La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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VI

El goce libre y frecuente de estas fiestas y otras semejantes, me enseñóbien pronto que, o no había en el mundo naturalezas de acero para salirsin mella de los combates más rudos, o a mí me había tocado en suerteuna de las mejor templadas. Efectivamente: era yo, a pesar de mis pocosaños, mucho más serena y menos impresionable entre la baraúnda delcomercio galante, de lo que me había imaginado antes de conocer de cercaesas cosas. Aunque no era incombustible por completo, tenía todas lasposibles ventajas para jugar con el fuego sin consumirse estúpidamenteen él. De lo cual me alegré sobremanera, porque no es la vida de lasmujeres «de mundo» tira tan larga, que no importe, ir cediendo a cadapaso jirones de ella.»

Mientras se fue dando cuenta de este hallazgo, ocurrieron en su familiamuy señalados acontecimientos. El primero fue la muerte de su hermano.El tema de los caprichos de esta infeliz criatura había llegado a loinverosímil, como su existencia entre el enjambre de enfermedades que laconsumían. Antojáronsele cerezas frescas en el mes de Diciembre, y nocabiendo en lo humano adquirirlas así a ningún precio, nifalsificarlas, como se había hecho con tantas otras cosas falsificablesen idénticos casos, creció con el obstáculo la fuerza de su empeño,llegó la corajina al paroxismo; y aquel hilillo tenue de vida, a tanduras penas conservado, se quebró de pronto como el de una tela dearaña, sin un sonido ni una vibración.

Este suceso, como si se contara con él, ya que no fuera deseado, noarrancó una lágrima siquiera en la familia.

Produjo cierta tristeza queparecía nacida del corazón, por lo que toca al marqués y a su mujer. Encuanto a la hija, la dio demasiado en qué pensar la nueva jerarquía enque volvía a colocarla la muerte de su hermano. Por decreto de ella,dejaba de ser simple y desdeñada segundona, y recobraba susprerrogativas de primogénita y única heredera de los títulos y bienes dela casa, condición de gran monta para ella, desde que sabía, por propiaobservación, lo que vale y lo que cuesta la vida doméstica y social delas mujeres de su alcurnia. No era de temer ya la sorpresa de un nuevovarón que de la noche a la mañana volviera a despojarla de susrecobradas preeminencias; pero es indudable que las hubiera dado mayorimportancia, y por muy distinto motivo que entonces, si el suceso que selas restituía hubiera ocurrido en aquellos tiempos en que lasinexplicables injusticias de su madre la tenían relegada a los últimosrincones de la casa. Miseriucas del corazón humano.

Por lo demás, ocurrió lo de costumbre en tales ocasiones: varios días deduelo, más o menos cordial; visitas de íntimos a todas horas del día yde la noche; cumplimientos falsos de amigos

cumplimenteros;

tertuliasreducidísimas

y

taciturnas, los primeros días, que fueron poco a pocoanimándose y creciendo; un luto reducido al mínimum de lo que permitenlas cláusulas de lo regulado para tales ocasiones; transformaciónradical del gabinete mortuorio, por renovación de muebles y decorado,etcétera, etc... y a las tres semanas, desaparición completa de todahuella material del breve y doloroso tránsito de aquel desdichado serpor las asperezas de la vida, y absoluto olvido de su nombre en lasconversaciones y en la memoria de los vivos.

En el alivio andaban de su luto, harto aliviado desde el primer día,cuando el abuelo, que en virtud de su avanzada edad y de sus incurablespadecimientos, había consentido en cambiar su soledad por la compañía desus hijos, llamando a la nieta a su gabinete una mañana, la dijo con vozentrecortada y sepulcral:

—Me muero, sin remedio, antes del mediodía. Adviértelo en tu casa delmodo menos estrepitoso que puedas, y hazme el favor de mandar que vengaun cura para confesarme... y por si no tengo tiempo para advertírtelodespués..., escúchame ahora unos instantes... A pesar de las sangríasespantosas hechas a mi bolsillo por tu madre, todavía os dejo una granfortuna, como veréis por el testamento cerrado, cuya copia hallaréis enmi pupitre.

