La Niña de Luzmela by Concha Espina - HTML preview

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Oía el médico, vagamente, el acento lamentoso con que doña Rebeca le ibadiciendo:

—Pues sí, allí se quedó, la pobre, trajinando; vino a «misaprimera»…; es muy hacendosa, muy formalita…; ahora hay muchoquehacer en casa; ¡con Fernando y la ropa nueva de Carmen!… Porque eslo que yo digo:

tú que no puedes….

Cuando llegaron al andén, donde después de misa solía pasear el señorío,Salvador se apresuró a despedirse con el pretexto de tener que visitaralgunos enfermos.

Entonces, reparando el marino en la profunda alteración de susfacciones, observó:

—Tú también pareces enfermo….

El médico perdió su aplomo hasta el punto de no saber qué contestar, yla despedida resultó fría y penosa.

XVI

Todo el resto de aquel día se pasó en Rucanto en una tesituraviolentísima, pero sin una voz levantada, sin un insulto echado a volar.

Aquella calma amenazante parecía el presagio de una borrasca.

Doña Rebeca y Narcisa se eclipsaron en sus habitaciones, después de unacomida silenciosa y triste.

Julio no se había levantado de la cama, y Carmen y Fernando todo lohablaban con los ojos, en mudas contemplaciones, con una ansiedad llenade homenajes.

Uno y otro habían dejado casi intactos los platos en la mesa.

Como iban siendo breves las tardes, apenas dieron en el huerto unospaseos ya cayó la luz, y el paisaje se hizo impreciso y todo seenmudeció en la vega, a no ser la fresca voz del río elevada en gregarioconstante como un inmenso arrullo encalmado.

Los dos jóvenes entraron entonces en la salita baja y se acercaron a lareja que daba al jardín sobre el vano de la ventana.

Fernando buscó un taburete para sentarse a los pies de la niña, y comosi cediera a un impulso contenido y frenético, con una embriaguez depalabras ardorosas, la habló de amarla mucho y amarla siempre.

Ella aturdida, hechizada, se dejó inflamar en aquel fuego divino que yahabía prendido en su corazón, y respondió a la querella amorosa con unaencantadora reciprocidad de promesas.

Él decía con una vehemencia arrebatadora; ella con una ingenuidad tanblanda y dulce que su voz regalada parecía un suspiro.

Hicieron su novela.

Se casarían, y él la llevaría en su barco por la llanura inmensa del marbueno, de su amigo el mar.

Sería su viaje de novios como un vuelo sin fatiga por un desierto azul;sería la posesión pacífica y suprema de todos los goces del amor, en unolvido absoluto de la tierra, en una excelsa meditación sin turbaciones,en una vida nueva, sin límites, sin horizontes, inmensamente feliz.

Carmen veía cómo el cielo todo bajaba a su corazón confiado y noble;veía cómo era verdad que había en el mundo amor y ventura.

Fué aquel un idilio intenso, ferviente, vibrante, erigido en una hora degloria humana, en que todas las ilusiones de Carmen florecieron condivinas rosas….

Una cosa acre, fría, inclemente, rodó encima de aquel himno armonioso.

Era la voz de Narcisa que pedía la cena.

Carmencita, incapaz de bajar de un solo paso desde el cielo rútilo yfloreciente hasta el lóbrego comedor de la casona, se deslizó hacia sudormitorio para recogerse un momento y componer su semblantetransfigurado.

Iba casi a tientas por salas y pasillos penumbrosos, a los cuales laluna se asomaba un poco por las vidrieras desnudas.

No sabía la joven de cierto si pisaba en el tillo crujiente o en unanube esplendorosa y flotante, o ya en el barco milagroso de Fernando….Iba alucinada, henchida de felicidad….

Al llegar cerca de su cuarto, sin miedo a nada ni a nadie del mundo,desasida de la tierra, elevada a todas las excelsitudes de la gloria,una sombra siniestra cruzó a su lado; la vió desvanecerse hacia el fondooscuro del corredor. Con el corazón acelerado, entró en su aposento, y,buscando cerillas en su mesa, encendió una luz.

