…. ¡Hermano demi alma, que por ella se ha condenado; que está en los profundosinfiernos por culpa de esta mal nacida!…
Narcisa, impasible y majestuosa, presidía la escena como un juez severo,asistiendo con gestos de indignación a los desatinados discursos de sumadre, mientras Julio, que había acudido sañudo y acechante al umbralde la puerta, fulguraba sobre la trémula niña su mirada monstruosa, yoyendo buhar y maldecir a las dos mujeres, toda su mezquina figura seestremecía de satánico gozo….
Pálida y convulsa resplandecía tan bella la muchacha, que Narcisahubiera querido aniquilarla con sus ojos acerados, cargados de ira.
Cuando la dejaron sola con su terror, se quitó con manos temblonas elalegre vestido blanco, y otra vez se abrumó bajo la tela sombría de suluto. Estaba descontenta de sí misma; tal vez doña Rebeca tenía un pocode razón; acaso había algo de ingratitud de su parte en aquellainvoluntaria fatiga que le causaba la ropa negra, vieja y pesada.Mortificábase con la duda de si el antojo del vestido blanco habríaofendido la memoria de aquel hombre a quien en el fondo de su corazónllamaba padre, y le dolían, con violento dolor, las crueles palabras queacababa de oír sobre la condenación de don Manuel. Toda su alma estabasublevada de indignaciones porque la culpasen a ella de aquellacondenación posible.
Tanto oía anatematizar a todas horas la injusticia del testamento de suprotector, que llegó a tener sospechas de semejante injusticia; porquesi ella no era, por fin, hija del noble solariego, ¿qué era en aquellafamilia, y qué motivos había para que la piedad del testador laasistiese por encima de los naturales derechos de la hermana?
Pero, y Salvador, ¿no parecía también un extraño, un intruso que habíavenido a poseer libre y completamente parte de la fortuna del amigo?
Había un gran misterio en la última voluntad de don Manuel, y Carmencitamartirizaba en vano su inteligencia con aquellas profundas meditaciones.
Cuando en su presencia se insultaba acerbamente al difunto caballero,rompía a llorar descorazonada al sentirse impotente para defenderle deaquellas furias, y un lejano temor de que por haberla amado a ellapurgase alguna injusticia el alma de aquel hombre la llenaba desobresalto.
Siempre, en tales ocasiones, las dos terribles mujeres se burlaban de suangustia, y la escena terminaba con el mote convenido.
—La santa… es la santa…. ¡pobrecita!…
Ella, entonces, erguía su corazón acobardado para decirle a Dios eníntima plegaria:
—¡Y bien, Señor, yo quiero ser santa; es preciso que lo sea…; hazmesanta, Dios mío…, hazme santa de veras!
IV
Entretanto, Salvador Fernández, médico municipal de Villazón, habíatrasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeño deLuzmela.
En plena posesión del cuantioso legado del amigo, Salvador no habíapensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada suscostumbres humildes.
En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazón, el médico erasiempre un hombre bondadoso y amable, de carácter tímido y vidasencilla.
Había destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casase desenvolvían las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual queen los días postreros del hidalgo.
Diríase que el espíritu benigno del solariego, con la amargura de susmemorias, con la bondad de sus sentimientos, presidía aún y gobernabalas labores y las intimidades de la pudiente casa labradora.
Salvador seguía visitando a sus enfermos con la misma atención quecuando de su carrera hacía estímulo de prosperidad y base de laexistencia, sólo que ahora había renunciado a la subvención delMunicipio para que otro médico la disfrutase.
Enamorado de su profesión, hizo de ella un culto piadoso, que practicabaen favor de los pobres. De la herencia que libremente podía disfrutarsólo tomaba lo preciso para sostener el decoro de la casa y hacer algúnviaje a las grandes clínicas extranjeras, en demanda de luces y medioscon que extender en el valle la misericordia de su misión.