Convencido de que tan pronto como echen la zarpa a esecaudal, la insensatez de tu padre y la loca vanidad de tu madre han dedespilfarrarlo en cuatro días, he procurado dejar a salvo, en beneficiotuyo, cuanto la absurda ley vigente me permite... Pero si he de decirtelo que siento, no fío de tu cordura mucho más que de la de tus padres.La única ventaja que les sacas es que tienes mejor entendimiento queellos. Lo que llevas visto de ese mundo que tanto os seduce, te habráenseñado a conocer lo que vale el dinero para andar por él triunfando, ylo que importa a los mundanos no arruinarse. Esto es lo que quiero queno olvides y encomiendo a tu buen entendimiento, para que hagas, poregoísmo siquiera, lo que no me atrevo a esperar de tu virtud... Porque,hija mía, yo te quiero mucho, muchísimo, mucho más de lo que puedesimaginarte; pero con todo lo que te quiero, en lo tocante a pompas ychapucerías mundanas, ya te lo he dicho, no fío gran cosa de la veta quesacas, ni del aire que llevas por el camino que sigues... Perdona lafranqueza, que a ella me obligan el amor que te tengo y el trance en queme hallo... Y ahora, un beso... ¡el último, hija mía! ¡Y que Dios hagael milagro de infundir con él, en lo más hondo de tu corazón, lossentimientos que llenan el mío en este instante!

Jamás habían vertido los ojos de la joven lágrimas tan cordiales ni tancopiosas como las que entonces corrieron a lo largo de sus mejillas, nisu pecho se había sentido agitado por tan hondas impresiones como lasque la dominaban mientras

el

amoroso

anciano

estampaba

en

su

frente,inclinada hasta tocar su boca, un beso trémulo, convulsivo, frío como lalosa de un sepulcro.

Y todo sucedió como él lo había dispuesto y vaticinado: se confesé a lasonce, comulgó a las once y media, y se murió antes de las doce.

¡Cuánto lloró Verónica aquel día, y al siguiente, y con qué fervor rezópor el alma del muerto, y con qué sinceridad prometió a su memoriagrabar en el corazón sus últimas advertencias, y ajustar a ellas todoslos actos de su vida!

Tardó mucho en acostumbrarse a contemplar con ojos enjutos y corazóntranquilo, la soledad y el silencio de aquel gabinete en que tantascaricias y tan repetidos testimonios de entrañable amor había recibidodel doliente octogenario.

De todo lo cual se deduce que quería de verasa su abuelo.

La marquesa, cuyos males la impedían entregarse por entero a los rigoresde la pesadumbre que le correspondía por la muerte de su padre, seasombraba de las lágrimas y de las tristezas de su hija, y la conjuraba,en frase dura y seca casi siempre, a que se volviera a lo suyo,«dejándose de gazmoñerías sentimentales, que ya chocaban a las gentes».

—¡Dichosa ella!—solía decir el marqués, interviniendo en el casoalgunas veces, mientras se paseaba por el gabinete, con las manos en losbolsillos, las cejas y los labios contraídos, la cabeza humillada y losojos chispeantes, derramando la mirada, que quería ser triste, por losdibujos de la alfombra—. ¡Dichosa ella, que está en la edad de lasgrandes impresiones, y puede llorar para desahogo del corazón oprimido!Llora, llora, hija mía; que con las lágrimas se honra a los muertos y secumple con las leyes de Dios y de la Naturaleza. ¡Ay de nosotros, que,sintiendo tanto como tú, no podemos llorar!

Y en esto miraba con el rabillo del ojo a su mujer, que le respondía conun gesto de aire colado.

La herencia fue pingüe de veras. Cortijos en Andalucía, dehesas enExtremadura, casas en Madrid, papel del Estado, acciones del Banco deEspaña..., de todo había mucho y bueno, libre y desempeñado.

Un día se hizo el recuento, y resultó que las rentas de este caudalpasaban de cuarenta mil duros. Con ellos, y lo que quedaba de los bienesdel marqués y de la dote de la marquesa, se podía calcular la renta enun millón de reales.

Verónica había sido mejorada en tercio y quinto, yesta mejora estaba asegurada, entre el cuerpo de bienes, con cuantasligaduras eran de apetecer, según la sabia y cariñosa previsión de suabuelo.