Miró en seguida a todos lados con zozobra, y encontró a su pobre NiñoJesús, colgado ignominiosamente de un clavo por los escasos cabellosrubios.

Corrió a libertarle de aquella burla sacrílega y vió con desconsuelo quehabían tratado de sacarle los ojos.

Los tenía heridos, como si se los hubiesen pinchado con un punzón. Enuno de ellos el cristal estaba roto con una incisión que laceraba todala cándida pupila.

Carmen no sabía qué pensar de aquel ominoso atentado contra la sagradaimagen.

¡Había dado un tropezón tremendo desde su nube o su barco contra lasiniestra sombra hundida en el corredor!…

Un minuto más que hubiera ella tardado, y el pobre Santo, indefenso,hubiera perdido sus dos ojitos clementes, llenos de lágrimas.

Irguióse la muchacha, indignada, con el Niño en los brazos, y le besócon ternura compasiva, dispuesta a defenderle y amarle contra todas lassombras perversas de Rucanto.

Cerró su puerta con llave para bajar al comedor, y al entrar en él vióque Julio, a quien ella creía enfermo, estaba allí, espiándola con ojosacerados; y como fulgurase sobre ella una mirada sañuda, semejante a unamaldición, acercándosele, serena y valiente, le miró retadora hastahacerle inclinar la cabeza.

XVII

Carmen pasó la noche en vigilia febril.

El sueño de las altas horas le pesaba en los párpados, rendidos; peroacunada por la nave milagrera de su novio y perseguida por la imagenfatídica de Julio, no podía dormir ni sosegar, hasta que, yaalboreciendo, se sumió en un leve descanso lleno de estremecimientos.

Despertóse bien entrada la mañana y le pareció oír lamentos y carreras,como en los días aciagos de aquella casa.

No se inquietó gran cosa, pensando que la presencia benigna del marinoencalmaría bien pronto aquella tempestad.

Empezó a vestirse lentamente delante de un espejito tan pequeño que seiba viendo en él «por entregas», y reparando en ello se sonreía.

Estaba llena de sonrisas Carmen aquella mañana…. Una sonrisa para elespejo donde, inclinándose, vió su cara preciosa un poco descolorida;otra sonrisa para la ventana, ya acariciada por el sol pálido denoviembre…; otra, para el cielo; los ojos garzos y acariciadores de laniña subieron hasta él dulcemente al través de los vidrios empañecidospor la helada…. Estaba todo azul; ¿no había de estarlo?… Azul tenueel cielo, dorado desvaído el sol, verde apagado la campiña…; ¡québonitos colores tenía la vida aquella mañana!

Y en el firmamento apacible cabalgaba una nubecilla blanca y graciosaque parecía una vela marina hinchada por el viento…; ¿si sería unbarco?…

Carmen quedó absorta en una deliciosa meditación. Estaba abrochando losbotones del peinador y volvió a mirar hacia el espejito, donde ahora sereflejaban sus dos manos nacarinas ajustando la tela sobre el pecho.

Y en esto llamaron a su puerta.

—Señorita, señorita…, tenga.

Y le dieron una carta.

—¡Cosa más sorprendente!…

La sirviente se quedó allí, mirándola con rara curiosidad, y la joven,asombrada, preguntó:

—¿De quién es?

—Del señorito Fernando; me la dió para usted antes de marcharse.

—Pero, ¿se ha marchado?

—Y bien de madrugada…; tomó el primer tren.

Carmen se apoyó en el borde de su cama deshecha y tibia, y con lasbellas manos temblorosas abrió la carta.

Leyó con ojos de sonámbula, desmesurados y turbios.