Así las gentes le adoraban y le bendecían, y él paseaba por los campossu conciencia pura, con la santa simplicidad de un apóstol del Bien,convencido y ferviente.
Desde que se reconoció hijo sin nombre de una infeliz aldeana, humillósu corazón en una mansedumbre dignificadora, que le confortó y sirvió dealivio a sus íntimas tristezas.
Luego, su vida tuvo un doble objeto santo y noble: derramar losconsuelos de la más piadosa de las ciencias sobre los dolientes sinventura y velar por la dicha de Carmen.
Era para él una suprema delicia espiritual el consagrarse de lleno apagar en la hija la inmensa deuda de gratitud contraída con el padre.
Su oración cotidiana consistía en memorar los bienes recibidos deaquella pródiga mano que salvó a su madre de la desesperación, lalevantó de la ignominia y la honró haciendo del niño desvalido ymiserable un hombre de sano corazón, enveredado por una senda segura dela vida.
Después de enfervorizarse con esta membranza sentimental y preciosa, Salvador discurría amorosamente sobre el porvenir de su protegida.
El nada sabía de los misteriosos terrores que la niña le había inspiradola sola idea de que doña Rebeca la llevase de la mano camino adelante,ni mucho menos sospechaba las torturas que la pobre criatura padecía enpoder de los de Rucanto.
Como todas sus atribuciones sobre la pequeña eran morales y secretas,Salvador no se atrevía a significarse visitándola demasiado y selimitaba a verla con toda la frecuencia posible dentro de una prudenciaconveniente.
Antes que la niña partiese de Luzmela pudo él abrazarla y prometerlatoda su fortuna y su desvelo.
Carmen había llorado sobre aquel noble corazón con un silencioso llantocontenido y acerbo, que era acaso, más que el desahogo del dolorpresente, el presentimiento agudo del futuro dolor.
—Todo cuanto te ocurra, me lo contarás le había suplicado el joven—.
Si sufres, si necesitas algo, me lo dirás en seguida; prométemelo.
Ella le miró fijamente a los ojos y preguntóle:
—¿Lo mandó mi padrino?
—Sí, lo mandó; te lo juro, Carmen.
—A mí no me dijo nada.
—Pero me lo dijo a mí todo; tú eras muy pequeña para hablarte de estascosas; además temía darte demasiada aflicción. El quiso que tú fuerasmuy dichosa, todo lo más que sea posible, y que nunca le olvidases.
—No, nunca—repitió la niña sollozando.
Y, con voz firme, añadió después:
—Yo haré todo cuanto él dejó mandado…; seré muy buena.
—Ya lo sé; estoy seguro; pero es preciso que también seas feliz…. Noolvides que yo soy tu mejor amigo, que Luzmela será siempre tu casa…,que todo cuanto yo tengo es tuyo, todo, ¿entiendes?
Ella, desconsolada, murmuró:
—¡Si fueses mi hermano!
Enmudecido acarició él aquella linda cabeza, ya inclinada por elinfortunio, y la niña, viéndole callado y afligido, saboreó la amarguradel desengaño irremediable.
V
En aquellos cuatro años transcurridos, Salvador visitaba a Carmen muchasveces. La dulce gravedad habitual en la niña le había engañado, porqueaquella dulzura triste ya no era sólo espejo de un alma sensible ysoñadora, sino que era también señuelo y transfloración de un almadolorida.
La niña había espigado mucho; su belleza, ya potente, se acentuaba conuna encantadora delicadeza de líneas.
Lo más atractivo de su persona era el halo de bondad que nimbaba sufrente y la serena expresión amorosa y profunda de sus ojos garzos.
Había en su sonrisa una mística expresión, siempre encesa, como enideal culto de algún divino pensamiento.
Aquel sublime encanto de la joven era la desesperación de Narcisa y desu madre, que llegaron a odiarla.
