La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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VIII

Luz tenía diez y ocho años cuando su madre se decidió a sacarla parasiempre de su escondrijo. A ésta le remordía algo la conciencia, porparecerle demasiado larga la prisión; a la prisionera le daba lo mismoirse que quedarse, si es que no prefería aquella vida de invernadero enque se había desarrollado, a las intemperies de un mundo que desconocía.

Grandes fueron los temores y sobresaltos de la marquesa, como ya sedijo, cuando por primera vez tomó en sus brazos a su hija; pero fueronmucho más grandes al trasponer las puertas de su encierro con ella, yamujer, y mujer que parecía modelada en la mente de un escultorenamorado.

Tan singular era su belleza. De niña la conocimos recibiendolas caricias de Guzmán; y también sabe el lector, bajo la fe de nuestrapalabra, que tres años después todo había crecido en ella con prodigiosoequilibrio: lo físico y lo moral, las perfecciones del cuerpo y las delalma. Pues a los diez y ocho era eso mismo, en las debidas proporciones.

Vida de invernadero hemos llamado a la suya, y es la verdad en casi todoel rigor de la frase: como lo es también que marquesa, atenta sólo alograr determinados fines, acertó sin proponérselo, dando a aquellaexcepcional naturaleza el único medio en que podía desenvolverse sindeformarse. No a todas las plantas conviene el cultivo al aire libre y acielo abierto. En lo humano, era Luz una de estas plantas. No es deextrañar que al salir de su estufa sintiera la impresión de otroambiente más frío, y que esta impresión no le fuera agradable.

Hay que decir algo sobre la realidad envuelta en estos simbolismos dejardinería, para que el lector no extravíe su juicio sobre el carácterque debe conocer a fondo entre la hojarasca de las imágenes. Hablábamosdel mundo al cual iba Luz a salir de pronto y por primera vez, y casiaseguraba yo que esta salida no era muy de su gusto, o, cuando menos,que no la necesitaba...—Y, entre paréntesis, quiero que valga esteejemplo, que es el que hallo más a mano, por otros cien que pudierancitarse para pintar el modo de ser de la hija de la marquesa deMontálvez en la ocasión de que se trata.—Por razones que se conocen, lahabían dicho cómo era el mundo que a ella le convenía imaginar, no elque en realidad le estaba destinado: un mundo que no era bueno, aunqueno tan malo como el que le ocultaban; pero, al cabo, era un mundopráctico, con sus hombres y sus mujeres, y sus cuestas abajo y suscuestas arriba; el mismo que ella veía por los resquicios de suencierro, y en las historias que aprendía para instruirse, y en lospocos libros de imaginación que se le daban para entretenerse. Y todoesto sería verdad, pero le gustaba muy poco; no porque adoleciera desensiblerías románticas, sino por razones bien opuestas: por obra deaquel equilibrio prodigioso que existía entre todos los elementos que laconstituían, de cuerpo y de alma.

En aquel conjunto todo era paz, armonía y sosiego, y cabía elsentimiento de todo; pero no la pasión por nada sin el concurso de unagente perturbador que rompiera el equilibrio; el cual agente había devenir de afuera, porque dentro no había lugar para él. En otra criaturaformada de distinto barro, el cultivo artificial o de invernadero, comohemos llamado al de Luz, hubiera producido contrarios efectos, porque enlo común de la naturaleza humana, las veladuras sobre los ojos sonalicientes de los deseos y despertadores de la curiosidad; pero en unapasta tan dúctil y placentera como la de aquella niña, el artificio desu educación moral contribuyó grandemente a la perfección casi mecánicade la mujer; mecánica en cuanto a la estructura, digámoslo así, a latrabazón de las piezas componentes de su ser moral, no en cuanto a lasfunciones del conjunto, que éstas ya dependían de la pasta fundamental,del temple nobilísimo del alma, obra de un Artífice más alto.

Quiero decir, antes que nos extraviemos entre sutiles metafísicas, queaún me parecen más inextricables que los laberintos de la botánica, queLuz, con su equilibrio de agentes íntimos, no era un reló que andababien, ni una soñadora que bebía vinagre y suspiraba por «el reposo dela tumba», sino una mujer de carne y hueso, con muy pocas ambiciones ymuy apaciguados deseos; porque había en los ojos de su imaginación unaslentes que le presentaban los objetos exteriores con un coloridosumamente dulce y a una luz suave y tranquila, como la de un crepúsculode otoño.

Habituada a este modo de ver, no es de extrañar que larepugnaran los colores vivos y todo linaje de desentonos y deaberraciones, lo mismo en el orden físico que en el orden moral. Y asíera lo cierto. Esto no impedía que Luz estuviera dispuesta a tomar loque la dieran; pero, autorizada para elegir, muy pocas veces sedecidiría al gusto de las mujeres de su edad.