«Carmencita: Niña santa y hermosa, que me has querido en la hora másgrata de mi vida, te digo adiós con mucha prisa y con mucha pena: conprisa porque debo separarme de ti cuanto antes; soy malo y temo hacertemucho mal…; con pena porque me duele el corazón al dejarte…. Sólotengo una cosa buena: que me conozco. Esta única virtud la pongohumildemente a tu servicio por encima de mis tentaciones y de misansias…. Olvídame: hazte la cuenta de que nuestro barco de novios hanaufragado y tú te salvaste pura y sana, en la playa del olvido…. Sihoy te hago sufrir un poco, perdóname pensando que he tenido lástima deti y me trato sin compasión al decirte adiós…. Fernando.»

La niña de Luzmela alzó los ojos de la carta y paseó por el cuarto unasonrisa estúpida, que fué a posarse como una mariposa atontada sobre elNiño Jesús lastimado, erguido en su rinconera.

Se quedó Carmen mirándole como si nunca le hubiera visto…; ¡qué feoestaba y qué ajada la ropa! Pero

¿adónde miraba ahora el Niño Jesús?…No se sabía…. ¿Hacia la ventana?… No…. ¿Hacia la puerta?…

Sí;hacia la puerta…. ¿A ver?

Carmen volvió la cara y allí estaba todavía la criada, boquiabierta,haciéndose la remolona, con una mano en el picaporte y otra en lacintura, como si esperase algún recado….

La señorita la miró sin dejar de sonreir, con una helada expresión quedaba espanto, y la moza dijo:

—Con que se despide don Fernandito, ¿eh?

Entonces, Carmen, estremecida, agitó maquinalmente la mano que teníainerte sobre la falda, con la carta abierta, y respondió:

—Sí….

La mozena dió dos pasos dentro de la habitación, y confidencialmenterelató:

—Estos señoritos son el diablo…. Ya ve, a usted la cortejaba, comoquien dice, y lo mismo hacía con Rosa la del Molino.

Carmen movió lentos los labios para decir:

—Rosa….

—Sí; usted «no caerá»…. Como usted apenas sale de casa, no conoce ala mocedad de Rucanto…. Pues es una, aparente ella, pinturosa de larama y de mucho empaque….

Carmen volvió a decir, como en un delirio:

—¡Rosa!…

Y a tal punto oyéronse más lamentables y distintos unos grites agudos enel fondo de la casa.

La criada salió corriendo por el pasillo adelante y Carmencita volvió aposar los ojos, errantes y nublados, sobre el Niño Dios de madera.

Ya el niño no miraba a la puerta…. ¿Adónde miraría?…

La muchacha, sumida en la insensatez confusa de sus pensamientos,sintió clavársele en el cerebro aquella curiosidad inexplicable, que ledolía como una punzada violenta.

¿Adónde miraba el Niño Jesús?

Con un andar forzoso y mecánico se le acercó lentamente.

El niño no miraba a parte alguna.

Estaba tuerto, estaba herido, estaba triste y despeinado…, con eltraje en desorden….

Después de contemplarle un rato en atenta inmovilidad, Carmen se agachóun poco para mirar otra vez su cara en el espejo.

También ella estaba despeinada y triste, con los labios blancos, lasojeras negras, los ojos huraños, el vestido a medio ceñir…. ¡Qué feosestaban el pobre Niño de madera y la pobre niña de carne!…

Y se sonrió otra vez como una idiota.

Por su puerta entreabierta entró en aquel momento un agrio rumorsemejante al graznido del cárabo.

Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sinvolver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una bruscasacudida de su ser, murmuró:

—Es Julio, que ríe.

XVIII

Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidasen enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de unárbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.

Gesticulaba y maldecía y decía refranes a destajo….

Encima de una silla, con la tapa levantada y el seno vacío, se estabamuy echada para atrás, y muy burlona, una cajita de hierro, cuyocontenido se había llevado tranquilamente el joven Fernando, el hijopredilecto y mimado de la señora. Ella misma le había dado la llave dela caja, diciéndole muy acaramelada y blandamente:

—No quiero hacerte de menos, hijo; tú eres aquí el amo; para eso eresel mayor, un hombre de carrera, tan cabal y buen mozo….

Y el buen mozo tomó para su viaje los fondos de la familia, todos losahorros de la renta, destinados a pagar deudas apremiantes, y «elquinto» de Julio, y salarios y obligaciones urgentes de la casa.