Salvador participaba en la casona de la aversión que allí sentían por laniña de Luzmela; no en vano era otro heredero de don Manuel de la Torre.
Según doña Rebeca y su hija, los jóvenes favorecidos por el hidalgopodían considerarse unos ladrones, los secuestradores de la débilvoluntad de un loco, cuyo testamento constituía un «atentado contra lossagrados derechos de la familia, una estafa perpetrada por aquelsanturrón hipócrita y aquella gatita mansa….»
A pesar de estos finos comentarios, hechos sin recato ni vergüenzadelante de la misma Carmen, las de Rucanto recibían a Salvador conagasajo y blandura, considerándole «un buen partido».
Delante de él halagaba doña Rebeca a la niña y ponderaba su crecimientoy donosura.
Narcisa, menos asequible al disimulo y más altiva, se conformaba condemostrar, en aquellas ocasiones, una tolerancia benévola hacia Carmen,concedida con un aire de superioridad y protección llenos de majestad.
Salvador era poco ducho en artificios de mujeres; todo sinceridad ynobleza, dejábase engañar fácilmente por las dolosas apariencias delbuen trato que Carmen parecía recibir.
A veces, en sus breves visitas a Rucanto le acompañaba Rita, la buenaanciana, siempre ganosa de ver a su santa querida.
Vivía la fiel servidora al lado del médico, ocupando en la casa deLuzmela su puesto de confianza, tantos años acreditado por una constanteadhesión al difunto caballero.
En vano intentara Rita continuar al inmediato servicio de Carmen. DoñaRebeca había manifestado a este deseo una ostensible oposición, y laanciana hubo de conformarse con visitar a la niña en todas las ocasionesposibles.
De estas visitas no salía nunca tan satisfecha como Salvador.
En una de las que hizo por aquel tiempo quedóse como nunca malimpresionada, y, de regreso a Luzmela, iba murmurando:
—Está triste la niña….
—Es su seriedad propia, su traje adusto, lo que le da esa aparienciamelancólica—respondió el médico.
—No, no; cuando habla parece que va a llorar….
Salvador se quedó pensativo, un poco inquieto.
—Además—añadió la mujer, recelosa—jamás nos la dejan ver sintestigos…; muchos domingos voy a misa a Rucanto por buscar ocasión dehablarla al salir, y siempre a su vera están la hija o la madreguardándola con codicia.
—Está bien que Carmen no vaya sola.
—Bien estará; pero esas mujeres no me van gustando. Se dice que en lacasa hay muchos disturbios, que los hijos son para la madre tan maloscomo lo fué el marido….
Salvador, muy preocupado, hablando consigo mismo, dijo en voz alta:
—Habrá que averiguar si eso es verdad…; muchas veces la gente levantafantasías calumniosas…; ellos son todos algo inconscientes, psíquicospor herencia…. El mismo don Manuel murió de neurastenia renal y fuésiempre exaltado delirante; pero era tan cabal en nobleza y corazón,que su enfermedad no marchitó ninguno de sus bellos sentimientos.
Rita suspiraba.
—El, era otra cosa; nunca la «manía» que todos ellos padecen le dió porreñir ni por dañar…: gozaba en hacer bien, y si en sus tiempos fuéenamoradizo y zarandero, pagado lo hubo en buenas obras….
Algosospechoso andaba de su hermana, que a mí una noche bien me quisosonsacar los sentires que de ella tenía…; pero ¿cómo iba una aadivinar?… Teníala yo además poco tratada. Siempre la casona deRucanto fué secreta y aduendada para los lugareños…. Servidores delvalle no los quieren; pero los forasteros que les vienen de criados pocoduran, y, antes de najarse, algo murmuran en el pueblo.
—Pues es necesario enterarse de la verdad de esas habladurías….Indaga tú, Rita; yo también he de averiguar algo de lo que nosinteresa.