Apurando el ejemplo que tenemos entre manos, he de añadir que esto delmundo del que tanto se la hablaba y que ella hubiera adivinado aunquenada le hubieran dicho, porque la humana naturaleza es una parlanchinaque todo lo descubre, y, más o menos recio, habla a la imaginación,aunque se la pongan candados en la lengua y se la confine a lassoledades de un desierto; que esto del mundo, repito, la dio bastanteque pensar desde que traspuso las fronteras de la niñez y entró conpaso más firme y con doblados alientos de vida y con mayores fuerzas devisión, en los términos de la juventud.

¿De qué la servía, si no todo, la mayor parte del mundo que ibacolumbrando, y además le descubrían en libros y en advertencias depalabra?... De maldita de Dios la cosa para las especiales ambicionesque la dominaban y las cortas necesidades que sentía. Sí a ella lahubieran dicho: «Forma uno a tu gusto y para tu exclusivo recreo, dondevivas en cuanto salgas de aquí», ¡qué cosa tan distinta de lo que leesperaba hubiera construido!

Por de pronto, nada de multitudes humanas, ni de ruidos incómodos, ni dehacinamientos de casas formando calles sombrías y angostas; nada deceremoniales mentirosos para cultivar amistades que no se necesitanentre personas que no se pueden ver; ni de espectáculos públicos, en loscuales se exhiben las gentes embanastadas de medio abajo, y enringleras, como muñecos de escaparate; nada de sonrisas forzadas, ni desaludos maquinales, ni de corsés muy apretados; nada, en fin, de esecúmulo de esclavitudes y de molestias en que viven las gentes «bieneducadas», cuando se dice de ellas que hacen una vida regalona. Luz sehubiera contentado con muchísimo menos: con un pedacito del mundo,precisamente de la parte de él más desdeñada de las gentes mundanas;algo así como cuadro de primavera campestre: praderas rozagantes,copudos robles, matas de rosales, senderos blandos y retorcidos entrelos árboles y los rosales y las praderas; un sol cernido a través de lasespesuras; fuertes contrastes de luz y sombra; rumor de brisas en elfollaje y de aguas fugitivas entre márgenes de madreselvas y laurelesbravíos; pájaros cantadores, y en lo alto, pero no lejos del río, sobreuna base de roca blanquecina medio envuelta entre carrascas, hiedras yescaramujos, una casita, no como la choza rústica y grosera de losidilios, no tanto: podía ser un chalet muy cómodo y muy lindo, hastacon su salita de estudio y un buen piano en ella, y un terradillo desdeel cual se descubriera una gran parte del panorama y se entrara ententaciones de recorrer lo que no se veía...

La segunda vez que se asomó Luz con los ojos de su imaginación a estaazotea (porque este cuadro primaveral no fue obra de un acaso nicontemplado un día solamente), descubrió, ¡extraño suceso!, al alcanceperfecto de su vista, junto a un árbol de los más próximos al río, una figura que ella no había puesto allí. Se atrevía a jurarlo. Era la deun hombre en lo más verde y lozano de la juventud: gallardo de cuerpo yhermoso de cara; poco bigote todavía, pero muy negro, como los ojos ycomo el pelo, suelto y abundante; muy bien ataviado, pero no compuesto.

¿Debía Luz borrar aquella figura del cuadro, solamente por no ser obrasuya? Fueran cuales fuesen su procedencia y su destino, el detalleinesperado componía muy bien donde estaba; y componiendo bien, nodebía borrarse. Además, aquellos fondos, aunque bellos, eran demasiadopara una mujer sola. Podía llegar a sentirse allí hasta el miedo, porquela soledad es imponente, por hermosa que sea; y aunque no se llegue almiedo, las impresiones recibidas en la contemplación de lo bello no secompletan si no son comunicadas con alguien; y hasta se daba el casoentonces de que aquel mancebo, por la expresión de su mirada intensa, ladulzura de su sonrisa y lo varonil de su persona, parecía laencarnación del sentimiento, de la bondad y de la fortaleza; como quemetida ya Luz de plano en estas fantasías hasta se le antojó (salvandola irreverencia que creía cometer en la comparación) que el tal mancebopodía pasar, donde estaba, por algo así como arcángel guardador delmisterioso paraíso. ¡Si compondría bien la figurita en el punto delcuadro en que había aparecido «de repente»!