En las entrañas hueras de la caja dejó Fernando un billete que no era,por cierto, de Banco, y que decía:

«Tengo que marchar inmediatamente, sin tiempo para despedirme, y llevoeste dinero porque lo necesito y porque algo he de disfrutar yo de laherencia de tío Manuel….»

Doña Rebeca, ante la insolencia provocativa de aquella arrasada, sedesató en improperios contra el hijo guapo de su corazón, y pensando conterror en el desquite que Narcisa se iba a tomar a costa de aqueldespojo, entonó la salmodia estupenda de sus refranes:

—Al arca abierta, el justo peca…. Del enemigo, el consejo…. Fíatede la Virgen….

¡Era toda un puro berrinche la señora de Rucanto!

Narcisa, enterada del suceso, tuvo la más despiadada y cruel sonrisapara la boca abierta de la madre y de la caja, y encogiéndose de hombroscomenzó a congratularse de haber acertado en sus pronósticos. Y todossus ademanes y sus dichos eran una jactancia orgullosa de sibila, unamofa hiriente y sangrienta para la desmelenada señora….

Julio no paró mientes en los gritos de las damas ni en la desapariciónde la bolsa, sino en la cartita que la criada, guiñando maliciosa, llevóal cuarto de la novia. Aquel acontecimiento había hecho reir a Julio acarcajadas por primera vez en varios años.

Todo se desquició lúgubremente en la casa de Rucanto desde aquel punto yhora.

Ya no hubo un minuto de paz ni siquiera aparente; ya, sin la blandainfluencia de Fernando, se volvió a endurecer la vida áspera y zahareñade aquella gente; ya, sin dinero y con trampas y apuros, volvió laestrechez de los días negros a caer implacable sobre el trágico caserón.

Cuando Andrés se enteró por Narcisa de la hazaña de su hermano, dió depuñetazos a los muebles y de patadas a las puertas, y crujieron maderasy cristales, temblaron las habitaciones y rodaron las blasfemias de unaestancia en otra con un eco sacrílego y temerario.

Doña Rebeca, tiritando de miedo ante aquel furor, huyó como almadiablesca por los misteriosos escondrijos de la casona.

En el paroxismo de su ira oyó Andrés el nombre de Carmencita.

—¿No sabes?—le decía su hermana, serena en medio de aquellaborrasca—: «la dejó plantada».

El bárbaro mozo se calmó de repente, deteniendo el trueno de su voz antela imagen seductora de la niña.

—¿Dónde está?—preguntó ansioso.

—No sé; ahí, por algún rincón; está muy triste.

—Quiero verla—rugió el monstruo.

Y se puso a buscarla por la casa adelante.

Iba diciendo siempre:

—Quiero verla, ¿dónde está?

Narcisa le contempló con sorpresa primero; después, con gozo; luego, conuna crueldad brava y horrible.

Corrió tras él y le dijo con voz opaca, llena de perfidia:

—¿La quieres?… Yo te la buscaré…. Te la doy para ti…, te laregalo….

Y los dos se lanzaron a la caza de Carmencita, oteando febriles como doscanes buscones.

No la encontraban.

Andrés se iba impacientando.

Para animarle, Narcisa le sirvió una incendiaria copa de ron. Luego quela hubo apurado de un trago valiente, dijo Andrés:

—¡Otra!…

Y la terrible señorita se la volvió a llenar.

Todavía Andrés presentó la mano extendida, insistiendo:

—¡Más!

Y todavía la hermana volvió a escanciarle.

Siguieron buscando. El mozo, tremulento, daba tumbos y jurababalbuciente; ella se reía y le iba proponiendo:

—Te casas con ella si quieres…, y si no…, no te casas….

Al atravesar la antesala encontraron a doña Rebeca, toda despavorida yangustiada, apretando convulsa un puño de pesetas.

La contempló Narcisa, ceñuda, como indagando de dónde había sacado«aquello»; pero ella se apresuró a depositar el tesoro en los hondosbolsillos de Andrés, prometiéndole:

—Ya te daré más…, mucho más….