VI
Con aquellos indicios vagos y algunos más seguros que Salvador fuéadquiriendo, la incertidumbre se apoderó de su espíritu y sintió unahonda inquietud atormentadora.
Tuvo la idea de hacer llegar en secreto una carta a manos de Carmen pararecabar de ella una explicación categórica acerca de los misteriostenebrosos de aquella casa.
Después pensó pedir a doña Rebeca, francamente, una entrevista con lamuchacha.
Se dirigió a Rucanto lleno de ansiedad.
Parecía que le esperaban o que le habían visto acercarse, porque lerecibió con mucha gracia una sirviente, conduciéndole a la sala donde,con grata sorpresa, encontró a Carmen sola.
Estaba bordando.
Una nativa autodidaxia la hacía hábil para toda clase de labores, y sunaturaleza pacífica y bien dispuesta se avenía mal con la ociosidad.
Sonrió a Salvador con una encantadora picardía, muy nueva en susemblante.
Él, gozoso de hablarla sin testigos y de verla tan alegre, le acariciólas manos, dudando si la besaría.
Le pareció aquella mañana más mujer, más linda que otras veces, y comosi estuviera un poco desconocida.
Sin que ella hablase, él la interrogó impaciente:
—¿Estás contenta? Venía hoy a preguntarte, ansioso, si vives a tu gustoaquí, si te tratan bien; quiero saber con certeza si eres dichosa.Cuéntame la vida que haces, porque se dice por ahí que en esta casa hayuna zalagarda continua, y a Rita le parece que tú estás triste.
Bajó la niña hacia el bordado sus apacibles ojos oscuros, y un pocoturbada murmuró:
—¿Yo triste?
—¿Lo estás en efecto? ¿Tienes algún deseo, algún disgusto? ¿Es ciertoque aquí no hay paz ni alegría?…
Carmen, esquivando una respuesta categórica, balbució:
—Ellos riñen mucho; pero a mí eso no me importa…: ¡el padrino quisoque yo viviera con su hermana!…
—Siempre que ella fuese para ti buena como una madre….
La pobre niña tenía toda la voz llena de lágrimas cuando exclamó:
—¡Oh, una madre!… ¡Madre mía!…
Salvador, muy impresionado, volvió a tomar entre las suyas las manos dela muchacha.
—Tú sufres, Carmen; es preciso que me lo cuentes todo…: háblamepronto, antes que nadie venga.
Ella, serenándose, tornó a sonreir con graciosa malicia.
—No vendrán ahora, descuida; me han dado un encargo para ti…; tevieron llegar y me mandaron venir a esperarte….
Curioso, preguntó el médico:
—A ver, ¿qué se les ocurre a esas señoras?
Carmen, mirándole con franca mirada deliciosa, le contó sin máspreámbulos:
—Quieren que te cases con Narcisa….
Él soltó una carcajada demasiado expresiva.
La niña, medrosa, le atajó:
—¡Calla, no te rías tan fuerte, hombre!
Pero el médico no podía calmar su hilaridad jocunda.
Ahogando la risa llegó a decir:
—¿De modo que están locas de cierto?
—Sí; locas sí lo están….
—¿O es que quieren burlarse de mí?
—No, eso no; lo dicen en serio; han hablado mucho solas; luego doñaRebeca me ha llamado con suma amabilidad y me ha explicado el asunto,entremetido en muchos refranes…, que «al buen entendedor con pocaspalabras basta»…, que «más vale pájaro en mano que….» El pájaro erestú, ¿sabes?
—¿Sí?… Pues mira, le contestas que «no hay peor sordo que el que noquiere oír»… «que el que mucho abarca poco aprieta»….
Ella le interrumpió con argentina carcajada.
—Yo también tengo muchas ganas de reirme…, mira que casarte tú con Narcisa…, ¡tendría que ver!…
—¿De modo que gracias a esta embajada puedo, al fin, hablar contigolibremente?
