La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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V

Llegó, al fin, y por sus pasos contados, la tan esperada noche de miexhibición solemne. No conservo en la memoria los detalles minuciosos deaquel acontecimiento, tan señalado en la vida de las mujeres de mialcurnia y de mis hábitos, porque, como todas las realidades muysoñadas, ésta no me pareció de la magnitud en que me la habían forjadolas quimeras de la imaginación.

»Recuerdo que precedieron a la fiesta largas horas de punzanteinquietud, de ávida contemplación de mis flamantes y simbólicos arreosde batalla, tendidos sobre lechos, sillones y cojines: desde el menudozapato de raso, hasta las flores de la cabeza, pasando por un océano desedas, encajes, plumas y crespones; todo aéreo, todo casto, todo simple, como pedían y piden los estatutos de la Orden para unadoncella de mi edad y condiciones, a quien no le es lícito, todavía,albergar malicias en su cabeza ni torpes sentimientos en el corazón;otras horas, no tan largas, en lo más recóndito de mi gabinete, entremenjurjes, abluciones y atildaduras de tocador. En seguida, la ímproba yconmovedora tarea de vestirme todos los dispersos perifollos: allí mimadre, allí la doncella, allí la modista; yo, como un maniquí, rodeadade luces y de espejos. El vestido, sin mangas y casi sin cuerpo,dejábame las carnes, de cintura arriba, medio a la intemperie. Sentía yola impresión del aire tibio, más que en ellas, en algo tan profundo ydelicado, que, tras de golpearme las sienes, me obligaba a cerrar losojos y a tirar del escote del vestido hacia arriba, y de las mangashacia abajo; procedían en sentido inverso la modista y la doncella;sonreíase mi madre; quejábame yo de que era mucho lo descubierto;replicábanme, que, por lo mismo, y por ser bueno, había que lucirlo;atrevime a mirarlo más despacio, y resigneme al fin, porque quizásestuvieran ellas en lo cierto, amén de que lo imperioso del mandatoquitaba todo pretexto a mis escrúpulos.

»Ya estaba armada de punta en blanco: nuevas combinaciones de luces y deespejos para verme a mi gusto por todas partes, y ensayar actitudes,movimientos y sonrisas, y sorprender a hurtadillas la grata impresiónde todo ello en las caras de las tres espectadoras.

»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, habíahecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida depecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que seescandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modomuchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas,como a lamentos de pesadumbre. Atajele el discurso poniéndole mi frentejunto a su boca para que me diera un beso, y le pagué con otro resonanteen la rugosa mejilla, y unos cuantos embustes cariñosos, de cuyo efectomágico sobre el corazón del pobre hombre estaba yo bien segura.

»En esto, y mientras mi madre acababa de vestirse y de adornarse,dijéronme que mi hermano deseaba verme.

»Acudí a su cuarto. Estaba en la cama, descoyuntado entre mantas yalmohadones. Por verme entrar, me llenó de improperios; detúveme dudandojunto a la puerta, y esto fue mi fortuna, porque con la últimadesvergüenza me arrojó la palmatoria, que se estrelló contra el espejode un lavabo, a media vara de la cola de mi vestido.

»Volvime al lado de mi abuelo, entre asustada y risueña; y tras largo,interminable rato de esperar a pie firme, por no ajar la tersura de misfaldas, llegó mi madre con el aspecto y el andar de una matrona romana,ocultando la cruz de sus achaques y los estragos de la edad con elengaño de un cielo de fulgurante pedrería sobre otro caudal de sedas yartificios.

»Mi padre andaba aquella noche ciegamente empeñado en sus caballeríassenatoriales; y con harto sentimiento mío, no recibí los alientos de suaplauso en aquella mi primera salida a correr las aventuras por lasencrucijadas del gran mundo.

»Recuerdo también la impresión que recibí al hollar por primera vez, ycon pie inseguro, la espesa alfombra del salón de la fiesta. Fue aquellocomo una oleada de luz esplendorosa, de rumores confusos, de miradaspunzantes, de sonrisas burlonas, de colores fantásticos y de aromasnarcóticos, que se desplomó de pronto sobre mí agobiándome el espíritu ydeslumbrándome los ojos.

Aprensiones de mi inexperta fantasía, queexageraba enormemente el relieve de mi figura y el espacio y el términoque ocupaba en aquel cuadro.

»Pasó todo como el amago de un vértigo, por obra de un esfuerzo de mivoluntad y del auxilio discreto y oportuno de Leticia y de Sagrario.Logré hacerme a la fiereza del león, y atrevime en seguida a afrontarlos lances del peligro.

»Para esta empresa contaba con un arma, en cuyo manejo era yo muydiestra, sin que nadie me le hubiera enseñado: el falso rubor de noviciaen aquel pomposo ceremonial mundano. Nada como ese recurso para ver sinser vista y ponerse en situación de aceptar lo cómodo y agradable, ydesechar lo molesto, sin pecar de imprudente en lo primero, ni de torpeo de vana en lo segundo. Me salió bien la cuenta. Al amparo de laficción, detrás de mi broquel de niña candorosa, mis malicias de mujerprecoz escudriñaban todo el campo de batalla y conocían hasta lasintenciones del enemigo, sin que el tiroteo de su obligado tributo delisonjas y de galanterías me causara el más leve daño con las que deellas eran necias o impertinentes.

»La exención absoluta del pesado deber de tomar en cuenta sandeces ymajaderías, no tiene precio en casos tales, con la doble ventaja de que,a título de niña inexperta y ruborosa, la más trivial ocurrencia suenaen sus labios a ingenioso concepto, y toda claridad, por amarga y crudaque resulte, queda triunfante y sin réplica.

»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de estaaventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste enhaber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muypoco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salonesde entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal nipimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad,estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en elmoverse y en el hablar; más que niños

y

mucho

menos

que

hombres,

con

lainsubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y lospeores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua nirespiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, yexponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, elarrastre de las rr de sus impertinencias y el hablar a tropezones lalengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado enFrancia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común,más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesadosconceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectorassonrisas y las paternales franquezas de los personajes maduros, aquienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para serdescomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones derúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, demadres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de ladanza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueñosvoluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, laagonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse dememoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se vavelando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos,galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes,repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento delcuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo debostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casitiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta,lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio;y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío;el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, lossonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda lacasa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome losoídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, lainteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándomeentre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luzdel día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos nime había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretasy de las hermosas, como mi amiga Sagrario.