Andrés se olvidó de Carmencita.

Metió su zarpa agresiva en el bolsillo repleto, y haciendo sonar lasmonedas con demente regocijo, hizo un ademán grosero y ganó la puerta dela calle, meciéndose en balances peligrosos y borbotando desatinos.

Le contempló Narcisa con desprecio olímpico, murmurando:

—Ni para

eso

me sirve este bruto; pero si no es hoy será otro día….

XIX

¿Dónde estaba aquella tarde de infames maquinaciones la niña dulce ybuena de los ojos garzos?…

No había encontrado ningún regazo suave donde llorar, ningún amableretiro donde consolarse.

Estaba escondida como un delito, oculta como una pena, en el cuartitodel sobrado, recostada con fatiga y desaliento en el quicio de laventanuca.

El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasabala mano por el lomo.

Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horasdoradas por el sol.

La tarde, cargada de tristezas, subía por el valle con trabajo, luchandocon la neblina y con la lluvia.

Venteaba, y todos los árboles,deshojados, accionaban con trágicos ademanes, alzando hacia las nubesgrises sus brazos desnudos. Gemía la lluvia en incansable lloriqueo ytodo era desolación y acabamiento en el paisaje, lo mismo que en el almainocente de la niña de los ojos garzos.

Nublados de lágrimas, miraban aquellos ojos hacia el pueblo de Luzmela.

Pero Luzmela se había hundido en la espesura sombría de la tarde.

Sólo en algunos momentos, entre la niebla jironada, aparecía austero ylejano el perfil de la torre señorial.

Entonces Carmencita se enjugaba los ojos con presteza y miraba, mirabatoda anhelante.

Y aunque ya la niebla se hubiera cerrado tragándose otra vez la siluetagrave de la torre, la muchacha veía siempre a Luzmela, haciendo de lagraciosa aldea de sus amores una evocación intensa y fervorosa….

Allí, la iglesia, con su maciza planta de basílica, su puerta de arcode medio punto, sus saeteras y su campanario tosco, rematado por unacruz de piedra…; allí, el caserío breve y blanco, humilde yplacentero…; allí, el palacio, con su patriarcal solana, su balconajede hierro y su escudo nobiliario, y adosada al palacio, señoreándole yprestándole aspecto de fortaleza, la torre, sobre cuyos labradosdinteles campeaba la piadosa divisa

Credo in unum Deum

. La aldea habíatomado su nombre del palacio, que, rodeado de fincas rústicas, extendíasus dominios por la pujante ladera hasta el espeso ansar ribereño del Salia

. Todo el valle era tributario de la casa noble de Luzmela. Elpalacio rico y el caserío pobre se confundían en una misma cosa: uncuerpo equilibrado y robusto, regido por el alma piadosa del dueño delsolar.

—Allí, en Luzmela, todo era paz y amor—pensaba la niña soñadora—, asícomo aquí, en Rucanto, todo es odio y venganza.

Y tembló la pobre.

Prestó oído atento…. ¿Reñían?… ¿La llamaban?… No; estaba muda lacasona; Carmen podía seguir soñando.

Soñaba con la mirada desvaída y los labios entreabiertos…,estremecida de frío…, con las mejillas húmedas de llanto.

Preguntaba, desorientado, su corazón:

—Pero ¿quién soy yo? ¿Cómo me llamo yo? ¿Qué hago en esta casa?…Padrino, ¿eres tú mi padre?… Y mi madre, ¿quién es?… ¿Es una madremuy triste que anda por el mundo buscándome?… ¿Era acaso una mujer muyblanca, muy bella, que se murió sonriendo?… ¡No sé, no sé quién era mimadre, ni quién mi padre, ni quién yo sea!…

Y de pronto se le iluminó la cara con un fugaz resplandor de alegría,mientras aun su corazoncito soliloquió:

—¡Ah, pero tengo un hermano!… Tengo a Salvador; lo había casiolvidado…. Di, Salvador, ¿eres tú hermano mío?… Yo quiero que loseas…, yo quiero irme contigo, Salvador….