—Sí, ¿me querías hablar?…
—¿No te digo que estaba muy inquieto por ti? Se comenta ahora mucho laguerra de esta casa….
—Déjalos que estén en guerra….
—Pero tú padeces.
—Yo estoy tranquila, Salvador; en todas partes tendría que sufrir.
—¿Y por qué, hija?
Ella volvió a inclinar la frente y, otra vez, eludiendo una explicación,dijo:
—Estos días están muy amables conmigo.
—¿Estos días solamente?…
Carmen no quería responder con franqueza, y salió diciendo:
—¿No sabes que va a venir Fernando?
—¿El marino?
—Sí.
—¿Y a qué viene?
—A pasar una temporada…: ese dicen que es bueno.
—Pero; ¿de verdad son malos los otros?
—¿Malos?… ¡Es que están algo locos!…
—Tú no tienes confianza conmigo, Carmen; eso me entristece….
Ella le miró cariñosa.
—Sí que la tengo…; ¿tú qué puedes hacer?… Ya no tiene remedio….
—¿Como que no?… Yo puedo hacerlo todo; todo, ¿entiendes?… Y lo harési es preciso; sólo falta que tú me autorices para ello.
—¿Qué harías?
—Llevarte adonde estuvieras a tu gusto…. Para eso estoy en el mundo,para velar por ti.
—¿Para eso?
—¿Y lo dudas? ¿No te lo aseguré el día en que saliste de Luzmela? ¿Nosabes que el padrino me lo dejó encargado?…
Aquella evocación alteró la expresión resignada de la niña. Seensombreció su rostro peregrino y estuvo a punto de romper a llorar.
Logró contenerse con un gran esfuerzo, y entregó su mano temblorosa aljoven para protestarle.
—Gracias, gracias….
El, muy conmovido, besó religiosamente aquella linda mano, insistiendo:
—Dime, ¿te quieres ir de esta casa?
—No, no; aquí me quedaré; si fuera necesario te avisaría.
—¿Me lo prometes?
—Prometido.
Se quedaron callados un momento; después Carmen preguntó con sobresalto:
—Y ¿qué diré a doña Rebeca de mi comisión?… La he cumplido muy mal.De antemano sabía que tú ibas a reirte, y he gozado con que juntos nosburlásemos un poco de las dos…. No tiene Narcisa ningún novio,¿sabes?, y te querían a ti porque eres rico. Me encargó la madre que telo propusiese como ocurrencia mía…; que te dijese cosas muy buenas dela chica…. Y no te las digo por si acaso las crees y te casas conella…. Luego estarías bien desesperado…. Además de ser locas sonmalas; hablan infamias de todo el mundo, de ti también, y delpadrino….
—¡Pobre Carmen!… Así no puedes vivir…. Yo arreglaré esto.
Carmen, lanzada involuntariamente al terreno de las confidencias, añadiótodavía:
—De Andrés tengo miedo…, y también de Julio….
Salvador estaba consternado; se había puesto de pie con impaciencia, yella insistió, siempre alarmada:
—¿Y qué le diré a doña Rebeca … de «eso»?…
—¿De qué, hija mía?
—De la boda….
Y todavía la niña se rió, un poco burlona.
—Pues, le dirás que yo no pienso casarme nunca.
—¿Nunca?… ¿Y es de veras?
La miró Salvador, largamente, para decir:
—Hasta que tú te cases.
Ella, enrojecida, no supo qué replicar.
En la casa, sumida en raro silencio, se oyeron entonces pasos y rumores.
Salvador, deseando esquivar en aquel momento la persecución de lasseñoras, se despidió de Carmen aceleradamente, prometiéndole volver muypronto y haciéndole prometer que, entretanto, ella le escribiría conreserva, poniéndole al corriente de su situación, sobre la cual erapreciso resolver en definitiva.
VII
Era aquél un día de emociones en Rucanto.
Saboreaba las suyas Carmencita, olvidada de todo para pensar en los díasfelices de Luzmela, evocados por la cariñosa visita de su único amigo.