A la tercera vez que se asomó Luz a la azotea, también vio al mancebo enel mismo sitio; pero ya no se contentaba, para dar entretenimiento a susmiradas, con el lujo de la naturaleza que le envolvía; también la mirabaa ella, a Luz, y aun con mejores ojos que a las bellezas inanimadas delparaíso; y como el mancebo era, en opinión de Luz, «el sentimiento de labondad y la fortaleza», y hasta «el arcángel guardador» de todo aquello,que ya era «de los dos», Luz bajó del terrado, sin miedo y sinescrúpulos, y el mancebo la salió al encuentro; y ella apoyó su brazo enel brazo que le presentó él, y se fueron juntos por el sendero adelante;y mientras andaban así, a Luz le parecía más radiante la del sol y queeran más olorosas las flores y más blandos los senderos; los ruidos másarmoniosos, el ambiente

más

saludable

y

los

pajarillos

más

alegres.Después, en la soledad de su casita, todo lo hallaba más cómodo yrisueño; y al poner sus manos sobre el teclado del piano, le arrancabadel fondo notas de una vibración como jamás había arrancado de aquellasfibras de acero.

Pues bien: algo así, con este cuadro primaveral por base, podía ser lavida de una mujer como Luz, si la dijeran:

«Escoge un mundo a tu gustopara ti sola, o para los dos a lo sumo». No pediría ella otra cosa. Y,sin embargo, se guardaría muy bien de descubrir estos deseos en medio delas realidades de su vida, porque estaba cierta de que habían de sercalificados de locura.

Pero, locura o no, soñó largo tiempo con el cuadro, no sé, ni ella losupo, si despierta o dormida; y de tanto soñar con él, llegó a salir delcolegio con grandes dudas de si aquellos fondos de la naturaleza y aquelmancebo guardador del paraíso de sus sueños, que tan conocidos le eranya, los había visto ella en alguna parte.

No sé si el lector habrá comprendido bien todo cuanto llevo dicho, o siyo no habré sabido explicarme, para llegar a conocer el fondo delcarácter de Luz; pero seguro estoy de que, por muy mal que me hayasalido la tarea, se puede sacar de ella todo lo que se necesita paraconvenir conmigo en que la marquesa de Montálvez no tenía motivos paraalarmarse al presentar en el mundo a su hija, hecha una mujer, por ellado de sus pensamientos y naturales inclinaciones. Y no se alarmaba porlo tocante a este lado.

Pero por el otro, es decir, por el de subelleza, ¿cómo evitar los riesgos que temía? ¿Qué más daba que ella sefuera sola hacia el cenagal, o que el cenagal la buscara a ella, si loimportante era que el uno y la otra se pusieran en contacto inmediato?Pensar en recluirla de nuevo, teníalo hasta por inhumano, además deridículo. Era de necesidad, no solamente «echarla al mundo», sinotambién lucirla en él. Y en este caso, ¿cómo impedir que aquellagentileza de Venus púdica, o mejor dicho, aquella realizada idealidad devirgen cristiana, atrajera sobre sí todas las voracidades de loshombres descorazonados y todos los venenos de las mujeres envidiosas, yque fuera esta lepra inficionando poco a poco a la inocente? ¿Cómoevitar, cuando menos, que con el continuado roce con tantas y tandiversas intenciones se destruyera el artificio y quedaran de manifiestoa los ojos de Luz las negras realidades que la marquesa le escondíahasta dentro de su misma casa?

Los temores de la madre no podían ser más fundados; pero había quecerrar los ojos y seguir adelante. Y adelante fue.

Luz hizo su entrada en el mundo con la serenidad de quien nada teme enuna región que no le interesa. Todo cuanto iba viendo le parecía naturaly corriente, porque cuando allí lo ponían, allí debería de estar. Tomabalas cosas en el valor que a sus ojos tenían, y a ese precio las pagaba;y como le sobraba en discreción mucho más de lo que le faltaba enexperiencia, siempre salía muy airosa en estos tratos de su forzadocomercio con las frivolidades mundanas.

A más de por hermosa en el grado especial en que lo era, por la historiaque tenía, fue su aparición en los salones mucho más notada que otrassemejantes: la mordieron las envidiosas con la saña de las grandesocasiones; la compadecieron a gritos las pecadoras en secreto; loshombres la tuvieron quince días sobre el tapete en sus debates naturalistas, y los revisteros de salones soltaron toda la trompeteríamás sonora de sus órganos, en honra y gloria de la recién llegada alúnico mundo en que, según ellos, se podía vivir debajo de la luna. Aljófar, que todavía cantaba porque aún tenía estómago insaciable quese lo exigía, entonó en letras de molde una silva de media vara, enque hubo más juegos de luz que en un «cuadro disolvente». Ni de lasmurmuraciones a escondidas ni de las alabanzas en público, tuvo noticiasLuz; porque las primeras no se oían, y cuidó mucho su madre de ocultarlas segundas con el sabio propósito de que desconociera su hija,mientras esto fuera posible, aquella mala costumbre de poner a lasgentes en ridículo queriendo hacerlas un favor.