Y se quedó escuchando, como si su amigo fuese a responder, como si fuesea llegar en aquel momento.

Pensaba en él la niña con una dulce seguranza, con un suave y cordialafecto.

Salvador era para ella el recuerdo vivo de su felicidad huída, lapersonificación de sus bellos años infantiles.

Le veía inclinado conafanoso interés sobre el padrino doliente; le veía alegrando siempre lasala silenciosa del palacio con el repique sonoro de sus espuelas y lajovial resonancia de su risa saludable…; le veía amable y servicialcon los pobres del contorno, con los criados de la casa; siempre amorosoy complaciente con ella, la hija del misterio, convertida entonces enreina de un hogar.

Carmencita se exaltaba en la memoración de aquellas horas apacibles desu vida, de las cuales sólo le quedaba aquel testigo: Salvador.

La barba rubia del médico le recordaba a la niña la de los santos queveía en los altares: era una barba riza y suave que estaba pidiendo unnimbo celestial para la cabeza serena y dulce de aquel hombre todobondad.

Y Carmen, desde la imagen benigna de Salvador lanzaba su pensamientovertiginosamente a la imagen seductora y pérfida de Fernando, y seestremecía con temblamientos angustiosos. Fernando le parecía un sueñodelicioso y doloroso que le mordía el corazón. Abría los ojosdespavoridos encima de aquella memoria incitante, y no sabía qué cosa leatraía más a la visión tentadora, si era el gozo de amarla o elquebranto de perderla.

Y cuando lograba sacudir de encima aquella imagen, con un poderosoarranque de su alma y de su cuerpo, volvía a llamar a Salvador en suauxilio; pero, sin acordarse nunca de que él era un hombre propenso alamor, con unos ojos sinceros y acariciadores que la miraban, comointerrogándola, como averiguando….

No; ella sólo pensaba….¿Salvador, eres tú hermano mío?…

XX

En vano Carmencita hubiera hecho a gritos aquella pregunta desde latronera de la casona. Salvador no hubiera cruzado el camino al alcancede su voz apesarada.

Salvador estaba muy lejos de la paz gimiente del valle y del cantarronco del Salia

.

Después de aquel memorable día de Todos los Santos en que el médico vióa la niña enamorada de otro hombre, midió varias noches los salonessolitarios de Luzmela con sus pasos automáticos y sonoros, y se agitóinsomne y nervioso, muchas horas, en el monumental lecho de roble dondedon Manuel de la Torre murió sin consuelo.

Y una mañana muy nublada y tormentosa, Salvador llamó a Rita y le dijo:

—Esta tarde salgo de viaje.

Rita, que andaba cavilosa leyendo misteriosos motivos en la pena visibledel médico, preguntó alarmada:

—¿Adónde, señorito?

—Voy a París, como otros años.

—Pero siempre iba en primavera…. ¿Con este tiempo ha de salir decasa?… ¿No oye cómo «suena la nube»?… Habrá temporal…. El vientolevanta tolvaneras por esos caminos…. ¿Tanta prisa tiene pormarchar?…

—Prisa tengo, mujer; no puedo esperar ni un solo día….

Rita, convencida de la decisión del joven interrogó con blandura:

—¿Despidióse de la niña?

Él se volvió a otro lado para responder.

—Ya me despedí.

—¿Y queda contenta?

—Muy contenta…; como nunca….

—¿Está seguro, señorito?

—Segurísimo…. Anda, Rita, prepárame el equipaje…: pon lo que teparezca…; poca cosa, una maleta pequeña.

—¿Va entonces por poco tiempo?

—No lo sé todavía…; ya veré.

Y se encerró en su cuarto, en un paseo incansable, como de fieraenjaulada.

Rita, sintiendo aquellos pasos violentos que desde hacía días retumbabanen los aposentos callados con isócrono rumor de máquina, movía la cabezay suspiraba, mientras colocaba en una maleta camisas y calcetines yprendas interiores de abrigo.