De pronto cayó sobre su ensueño la voz punzante de doña Rebeca,interrogando:
—¿Se fué ya?
La joven se estremeció y, azorada, repuso:
—Ya….
—¿Y no has llamado a «tu prima»?
Tímida para disculparse, guardó silencio la joven, y doña Rebecacontuvo a duras penas su enojo, deseando explorar el resultado de lasgestiones que la encomendó.
—Habla, hija mía; ¿qué te ha dicho el médico?… ¿Le ponderaste aNarcisa?… La pobre Narcisa te quiere mucho; hoy me ha dicho que tienesya que aliviar el luto y salir con ella a paseo. Vamos, explícate:¿confesó que le era simpática?… ¡El siempre le echa unos ojos!…
Carmen, obligada a responder, torpe y confusa, dijo sencillamente.
—Me ha dicho que no piensa casarse nunca.
La señora, descompuesta en un instante, bramando de furor, alzó losbrazos sarmentosos sobre la cabeza de la niña.
Luego se tiró de los pelos. Uno de sus desahogos favoritos eraencresparse la melena blanca, que debiera ser albo nimbo de suancianidad.
Con la voz temblequeante de despecho, inquirió:
—Y ¿le has ofrecido mi hija?… ¡Mi hija despreciada por eseadvenedizo, un hijo de mala madre, ladrón, asesino!…
Carmen cerró los ojos, se tapó los oídos, se encogió en su sillapequeña, toda confundida y horrorizada.
Doña Rebeca seguía avanzando hacia la infeliz; le echaba encima sualiento fatigoso y le escupía en la cara los insultos.
—Te aborrezco, usurpadora, infame; que no puedes ver a mi hija porquees mejor nacida que tú, y más guapa y más rica….
Dió un manotazo furioso encima del bastidor, que rodó por el suelo. Ladébil madera del telar había gemido rota.
Entonces Carmen se levantó con un instintivo impulso de defensa.
Estaba blanca y tenía en los ojos un extraño fulgor.
Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que lavieja abatió los brazos y la voz para murmurar:
—¿Me desafías?… ¿Te burlas de mí?… Tú eres la santa…, lasanta….
Esta palabra mordaz, aplicada pérfidamente, tenía el privilegio deaplacar las rebeliones de Carmen, tan humanas y tan justas.
Humilló la mirada, y cogió del suelo el bastidor.
Estaba pensando: ¡Santa! Todavía no lo soy; me sublevo; me he mofado deellas con Salvador…, las he acusado…, casi las odio…. ¡Dios mío,hazme buena, hazme santa!…
Doña Rebeca, jadeante, necesitaba descansar; pasó en seguida de lotrágico a lo jocoso; con una extraordinaria facilidad, para decir:
—«
No por mucho madrugar amanece más temprano
»…. «
El que con niñosse acuesta
….»
Entró en aquel momento la señorita de la casa. Estaba muy retepeinada ygarifa, en previsión de que la hubieran llamado para aceptarbenignamente los homenajes del médico, pero había oído los gritos de sumamá, y acudía ceñuda y grave al lugar de la catástrofe.
Viendo a Carmen descolorida y confusa, desmelenada y rendida a su madre,adivinó el resultado de sus tentativas, y ya se iba a insolentar, cuandouna voz providente dijo en la puerta:
—Señora, un telegrama….
Dió dos saltitos doña Rebeca para apoderarse del papel azul, y Narcisa,olvidada de sus propósitos, giró como una veleta hacia la noticiatelegráfica.
VIII
Aprovechó Carmen aquel afortunado momento para escaparse. Tenía en eldesván un pequeño refugio donde había pasado muchas horas de miedo y dedolor.
Era un cuartito con una tronera alzada sobre el alero del tejado; nadiele habitaba, y ella solía subir allí a ver cómo el sol pasaba por elvalle, a mandar un beso a la torre lejana de Luzmela y una oración alalto cementerio, donde su protector dormía ajeno a tanta desventura.