Tomando por pretexto las pocas aficiones de la novicia a los estruendosmundanos, la marquesa se guardaba muy bien de empujarla hacia ellos;antes, la mantenía discretamente en sus inclinaciones al sosiego, yhasta las explotaba en cuanto la convenía para sus fines particulares.

Por ejemplo: Luz seguía fuera del colegio las prácticas cristianas a quese había acostumbrado en él. Iba a la iglesia a menudo y tenía sus rezosen casa. Pues a todos estos actos piadosos la acompañaba su madre. Algola mordían sus amigas, y con gran donaire se sacudía ella de las zumbas;pero seguía yendo a la iglesia y rezando con su hija, muy a su placer.

Con todo esto y lo que ya se ha dicho en el capítulo precedente sobreoreos y desinfecciones, que continuaban en la necesaria medida, la casade la marquesa, sin dejar ésta de ser la dama de distinguido y amenotrato, no era conocida

ya.

Aquellos

profanados

interiores

de

laMontálvez habían adquirido el honrado aspecto de un hogar de familia.

Algo retrasadas andaban estas medidas de regeneración; pero nunca esdemasiado tarde para abrir a Dios la puerta de casa, después de haberbarrido de ella al demonio.

Guzmán, que era ya Excelentísimo señor don José Celestino,

senador

delreino,

columna

del

partido

conservador, consejero de Estado, embajadorprobable, ministro posible y todo lo que quisiera, si lo quería con granempeño, pasaba la pena negra desde que Luz había llegado a Madrid.Temblaba por ella, y a su lado se hubiera puesto para ampararla de día yde noche contra los peligros en que veía el tesoro de candor que seencerraba en aquel estuche primoroso; pero no alcanzaban sus derechos adonde llegaban sus impulsos. Era harto sabida en Madrid la leyenda de la semejanza, con todos sus antecedentes, y hubiera sido una profanacióninicua someter aquel ángel a nuevas comparaciones y nuevos comentariosdel público mordaz. Por eso se creía más obligado a alejarse de ellacuanto mayores eran sus deseos de acercarse. La admiraba y la protegía a prudente distancia; pero esta prudencia se parecía demasiado en sustramites al desvío de un extraño, y él no podía conformarse con tanpoco.

Ya sabemos que había vuelto a frecuentar la casa de la marquesa desdeque se andaba en ella a escobazos con el diablo. En una de sus visitas,estando ya la desterrada joven en Madrid, halló a su amiga muy alarmada.Luz sabía desde muy niña que su madre era viuda, y de quién lo era ydesde cuándo; pero en lo que jamás había dado, dio en las primerasconversaciones que tuvo con su madre, recién llegadas las dos deFrancia: en pedirla noticias y pormenores íntimos de «su padre».¡Figúrese el lector en qué aprietos no se vería la aristocrática viudade don Mauricio Ibáñez para salir limpia y sin manchar a nadie, de aquelnuevo lodazal en que la arrojaba de pronto el natural deseo de su hija!Salió bastante mejor que hubiera salido otra pecadora con menos ingenioy serenidad que ella; pero salió muy dolorida y alarmada.

Refirió el caso a Guzmán, muy en voz baja y después de registrar hastalos rincones, temiendo que la oyeran, y también culpó a su amigo de estenuevo fruto de su vida de iniquidades y contubernios.

—No es ya hora—la dijo Guzmán—de liquidar esas cuentas tanenvejecidas. Tomemos el caso como una advertencia más del celo que senecesita aquí para que no descubra Luz lo que jamás debe serle conocido,y eso nos baste, que no es poco en gracia de Dios. El bien de tu hijadebe ser el móvil de todos tus actos y pensamientos. Yo te ayudaré conlos míos, en cuanto me sea posible y lícito, a la distancia a que mehallo de vosotras. Olvido absoluto de todo lo demás..., hasta en sueños,si dable nos fuera; y desde este instante no se pronuncie una solapalabra entre nosotros que no pueda ser oída de Luz sin asombro de suignorancia y de su inocencia; porque fuera caso peregrino que lo quetratas de ocultarla entre las desenvolturas de las gentes extrañas, selo descubrieran en su propio hogar tus mismas imprudencias.

A la marquesa le pareció muy cuerdo el dictamen de Guzmán, y desde aqueldía se acabó entre ambos el tratamiento llano de sus intimidades; quedóproscrita toda alusión a lo pasado, y no fue en la casa de Luz ni fuerade ella el antiguo amante de la hermosa Nica Montálvez, más que un amigomuy afectuoso y atento de la ajamonada viuda del arruinado banquero donMauricio Ibáñez.