sería el mundo queél también se había forjado a su capricho? Casi se atrevía a jurar queera muy semejante a su paraíso. La duda la impacientaba bastante, y sedecidió a salir de ella preguntándolo.

—Ese mundo—respondió el mancebo—se concibe mejor que se pinta, comotodo lo que se siente por anhelos del alma. Desde luego no es un mundode cal y canto como el que han ido construyendo los hombres para nidode sus vanidades dispendiosas y malsanas; es un compuesto de primores dela naturaleza en su más dulce reposo: auras de Mayo, rosas, follaje,pájaros..., ¡qué sé yo!, y, sobre todo ello, y para alumbrarlo,vivificarlo y embellecerlo, la Luz de mis ilusiones, del hada deaquellos encantados jardines.

—¡Los conozco!—exclamó aquí la joven sin poderse contener; y añadió ala pintura, a grandes rasgos, de los jardines del otro, algunos detallesde los del suyo.

—¡Eso mismo!—dijo el pintor idealista; y en el acto preguntó a Luz quede qué los conocía; y Luz tuvo que responder que también ella habíavivido mucho tiempo en un mundo de aquella traza.

—¿Sola?—la interrogó entonces el confidente, con fogosa vehemencia.

Y a esta pregunta no pudo responder Luz de pronto, porque le dejó sinánimos para ello una sensación que hubiera creído de miedo, a noparecerle tan agradable.

—Sola..., sola no—llegó a decir, bajando los hermosos ojos y con lasmejillas muy sonrosadas—: con él.

Y de aquí no pasó ya la pobre chica. Verdad es que el otro no porfiómucho para que pasara, respetando aquellas pudorosas resistencias que loimpedían.

Ni ¿para qué pasar? ¿No era preferible la elocuente actitud de lainterrogada, a la más terminante de las frases?

Luz, siguiendo la conversación y no hallando en su memoria un motivoreal y verdadero de donde derivar el enlace lógico de tantas y tansingulares coincidencias, convino con su amigo, al volver éste sobre loya tratado, en que cuando Dios infundía ciertos sentimientos en uncorazón, bien podía infundirlos iguales en otro, si entraba en susdesignios que ambos corazones se encontraran, por apartados queestuvieran, para formar uno solo...

No podía darse mayor conformidad de pensamientos entre Luz y su amigo,ni realidad más parecida a la hermosa ilusión forjada en dos cerebrosjuveniles. ¿A qué pedir más por entonces?

Lo peor era que las gentes se regían allí, en el salón del baile, porleyes muy distintas de las del mundo ideal de los dos enamorados; y eraya preciso que ella volviera a sentarse y que se separaran, después.

Y se separaron, tan pronto como Luz se sentó donde antes había estadosentada, entre su madre y su amiga sin novio.

La que le tenía continuabapaseando todavía con él.

Con serle tan conocido a Luz cuanto la rodeaba, todo le parecía nuevo,por más hermoso: hasta el piano le sonaba mejor. ¡Lo mismo que lesucedía en la casita de la azotea después de pasear con él por lasveredas blandas y retorcidas de su edén!

Ángel, después de dejarla sentada, había desaparecido del salón. Lamarquesa, que no le había perdido de vista un solo momento, deseabasaber quién era; y ni se lo pudieron decir sus amigas ni la misma Luz,a quienes se lo preguntó. Luz sólo sabía que era él, y esto no debíarespondérselo a su madre; la cual, por lo mismo que lo había sospechadopor lo que había visto y lo que estaba observando en el arrobamiento yturbación de su hija, tenía mayor empeño en saber algo más; y repitió lapregunta al novio de la hija de su amiga cuando pasó cerca de ella.

Según este declarante, el sujeto en cuestión era madrileño, muy rico,abogado por lujo, y se llamaba Ángel, Ángel Sánchez, o Pérez, oLópez..., un apellido así, de los más llanos y corrientes. Sabía estoporque habían venido juntos desde Madrid, por casualidad. Parecíale unjoven sumamente despejado y discreto..., y no sabía otra cosa de él, nibuena ni mala.