Se oía desde el alto rincón la voz recia del
Salia
, acordada eneterno cantar glorioso.
Carmen, engolfándose allí en la exaltación de los más altospensamientos, no desdeñaba la amistad de un ser miserable, que solíaesperarla en el solitario lugar y acariciarla humildemente.
Era un gato, que habitaba casi siempre por aquellos andurriales huyendode la escoba de doña Rebeca.
Tan ruin era y tan feo, que le llamaban
Desdicha
.
Carmen le llevaba con frecuencia algo de comer, y el pobre animal lepagaba su compasión con artísticos arqueos y amorosos ronquidos.
Muchas veces, contemplando ella los cambiantes policromos de los ojosdel gato, pensaba que eran aquellas bestiales pupilas las únicas que enla casona la miraban sin encono; y cuando el maullido blando y lastimosode
Desdicha
la llamaba con cariñosas inflexiones de gratitud, lesonreía como a un ser racional y le hablaba dulcemente, respondiendo asus insinuantes confidencias….
En una de las frecuentes escapatorias al desván, Carmen habíadescubierto entre inservibles trastos la imagen tallada en madera de unNiño Jesús.
Medía un palmo de altura, estaba desnudo y era una escultura tosca. Lacarita, atristada y borrosa, tenía unos ojos clementes, de los cualeshabían resbalado a las mejillas unas lágrimas de muy dudoso arte.
A Carmencita le dió mucha lástima de aquel inconsolable dolor rodandopor el rostro bendito.
Tomó la imagen y la aseó; y a escondidas, con sobresaltos y recelos, lehizo una túnica piadosa con el traje blanco de triste membranza.
El Niño estaba sobre un mundo dorado, encima de una peana rústica.
Buscó la joven un rinconcito donde colocarle, en uno de aquellos mueblesrotos, y allí escondido le visitaba todos los días y le contaba enplática muda y tierna sus dolores solitarios.
Aquella mañana fué a verle y le pareció que él también estaba másafligido que nunca.
Después se asomó a contemplar la torre grave y maciza de Luzmela, latorre amiga de su corazón.
Mirándola estaba con sus bellos ojos empañecidos de tristezas, cuando Desdicha
la vino a saludar con expresivos arqueos y ronroneosapremiantes. Ella le acarició, prometiéndole un regalo para más tarde, ycomo algunas lágrimas ardientes cayesen entonces sobra la piel tigresadel animal, volvió éste hacia la niña sus ojos mortecinos llenos demansedumbre y le dijo algo piadoso en su bárbaro lenguaje; después lamiócon delicia las gotas cálidas del llanto y tornó a sus arqueos y a susronquidos amistosos.
Carmen se inclinó hacia el pobre
Desdicha
hasta rozar con sus labiosrojeantes la piel hirsuta del animal; luego le colocó blandamente en elalfeizar de la ventana, a la
raita
del sol, y despidiéndose con pesarde la vista del valle y del cantar del Salia
, bajó al piso principal,porque era medio día, y se comía allí a las doce en punto.
IX
El papelito azul decía:
«
Llego en el expreso.—Fernando
».
Y toda la casa se había revuelto.
La comida no estaba pronta. Había un trajín impaciente de muebles enhabitaciones, y cada vez que la madre y la hija se encontraban en mediode tal jaleo, reñían y se increpaban, porque Narcisa, celosa siempre delhermano buen mozo y seductor, opinaba que aquellos eran demasiadospreparativos para recibirle, y protestaba con satíricas frases deaquella revolución inusitada.
En esto llegó Andrés. Traía hambre y estaba de muy mal humor.
El retraso de la comida le soliviantó, y al enterarse del motivo deaquellas alteraciones preguntó irritado:
—Y ¿a qué viene
ese
?