Muy pocas horas después de hecho este cálculo, fue cuando a la marquesase le ocurrió caer en la cuenta de que con la muerte de su padre y de suhijo, aquella casa que habitaba tanto tiempo hacía, en la calle deHortaleza, le parecía

un

cementerio

sombrío:

veía

a

las

«queridasprendas» de su corazón, doloridas y agonizando, en cada rincón, en cadamueble y a cada instante; su espíritu, tan combatido por los males delcuerpo y por las tristezas del alma, no estaba para grandes pruebas, yle era indispensable «salir de allí... a cualquiera parte».

El marqués, que «estaba en todo», como él decía, asintió inmediatamenteal reparo de su mujer; y como comprendía muy bien «la situación de lascosas», añadió que era de urgente necesidad tomar otra casa de mejoreshorizontes, de más luz, de más aire, más capaz y más alegre.

Debíapensarse hasta en un hotel en Recoletos o la Castellana; pero sólopensarse por entonces. Entre tanto...

Entre tanto, se alquiló un vastísimo principal en la calle de Alcalá,por la miseria de tres mil duros al año; y como no era cosa de ir ahabitarle tal como lo habían dejado los últimos inquilinos, ni detrasladar a él los muebles de la calle de Hortaleza, tan llenos detristes recuerdos, y tan pasados de moda los más de ellos, hubonecesidad de hacer obra en la nueva casa y de encargar el necesario yconveniente ajuar para ella. En lo tocante a la obra, una vez acordada,o hacerla útil, o no hacerla. Cada inquilino tiene sus necesidades y susgustos, y los de la marquesa eran distintos en todo, por las trazas, delos de las gentes que habían precedido a su familia en la casa de lacalle de Alcalá. En la cual había muchos gabinetes con un solo salón; yprecisamente necesitaba ella, por razón de aire y de holgura, tanindispensables para su salud, muchos salones y pocos

gabinetes,

comedoramplísimo

y

vestíbulos

desahogados. A este fin, no quedó un tabique enpie; se encargó el plano de la nueva obra a un arquitecto; y como en elpiso había tela en que cortar, todo se hizo al gusto de la marquesa, quehalló en estos entretenimientos ocasión de invertir las largas einsípidas horas que traen consigo la esclavitud y la tristeza de un lutorigoroso, como el que la familia vestía entonces.

Aplaudían los amigos de la casa el gusto y la esplendidez de lamarquesa, a quien atribuían exclusivamente la dirección de todo aquello,mientras la interrogaban con un gesto, por no atreverse a ser másexplícitos con la lengua, al recorrer una verdadera serie de salonesfastuosamente decorados.

Respondía

ella

con

otro

gesto

que,

cuandomenos, significaba que había comprendido la pregunta; y algo parecido leocurría a su marido con los hombres políticos, que casi le formaban uncortejo diariamente desde lo de la herencia, y poco más o menos lesucedía a la hija con sus amigas; sólo que éstas eran más claras en elpreguntar, y ella menos encogida en el responder, por lo mismo queestaba bien persuadida del destino de aquellos despilfarros, desde quesu madre apuntó en la calle de Hortaleza la necesidad de vivir en casade mayor calibre.

Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casamueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricasalfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, dearañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas ymonigotes por todos

los

rincones

y

tableros

de

mesas

y

veladores;atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores delcomedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas,bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón devestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudonobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y laservidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cadacriado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando,con su jefe bien enmandilado

y

mejor

retribuido,

con

su

traílla

demarmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briososalazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto elcuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro marde pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucardapor coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda,como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondientelacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otrolo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido ladisculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.

Todo este boato, con el apéndice de otro a su consonancia en cuadras ycocheras, costó mucho más de cincuenta mil duros; y me consta que por nohaber tanto dinero disponible en casa, se vendieron papeles que lovalían, prefiriendo el marqués sacar esta primera cucharada del ollón dela herencia, a someterse a la tiranía de la usura, y sobre todo, albochorno de inaugurar con una deuda aquella nueva y esplendente fase desu vida social.