Por la tarde, ya ensillado el caballo del señorito, próxima la hora deltren que había de tomar fuera del pueblo, rondaba Rita el cuarto delviajero, muy compungida.

Al salir le dió el médico la mano, y le dijo revelando preocupaciónsecreta:

—Si ocurre algo en Rucanto me escribes o me telegrafías, ya te diréadonde.

Se despidieron.

Toda la servidumbre se asomaba al zaguán; los mozos de las cuadras sehacían los encontradizos en la corralada, y Rita, detrás del señorito,se enjugaba los ojos en silencio. Partió Salvador, diciéndoles a todoscon la mano un adiós afectuoso; llevaba en el semblante extrañaexpresión de angustia.

XXI

Al siguiente día, el trasatlántico francés

San Germán

, que zarpaba delpuerto de Santander, llevaba sobre cubierta un melancólico pasajero debarba rubia, que desafiando la crudeza de la temperatura y ladesapacibilidad de la tarde, parecía embelesado en la contemplación delas aguas y de la costa.

Iba pensando aquel pasajero: ¡Pero qué triste es el mar, Dios mío, y latierra qué triste es!

Se puso entonces a mirar el cielo, y después de una meditación extáticadijo, más con el corazón que con los labios: ¡Y el cielo también estriste!…

Ya de noche, Salvador, que era el pasajero de las contemplacionesdoloridas, apoyado en la borda, escuchaba absorto la respiraciónsollozante del mar. La costa se había borrado en la lejanía y la sombrahabía caído densa sobre el impetuoso Cantábrico, envolviendo al barco enel espíritu aterido y misterioso de la noche.

Al lado del joven pensativo resonaron unos pasos, que llevaban elcompás, gratamente, a una linda barcarola.

Salvador volvió la cabeza hacia aquel lado y aguzó en la oscuridad sumirada.

Vió la talla aventajada de un hombre, y le pareció a su vez que aquelhombre le miraba con atención….

Y tanto se miraron uno a otro, que dos nombres, pronunciados consorpresa, rodaron sobre la cubierta, entre la monstruosa palpitación delbuque, y fueron a extinguirse en el rumor profundo de las olas.

—¡Salvador!

—¡Fernando!

—¿Adónde vas?

—Al Havre…; ¿y tú?

—Exactamente, chico, al Abra de la Gracia, que diríamos los españolestraduciendo…. ¡Pero qué encuentro más original!… Yo te hacía enLuzmela.

—Y yo a ti en Rucanto.

—Mi viaje ha sido imprevisto.

—El mío también.

—Asuntos profesionales, ¿eh?; empeños arduos y piadosos de ciencia yhumanidad, ¿no?

—Sí…, cosas de humanidad…; y a ti, ¿qué te trae por estos mares?

—¡Ah!, cosas triviales, sin importancia, amigo. A mí, cualquier vientome hace girar como a una veleta….

Las velas de «este navío» se hinchancon todas las brisas que pasan.

Estaba Fernando tan risueño y gentil como de costumbre, tan dueño de lasituación como solía estarlo.

Salvador, en cambio, tenía conmovido todo el cuerpo a impulsos de todael alma. Barajaba, con loca precipitación, el viaje sorprendente delmarino con el enamoramiento de Carmen, y en su espíritu se hacía unanoche tan cerrada como aquella que envolvía a los dos mozos sobre lacubierta oscilante del San Germán.

Por un momento tuvo el médico la desatinada idea de suponer que elmarino llevaba a la muchacha en su compañía; pasó como un rayo por suimaginación febril la posible realización de un rapto o de una fuga, y,mirando a su rival a un paso de distancia, le preguntó con insensatoafán:

—¿Y Carmen?

Esta pregunta, así aislada y ansiosa, podía haber sido una revelaciónpara Fernando; pero no fué sino un motivo de dulce sonrisa, y contestóapacible:

—Pues tan buena, y tan bonita.

Como si Salvador hubiera querido preguntarle únicamente: ¿qué taldejaste a la novia?

A